Hicieron falta la película de James Bond, primero, y luego Coco, para que la celebración del Día de Muertos cobrara una vistosidad que no había tenido antes y se convirtiera en una nueva «tradición». Es cierto que, desde que Posada descubrió la riqueza alegórica de los esqueletos para criticar su tiempo, la muy católica conmemoración de los fieles difuntos en México se aprovechó con alguna singularidad idiosincrásica para revivir —la Muerte siempre revive— formas medievales de plantar cara a nuestra finitud mediante el jolgorio; también para asimilar de un modo más bien inofensivo las raíces prehispánicas enredadas alrededor del tzompantli, de modo que, desde el siglo pasado, cada 2 de noviembre fuera encontrando su sentido la recordación de los que se adelantaron, todo ello mezclado con manifestaciones autóctonas de mayor o menor autenticidad.

Sin embargo, de unos años para acá, lo que se ve es la explotación excesiva de un supuesto rasgo de identidad nacional en aras de un folclor hechizo que, si bien ha pegado (profusión de cempasúchil, gente pintarrajeada como presumibles calacas —en realidad parecen panditas—, pan de muerto en el súper desde agosto), en su frivolidad recalca nuestra esquizofrenia cotidiana. ¿En México de qué hablamos cuando hablamos de la muerte? Quieren, los entusiastas de las catrinas, que con sus desfiles y papeles picados y altares y humaredas de copal y calaveritas de azúcar y de versitos se reafirme nuestro trato confianzudo con «la huesuda», que en el país donde la vida no vale nada vendría a hacernos los mandados. También, seguramente, que se vea en esta fiesta una reivindicación cultural ante la amenaza del Halloween. Todo eso podrá estar muy bien, como lo estará el sentimiento de cada quien al desempolvar la foto del abuelo y ponerle una veladorcita. Pero algo hay de muy siniestro en el hecho de que tal alboroto se haga en un presente atestado de asesinados y asesinos, donde no se sabe qué hacer con la abundancia de cadáveres y donde todos los días se rellenan más y más fosas clandestinas. No sé: no quiero ser aguafiestas. Nomás que, al ver tanta fiesta por la muerte, me pregunto qué es lo que tendríamos en realidad que festejar.

 

J. I. Carranza

Mural, 1 de noviembre de 2018