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Leer a Arreola
Juan José Arreola, qué duda cabe, es uno de los autores centrales de la literatura en español del siglo 20. Eso podemos tenerlo claro sus lectores. Incluso, tal vez seamos capaces de precisar por qué pensamos así. Yo empezaría por decir que hallo, en las páginas del jalisciense, una soberana imaginación que, por medio de una prosa que es pura orfebrería, infaliblemente rinde frutos prodigiosos —ya luego tendría que explicar qué diablos quiero decir con eso. El caso es que más o menos sé por qué amo la obra de Arreola, por qué la tengo por fundamental en mi historia como lector y en mi vida. Y otro tanto, supongo, ocurrirá con todos sus lectores fieles.
Pero pasa esto: aunque pueda parecernos incomprensible que haya alguien a quien lo tengan sin cuidado los libros que más nos importan, por lo general damos por hecho que la culpa es del lector (impermeable a la maravilla, impaciente para buscar un sentido decisivo, reacio a proponerse ningún esfuerzo de comprensión), y no del libro. ¿Cómo es que llegó a gustarme leer a Arreola? La verdad es que no lo sé. Es difícil rehacer el camino que nos condujo a determinadas revelaciones y a las inclinaciones que ya no abandonaremos, y reconocer, en ese camino, lo que debimos poner de nuestra parte: la atención que pusimos sobre ciertos aspectos particulares, la suerte de haber conocido algunas informaciones contextuales que nos ayudaron en la asimilación mejor de lo que leímos, las meras intuiciones que seguimos. Creo estar seguro de que lo primero que leí de Arreola fue «El guardagujas», que venía en uno de los libros de texto gratuitos de la primaria. Si así fue, ¿qué pude haber entendido? ¿Y cómo di el salto a lo demás? ¿Y cuándo?
Ahora que se festeja el centenario, habrá reediciones y abundarán las ocasiones de leer a Arreola. ¿Cómo llegarán a esas ocasiones los nuevos lectores? Pues se trata de un autor gratísimo, sí, pero también exigente. Yo querría creer que no faltan razones para que cualquiera se encante. Pero, en un mundo muy distinto del que vio nacer esos libros, ¿cómo abrirles cancha en la aceptación de esos nuevos lectores? ¿Podrán encontrar ahí lo mismo que encontramos quienes llevamos toda la vida gozándolo?
J. I. Carranza
Mural, 20 de septiembre de 2018
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El gran cine
Es el mes patrio, y, con tal motivo, han estado proyectándose 17 películas nacionales en la Fiesta del Cine Mexicano, en salas de Cinépolis. No son muy legibles los criterios que se tomaron en cuenta para seleccionarlas, pero la oferta incluye comedias y melodramas recientes que tuvieron algún éxito cuando se estrenaron, una de dibujos animados, un documental, una película que puede considerarse de culto (El lugar sin límites, de Arturo Ripstein) y una joya de la época de oro, Dos tipos de cuidado (Ismael Rodríguez, 1953). Ésta fue la que elegimos ver.
Si existe algo como la identidad nacional —un sentimiento de pertenecer, junto con otros, a una geografía y un tiempo histórico determinados—, debe de ser algo parecido a lo que flotaba en la sala. Ante la dificultad de definir qué significa ser mexicano, está a nuestro alcance una experiencia como ésa. Porque lo que veíamos en la pantalla era algo que podíamos reconocer sin ninguna duda, como si lo trajéramos implantado en alguna zona del cerebro anterior al entendimiento y a la memoria. Pedro Infante, Jorge Negrete, la música, el lenguaje, el blanco y negro inmensamente más expresivo que la paleta de colores más rica, y que, para la mayoría de cuantos estábamos ahí, sólo habíamos podido ver en la televisión.
Fue algo milagroso: ¡esa película en un cine! El valor que adquiere cada elemento, magnificado por la escala de la proyección (¡qué director tan acucioso era Ismael Rodríguez! Un ejemplo: Jorge Negrete está fumando mientras cantan, él y Pedro, la de «Quihubo, cuándo», y el cigarro se consume puntualmente a lo largo de la canción, en una continuidad cuidadísima), y la música, con esas voces (y la de Carmelita González, soprano asombrosa), son de suyo impresionantes. Pero, además, está la gracia insuperable de los parlamentos, el encanto de todas las actuaciones, los sentidos que podrían pasar inadvertidos si no se aprecian a esa escala y ese volumen… En fin: fuimos muchos los que no pudimos aguantarnos las lágrimas de emoción y felicidad.
Como las mejores ideas, ésta es muy sencilla: proyectar el gran cine mexicano una vez al año. Ojalá se repita. Para que nadie se pierda de esa experiencia incomparable.
J. I. Carranza
Mural, 13 de septiembre de 2018
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El premio del barrio
No tengo ninguna objeción que hacer a la elección de Ida Vitale como ganadora del Premio FIL de este año. Esto que acabo de decir, aunque no importa en absoluto —pues, aunque tuviera todas las razones del mundo para enfurruñarme, a ver quién me iba a hacer caso—, me salió decirlo así, en negativo, e imagino que eso algo significará. Porque otra cosa muy distinta sería si manifestara, eufórico o exultante, mi acuerdo con esa decisión. Ida Vitale, cómo no, está bien, pásele, felicidades, ni cómo alegar en contra. No se equivocó el jurado, no contará como un error más en la historia de este premio (bastante llena de hoyancos, e incluso de cráteres profundos, como Bryce Echenique, nunca hay que olvidarse de él). No hay nada que reprochar.
Ida Vitale, en lo poco que le he leído, me gusta mucho. Uno de sus libros, para dar pronto con una muestra, a mí me parece bellísimo: Léxico de afinidades, publicado hace alrededor de un cuarto de siglo por la editorial Vuelta y reeditado recientemente por el Fondo de Cultura Económica. Entre la memoria, la poesía y el ensayo, ahí vamos presenciando el despliegue de una inteligencia afiladísima que se sostiene sobre una asombrosa fe en las posibilidades más inusitadas de las palabras. O sea que, lo dicho: es una merecedora irreprochable de este premio.
Pero —aquí llega el pero—, quizás porque este premio se da en nuestro barrio, y podemos así ver lo que significa (la visibilidad que da a sus ganadores, el hecho de que éstos vengan a Guadalajara a recibirlo, y por tanto los tengamos cerca), algunos tenemos la costumbre de quedar, por principio, inconformes con el anuncio de cada año. Porque —y es lo malo de todo premio— siempre pudo ganarlo alguien más: invariablemente, alguien que habríamos preferido. ¿César Aira? ¿Eduardo Lizalde? ¿Angélica Gorodischer? Da lo mismo: siempre acabamos rumiando que Michel Tournier o Salvador Elizondo se murieron sin haberlo recibido, y no querríamos la misma suerte para nuestros preferidos.
Será una ocasión óptima para que muchos descubran a Vitale y para leerla con atención. Y no es que eso esté mal, todo lo contrario, no nos vamos a quejar por eso. Pero, ¿y qué tal si mejor se lo hubieran dado a…?
J. I. Carranza
Mural, 6 de septiembre de 2018
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Numismática
Es claro que, como seguramente pasa con las monedas y los billetes de cualquier país, en la numismática mexicana puede leerse un registro de las ideas que hemos tenido acerca de nuestra identidad histórica. O, más bien, de la conformación que los sucesivos regímenes han dado a esas ideas, acordes, luego de la Revolución, con las que privan en los programas educativos oficiales —todavía en la Revolución había quienes imprimían su dinero como les daba la gana—. De ahí que siempre estén ciertos personajes que pasan por incuestionables (Hidalgo, Juárez), mientras otros a veces se vayan, pero no del todo (Madero, que lo mismo ha podido estar en billetes de 500 pesos que en monedas de 20 centavos), y algunos sencillamente salgan de circulación (los Niños Héroes, que abandonaron la escena cuando los billetes de 5 mil pesos dejaron de existir).
El nuevo brinco que está por dar Juárez, del billete de 20 al de 500, sugiere, por una parte, que está por refrendarse la parafernalia juarista para todo lo que se ofrezca. Luego de que Fox le dijera hazte para allá, no había recuperado su protagonismo sino hasta que López Obrador se encomendó a su amparo, y es de suponerse que su estampita va a ser omnipresente en los años que vienen. Pero, por otro lado, ese relevo habla mucho de la escasísima y terca imaginación que tenemos, incapaz de concebir que otras figuras puedan ocupar el sitio privilegiado de la memoria que puede ser cualquier cartera —bueno, no cualquiera, la de alguien que tenga trabajo y billetes para guardarlos en ella.
Según ha anunciado el Banco de México, más adelante Hidalgo y Morelos se mudarán al billete de 200, Madero volverá al de mil (¡con Carmen Serdán!), Sor Juana se pasará al de 100 y habrá uno más de 2 mil, con Octavio Paz y Rosario Castellanos. Es decir que, salvo un par de excepciones, seguirá la rotación de los mismos. Y Juárez, el omnipresente (aeropuertos, pueblos, calles, plazas, escuelas, hospitales…), presidiéndolo todo. Es lo curioso, por decirlo de algún modo: que, incluso en tiempos de supuestas transformaciones colosales como la que se anuncia (insertar trompetilla aquí), lo cierto es que jamás tenemos muchas ganas de transformarnos del todo.
J. I. Carranza
Mural, 30 de agosto de 2018
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Solito
Muy divertida, la entrevista reciente en la que el escritor Paulo Coelho se ve acorralado por sus propias respuestas. Según esto, el brasileño es reacio a tratar con la prensa, y en esta ocasión habría cedido porque el medio que lo requería es uno donde él colabora; además, acaba de lanzar un nuevo libro, y lo que suele esperarse de un autor es que, además de escribir libros (que ya sería suficiente), se avenga a participar en todo lo que haga falta para que se vendan: presentaciones, entrevistas y demás circo. (Siempre me acuerdo, a este respecto, de una anécdota de Juan Carlos Onetti, a quien le organizaron un gran homenaje una vez; vino gente de todos lados, costó mucho trabajo convencerlo a él de que asistiera, y, cuando le tocó por fin tomar la palabra, se levantó de su asiento, tambaleante —parece que todo el rato había estado dándole tragos a su whisky— y solamente dijo: «Yo no hablo. Yo escribo». Y volvió a sentarse para seguir chupando).
El caso es que el autor que ha vendido, según la misma entrevista, 225 millones de libros y posee, por tanto, una fortuna considerable, tuvo a bien afirmar que sigue considerándose hippie (Hippie es el título de su nuevo libro), y entonces la reportera, naturalmente, quiso saber cómo es posible eso: «¿Se puede ser hippie viviendo en Ginebra, en una casa extraordinaria con vistas al Montblanc, rodeado de obras de arte y con mayordomo?». Ahí empezó a responder de modo cada vez más airado, en un berrinche espectacular, hasta decir: «Borra todo, empezamos otra vez…». Felizmente, la reportera no sólo no borró, sino que lo publicó todo.
Con frecuencia me encuentro con lectores de Coelho. No es tan misterioso que lo sean: la maquinaria de la publicidad funciona muy bien. Y lo más seguro es que esos lectores lo sean porque no han tenido más remedio: no se han encontrado con otras lecturas. Antes, yo me empeñaba en demostrar, especialmente a mis alumnos, por qué es prescindible esta literatura. Pero ya vi que no hace falta esforzarse mucho: pasado un tiempo, y si se les pone al alcance otra cosa, los lectores más fieles acaban desengañándose por su cuenta. Y, como en su entrevista, Coelho solito muestra lo que realmente es.
J. I. Carranza
Mural, 23 de agosto de 2018
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Arco y espada
Un amigo tenía la costumbre de visitar lo más pronto posible el mercado principal de cualquier lugar adonde llegara por primera vez. Apenas dejaba las maletas en el hotel, preguntaba por dónde irse y agarraba camino. Nos reíamos un poco de él —dicha costumbre la completaba el ritual de tomarse un chocomil en el mercado—, pero sus motivos eran muy razonables. La idea era que sólo en un lugar así podía encontrar el carácter auténtico de la ciudad o el pueblo que iba a conocer, su vida de todos los días, la gente que la hace. Como si el viaje al mercado fuera un atajo para dar cuanto antes con lo que más valía la pena conocer ahí.
Yo tardé en aceptar esos motivos. Pensaba, quizás, que los mercados en México son todos iguales. No lo son, pero sí se parecen mucho, y eso me disuadía de buscar nada en ellos. Y también, claro, me daba pereza esa búsqueda: seguramente prefería eludir sus ajetreos, sus ruidos, sus cochineros, el gentío. En todo caso, recientemente he tenido ocasión de ir reconociendo cuánta razón tenía mi amigo, a raíz de una serie de visitas al nuevo Mercado Corona, desde poco después de que lo inauguraron y parecía todavía la implantación de un capricho con el que se había resuelto disparatadamente la muerte por fuego del mercado que durante años hubo ahí.
En el Corona, qué duda cabe, se lee claramente qué es y cómo es Guadalajara. Por ejemplo, ahora que reinstalaron el arco de cantera que había sido removido luego del incendio. Está muy bien que quede ahí ese testigo de lo que había, pues algo que nos ha hecho mucho daño es la desmemoria. Además, su presencia tiene algo de insólito, y eso la vuelve encantadora. Pero, a unos pasos, a la estatua del Amo Torres sigue faltándole la espada, y, además, muchas letras de la placa están borradas, de manera que se vuelve incomprensible lo que dicen. Es, creo, una estampa muy elocuente de Guadalajara: por un acierto que hay, una vergüenza que debemos pasar. Qué trabajo cuesta arreglar eso, no sé: menos que el que implicó levantar el arco. Pero no se hace —así como tampoco se limpia el mercado como se debe, que qué tanto costaría darle una trapeadita. ¿Así somos? Se aprende mucho yendo. Mi amigo tenía razón.
J. I. Carranza
Mural, 16 de agosto de 2018
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Días de rascarle
Puede parecer misterioso el hecho de que existan mochilas cuyo costo ande entre mil y mil 500 pesos (las habrá más caras) y otras que cuesten apenas cien. O cincuenta. Mochilas escolares, de las que hay que comprarles a las creaturas para el regreso a clases. (¿Hay que comprarles? En rigor, sólo si las del año pasado quedaron despedazadas, aunque pocas cosas tan emocionantes como estrenar mochila, y es de ese género de emociones que, si hay posibilidades, resulta cruel negarles a las creaturas: para qué trabaja uno si no es para eso). Más inexplicable es que unas y otras se vendan en la misma papelería y no parezcan tener diferencias significativas de calidad, a lo sumo las hace distintas que las caras suelen traer monos pintados y las austeras no.
Si no es misterioso, dejémoslo en asombroso. Pero sirva para recordar, en estos días salvajes de surtir las listas de útiles, la conveniencia de buscarle y rascarle y esculcar para no acabar, por ejemplo, pagando mil cuatrocientos pesos de más por una mochila cuando la creatura pudo haber quedado feliz por sólo cien. (Demasiado tarde vimos las de cincuenta; no nos pesó ese descubrimiento, pues, gracias precisamente a que nos la hemos pasado buscando y rascando y esculcando, ya nos habíamos ahorrado otra fortunita). Hay escuelas que enjaretan listas delirantes; otras —como es nuestro caso— se miden y alientan a reciclar materiales del año pasado. En cualquier caso, hay que esmerarse en asimilar bien el saber que sólo da la experiencia.
Lo primero es proceder con tiempo —no siempre se puede: no siempre “baja el recurso” oportunamente como para correr a las papelerías en cuanto entregaron las listas—; no dejarse encandilar por las supuestas ofertas de las grandes cadenas: siempre es mejor la discreta papelería amontonada y tilichenta, que lleva siglos ahí. Hay que llamar a las librerías y pedir que aparten los títulos que se necesitan: así se evitan vueltas de más. No hay que hacerle mucho caso a las veleidades de las creaturas —uno puede acabar comprando una lonchera termonuclear hecha en Suiza nomás por capricho. Y hay que dejarse contagiar por la alegría de las creaturas, que van a estrenar. Eso le da sentido a todo.
J. I. Carranza
Mural, 9 de agosto de 2018
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Raudo desastre
Las transformaciones del paisaje en Guadalajara, al margen de lo que las explique, se caracterizan sobre todo por su velocidad. Habría que preguntarse, claro, a qué obedece el hecho de que se hayan acelerado tanto en los últimos años. ¿De los Panamericanos para acá? Posiblemente: fue un momento en que sobre la ciudad —o, más bien, sobre quienes toman las decisiones en ella— se cernió una especie de delirio, mezcla de codicia y arrogancia, por el cual pareció entenderse que estábamos rezagados y debíamos alcanzar a las grandes capitales, lo mismo con la intensificación de la obra pública que con la inversión privada que se puso a levantar torres por dondequiera —cierto, no por dondequiera, pues ese delirio incluía seguir desentendiéndose de las zonas inveteradamente dejadas a su suerte, y que pasará mucho tiempo para que esos tomadores de decisiones encuentren qué provecho sacarles.
El caso es que, de entonces para acá, no hay día en que uno no se tope con una nueva mutilación, una alteración abrupta del paisaje, una demolición de lo que era en favor de lo que, supuestamente, debería ser. Vamos habituándonos a esos hallazgos: tantos son, y, además, tanto nos atarea una vida que implica ir acomodándonos todo el tiempo a la ciudad así renovada, que acaso ese estado de constante anomalía lo hayamos tomado ya como la normalidad. No obstante, si se presta atención, puede verse cómo se suceden las pérdidas, y sobre todo si esa atención está en función de la memoria personal, la que tal vez no llegue a convertirse en historia colectiva, pero que sí da forma a lo que cada uno de nosotros es. La casona admirable que tiraron y en la que sólo hay un abismo ominoso desde donde se alzará un nuevo esperpento; el café donde siguen alojados algunos recuerdos decisivos, aunque dicho café ya no exista; la plaza comercial desolada y para muchos ya inservible porque le retiraron el supermercado que la llenaba hasta hace poco; el puente que era como una ola inverosímil elevado sobre la avenida, ahora que bajo la avenida correrá el monstruo que luego saldrá a la superficie para que desde ahí podamos ver en todo su esplendor el raudo desastre. ¿Así ha tenido que ir cambiando la ciudad?
J. I. Carranza
Mural, 2 de agosto de 2018
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Gran librería
Era una anomalía injustificable que la Universidad de Guadalajara no tuviera una gran librería, sobre todo si se tiene en cuenta el hecho de que es la universidad que organiza la FIL. Por más de treinta años, no hubo un espacio donde el público lector tapatío encontrara lo que más lo hace ir a la feria, que es su oferta editorial, necesariamente más amplia y diversa que la que hay por lo general en las librerías. Como con tantas incongruencias que tienen lugar en la universidad, es difícil explicar esa anomalía. Pero el caso es que ya se remedió, y de tal modo que, si se hacen las cosas bien, la nueva librería Carlos Fuentes podrá convertirse en un lugar indispensable para ese público.
Es enorme, para empezar. Y no se trata de una enormidad absurda, pues sirve para que los libros estén bien expuestos y uno pueda deambular entre ellos por horas con toda comodidad. Bien iluminada, cuenta con espacios para arranarse un buen rato a hojear lo que a uno le interese, en la idea de que el tiempo que se pase ahí sea de lo más agradable —a diferencia de lo que encontré no hace mucho en otra librería de Guadalajara, donde a alguien se le ocurrió poner letreros en los que se conminaba a los lectores ¡a no pasar demasiado tiempo viendo los libros! (Luego quitaron esos letreros, pero a quién se le ocurre). Hay dos cafés, también, y áreas de exposiciones y salones para llevar a cabo actividades, lo cual redondea la posibilidad de que la librería funcione óptimamente como un lugar de encuentro y como un centro cultural. Los libros están dispuestos según una organización temática que, en principio, parece sensata —aunque esta forma de distribución siempre puede plantear algunas dificultades para saber qué va dónde—. Por lo demás, el área infantil es sensacional, y es seguro que las creaturas que empiecen a ir con alguna frecuencia podrán convertirse en público leal.
Tiene el inconveniente, ahora, de hallarse en un punto al que no es tan fácil llegar. Pero aquella parte de la ciudad está transformándose aceleradamente. En fin, que hay que ir a conocerla. Y a disfrutarla. A diferencia de otros proyectos de la UdeG, que son puro relumbrón y derroche, éste tiene mucho sentido.
J. I. Carranza
Mural, 26 de julio de 2018
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Arenas movedizas
No he visto la serie de Luis Miguel. Parece que todo mundo ha estado al pendiente de ella, aunque, como por lo general ocurre cuando se trata de impresiones propiciadas por las «conversaciones» que hay en las redes sociales, lo más conveniente es tomar con reservas esa unanimidad. En todo caso, la serie podrá calificarse como exitosa y el interés de su público como auténtico. Veo que se habla de ella profusamente, y, sin embargo, no siento la menor curiosidad. O, si llego a sentirla, de inmediato queda sofocada por la anticipación del desagrado y el hastío que seguramente experimentaría si me resignara a verla. Probablemente se deba a esto: como muchos mexicanos que están en las inmediaciones de mi edad, yo tuve que formarme (estética, sentimental, moral y políticamente), en gran medida, con los materiales didácticos suministrados por Televisa, ese ministerio de propaganda y educación de los regímenes priistas hoy venido a menos.
Casi puede decirse que no había escapatoria: entre las telenovelas, los cantantes y los noticieros que saturaron nuestras infancias y nuestras juventudes, sólo pasada la primera mitad de los noventa pudimos ir dándonos cuenta de que había un mundo más allá de lo que nos ponían delante Raúl Velasco, Jacobo Zabludovsky, Luis de Llano o Ernesto Alonso. De tal manera que, como sobreviviente de esas condiciones históricas, me horroriza volver a chapotear en semejantes arenas movedizas. Y es que creo que, agotadas las fórmulas que dieron vida a las telenovelas durante décadas, las series biográficas buscan lograr lo mismo y de modos parecidos: concentrando una atención excesiva que —puesto que nuestra capacidad de atención siempre será limitada— deja en desventaja a otros productos que quizás valgan más la pena. Y que ahora, para nuestra fortuna, están a nuestro alcance, nomás es cuestión de saber elegir.
A veces, claro, puedo tararear como todo mundo alguna canción de Luis Miguel. Y a veces hasta buscarla y ponerla. Y disfrutarla. Más o menos sé de su historia. No he tenido más remedio. Si estuviéramos en los ochenta, seguramente estaría muy pendiente de la serie famosa. Pero el mundo ha cambiado, y querría creer que uno debería cambiar también.
J. I. Carranza
Mural, 19 de julio de 2018