Autor: Verónica Nieva (Página 13 de 18)

¡El desfile!

¿Treinta años habrán pasado sin que volviera a ver el desfile inaugural de las Fiestas de Octubre? Más, seguramente. Tanto tiempo, en todo caso, para saber por qué importaba que fuera el Tío Carmelo la estrella insuperable cada vez… y para saber quién era el Tío Carmelo; luego, ese lugar lo ocupó Kippy Casado, y la ausencia de ésta no ha podido ser rellenada por ninguna otra figura que tenga tanto jale con la gente. Además de esas presencias, había acrobacias de los motociclistas de Tránsito (a la Pedro Infante), tablas gimnásticas, coches antiguos, mucha música…

¿O será que la memoria de la infancia siempre se figura más razones para la alegría que las que realmente había? Este año volvimos porque no hubo más remedio: la hijita vio el anuncio en la tele, supo que el desfile pasaría a una cuadra de la casa, toda negociación para hacerla desistir había fracasado antes de empezar. Y me quedó claro algo: la gente se alboroza y acaba feliz con cualquier cosa. Como seguramente le pasaba al público del que formé parte en aquellos tiempos. ¿Qué vimos? Una grúa gigante que pitaba horrendamente, varios carros iluminados, y bastante malhechos, con unos como monstruos y otros motivos misteriosos (uno no sabíamos si representaba a Santa Claus, a Dios Padre, a Sócrates o al Yeti), un contingente de «americanos» —como se les dice en tapatío a los gringos— vestidos de blanco y con sombreritos canotier, miles de niños y niñas disfrazados de cavernícolas, de fridaskahlos, de cosas galácticas que danzaban y ocasionalmente daban saltitos, una banda de tuba y trompetas ensordecedoras, dos conductores de anuncios de la televisión, un caballo (ajá: UN caballo, con su charro a cuestas), tres chamacos en bici, una banda de guerra, la reina de las Fiestas, y ningún mariachi… Había lagunas eternas entre un carro y otro, que los desfilantes aprovechaban para desacalambrarse y descansar: ¡los traían desde la 64, por todo Javier Mina-Juárez-Vallarta!, de manera que, ya por llegar a la Minerva, era dolorosísimo ver lo cansados que iban.

Total: muy deprimente todo. Salvo para toda la gente que estaba ahí, y que quedó encantadísima. La hijita, para no ir más lejos, se la pasó muy divertida.

 

J. I. Carranza

Mural, 11 de octubre de 2018

Tromsø en La Tempestad: Reseña

Haz de cuenta que las teclas hablaban

Por Guillermo Núñez Jáuregui

La Tempestad

 

Por su atención a las idiosincrasias de la clase media pero también a las discretas batallas que debe enfrentar (como el cáncer), Las mutaciones (2016), de Jorge Comensal, se lee como una novela que recuerda, en muchos aspectos, a una institución fácil de reconocer: la narrativa realista norteamericana. Sí ofrece, claro, algunos comentarios sobre la singularidad de la clase media mexicana, específicamente la citadina, y ecos al humor de Ibargüengoitia, como se escuchan en la de muchos narradores mexicanos contemporáneos (Sheridan, Villoro, Ortuño y Villalobos, por mencionar algunos). ¿Por qué nos da risa que alguien coma sopes de chorizo, gansitos o tortas de chilaquil? ¿No es extraño? Y aunque la novela no trata sólo sobre eso, también da para comentar la manera en que aparece la palabra muda en la narrativa mexicana reciente. En esta novela el fenómeno se da, digamos, a través de un acercamiento inmunológico: la excusa para rodear o narrar el silencio es un tumor de lengua. Y no una mera lengua, sino una que depende económicamente de la labia (el personaje en cuestión, el que porta y deja de portar dicha lengua, es un abogado carismático al que le extirpan el órgano). Como la literatura tiene la gracia de poder hablar en silencio y no sólo emular formas de hablar, los momentos más interesante de esta novela (desde este punto de vista, el de la mudez) es cuando se permite quitarle la palabra al hecho o a la anécdota (y son muchas) para otorgársela a los soliloquios.

 

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Tromsø en Letras libres: Reseña

Un helecho llamado Oliver

Por Laura Sofía Rivero

Letras Libres

 

Tromsø, la primera novela de José Israel Carranza (Guadalajara, 1972), narra la vida cotidiana de un hombre del que no sabemos mucho, ni cómo se llama, enfrentado a una extraña revelación: no se le entiende lo que dice. En ese estado frustrante –que en apariencia no ha sido originado por ninguna afasia o trastorno cognitivo–, en ese limbo lingüístico del que ni los manuales de Aprenda a hablar en público sin maestro pueden sacarlo, el sujeto se adapta a su vida reducida a la tintorería, el Oxxo, el banco y su departamento donde vive también un helecho llamado Oliver, quien parece escucharlo mejor que cualquier otra persona.

Mientras avanza en sus páginas el lector descubre que el malestar de aquel personaje es mucho más frecuente de lo que pensaba en un principio. Al llamar al número de Atención a Clientes de alguna empresa de telefonía, al intentar aprender a toda prisa el idiolecto del SAT, al discutir por Facebook la polémica de moda, es sencillo sentirse como el hombre de Tromsø: ineptos de la interacción humana, apresados en un mutismo que asfixia. Viviendo, como dice José Israel Carranza, “en el barullo universal en que hay que abrirse camino a fuerza de explicaciones, replanteamientos, precisiones, pormenores y gritos con que solo se ahonda la sordera infinita”.

 

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Programa y razones

¿Cuántos públicos distintos hay para la Feria Internacional del Libro de Guadalajara? Quiero decir: no toda la gente acude movida por las mismas razones, hay quienes nunca participarían en ciertas actividades (yo, por ejemplo, eludo escrupulosamente aquellas que tienen por objeto dar relumbrón a los políticos), hay quienes siempre hacen —hacemos— más o menos lo mismo: pasear por los pasillos, comprar tal vez algo (tal vez, porque la oferta luego no es ni tan rica ni tan atractiva, y además existe internet), entrar a alguna presentación, quizás ver algún espectáculo (de un tiempo acá, los únicos que llego a aventarme son los de FIL Niños, y con eso tengo).

A mí me da la impresión de que, en términos generales, el público se divide en tres: el que sabe a qué va, el que no sabe a qué va y el que va porque no tiene más remedio. El primero suele tener en cuenta el programa, toma nota del día en que se presenta un autor favorito, pongamos, y se lanza. O bien se propone ir a buscar un libro en particular, o queda en encontrarse ahí con alguien, o va en pos de surtirse de cómics o juguetes o porque hay que llevar a las creaturas o porque quiere ver algo que solamente ahí podrá ver. Es gente que más o menos sabe (y digo más o menos porque yo mismo no lo sé del todo) para qué sirve la FIL y qué se puede hacer ahí.

El público que no sabe a qué va es el más abundante: multitudes que van de aquí para allá, que entran o salen de los salones sin motivos discernibles, que difícilmente podrían responder si se les preguntara qué andan haciendo. Y a menudo es también el público que va porque no tiene de otra: las infaltables hordas de estudiantes arreados por sus maestros. Uno y otro tienen nociones muy vagas del sentido de una feria como ésta, y a menudo ni siquiera sabían que existía.

La presencia de Portugal, Orhan Pamuk, 31 Minutos, Plácido Domingo, dos mil editoriales, 800 escritores… Como pasa cada año, en el programa que se anunció ayer queda claro que la FIL surtirá al primer público de todo tipo de razones para visitarla. Lo que a mí me intriga un poco siempre es qué podría hacerse para que los otros públicos aprovechen de un modo más fructífero la experiencia.

 

J. I. Carranza

Mural, 4 de octubre de 2018

Desmemoria

¿En qué momento la memoria colectiva se convierte en historia? Quiero decir: ¿qué decide que determinados acontecimientos adquieran carácter de hitos a los que se vuelve para reconocer con certeza el camino recorrido, y por qué otros permanecen —cuando permanecen— en el pasado de un modo más impreciso o hasta dudoso, hasta que finalmente acaba por emborronarlos el olvido? En el último medio siglo de la vida de México, tiene algo de asombroso que aún seamos capaces de volver la vista sobre la matanza con que el Estado reprimió brutalmente el movimiento estudiantil y popular de 1968. Tan abocado a las crisis incesantes y siempre urgentes que el presente le impone, México es un país donde prospera muy bien la desmemoria. Por pasmosos que puedan parecernos en su momento, hay hechos que, como sociedad, parecemos incapaces de retener. ¿Porque la acumulación de horrores, por ejemplo, es tal que se nos vuelve inmanejable? ¿Porque la realidad que presenciamos yendo sin parar del espanto a la indignación ha terminado por modificar nuestra sensibilidad y nuestra inteligencia de las cosas al grado de que cada vez sabemos menos —o ya ni siquiera nos lo proponemos— registrar el desastre que venimos atravesando desde siempre?

Tiene algo de asombroso, digo, y habría que preguntarse por qué ha sido así, el hecho de que aún tengamos presente aquel episodio, cuyas repercusiones es posible identificar en los rumbos que tomó la vida pública. ¿Cuáles pueden ser las consecuencias de que hoy no lleguemos a preservar de igual modo (en nuestra memoria, para que acaben por contar como historia) otros acontecimientos que, por traumáticos, son decisivos? ¿Dentro de medio siglo se recordará la atrocidad que tuvo lugar en Iguala hace cuatro años? O no nos vayamos tan lejos: ¿dentro de cuántas semanas ya se habrá desvanecido de nuestra precaria atención la impresión que nos causó enterarnos de que un tráiler lleno de cadáveres estuvo recorriendo esta ciudad hasta que lo delató el hedor de la ineptitud y la salvajada de quienes lo pusieron a rodar? Tal vez la conmemoración de lo que pasó en el 68 sirva para pensar en eso: ¿aún podemos tomar un rumbo distinto del que nos conduce al abismo del olvido?

 

J. I. Carranza

Mural, 27 de septiembre de 2018

Leer a Arreola

 

Juan José Arreola, qué duda cabe, es uno de los autores centrales de la literatura en español del siglo 20. Eso podemos tenerlo claro sus lectores. Incluso, tal vez seamos capaces de precisar por qué pensamos así. Yo empezaría por decir que hallo, en las páginas del jalisciense, una soberana imaginación que, por medio de una prosa que es pura orfebrería, infaliblemente rinde frutos prodigiosos —ya luego tendría que explicar qué diablos quiero decir con eso. El caso es que más o menos sé por qué amo la obra de Arreola, por qué la tengo por fundamental en mi historia como lector y en mi vida. Y otro tanto, supongo, ocurrirá con todos sus lectores fieles.

Pero pasa esto: aunque pueda parecernos incomprensible que haya alguien a quien lo tengan sin cuidado los libros que más nos importan, por lo general damos por hecho que la culpa es del lector (impermeable a la maravilla, impaciente para buscar un sentido decisivo, reacio a proponerse ningún esfuerzo de comprensión), y no del libro. ¿Cómo es que llegó a gustarme leer a Arreola? La verdad es que no lo sé. Es difícil rehacer el camino que nos condujo a determinadas revelaciones y a las inclinaciones que ya no abandonaremos, y reconocer, en ese camino, lo que debimos poner de nuestra parte: la atención que pusimos sobre ciertos aspectos particulares, la suerte de haber conocido algunas informaciones contextuales que nos ayudaron en la asimilación mejor de lo que leímos, las meras intuiciones que seguimos. Creo estar seguro de que lo primero que leí de Arreola fue «El guardagujas», que venía en uno de los libros de texto gratuitos de la primaria. Si así fue, ¿qué pude haber entendido? ¿Y cómo di el salto a lo demás? ¿Y cuándo?

Ahora que se festeja el centenario, habrá reediciones y abundarán las ocasiones de leer a Arreola. ¿Cómo llegarán a esas ocasiones los nuevos lectores? Pues se trata de un autor gratísimo, sí, pero también exigente. Yo querría creer que no faltan razones para que cualquiera se encante. Pero, en un mundo muy distinto del que vio nacer esos libros, ¿cómo abrirles cancha en la aceptación de esos nuevos lectores? ¿Podrán encontrar ahí lo mismo que encontramos quienes llevamos toda la vida gozándolo?

 

J. I. Carranza

Mural, 20 de septiembre de 2018

El gran cine

Jorge Negrete, Carmelita González, Yolanda Varela y Pedro Infante.

 

Es el mes patrio, y, con tal motivo, han estado proyectándose 17 películas nacionales en la Fiesta del Cine Mexicano, en salas de Cinépolis. No son muy legibles los criterios que se tomaron en cuenta para seleccionarlas, pero la oferta incluye comedias y melodramas recientes que tuvieron algún éxito cuando se estrenaron, una de dibujos animados, un documental, una película que puede considerarse de culto (El lugar sin límites, de Arturo Ripstein) y una joya de la época de oro, Dos tipos de cuidado (Ismael Rodríguez, 1953). Ésta fue la que elegimos ver.

Si existe algo como la identidad nacional —un sentimiento de pertenecer, junto con otros, a una geografía y un tiempo histórico determinados—, debe de ser algo parecido a lo que flotaba en la sala. Ante la dificultad de definir qué significa ser mexicano, está a nuestro alcance una experiencia como ésa. Porque lo que veíamos en la pantalla era algo que podíamos reconocer sin ninguna duda, como si lo trajéramos implantado en alguna zona del cerebro anterior al entendimiento y a la memoria. Pedro Infante, Jorge Negrete, la música, el lenguaje, el blanco y negro inmensamente más expresivo que la paleta de colores más rica, y que, para la mayoría de cuantos estábamos ahí, sólo habíamos podido ver en la televisión.

Fue algo milagroso: ¡esa película en un cine! El valor que adquiere cada elemento, magnificado por la escala de la proyección (¡qué director tan acucioso era Ismael Rodríguez! Un ejemplo: Jorge Negrete está fumando mientras cantan, él y Pedro, la de «Quihubo, cuándo», y el cigarro se consume puntualmente a lo largo de la canción, en una continuidad cuidadísima), y la música, con esas voces (y la de Carmelita González, soprano asombrosa), son de suyo impresionantes. Pero, además, está la gracia insuperable de los parlamentos, el encanto de todas las actuaciones, los sentidos que podrían pasar inadvertidos si no se aprecian a esa escala y ese volumen… En fin: fuimos muchos los que no pudimos aguantarnos las lágrimas de emoción y felicidad.

Como las mejores ideas, ésta es muy sencilla: proyectar el gran cine mexicano una vez al año. Ojalá se repita. Para que nadie se pierda de esa experiencia incomparable.

 

J. I. Carranza

Mural, 13 de septiembre de 2018

El premio del barrio

Foto: Manuela Aldabe

No tengo ninguna objeción que hacer a la elección de Ida Vitale como ganadora del Premio FIL de este año. Esto que acabo de decir, aunque no importa en absoluto —pues, aunque tuviera todas las razones del mundo para enfurruñarme, a ver quién me iba a hacer caso—, me salió decirlo así, en negativo, e imagino que eso algo significará. Porque otra cosa muy distinta sería si manifestara, eufórico o exultante, mi acuerdo con esa decisión. Ida Vitale, cómo no, está bien, pásele, felicidades, ni cómo alegar en contra. No se equivocó el jurado, no contará como un error más en la historia de este premio (bastante llena de hoyancos, e incluso de cráteres profundos, como Bryce Echenique, nunca hay que olvidarse de él). No hay nada que reprochar.

Ida Vitale, en lo poco que le he leído, me gusta mucho. Uno de sus libros, para dar pronto con una muestra, a mí me parece bellísimo: Léxico de afinidades, publicado hace alrededor de un cuarto de siglo por la editorial Vuelta y reeditado recientemente por el Fondo de Cultura Económica. Entre la memoria, la poesía y el ensayo, ahí vamos presenciando el despliegue de una inteligencia afiladísima que se sostiene sobre una asombrosa fe en las posibilidades más inusitadas de las palabras. O sea que, lo dicho: es una merecedora irreprochable de este premio.

Pero —aquí llega el pero—, quizás porque este premio se da en nuestro barrio, y podemos así ver lo que significa (la visibilidad que da a sus ganadores, el hecho de que éstos vengan a Guadalajara a recibirlo, y por tanto los tengamos cerca), algunos tenemos la costumbre de quedar, por principio, inconformes con el anuncio de cada año. Porque —y es lo malo de todo premio— siempre pudo ganarlo alguien más: invariablemente, alguien que habríamos preferido. ¿César Aira? ¿Eduardo Lizalde? ¿Angélica Gorodischer? Da lo mismo: siempre acabamos rumiando que Michel Tournier o Salvador Elizondo se murieron sin haberlo recibido, y no querríamos la misma suerte para nuestros preferidos.

Será una ocasión óptima para que muchos descubran a Vitale y para leerla con atención. Y no es que eso esté mal, todo lo contrario, no nos vamos a quejar por eso. Pero, ¿y qué tal si mejor se lo hubieran dado a…?

J. I. Carranza

Mural, 6 de septiembre de 2018

Numismática

 

Es claro que, como seguramente pasa con las monedas y los billetes de cualquier país, en la numismática mexicana puede leerse un registro de las ideas que hemos tenido acerca de nuestra identidad histórica. O, más bien, de la conformación que los sucesivos regímenes han dado a esas ideas, acordes, luego de la Revolución, con las que privan en los programas educativos oficiales —todavía en la Revolución había quienes imprimían su dinero como les daba la gana—. De ahí que siempre estén ciertos personajes que pasan por incuestionables (Hidalgo, Juárez), mientras otros a veces se vayan, pero no del todo (Madero, que lo mismo ha podido estar en billetes de 500 pesos que en monedas de 20 centavos), y algunos sencillamente salgan de circulación (los Niños Héroes, que abandonaron la escena cuando los billetes de 5 mil pesos dejaron de existir).

El nuevo brinco que está por dar Juárez, del billete de 20 al de 500, sugiere, por una parte, que está por refrendarse la parafernalia juarista para todo lo que se ofrezca. Luego de que Fox le dijera hazte para allá, no había recuperado su protagonismo sino hasta que López Obrador se encomendó a su amparo, y es de suponerse que su estampita va a ser omnipresente en los años que vienen. Pero, por otro lado, ese relevo habla mucho de la escasísima y terca imaginación que tenemos, incapaz de concebir que otras figuras puedan ocupar el sitio privilegiado de la memoria que puede ser cualquier cartera —bueno, no cualquiera, la de alguien que tenga trabajo y billetes para guardarlos en ella.

Según ha anunciado el Banco de México, más adelante Hidalgo y Morelos se mudarán al billete de 200, Madero volverá al de mil (¡con Carmen Serdán!), Sor Juana se pasará al de 100 y habrá uno más de 2 mil, con Octavio Paz y Rosario Castellanos. Es decir que, salvo un par de excepciones, seguirá la rotación de los mismos. Y Juárez, el omnipresente (aeropuertos, pueblos, calles, plazas, escuelas, hospitales…), presidiéndolo todo. Es lo curioso, por decirlo de algún modo: que, incluso en tiempos de supuestas transformaciones colosales como la que se anuncia (insertar trompetilla aquí), lo cierto es que jamás tenemos muchas ganas de transformarnos del todo.

 

J. I. Carranza

Mural, 30 de agosto de 2018

Entrevista a JIC, La Gaceta UdeG

Foto por Abraham Aréchiga

 

Las apariencias de la identidad

Por Mariana González
27 Agosto 2018

La soledad humana frente a la supremacía de internet y la incomunicación social que han generado la tecnología y las redes sociales no son sólo el signo de la contemporaneidad, sino también los ejes sobre los que el ensayista y narrador tapatío José Israel Carranza construye su primera novela: Tromsø.

El silencio es el sonido de esta historia en la que un hombre va perdiendo la capacidad de expresarse y hacerse entender ante los demás. Carranza, periodista y miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte, muestra una metáfora de la dificultad para comunicarse por la que atraviesan las personas, en esta primera novela que viene a engrosar su bibliografía mayoritariamente ensayística.

¿Cómo surge la idea de escribir Tromsø?

Es una novela que inesperadamente se me reveló como una novela, porque había comenzado como un libro de ensayos. Hubo un momento en que la escritura me mostró que aquello que tenía yo entre manos era una historia que tenía que ser narrada. De pronto me di cuenta que lo que yo quería decir por la vía del ensayo estaba siendo dicho mediante una historia que se desenvolvía ante mis ojos, la vida de un hombre que va descubriendo que cada vez le entienden menos las personas que lo encuentran en la vida de todos los días, y aquello entrañaba una especie de enigma que la narrativa tenía que abocarse a resolver. Eso pasó por ahí del 2011 o 2012 cuando estaba trabajando en este proyecto. Lo escribí a lo largo de un poco más de tres años y lo terminé en 2013 y desde entonces para acá estuve volviendo al texto, revisando, retocando y ajustando, hasta que finalmente surgió la oportunidad de publicarla.

¿Hay una pérdida de la voz propia, de la identidad en este contexto contemporáneo?


De alguna forma sí, creo que vivimos en el espejismo de imaginar que estamos cada vez mejor comunicados, sobre todo a través de las nuevas tecnologías, cuando en realidad nos estamos viendo cada vez más aislados y cada vez es más difícil, desde mi punto de vista, saber quiénes son esos con los que creemos que estamos conversando y, por lo tanto, saber quiénes somos nosotros mismos. La novela de alguna manera transcurre como una reflexión acerca de estos temas, no es propiamente una crítica al momento presente, pero sí tiene que ver desde luego con todo lo que sucede.

¿Qué hizo que quisieras tocar este tema?

Cuando ya había reconocido a este personaje y vislumbraba cuáles eran las dificultades que enfrentaba, me di cuenta que ahí estaba en juego el tema de la dificultad de comunicarse con los demás, la dificultad de tener una identidad y, sobre todo, el hecho que se me mostraba una y otra vez de que lo único con lo que contamos son apariencias, y que lo único con lo que nos podemos manejar para mantenernos en la ilusión de que estamos vivos son lo que se nos muestra, que los sentidos profundos de lo que nos sucede, de lo que pensamos y lo que sentimos quedan, por lo general, ocultos.

¿El aislamiento y la incomunicación los consideras un mal de nuestros tiempos?

Creo que es una circunstancia a la que nos hemos visto arrojados, sin reflexionarlo demasiado porque, insisto: creo que tenemos una fe excesiva en que las cosas están dadas para que nos entendamos cada vez mejor cuando en realidad sucede todo lo contrario.

¿Hasta dónde la literatura puede poner la reflexión en cómo vivimos la vida cotidiana?

La literatura es el mejor observatorio que hay para la vida, creo que lo que sucede en las novelas, los ensayos y la poesía nos muestra antes que cualquier otra zona del conocimiento lo que realmente somos y lo que nos pasa, entonces creo que es un territorio óptimo para tratar de aventurar algunas posibilidades. En ese sentido traté de que la novela fuera una reflexión dilatada acerca de los límites de la escritura y de qué tanto es capaz de decir ella misma acerca de sus propios asuntos.

¿A José Israel Carranza le gusta el silencio?

Lo prefiero sobre cualquier otra alternativa. Esta es una novela en la que el silencio está proliferando como una circunstancia existencial ciertamente angustiosa. Personalmente me gusta más el silencio que la otra alternativa, que es el barullo, que puede llegar a ser ensordecedor.

¿Es útil el silencio para entender al otro?


Creo que sí, que es una forma de entendimiento mejor de lo que sucede, de lo que les sucede a los otros y de tratar con los demás.

 

Entrevista en La Gaceta

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