Autor: José Israel Carranza (Página 13 de 14)

Invisibles

Ahora ha trocado en burla su desdén por la causa de las mujeres —lo que equivale a decir: su desdén por los cientos de miles de mujeres discriminadas, excluidas, oprimidas, vejadas, intimidadas, amenazadas, agredidas, acosadas, cazadas, golpeadas, violentadas, torturadas, mutiladas, violadas, desaparecidas, asesinadas; lo que equivale a decir, su desdén por las mujeres. Cínico y guasón (y rabioso: ya veremos los efectos del incremento sostenido de su ira), afirmó, primero, que el día en que las mujeres habían programado un paro nacional, él iba a estar vendiendo los billetes de su lotería ofensiva y ridícula. Luego se «corrigió»: dijo que el paro «ni lo tenía en mente». Se la pasa jugando, payaseando.

Entre otras cosas, lo que tiene de muy significativo el paro del 9 de marzo es que con él las mujeres buscarán ausentarse de la vida para enfatizar así cómo, para esta realidad enemiga, son invisibles y no cuentan. Bien, pues él es el primero que está confirmándolo: ni las ve ni las oye ni se le ha ocurrido hacerlo. Tampoco a quienes lo asesoran —o, si sí, no les ha hecho caso. Tan no le importan que sigue en lo suyo: llevar nuestra conversación oligofrénica siempre hacia donde él quiere.

En «Una habitación propia», su luminoso ensayo de 1929, Virginia Woolf observó que una de las razones del desprecio ancestral de los hombres por las mujeres es que éstas encarnan la posibilidad de disminuir o desmentir el sentimiento de superioridad masculino. Esto, huelga decirlo, se verifica lo mismo en el ámbito privado que en el público, y es particularmente notorio en las conductas de los hombres poderosos: «…tanto Napoleón como Mussolini insisten tan marcadamente en la inferioridad de las mujeres, ya que si ellas no fueran inferiores, ellos cesarían de agrandarse». ¿Por qué el habitante de Palacio Nacional está obstinado en su desdén? Siguiendo a Woolf, podría responderse que es por «la enorme importancia que tiene para un patriarca, que debe conquistar, que debe gobernar, el creer que un gran número de personas, la mitad de la especie humana, son por naturaleza inferiores a él. Debe de ser, en realidad, una de las fuentes más importantes de su poder».

Eso cree, seguramente.

J. I. Carranza

Mural, 5 de marzo de 2020

50 años rosas

Lo he contado en otro lado: yo sólo entendí por qué la Pantera Rosa se llamaba así cuando en mi casa hubo por primera vez un televisor a color. Habrá sido cuando mi mamá decidió que ya estaba bien de precariedad cromática y fue a Mayco a endrogarse (así se decía entonces, no sé si todavía: tener una deuda era «echarse una droga») para que viéramos las Olimpiadas de 1984 como la gente. Aquella tele también nos reveló la existencia del control remoto. En todo caso, llegábamos muy tarde a esas bondades que ya disfrutaban otros muchos hogares, pero hasta entonces mi niñez pasmada había transcurrido delante de una pantalla en blanco y negro, de aquellas que al apagarse conservaban un puntito que se iba haciendo pequeño hasta que desaparecía (era tan viejo el aparato que para subir el volumen usábamos un cotonete encajado donde debía ir el botón). Así que, cuando di en esa tele nueva con la que había sido mi caricatura favorita durante toda la infancia (apenas iba yo saliendo de ella, no sospechaba que aquel amor me duraría hasta ahora), cuál no fue mi asombro al ver el color de su protagonista. No lo podía creer. Seguramente yo pensaba que se llamaba Rosa, como bien pudo haberse llamado Juana o Evangelina.

En los años setenta y ochenta del siglo pasado, El Show de la Pantera Rosa era algo de lo mejor que los niños podíamos disfrutar en la limitada oferta televisiva a nuestro alcance. Hubo, claro, otros hitos, y cada quién sabrá por dónde tiran sus añoranzas más acendradas, pero estoy convencido de que ninguno alcanzó nunca la originalidad suprema de esa caricatura (igual, no sé si aún esté vigente este término: lo uso con mi hija —«¿Quieres cambiarle a tus caricaturas?», le pregunto— y se me queda viendo raro, como la vez que me sorprendió leyendo el periódico —en papel— y me dijo que eso era cosa de viejos). Insospechable siempre, estéticamente irreprochable, intrigante (y aun psicotrópica) y divertidísima. Y entrañable.

¿A qué vienen estas nostalgias? A que mañana se cumplen 50 años de que se transmitió el primer episodio. Había que festejarlo —y dejar para más adelante la reflexión anexa a esta efeméride acerca del paso del tiempo y del triunfo artero de la edad.

 

J. I. Carranza

Mural, 5 de septiembre de 2019

Qué necesidad

Hace unos días, el Presidente tuvo a bien, para recordar a Borges, soltar un tuit que encapsulaba un disparate y un misterio, amén de la evidencia de que a su autor no le importa en realidad la obra de Borges —lo que tendría que justificar semejante gesto, si éste hubiera sido sincero. «Hoy recordamos a Jorge Luis Borges en el 120 aniversario de su natalicio», comenzaba diciendo. Para empezar: ¿«recordamos»? ¿Quiénes? ¿Los mexicanos todos? No, se trata del plural mayestático que le ha dado por usar, signo de la dimensión que entiende que su persona ha alcanzado al encarnarse un nosotros por ello inatacable. A mí, que sí soy lector de Borges, ese día ni me pasó por la cabeza recordarlo. Pero ahí es donde está el misterio: ¿por qué a los políticos les da por pavonearse de lo que no son, alardear de lo que no saben, hablar de lo que no comprenden? O, bueno, si no el Presidente, el que le redacta los tuits, ¿por qué sintió el impulso de componer éste, a cuento de qué, con qué objeto? Nadie iba a reprocharle al gobierno mexicano que no se acordara del escritor argentino. Y qué curioso, dicho sea de paso, que al hacer aflorar este nombre en su discurso, López Obrador emule a su aborrecido Vicente Fox, que rebautizó a Borges como «José Luis Borgues».

El habitante de Palacio Nacional ya ha dado muchas muestras de querer pasar por culto, o al menos por leidito, y además tiene la manía de estar impartiendo clases todo el tiempo. Y aquí viene el disparate: «Es de esos pocos intelectuales de derecha pero independientes de verdad y no fingía», continuaba el tuit. Borges se definía como «anarquista conservador», contradicción jocosa que establece bien como la adopción de bandos ideológicos lo tenía perfectamente sin cuidado. Y lo de que «no fingía»… ¿será que el león piensa que todos son de su condición?

En cuanto a la evidencia de que el Presidente no es lector de Borges, está en el chistorete, por demás zafio («De él retomo lo del “innombrable” que se lo aplicaba a Perón»): ¿en serio es lo único que le llama la atención del autor de El Aleph? Lo bueno es que remata diciendo: «Aparte de ello, era un genio de las ideas y de las letras». ¡Menos mal que viene a aclarárnoslo! 

 

J. I. Carranza

Mural, 29 de agosto de 2019

¡Sin forrar!

Por lo que he sabido, son cada vez más las escuelas que piden no forrar libros y cuadernos ahora que está por comenzar el año escolar. Cuando nos enteramos de esa nueva medida, nuestra alegría tuvo que abrirse paso a codazos ante la incredulidad. ¡Adiós a las horas de vacaciones desperdiciadas con la mesa del comedor atestada con útiles y reglas y cúteres y tijeras! ¡Nunca más la frustración horrenda que sólo conocen quienes tienen que luchar cuerpo a cuerpo contra los metros de esa materia indócil y cruel que es el plástico autoadherible! ¡Y las burbujitas! ¡Ya no sufriremos por esas burbujitas malditas que, por más que se alise y se aplane y se sobe y se haga todo en cámara superlenta, siempre terminan inflándose en la portada del libro de Español!

Entiendo que la medida tiene una inspiración ecológica, pues ciertamente se habrá de evitar con ella el uso de toneladas y más toneladas de plástico —que, además, no es nada barato. ¿En qué momento se popularizó el Contact? Yo recuerdo que mi primaria hacía negocio vendiendo sus propios forros para libros y cuadernos, hechos a la medida —sólo había que usar cinta adhesiva— y de cartulina delgadita. Claro que no servían para nada: a las pocas horas se rompían. Desde luego, esto fue en la prehistoria. Aunque, si me voy más para atrás, mi papá contaba que a su escuela elemental acudía armado sólo de una pizarra y del silabario. ¿La multiplicación de tiliches para estudiar ha redundado en una mejoría de la educación? 

Pero me desvío. A lo que iba es a que, además del ahorro y de la salvación del planeta (ya me ocuparé en otro momento de los malentendidos que incuba la comprensión chantajista de nuestra responsabilidad en ese tema), en la decisión de las escuelas hay un argumento más, que me parece muy razonable: al no estar protegidos los libros y los cuadernos, sus dueños deben hacerse responsables de cuidarlos. Hasta ahora, si a la creatura se le volcaba el chocomil cuando estaba haciendo la tarea, el plástico ayudaba a contener un desastre irreparable. Ahora, la creatura tendrá que ponerse más trucha. Y creo que ésa es una gran ganancia. Porque el amor por los libros incluye, también, el respeto que se merecen.

 

J. I. Carranza

Mural, 22 de agosto de 2019

En caliente

Tras los recientes tiroteos en El Paso y Dayton, Neil deGrasse Tyson lanzó un tuit en el que comparaba la cantidad de personas asesinadas (34, en ese momento) en el transcurso de 48 horas con las muertes ocasionadas, en el mismo tiempo, por errores médicos, enfermedades prevenibles, accidentes automovilísticos y también con los homicidios cotidianos por armas de fuego y con los suicidios. Y concluía: «A menudo, nuestra emoción responde más al espectáculo que a los datos». De inmediato se desató un alud de reacciones que encontraron inadmisible la observación. Una, entre las más sensatas que vi, señalaba el hecho de que todas esas muertes que deGrasse Tyson sumaba no son causadas por un solo hombre armado, como sí ocurrió en cada una de las masacres citadas. Puede parecer asombroso que el autor del tuit no hubiera reparado en eso.

DeGrasse Tyson es uno de los divulgadores científicos que más visibilidad gozan, y ya desde hace un rato: cuando asumió la empresa de recrear la serie Cosmos, un hito en la divulgación científica que marcó decisivamente a una generación, el astrofísico encaraba el reto de estar a la altura de su predecesor y maestro, Carl Sagan. La presencia que desde entonces ha tenido en los medios lo ha colocado en el centro de numerosas polémicas, muchas de ellas ociosas (sus críticas a la acuciosidad científica de algunas películas, por ejemplo), y también ha sido señalado como acosador sexual y como violador. Pese a esto último, ha disfrutado en general del aprecio del público, y su trabajo de defensa y promoción de la ciencia habrá podido beneficiarse de ese aprecio.

¿Por qué, entonces, tuiteó eso? Una muestra de incapacidad para la compasión, una exhibición de altanería y desdén, una crueldad. O, quizás, meramente una mala ocurrencia. El caso puede ser aleccionador: tuiteó esa estupidez porque pudo hacerlo (nada más a nuestro alcance que esos amplificadores malévolos de nuestro parecer que son las redes), y también porque no supo resistirse a hacerlo. Pudo haberlo meditado un poco, pudo haber sopesado el sentido de sus palabras. Pero no lo hizo. Y es que la instantaneidad de los medios de que disponemos a eso nos impelen: a no pensar las cosas.

 

J. I. Carranza

Mural, 15 de agosto de 2019

Avenida ¿Del Toro?

Sería necio criticar las razones por las que Guillermo del Toro se ha ganado el aprecio del público. Por una parte, sus logros como cineasta exitoso; al margen de la ponderación crítica que pueda hacerse de su obra, sus triunfos son levadura para la alegría nacional, cosa que siempre se agradece, y Del Toro ha podido poner su reconocimiento al servicio de causas que importan: por ejemplo al figurar como productor del documental Ayotzinapa, el paso de la tortuga, su nombre ahí lo blindó contra las amenazas que enfrentaban sus hacedores. O bien ahora que aprovechó la colocación de su estrella en Hollywood para hablar por los migrantes mexicanos en Estados Unidos.

También están sus gestos de solidaridad y filantropía: al becar estudiantes, al entrarle con su lana para pagar la biopsia de una mujer, al ofrecerse a pagar los boletos para que la selección mexicana se lanzara a las Olimpiadas Matemáticas en Sudáfrica… Al mostrar esa buena voluntad, Del Toro se granjea el cariño de la gente, sobre todo en este país donde la realidad puede ser tan adversa para quienes buscan oportunidades. Hablando particularmente de Guadalajara, muchos tapatíos han podido disfrutar de la exposición de los monstruos, y de los conciertos, de las clases abiertas. Y, encima, por muy oscareado que esté, sigue yendo a desayunar gorditas en Santa Tere.

Todo eso está muy bien, y explica que circule una iniciativa para ponerle su nombre a Federalismo. Pero, más allá de que las causas promovidas en redes se puedan tomar en serio —yo me apunté para la resurrección de Juan Gabriel, pero no alcancé a ir (ni tampoco Juan Gabriel)—, nunca falta el político oportunista que pueda abrazar esta causa, y entonces ya no es tan improbable que prospere. Además, habría que pensar que hay muchos otros ilustres pendientes de honrar así (faltan una avenida Juan José Arreola, un parque Luis Barragán, un aeropuerto Juan Rulfo), y, también, que siempre es prematuro dedicarle una calle a alguien vivo, pues siempre cabe la posibilidad de que nos arrepintamos. Podrá no ser el caso de Del Toro, pero mejor será esperarse a que Diosito lo llame. Mientras, que siga chambeando, y que la gente siga disfrutando lo que hace.

 

J. I. Carranza

Mural, 8 de agosto de 2019

Elogio en rosa

¿Cuántas veces habló la Pantera Rosa? Yo sostenía que tres veces: en el episodio del arca (cuando al final pregunta: «¿Por qué los seres humanos no pueden ser civilizados como los animales?»); en otro en el que un codicioso personaje trataba de apoderarse de un diamante (y por alguna razón iba a tocar a la puerta de la Pantera, que lo recibía en batín rojo y con sarcasmos), y en uno más en el que sostenía una violenta disputa con su vecino a causa de una podadora prestada y nunca devuelta. Una madrugada de televisión inesperada no sólo me descubrí en el error, sino que además me encontré con la imposibilidad de alcanzar ya ninguna certeza, pues en el episodio de la podadora había dos personajes con voz: uno era el vecino rijoso y conchudo, y el otro era el mismísimo Diablo, que al final aparecía para soltar una ironía siniestra, cuando las crecientes hostilidades habían hecho volar el mundo en pedazos (en el pleito se intercalaban escenas de películas de guerra y montajes de armas en acción sobre los dibujos animados). La Pantera no abría la boca. Pero el triste descubrimiento fue éste, que constaté una madrugada después: han seguido produciéndose series con sus aventuras —quiero decir: la Pantera Rosa continúa vigente, actuando, mientras yo la hacía en la trastienda de la memoria—, y por lo visto en sus nuevas temporadas habla ella y hablan los personajes que la acompañan, lamentables seres de forma y colores humanos que en nada se parecen al patiño original, la figura blanca y bigotona que pelaba los ojos y a lo sumo rugía o mascullaba. Por lo visto, digo: cuando he encontrado que transmiten uno de esos bodrios, cambio de canal o dejo que la madrugada y el insomnio acaben de cualquier manera.

Cada que la fiesta va en picada o cuando la conversación está por fracasar del todo, nunca falta quien extienda sobre el mantel su mazo de nostalgias televisivas: que si te acuerdas de Chivigón, que cómo se llamaba el gemelo de Benito, que qué intenciones tenía con Heidi la malvada señorita Rottenmeier, que qué sentiste cuando se murió Corazón Alegre. En esos momentos, deplorables pero ineludibles, siempre he tratado infructuosamente de jugar la carta prestigiosa —según yo— de la Pantera Rosa, y cuando mucho he conseguido que alguien pesque el recuerdo del episodio de la librería psicotrópica. «¡Claro! —dice alguien—, la que tenía un ojote en la puerta». Pero apenas voy refiriendo cómo la Pantera usaba una letra «f» como escopeta o que el dueño de la librería era el mismo mono blanco de siempre, sólo que con boinita y barbón, cuando ya la noche comenzó a levantar los vasos y todo mundo está aprestándose para largarse.

Creo, pues, que hacemos minoría los fans del peculiar felino. Y eso es tan misterioso como que casi cualquiera sea capaz de recitar sin titubeos los nombres de Cucho, Espanto, Panza, Demóstenes y el supracitado Benito (sin olvidar a Don Gato, of course, que los contiene a todos y es el emblema de cada uno). O que haya quien, antes de recordar a la Pantera misma, tenga presente mejor a Don Ramón («Ron Damón»), el de El Chavo del Ocho, caminando como ella con las notas inconfundibles de su tema musical. Por los vericuetos de la memoria televisiva el pasado queda así corrompido, estropeado, y el universo rosáceo que muchos han perdido para siempre otros sólo lo tenemos como un privado locus amœnus donde reina un ser a veces atolondrado y a veces astuto, a veces ingenuo y a veces maldoso, pero siempre enigmático en su silencio y en su andar despacioso, en su indefinición sexual, en su inverosímil elegancia (¿no iba la Pantera por lo general en cueros, pero como si la hubiera vestido Yves Saint-Laurent?), en su absoluta e infranqueable soledad.

La Pantera Rosa fue, en su origen, la versión que los dibujantes Isadore Friz Freleng y David DePatie concibieron, hace más de cincuenta años, del diamante afamado que Peter Sellers iba a buscar en la película de Blake Edwards: un diamante invaluable en cuyo centro había una partícula de ámbar rosado que recordaba, claro, la figura de una pantera en pleno salto. Animado para acompañar los créditos de apertura de la cinta, el personaje conquistó inmediatamente al público y al poco tiempo pudo prescindir de Edwards, de Sellers y del diamante para pasearse a sus anchas por sus propios dominios: una industria próspera que produjo más de ciento noventa cortos (de los que la televisión mexicana sólo transmitió, una y otra y miles de veces, apenas sesenta, sin contar los que mencioné antes, los más recientes, espurios y detestables).

Cuentan sus creadores que la Pantera Rosa sólo conoció su tema musical hasta que Henry Mancini la hubo conocido a ella, y yo pienso que quedó tan halagada que en adelante adaptó para siempre sus movimientos y su rebuscada languidez a ese acompañamiento de striptease innecesario y a destiempo (¿qué ropa, pues, iba a quitarse?). Freleng afirmaba, por otra parte, que el poder de fascinación del dibujo radicaba en que todo el tiempo parecía ir por la vida pensando: yo observaría que sí, parecía traer algo en mente, pero sólo hasta que la aventura se cruzaba en su camino (el borrachín que no atinaba con la cerradura, la bruja que le regalaba unos patines mágicos, el minúsculo bólido en los corredores de la tienda departamental); entonces se revelaba como una simplona dispuesta, ante todo, a divertirse —aunque luego se llevara un susto tremendo o se enredara en apuros tan tontos como inocentes—, o bien batallaba con contrariedades absurdas (el pajarito cucú empecinado en cumplir su deber, que ella tiraba al río y luego se apersonaba en su puerta tundiendo una batería y con un letrero luminoso que decía: «¡Coma en Joe’s!»). La aventura, pues, interrumpía sus cavilaciones o ella la invocaba con sus caprichos, sus deseos o sus sencillas ganas de joder: ya volvía loco al mono blanco —en papel de arquitecto/albañil— cambiándole los planos de la casa o, cuando éste iba en carácter de director de orquesta, le quitaba la partitura de Beethoven y ponía en su lugar la de Mancini (que al final salía, aplaudiendo, en un auditorio desierto), ya lo fastidiaba atravesándose en cada foto que el pobre quería tomar, ya quería que todas las flores del jardín fueran rosas y no amarillas… De cualquier forma, al final acababa alejándose, dándonos la espalda, perdiéndose en quién sabe qué imaginaciones, en qué sueños, en qué preocupaciones.

Como con todo personaje legendario (DePatie, el otro dibujante, aseguraba que él y Freleng idearon el carácter y los movimientos de su creación pensando en James Dean), se antoja pensar que en torno a la Pantera hay varios misterios por lo visto irresolubles: ¿quién era el muchacho que llegaba al Teatro Chino en un coche de carreras del que bajaban la Pantera y el Inspector? ¿Por qué luego a veces salía ella con apariencia de femme fatale, posando sobre un fondo difuminado, con collar negro y larga boquilla? ¿Fumaba o no? Y ya que apareció el Inspector Clouseau, no será difícil convenir en que la mejor época de la Pantera Rosa fue cuando sus cortos se alternaban con los de éste: ¿por qué, si Dodó era tan francés como él, no sabía hablar francés? (Es más: ¿cómo se escribiría su nombre? ¿Deaudeau?)* ¿Qué hicieron los extraterrestres con el Comisionado cuando se lo llevaron embotellado? El problema con misterios de esta índole es que sólo reafirman, para quienes seguimos investigándolos, nuestra soledad y nuestra indefensión: hace falta mucha necedad para dar con alguien que sepa qué pasa si se pronuncian las palabras «¡Pinki, pinki!» o cómo acabó la viejita que pidió ayuda a la Pantera —en plan de súper héroe— para bajar a su gato del árbol.

Habrá que admitir cómo a nuestro parecer cualquiera tiempo pasado fue mejor: más si ese tiempo tenía un suave tono rosa, aunque esto, en mi caso, supone entrar en una idealización forzosa del recuerdo: ya bastante lejos de la infancia descubrí que la Pantera Rosa era rosa sólo hasta que tuve un televisor a color. Caí en la cuenta, entonces, de que la había aceptado y querido —sí, querido— sin reparos, sin objetar ni siquiera el hecho de que su nombre fuera un disparate. ¿Rosa? ¿Por qué? Nunca me lo pregunté. A mí lo que me desasosegaba era que se distrajera y una plancha caliente le dejara en la panza un agujero de forma triangular. O que su cabaña cayera desde lo alto de un precipicio y ella estuviera tranquilamente dormida. O por qué la acosaban un asterisco gigante y su asterisquito bebé. Y que nunca hablara… Bueno, salvo en dos ocasiones. ¿O fueron tres?

* Debo a Teresa González Arce y Luis Vicente de Aguinaga las siguientes noticias: que Dodó era español (si bien ninguno de los dos atinó a documentar este dato, decidimos creer en él dada la incompetencia lingüística del simpático gendarme), y que su aspecto somnoliento explicaba su nombre, sacado de la expresión francesa «faire dodo», equivalente a nuestro «hacer la meme».

Publicado en Las encías de la azafata (Tumbona, México, 2010), que puede descargarse gratis aquí.

El Fondo, en el fondo

¿A quién le importa el Fondo de Cultura Económica? No se tome como una pregunta cínica, en el sentido en que acaso podrían hacérsela quienes, en la llamada «Cuarta Transformación», empezando por su líder, vean esa institución como una monserga que no compite con las prioridades más evidentes del desastroso presente mexicano: ¿a quién le importa una editorial, cuando hay tantas cosas más urgentes que atender? Más bien es una pregunta cándida, de ésas que a veces parece no tener sentido plantearse, saturada como está nuestra percepción con conjeturas retorcidas que por lo general no llevan a ningún lado. Pero, a la vista de los hechos, y en previsión de las consecuencias que ya están teniendo, acaso convenga empezar por el candor: ¿a quién, realmente, en este país, le preocupa el Fondo, y qué tendría que estar haciéndose por salvarlo?

No es de extrañar que el responsable impuesto por el Presidente al frente del Fondo piense lo que piensa. La última, ya sabemos, es su entendimiento del papel que el Fondo juega en el plano internacional, con su negativa a participar en la feria del libro de Fráncfort. Según él, no se acudirá a hacer negocios ahí porque no hay nada que ofrecer. Ya editores y escritores han repelado contra esa posición, que se cae solita. Pero, más allá de esas reacciones, habría que pensar qué sigue, porque una cosa es desahogar la rabia en tuits, y otra serenarse y ver qué se hará para corregir el rumbo. Yo me pregunto, por ejemplo, si en la próxima edición de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara llegará a ser tema la suerte del Fondo: si los intelectuales (en la academia y fuera de ella) y la industria editorial, así como las autoridades culturales, aprovecharán la ocasión para ocuparse de esa suerte. ¿Y los legisladores, tendrán algo que decir al respecto? ¿Y los lectores?

Taibo también fue noticia estos días por criticar feamente a Morena. Dado que al Presidente lo encoleriza toda discrepancia, ¿será que lo echa de una buena vez? He ahí otra conjetura, quizás desbalagada, de las que nos surte en abundancia esta administración veleidosa. Mientras, la pregunta ahí está. Y mientras, también, el Fondo, como el país entero, sigue hundiéndose.

 

J.I. Carranza

Mural, 1 de agosto de 2019

‘Roma’: a favor y en contra

Imagen: Pina Pellicer e Ignacio López Tarso en Días de otoño (Roberto Gavaldón, 1963). Para personajes complejos, el de Pellicer en esta película.

A favor: Salen tranvías.

En contra: Muchas de las razones que mucha gente puede tener para que le haya gustado Roma consisten, creo yo, en el hecho de que propicia continuamente el reconocimiento de señales de la propia historia (como mi alegría por ver que salieran tranvías: sí, yo también llegué a verlos de chiquito —y a viajar en ellos—; sí, mi carnal tuvo un Galaxy tan chido y tan estorboso como el del papá; sí, yo sé qué era Ensalada de Locos; sí, también me sé la canción de Leo Dan, etcétera). Pienso que esos motivos para el cosquilleo emotivo podrán disfrutarse, pero no me queda clara la superioridad que puedan tener, por ejemplo, ante las colecciones que algún ocioso pueda postear en su muro de Facebook —y que pronto se vuelven virales— del tipo: «Si puedes reconocer estos comerciales, seguramente ya tendrías que ir tramitando tu credencial del Inapam». Es más: pienso que, como colección de esas señales del pasado, la que armó Cuarón habría podido ser más rica: la vivencia de los años setenta, a quienes nos tocó en suerte, habría podido recrearse de un modo aún más enfático, pero eso cuesta mucho trabajo, me imagino (sí, habrá algún mérito en haber dado con esa caja de Choko Krispis, pero da la impresión de que tanto se esforzó la producción en conseguirla como tan poco en dar con más elementos de utilería que acabaran de redondear la época «recreada» —y entrecomillo «recreada» porque también hay desaciertos históricos: en ese tiempo la gente, sí, podía fumar en el cine o en la sala de espera de un hospital, pero hombres y mujeres no se saludaban de beso).

A favor: La fotografía.

En contra: La abuela buena para nada.

A favor: La actuación de Marina de Tavira, quien evidentemente supo hacer prodigios con sus parlamentos e imprimió a su personaje un carácter que, sospecho, no estaba previsto en el guion que tuviera. Yo qué voy a saber, claro, de lo que Cuarón se haya propuesto hacer con su reparto: quizás sí preveía que la mamá fuera un personaje así de complejo, y lo ayudó a conseguirlo contar con el trabajo de De Tavira. Pero, visto el lamentable desempeño de la actriz que interpretó a la abuela buena para nada, se me hace que en el caso de la mamá fue chiripa. 

A favor: Otra vez la fotografía.

En contra: Con las obras que tienen un sustrato tan personal (y Roma, se ha insistido mucho, como si hiciera falta, es una creación personalísima) hay una dificultad suprema que sólo los grandes artistas son capaces de remontar: ¿cómo hacer para que aquello que es de su muy íntima incumbencia llegue a ser también de la incumbencia del público? Creo que cualquiera que se ponga a ello sería capaz de dar con las razones de que alguna presencia cercana sea no únicamente entrañable, sino hasta épica… Pero será entrañable, o hasta épica, nomás para uno, en principio: para conseguir que los demás también la juzguen así hace falta más que el relato de los hechos o el primor de los planos. Por ejemplo: casi estaba por conmoverme la escena de la fiesta en la casa de campo de los ricachones —el homenaje a Fanny y Alexander, que bien me hizo ver Verónica, ella sí una cinéfila de verdad, no como yo—, pero luego todo se fue al carajo con el incendio del bosque y el cabrón que se puso a cantar mientras lo apagaban. Quiero decir: íbamos muy bien, mi afectividad estaba siendo percutida por la evocación que el cineasta hacía de esa ocasión —los niños echando desmadre, los papás emborrachándose—, pero luego quiso, el cineasta personalísimo, embarcarse en un momento enigmático que de seguro tendrá un gran significado para él, pero que a mí me enfrió con una cubetada de incomprensión (o de ignorancia, lo acepto: a los creadores personalísimos también les da por hacer guiños u homenajes secretos a cosas que nomás ellos entienden). Así que ya en adelante quedé más bien inmunizado ante la posibilidad de que lo que tanto le concierne a Cuarón llegara a concernirme a mí también. Qué le vamos a hacer: ni que fuera Bergman.

A favor: El personaje de Cleo, y la interpretación que de él hace Yalitza Aparicio.

En contra: El personaje de Cleo, y la interpretación que de él hace Yalitza Aparicio. Si bien me gusta que la historia gire en torno a esa presencia, y pienso incluso que en esa decisión estriba la originalidad mayor que puede tener la película, también creo que se obliga por ello a los espectadores a prestarle mucha de la atención que podría destinarse a otros sentidos que acaban quedando difuminados, como el que habría podido adquirir el peso de la historia (sí, el engarce entre la ruindad de Fermín y la atrocidad del Halconazo está bien logrado, pero el cerro pintado con las iniciales de Echeverría —y los carteles del PRI en los muros, o el póster de México 70 en el cuarto de los morros— acaba siendo nomás decorado, que los enterados habremos de desentrañar, quizás, pero que no importa gran cosa ante el drama de Cleo). La escena del parto es cruda y lo amerita, y, en general, el destino de Cleo está bien trazado y bien entreverado en la trama. Pero me temo que se trata de un personaje demasiado elemental como para que nuestra inteligencia de él pueda sacarle más de lo que ofrecen sus hechos, sus palabras, su historia. Hoy, por una bendita casualidad, di en la tele con la película Días de otoño (1963), de Roberto Gavaldón, protagonizada por Pina Pellicer. ¡Qué cosa formidable! El personaje central no se agota con ser conmovedor, sino que además es intrigante. Fascinante. Ya sé que la historia de Cleo tiene mucho de su peso en el hecho de que pertenece al conjunto de los millones de historias similares que, de tan comunes, terminan por ser invisibles, en tal grado que cuando se arroja luz sobre ellas pueden sorprender grandemente. De acuerdo. Pero, por alguna razón, he estado pensando en la memoria que guardo de Las noches de Cabiria, quizás porque Fellini no sólo construyó de modo tan amoroso a ese personaje, sino porque supo además qué hacer para que ese amor tuviera un significado profundo en términos de la narrativa que habitó. Y se me ocurre que Cuarón amaba tanto al personaje de Cleo que no supo bien qué hacer con tanto amor —quiero decir: no supo más que contemplarlo, en la certidumbre de que los espectadores haríamos otro tanto nomás por presenciar lo que le pasaba. Y, en cuanto a la interpretación de Aparicio, no dejo de reconocerle su logro —sobre todo en la escena del parto—, pero al tener que medir su actuación con la de De Tavira, ni modo, tuve que comparar.

A favor: Creo que ya nada.

En contra: No sé por qué se llama Roma. ¿Alguien sabe? Porque el hecho de que la casa de la familia esté en esa colonia no me parece suficiente justificación. (Bien señala mi amigo Victor Panameño que le pusieron así porque es eterna).

En contra: El perro. No sé qué le ven.

En contra: Todas las razones que las legiones de entusiastas aducen para juzgarla como obra maestra. Acaso sea la obra maestra de Cuarón —aunque yo, qué quieren, sé que voy a seguir conservando un recuerdo mejor de Sólo con tu pareja. Pero para que dispute ese lugar en el cine mexicano con otras obras —maestras o no— de cineastas como Luis Buñuel, Ismael Rodríguez o Arturo Ripstein, por nombrar nomás a tres que sostengo que en su momento debieron recibir mucha más atención que la que ahora se le ha procurado a esta película de Cuarón, lo veo muy cabrón. Y lo pongo de este modo, ya para acabar y para dejar aquí los límites de mi juicio, que en realidad importa tan poco y que no espero que a nadie le enturbie ni tantito la maravilla o el estremecimiento experimentados con Roma—razón por la cual tampoco tengo previsto enzarzarme en ninguna polémica al respecto, más bien planeo seguir adelante con mi vida—: para mí, en el cine mexicano, el diez absoluto lo tiene Tiburoneros, de Luis Alcoriza (¡también de 1963, vaya, como la de Gavaldón!). Y a ésta le doy, ¿qué les gusta? ¿Un siete punto ocho? Más o menos por ahí.

Los desterrados

I

A lo largo de los siglos se ha visto con relativo escepticismo el hecho de que Platón, para la buena salud de la República, desterrara de ésta a los poetas. Las innumerables interpretaciones de esa sentencia tienen en común la aceptación tácita de que, justamente, hace falta interpretarla. Como si, de entrada, pareciera flagrantemente inadmisible, se ha resuelto que el sentido de la expulsión es metafórico y que hace falta aducir toda clase de justificaciones; en otras palabras, la civilización occidental ha pasado dos milenios y medio convencida de que Platón no quiso decir lo que dijo. Y convencida, también, de que Platón no podía equivocarse en este punto… sólo que no hemos sido lo bastante perspicaces para comprender qué diablos quiso dar a entender.

Algunas explicaciones toman la vía más evidente: no se trató de declarar la guerra a la poesía, sino únicamente de alertarnos para que no nos pierda. En la medida en que el trabajo de los poetas, con sus fabulaciones, sus imaginerías, sus juegos de palabras y, en suma, su libertad, aleja a los hombres del camino recto al descubrimiento de la verdad, el fruto de ese trabajo es peligroso y hace más daño que bien. La sabiduría está en otro lado, no merece la pena distraerse de los afanes que nos conducen a ella con maquinaciones o delirios que únicamente enturbian nuestra inteligencia de las cosas y nos impiden acceder a la Idea… y ya bastantes complicaciones tenemos desde que, como también lo estableció Platón, este mundo es una copia deficiente del mundo en el que no hay cabida para el error. A nuestro alcance sólo está esa copia, y si, encima, vienen los poetas a proponernos copias de la copia, su influjo no puede ser sino pernicioso y, por tanto, condenable. Que no estropeen el empeño de los filósofos en devolvernos a la luz de la que hemos quedado apartados por el solo hecho de haber nacido. Para qué querríamos sus infundios, sus tergiversaciones, sus trampas; por qué habríamos de abrazar voluntariamente las cadenas falaces con que la poesía nos esclaviza en la confusión y el extravío.

Otras interpretaciones prefieren razones más pedestres: Platón era un resentido. Una prueba está en la frecuencia con que, lleno de admiración, se sirve de la poesía para ilustrar el decurso de las argumentaciones de los personajes en sus diálogos. Sócrates mismo, como no podía dejar de serlo en Atenas nadie que se preciara de tener un mínimo de sensatez, es un entusiasta de Homero; y la poesía, como caudal principal de la cultura y de la historia, era el medio natural en que debían tener lugar aquellas disquisiciones en las que fue cobrando forma nuestra manera de vérnoslas con todo (se repite a menudo que toda la filosofía, desde entonces y hasta nuestros días, es solamente una nota a pie de página en los diálogos de Platón: motivo de sobra para que le demos a éste tanto peso y aquello de los poetas siga pareciéndonos tan importante, por extraño que sea). Así, no es posible que la proscripción de la poesía equivalga a querer meramente abandonar ese caudal para preferir navegar sólo por los ríos de la ciencia o de la religión o de la historia, que o bien manan siempre de aquel torrente y de él toman su fuerza, o a él afluyen para engrosarlo y hacerlo cada vez más incontenible. No: Platón no podía ser tan ingenuo. Pero, hombre al fin y al cabo, y susceptible por ello de las mismas vanidades y las mismas aflicciones que a todos nos depara hallarnos entre los demás y con ellos medirnos, lo amargaba su incapacidad de ser él mismo poeta.

Por preferible que pueda parecernos una u otra forma de zanjar el asunto, hay una más que parece sencillo descartar —otra vez: porque nos empecinamos en creer que las palabras de Platón entrañan un sentido que debemos discernir, y, ultimadamente, porque siempre nos hemos puesto del lado de los desterrados y querríamos saber con ellos, para remediarla, la causa de su condena, que consideramos injusta. Y tal solución al enigma es ésta: Platón no dijo más que lo que dijo, y habría que tomarlo de modo literal. Los poetas sobran. No tienen nada que hacer aquí. Que se vayan. La búsqueda de la verdad es más importante que sus mentiras, no perderemos nada si nos deshacemos de éstas.

Aun cuando, también a lo largo de los siglos, hayamos tomado partido por los poetas, lo cierto es que no podemos jactarnos demasiado de habernos opuesto resueltamente a la condena de Platón. Más bien lo contrario: en los hechos, la historia de Occidente ha sido una dilatada confirmación de que la presencia de los poetas entre nosotros es una anomalía que debería ser corregida de raíz, o, al menos, de que su supresión definitiva es una tarea pendiente que el progreso ya se encargará de despachar. Y hemos puesto manos a la obra: al estigmatizar a la poesía por lo que tiene de sedición y de transgresión, pronto sabemos qué hacer para sofocarla, y lo hacemos. O la desoímos, absortos como estamos en nuestras revoluciones, en nuestros triunfos perentorios, en las calamidades que nos ocasionamos, y la dejamos hablando sola, como la loca lamentable, y en el mejor de los casos digna de compasión, que ha de ser apartada de nuestras vidas para que no las estorbe en su carrera, aunque esa carrera sólo conduzca al precipicio. Nuestros oídos están atentos a las bocas de profetas y de mesías, nuestros pasos siguen a quienes detentan el poder o huyen de ellos, y en las ciudades que erigen la codicia y el odio, y en las enemistades entre unas ciudades y otras, y en la formulación incesante de las ideologías que encapsulan nuestra necedad y nuestra indefensión, y en nuestro avance imparable rumbo a la meta de hacer de éste el peor de los mundos posibles, la poesía ha quedado siempre dejada atrás, incapaz —porque así lo disponemos— de dar alcance a nuestro desvarío. A lo sumo podremos escuchar, a lo lejos, sus recordatorios o los hallazgos que afirma hacer de las sendas que habrían podido salvarnos. Pero no los comprendemos. No tendríamos por qué proponérnoslo. Acaso sin darnos cuenta, ejecutamos al pie de la letra la condena de Platón. Por más que hayamos venido engañándonos y queriendo creer que el significado de la expulsión tuvo que ser distinto, lo cierto es que ha cobrado efecto y los poetas realmente no tienen cabida en la República. Los hemos desterrado.

¿Qué hacen aquí, entonces? ¿Por qué siguen aquí?

 

II

La permanencia de la poesía en el mundo no puede entenderse sino como resistencia. Es lo que confiere singularidad a las reuniones de personas en torno a ella. Lecturas públicas, grupos de apreciación o de discusión, clubes del libro, conferencias, talleres literarios… Son un poco enigmáticas, esas reuniones. Para empezar, cabe preguntarse —y responderse enseguida que sí— si los individuos que las protagonizan no podrían estar haciendo otra cosa. La vida de todos los días exige que nos ocupemos de ella de tan incontables maneras, en todo momento, que parece por lo menos extraño que las palabras sean capaces de abrir esos espacios peculiares de los que quedan excluidos los afanes del trabajo, las preocupaciones del presente o el futuro o el rumiar del pasado, las vicisitudes del amor, el cumplimiento del deber, la observancia de las leyes, la ansiosa atención que la mayor parte del tiempo ha de prestarse a la famosa realidad. Lo cierto es que lo mismo sucede a quien se deja absorber por las páginas del libro que lee o por las palabras que dan forma a la propia creación, pues tanto la lectura como la escritura son actividades que tienen el efecto de omitirnos del mundo. Mientras leemos y mientras escribimos —y escribir, en el fondo, no es más que fabricar las lecturas que no hemos encontrado en otro lado— desaparecemos por completo, nos volvemos invisibles y el tiempo bien puede seguir transcurriendo sin necesidad de nuestra comparecencia en él. Así que, cuando un grupo de personas se reúne alrededor de aquello que hacen las palabras al acomodarse unas junto a otras de tal manera que lo que resulte pueda ser considerado como poesía, lo que tenemos es una confabulación de presencias deliberadamente omitidas de la vida y enfrascadas en una especie de ceremonia que los intrusos o los desprevenidos no tendrán muy claro qué convoca o qué busca conjurar.

Desde luego, tanto la lectura como la escritura son actividades eminentemente solitarias que precisan del silencio, del acallamiento del barullo que los demás levantan en nuestras inmediaciones. Y el apartamiento que se procura —o se gana— al abrir un libro o al encarar la página en blanco puede confundirse con la autoproscripción o con la claudicación, por lo cual no está de más tener en cuenta lo que alguna vez aseveró el novelista Alessandro Baricco, cuando lo invitaron a inaugurar una feria del libro para jóvenes en su ciudad, Turín. Era, como cabría esperar, una ocasión para que el escritor prestigiado y triunfal exaltara las bondades de la experiencia literaria ante el público —lo que suele proponerse toda iniciativa de fomento del hábito de la lectura, aunque siempre hay una incógnita sin resolver en torno a esos esfuerzos: si la lectura es una cosa tan buena, ¿por qué hace falta insistir tanto en ello, por qué hay que estar haciéndole promoción constantemente?—, y también era de esperarse que Baricco cumpliera con el papel de pregonero de las felicidades y del provecho que se encuentran en los libros. Pero ocurrió lo contrario: el discurso que el novelista pronunció llevaba por título «Queridos jóvenes: no lean», y desarrollaba una tesis que automáticamente pareció escandalosa y alarmante: la lectura —y, por tanto, la escritura— es una forma de la derrota. Sólo leen quienes han fracasado en todo lo demás, aquellos a los que no les queda más remedio; quienes no sirvieron para vivir, quienes no supieron triunfar, los inadaptados, los indefensos, los desconsolados, los que se han quedado solos. Nos refugiamos en un libro cuando hemos terminado por admitir que no están a nuestro alcance las ambiciones, los sueños, las dichas de los demás.

Esa tesis, naturalmente, servía a un propósito específico en el discurso de Baricco: ante los peligros que corre la cultura literaria o libresca en el presente vertiginoso que vivimos, el escritor se preguntaba si no sería tiempo de cuestionar la tradición y enfocar de forma radicalmente nueva la transmisión de esa cultura a las nuevas generaciones. ¿Los libros que tanto nos han importado tendrían que importarles, por las mismas razones que a nosotros, a quienes vienen más adelante? ¿O deberíamos más bien proponernos entender las necesidades de quienes queremos que se conviertan en lectores, antes que imponerles los mismos caminos que a nosotros nos condujeron a nuestras propias lecturas decisivas? En todo caso, aquello que Baricco afirmaba al principio no conviene desestimarlo como una mera argucia retórica. Por el contrario, es una aseveración que puede resultar muy fértil si lo que se busca es dar con una solución al misterio que subyace en el hecho mismo de que la gente lea, y escriba, y de que la poesía continúe presente y resistiendo en una realidad que le es permanentemente adversa. Leer, pues, es una forma de la derrota, y por eso quienes leen terminan siendo marginados de la vida. De acuerdo. Aceptémoslo en principio. Y admitamos también —ya puestos a abrazar el fracaso— lo que mostró el crítico y profesor Harold Bloom al establecer las dos últimas razones por las que se lee literatura: una, porque nos vamos a morir y la sola forma que tenemos de ampliar, así sea de modo ilusorio, las posibilidades limitadas que nos están deparadas, es mediante la infinidad de vidas que nos permite vivir la lectura. Nuestra existencia es trágica porque es única, y en los libros, sin embargo, está la vía de librarnos efectivamente de esa condición. La otra razón no es menos incontestable: leemos porque estamos solos, desde que nacemos hasta que morimos no contamos con nadie más que con nosotros mismos (aun los seres más queridos pueden llegar a faltarnos, o fallarnos), y los libros —como bien nos lo recuerda John Ruskin en el que quizás sea el mejor exordio de la lectura que se haya escrito, el ensayo «De los tesoros de los reyes»— están siempre dispuestos a hacernos compañía para que nuestra soledad irremediable sea más llevadera.

El aserto de Baricco —leer es una forma de la derrota, lo que habría que hacer es vivir—, por intimidante que parezca, funciona como un estupendo pasadizo para caer en cuenta de que la experiencia literaria nunca habría de supeditarse a ningún fin. Al leer, por ejemplo, queriendo ser mejores personas, buscando la sabiduría, la virtud, la santidad o la felicidad —o, peor, alguna forma de prestigio o de riqueza, de éxito—…, al leer, en suma, con una intención determinada, de un modo convenenciero, queriendo obtener algo, siempre corremos el muy alto riesgo de terminar defraudados. Por eso, en modo alguno deberíamos esperar que nuestra fortuna o nuestra naturaleza cambien por el mero hecho de sostener cualquier trato con la poesía, en todas sus variantes. Tampoco el mundo será mejor, ni este país —ni ninguno otro— tendrá una proporción mayor de buenos ciudadanos si sus habitantes dan, más que en otros lados, en cultivar semejantes aficiones. Por supuesto: cabe siempre la posibilidad de que la literatura le cause alguna alegría a alguien, recomponga una vida, haga renacer a un pueblo. Pero es lo más improbable. Lo más probable es que ni el universo ni nosotros dejemos de ser lo que somos sólo por haber pasado por la fortuita experiencia de haber dado con puñados de palabras que parecen haber estado aguardándonos desde el inicio de los tiempos. Lo que tenemos —y nada menos— es el hallazgo de esas palabras, de lo que tienen que decirnos —o, en el caso de quienes escribimos, de lo que tenemos que decir con ellas. Y en ese hallazgo está la íntima e incomunicable y formidable recompensa de atreverse a la experiencia. Como se descubre, junto al autor, en algún momento de la novela Patrimonio. Una historia verdadera, en la que Philip Roth consigna el doloroso tránsito de su padre y de él mismo por la enfermedad, la agonía y la muerte del primero, «la literatura no sirve para nada, pero es absolutamente indispensable».

Pero ¿qué hay de aquellas reuniones en las que la poesía, en todas sus manifestaciones, convoca a sus practicantes? ¿Qué los mueve, en el fondo, a celebrarlas, en lugar de estar haciendo cualquier otra cosa? ¿Por qué los poetas no solamente no se han desterrado del mundo, sino que además parecen conspirar en su centro mismo? Hay esto: la poesía siempre es encuentro, un puente que atravesamos para reconocer —y reconocernos— en otro. En la soledad constitutiva de la experiencia literaria, al leer o al escribir, en realidad tiene lugar siempre el diálogo definitorio sin el cual no podríamos ser propiamente humanos, y ese diálogo, en las reuniones en torno a la poesía, se amplifica de modos insospechablemente fértiles hasta convertirse en una conversación donde, a veces de formas inesperadas, podemos llegar a enterarnos de lo que justifica la insólita circunstancia de hallarnos en esta vida, pues siempre habrá alguien que muy posiblemente sepa algo que nosotros no sabemos —o seremos, quizás, ese alguien para alguien más. Acaso ésa sea la certeza que mueva a quienes leen y quienes escriben para procurarse unos a otros: sus soledades reunidas le dan sentido a todo esto. Y habría que agregar algo más acerca de la resistencia que sostienen en la pervivencia de ese diálogo y esa conversación: en tiempos como los que corren, en un presente dirigido por el frenesí de un progreso abocado a la productividad, la acumulación, la avidez, y sobre todo a la supresión de cuantos, en nuestras inmediaciones, impidan ese progreso, el hecho de que haya quienes alienten con sus voluntades la voz de la poesía para que no calle definitivamente preserva, siempre, no sólo el sentido que todo esto sigue teniendo, sino también la esperanza de que ese sentido se salve.

Platón pudo tener sus razones. Para nuestra fortuna, los poetas no le han hecho ningún caso y seguirán aquí, desterrados pero sin irse.

 

 

(Publicado originalmente como prólogo para el libro colectivo Fabulaciones, imaginería y libertad. ITESO/Paraíso Perdido, Guadalajara, 2018).

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