I

A lo largo de los siglos se ha visto con relativo escepticismo el hecho de que Platón, para la buena salud de la República, desterrara de ésta a los poetas. Las innumerables interpretaciones de esa sentencia tienen en común la aceptación tácita de que, justamente, hace falta interpretarla. Como si, de entrada, pareciera flagrantemente inadmisible, se ha resuelto que el sentido de la expulsión es metafórico y que hace falta aducir toda clase de justificaciones; en otras palabras, la civilización occidental ha pasado dos milenios y medio convencida de que Platón no quiso decir lo que dijo. Y convencida, también, de que Platón no podía equivocarse en este punto… sólo que no hemos sido lo bastante perspicaces para comprender qué diablos quiso dar a entender.

Algunas explicaciones toman la vía más evidente: no se trató de declarar la guerra a la poesía, sino únicamente de alertarnos para que no nos pierda. En la medida en que el trabajo de los poetas, con sus fabulaciones, sus imaginerías, sus juegos de palabras y, en suma, su libertad, aleja a los hombres del camino recto al descubrimiento de la verdad, el fruto de ese trabajo es peligroso y hace más daño que bien. La sabiduría está en otro lado, no merece la pena distraerse de los afanes que nos conducen a ella con maquinaciones o delirios que únicamente enturbian nuestra inteligencia de las cosas y nos impiden acceder a la Idea… y ya bastantes complicaciones tenemos desde que, como también lo estableció Platón, este mundo es una copia deficiente del mundo en el que no hay cabida para el error. A nuestro alcance sólo está esa copia, y si, encima, vienen los poetas a proponernos copias de la copia, su influjo no puede ser sino pernicioso y, por tanto, condenable. Que no estropeen el empeño de los filósofos en devolvernos a la luz de la que hemos quedado apartados por el solo hecho de haber nacido. Para qué querríamos sus infundios, sus tergiversaciones, sus trampas; por qué habríamos de abrazar voluntariamente las cadenas falaces con que la poesía nos esclaviza en la confusión y el extravío.

Otras interpretaciones prefieren razones más pedestres: Platón era un resentido. Una prueba está en la frecuencia con que, lleno de admiración, se sirve de la poesía para ilustrar el decurso de las argumentaciones de los personajes en sus diálogos. Sócrates mismo, como no podía dejar de serlo en Atenas nadie que se preciara de tener un mínimo de sensatez, es un entusiasta de Homero; y la poesía, como caudal principal de la cultura y de la historia, era el medio natural en que debían tener lugar aquellas disquisiciones en las que fue cobrando forma nuestra manera de vérnoslas con todo (se repite a menudo que toda la filosofía, desde entonces y hasta nuestros días, es solamente una nota a pie de página en los diálogos de Platón: motivo de sobra para que le demos a éste tanto peso y aquello de los poetas siga pareciéndonos tan importante, por extraño que sea). Así, no es posible que la proscripción de la poesía equivalga a querer meramente abandonar ese caudal para preferir navegar sólo por los ríos de la ciencia o de la religión o de la historia, que o bien manan siempre de aquel torrente y de él toman su fuerza, o a él afluyen para engrosarlo y hacerlo cada vez más incontenible. No: Platón no podía ser tan ingenuo. Pero, hombre al fin y al cabo, y susceptible por ello de las mismas vanidades y las mismas aflicciones que a todos nos depara hallarnos entre los demás y con ellos medirnos, lo amargaba su incapacidad de ser él mismo poeta.

Por preferible que pueda parecernos una u otra forma de zanjar el asunto, hay una más que parece sencillo descartar —otra vez: porque nos empecinamos en creer que las palabras de Platón entrañan un sentido que debemos discernir, y, ultimadamente, porque siempre nos hemos puesto del lado de los desterrados y querríamos saber con ellos, para remediarla, la causa de su condena, que consideramos injusta. Y tal solución al enigma es ésta: Platón no dijo más que lo que dijo, y habría que tomarlo de modo literal. Los poetas sobran. No tienen nada que hacer aquí. Que se vayan. La búsqueda de la verdad es más importante que sus mentiras, no perderemos nada si nos deshacemos de éstas.

Aun cuando, también a lo largo de los siglos, hayamos tomado partido por los poetas, lo cierto es que no podemos jactarnos demasiado de habernos opuesto resueltamente a la condena de Platón. Más bien lo contrario: en los hechos, la historia de Occidente ha sido una dilatada confirmación de que la presencia de los poetas entre nosotros es una anomalía que debería ser corregida de raíz, o, al menos, de que su supresión definitiva es una tarea pendiente que el progreso ya se encargará de despachar. Y hemos puesto manos a la obra: al estigmatizar a la poesía por lo que tiene de sedición y de transgresión, pronto sabemos qué hacer para sofocarla, y lo hacemos. O la desoímos, absortos como estamos en nuestras revoluciones, en nuestros triunfos perentorios, en las calamidades que nos ocasionamos, y la dejamos hablando sola, como la loca lamentable, y en el mejor de los casos digna de compasión, que ha de ser apartada de nuestras vidas para que no las estorbe en su carrera, aunque esa carrera sólo conduzca al precipicio. Nuestros oídos están atentos a las bocas de profetas y de mesías, nuestros pasos siguen a quienes detentan el poder o huyen de ellos, y en las ciudades que erigen la codicia y el odio, y en las enemistades entre unas ciudades y otras, y en la formulación incesante de las ideologías que encapsulan nuestra necedad y nuestra indefensión, y en nuestro avance imparable rumbo a la meta de hacer de éste el peor de los mundos posibles, la poesía ha quedado siempre dejada atrás, incapaz —porque así lo disponemos— de dar alcance a nuestro desvarío. A lo sumo podremos escuchar, a lo lejos, sus recordatorios o los hallazgos que afirma hacer de las sendas que habrían podido salvarnos. Pero no los comprendemos. No tendríamos por qué proponérnoslo. Acaso sin darnos cuenta, ejecutamos al pie de la letra la condena de Platón. Por más que hayamos venido engañándonos y queriendo creer que el significado de la expulsión tuvo que ser distinto, lo cierto es que ha cobrado efecto y los poetas realmente no tienen cabida en la República. Los hemos desterrado.

¿Qué hacen aquí, entonces? ¿Por qué siguen aquí?

 

II

La permanencia de la poesía en el mundo no puede entenderse sino como resistencia. Es lo que confiere singularidad a las reuniones de personas en torno a ella. Lecturas públicas, grupos de apreciación o de discusión, clubes del libro, conferencias, talleres literarios… Son un poco enigmáticas, esas reuniones. Para empezar, cabe preguntarse —y responderse enseguida que sí— si los individuos que las protagonizan no podrían estar haciendo otra cosa. La vida de todos los días exige que nos ocupemos de ella de tan incontables maneras, en todo momento, que parece por lo menos extraño que las palabras sean capaces de abrir esos espacios peculiares de los que quedan excluidos los afanes del trabajo, las preocupaciones del presente o el futuro o el rumiar del pasado, las vicisitudes del amor, el cumplimiento del deber, la observancia de las leyes, la ansiosa atención que la mayor parte del tiempo ha de prestarse a la famosa realidad. Lo cierto es que lo mismo sucede a quien se deja absorber por las páginas del libro que lee o por las palabras que dan forma a la propia creación, pues tanto la lectura como la escritura son actividades que tienen el efecto de omitirnos del mundo. Mientras leemos y mientras escribimos —y escribir, en el fondo, no es más que fabricar las lecturas que no hemos encontrado en otro lado— desaparecemos por completo, nos volvemos invisibles y el tiempo bien puede seguir transcurriendo sin necesidad de nuestra comparecencia en él. Así que, cuando un grupo de personas se reúne alrededor de aquello que hacen las palabras al acomodarse unas junto a otras de tal manera que lo que resulte pueda ser considerado como poesía, lo que tenemos es una confabulación de presencias deliberadamente omitidas de la vida y enfrascadas en una especie de ceremonia que los intrusos o los desprevenidos no tendrán muy claro qué convoca o qué busca conjurar.

Desde luego, tanto la lectura como la escritura son actividades eminentemente solitarias que precisan del silencio, del acallamiento del barullo que los demás levantan en nuestras inmediaciones. Y el apartamiento que se procura —o se gana— al abrir un libro o al encarar la página en blanco puede confundirse con la autoproscripción o con la claudicación, por lo cual no está de más tener en cuenta lo que alguna vez aseveró el novelista Alessandro Baricco, cuando lo invitaron a inaugurar una feria del libro para jóvenes en su ciudad, Turín. Era, como cabría esperar, una ocasión para que el escritor prestigiado y triunfal exaltara las bondades de la experiencia literaria ante el público —lo que suele proponerse toda iniciativa de fomento del hábito de la lectura, aunque siempre hay una incógnita sin resolver en torno a esos esfuerzos: si la lectura es una cosa tan buena, ¿por qué hace falta insistir tanto en ello, por qué hay que estar haciéndole promoción constantemente?—, y también era de esperarse que Baricco cumpliera con el papel de pregonero de las felicidades y del provecho que se encuentran en los libros. Pero ocurrió lo contrario: el discurso que el novelista pronunció llevaba por título «Queridos jóvenes: no lean», y desarrollaba una tesis que automáticamente pareció escandalosa y alarmante: la lectura —y, por tanto, la escritura— es una forma de la derrota. Sólo leen quienes han fracasado en todo lo demás, aquellos a los que no les queda más remedio; quienes no sirvieron para vivir, quienes no supieron triunfar, los inadaptados, los indefensos, los desconsolados, los que se han quedado solos. Nos refugiamos en un libro cuando hemos terminado por admitir que no están a nuestro alcance las ambiciones, los sueños, las dichas de los demás.

Esa tesis, naturalmente, servía a un propósito específico en el discurso de Baricco: ante los peligros que corre la cultura literaria o libresca en el presente vertiginoso que vivimos, el escritor se preguntaba si no sería tiempo de cuestionar la tradición y enfocar de forma radicalmente nueva la transmisión de esa cultura a las nuevas generaciones. ¿Los libros que tanto nos han importado tendrían que importarles, por las mismas razones que a nosotros, a quienes vienen más adelante? ¿O deberíamos más bien proponernos entender las necesidades de quienes queremos que se conviertan en lectores, antes que imponerles los mismos caminos que a nosotros nos condujeron a nuestras propias lecturas decisivas? En todo caso, aquello que Baricco afirmaba al principio no conviene desestimarlo como una mera argucia retórica. Por el contrario, es una aseveración que puede resultar muy fértil si lo que se busca es dar con una solución al misterio que subyace en el hecho mismo de que la gente lea, y escriba, y de que la poesía continúe presente y resistiendo en una realidad que le es permanentemente adversa. Leer, pues, es una forma de la derrota, y por eso quienes leen terminan siendo marginados de la vida. De acuerdo. Aceptémoslo en principio. Y admitamos también —ya puestos a abrazar el fracaso— lo que mostró el crítico y profesor Harold Bloom al establecer las dos últimas razones por las que se lee literatura: una, porque nos vamos a morir y la sola forma que tenemos de ampliar, así sea de modo ilusorio, las posibilidades limitadas que nos están deparadas, es mediante la infinidad de vidas que nos permite vivir la lectura. Nuestra existencia es trágica porque es única, y en los libros, sin embargo, está la vía de librarnos efectivamente de esa condición. La otra razón no es menos incontestable: leemos porque estamos solos, desde que nacemos hasta que morimos no contamos con nadie más que con nosotros mismos (aun los seres más queridos pueden llegar a faltarnos, o fallarnos), y los libros —como bien nos lo recuerda John Ruskin en el que quizás sea el mejor exordio de la lectura que se haya escrito, el ensayo «De los tesoros de los reyes»— están siempre dispuestos a hacernos compañía para que nuestra soledad irremediable sea más llevadera.

El aserto de Baricco —leer es una forma de la derrota, lo que habría que hacer es vivir—, por intimidante que parezca, funciona como un estupendo pasadizo para caer en cuenta de que la experiencia literaria nunca habría de supeditarse a ningún fin. Al leer, por ejemplo, queriendo ser mejores personas, buscando la sabiduría, la virtud, la santidad o la felicidad —o, peor, alguna forma de prestigio o de riqueza, de éxito—…, al leer, en suma, con una intención determinada, de un modo convenenciero, queriendo obtener algo, siempre corremos el muy alto riesgo de terminar defraudados. Por eso, en modo alguno deberíamos esperar que nuestra fortuna o nuestra naturaleza cambien por el mero hecho de sostener cualquier trato con la poesía, en todas sus variantes. Tampoco el mundo será mejor, ni este país —ni ninguno otro— tendrá una proporción mayor de buenos ciudadanos si sus habitantes dan, más que en otros lados, en cultivar semejantes aficiones. Por supuesto: cabe siempre la posibilidad de que la literatura le cause alguna alegría a alguien, recomponga una vida, haga renacer a un pueblo. Pero es lo más improbable. Lo más probable es que ni el universo ni nosotros dejemos de ser lo que somos sólo por haber pasado por la fortuita experiencia de haber dado con puñados de palabras que parecen haber estado aguardándonos desde el inicio de los tiempos. Lo que tenemos —y nada menos— es el hallazgo de esas palabras, de lo que tienen que decirnos —o, en el caso de quienes escribimos, de lo que tenemos que decir con ellas. Y en ese hallazgo está la íntima e incomunicable y formidable recompensa de atreverse a la experiencia. Como se descubre, junto al autor, en algún momento de la novela Patrimonio. Una historia verdadera, en la que Philip Roth consigna el doloroso tránsito de su padre y de él mismo por la enfermedad, la agonía y la muerte del primero, «la literatura no sirve para nada, pero es absolutamente indispensable».

Pero ¿qué hay de aquellas reuniones en las que la poesía, en todas sus manifestaciones, convoca a sus practicantes? ¿Qué los mueve, en el fondo, a celebrarlas, en lugar de estar haciendo cualquier otra cosa? ¿Por qué los poetas no solamente no se han desterrado del mundo, sino que además parecen conspirar en su centro mismo? Hay esto: la poesía siempre es encuentro, un puente que atravesamos para reconocer —y reconocernos— en otro. En la soledad constitutiva de la experiencia literaria, al leer o al escribir, en realidad tiene lugar siempre el diálogo definitorio sin el cual no podríamos ser propiamente humanos, y ese diálogo, en las reuniones en torno a la poesía, se amplifica de modos insospechablemente fértiles hasta convertirse en una conversación donde, a veces de formas inesperadas, podemos llegar a enterarnos de lo que justifica la insólita circunstancia de hallarnos en esta vida, pues siempre habrá alguien que muy posiblemente sepa algo que nosotros no sabemos —o seremos, quizás, ese alguien para alguien más. Acaso ésa sea la certeza que mueva a quienes leen y quienes escriben para procurarse unos a otros: sus soledades reunidas le dan sentido a todo esto. Y habría que agregar algo más acerca de la resistencia que sostienen en la pervivencia de ese diálogo y esa conversación: en tiempos como los que corren, en un presente dirigido por el frenesí de un progreso abocado a la productividad, la acumulación, la avidez, y sobre todo a la supresión de cuantos, en nuestras inmediaciones, impidan ese progreso, el hecho de que haya quienes alienten con sus voluntades la voz de la poesía para que no calle definitivamente preserva, siempre, no sólo el sentido que todo esto sigue teniendo, sino también la esperanza de que ese sentido se salve.

Platón pudo tener sus razones. Para nuestra fortuna, los poetas no le han hecho ningún caso y seguirán aquí, desterrados pero sin irse.

 

 

(Publicado originalmente como prólogo para el libro colectivo Fabulaciones, imaginería y libertad. ITESO/Paraíso Perdido, Guadalajara, 2018).