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50 años de libros
Mañana se inaugura la Feria Municipal del Libro de Guadalajara. El programa está bien nutrido, con una buena cantidad de actividades interesantes y presencias relevantes. Está, además, bien organizado y presentado: hay que ir al sitio feriamunicipaldellibrogdl.com.mx para conocerlo. Se homenajeará a Juan José Arreola, cuyo centenario está celebrándose este año, y desde luego que esa elección tiene mucho sentido: a Arreola siempre hay que tenerlo presente y leerlo. Y lo asombroso: será la quincuagésima edición. ¡Cincuenta años!
Desde mucho antes de que nadie se imaginara lo que sería la Feria Internacional del Libro, la Municipal ya se había vuelto indispensable para los lectores tapatíos. Pienso en la Guadalajara de finales de los setenta, principios de los ochenta, que fue la que me vio ir por primera vez, niño, a escoger ahí mis primeros libros y a descubrir el placer que hay en el mero bobear (que eso tienen de incomparable las librerías, que se pueden pasar las horas en ellas yendo de allá para acá, abriendo un libro tras otro, dejando que cada hallazgo preciso acuda a nuestra curiosidad desprevenida, y eso siempre es una maravilla). Aquella ciudad era, desde luego, muy distinta de la que hoy tenemos, y la oferta librera estaba presidida por casas como Font, Carlos Moya, Casarrubias, la Librería de Cristal de Vallarta, antes de que las sucursales de Gonvill se multiplicaran, de que llegara Gandhi y de que Sanborns tuviera su auge (luego decayó gacho). Desde luego, estaban Jardín de Senderos y los libreros de viejo. No existía internet.
De modo que ver que mayo llegaba era una felicidad. ¿Dejó de ser así alguna vez? No sé. Habrá quien reproche a la Feria Municipal del Libro haberse rezagado, tener una oferta no tan atractiva como la que hay por lo general en otros lados. Yo he dejado de ir algunos años, y siempre me siento un poco culpable. Pero el hecho es que esta feria tiene una virtud que, se organice como se organice (y parece que este año saldrá muy bien), la hace tan entrañable: pone los libros al paso de la gente, en la vida de todos los días, en el corazón de una ciudad que, agobiada como vive, difícilmente tendría otra ocasión de detenerse a leer.
J. I. Carranza
Mural, 3 de mayo de 2018
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Música
Le pusieron música al video con el que la Fiscalía General del Estado de Jalisco dio a conocer los resultados que ha obtenido en la investigación de la desaparición de los muchachos del CAAV. El sonido ambiental de la transmisión de la rueda de prensa, cuando se proyectó el video, no dejaba percibirlo muy bien. Pero ya al verlo solo, ahí estaba: un fondo detrás de la voz —de locutor profesional—, cuyo volumen se intensifica en determinados momentos, por ejemplo alrededor del minuto 2:45, cuando se inserta un plano que muestra una celda vacía («La Fiscalía General del Estado, en su investigación, llegó a las detenciones de los hoy procesados a partir de la utilización de métodos técnico-científicos…»). Impecablemente producido, el video tiene una narrativa dramática bien calculada y riqueza de imágenes y recursos (incluida la animación del momento del secuestro). Y música.
Por su hechura, esa presentación hace pensar en series televisivas tipo CSI: tecnología audiovisual al servicio de la necesidad de verosimilitud. Como para que no queden dudas de lo que se encuentra y, además, de que se ha trabajado a fondo. La verosimilitud es un recurso al que se acude para que lo dicho se tome por incontrovertible. Es apariencia de verdad, es forma, es efecto; es, además, intención: la de que se crea algo, pero también que se crea de un cierto modo. Las palabras elegidas ayudan a eso: términos inapelables (los que se toman de la ciencia y la tecnología), dispuestos en arreglo a una sintaxis en la que, paradójicamente, el sentido preciso de cada palabra termina por importar menos que el que alcanzan todas juntas. Porque de lo que está hablándose, en este video, es de «indicios», de «deducciones». Pero importa que se entiendan como «evidencias» o «conclusiones».
Y la música. El uso perverso de la música. El propósito de que facilite el triunfo de la emotividad sobre la comprensión y sobre cualquier amenaza de escepticismo. Hay tres muchachos desaparecidos, muy probablemente asesinados. Y un Estado inepto y cómplice, que no ha servido para evitarlo y que, antes que afanarse en arreglar las cosas, o al menos aclararlas, busca que las entendamos del modo en que más le conviene.
J. I. Carranza
Mural, 26 de abril de 2018
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«¡No lo conocía!»
El primer recuerdo que tengo de Juan José Arreola es el de la imitación suya que hacía Enrique Cuenca, El Polivoz. ¿Malamente? No lo creo, aunque lo más probable es que esa imitación me pareciera más enigmática que cómica. Me hacía falta conocer el modelo para saber bien cuáles eran los rasgos que caricaturizaba el gran Cuenca: la melena alocada, la capa, la mirada algo desorbitada y, sobre todo, la voz, una voz, en cuya suavidad un poco siseante viajaba una especie de deslumbramiento constante, como si cuanto dijera esa voz estuviera decidido por el asombro: «¡No lo conocía, no lo conocía!», se exaltaba el personaje cuando le presentaban a alguien.
Más tarde, claro, conocí al verdadero Arreola, y seguramente habrá sido también gracias a la televisión, en alguno de esos programas protagonizados por su voz encandilada. Había uno (hasta hace poco lo encontraba en YouTube, ya no doy con él) en el que iba subiendo el Cerro de las Campanas, y al llegar frente a la estatua gigante de Juárez que lo corona, literalmente caía de rodillas, recitándole su devoción. Ahora recuerdo la parodia del Polivoz (tampoco la hallo en YouTube: uno piensa que en internet están todos los tesoros del universo, pero luego resulta que no), y ya me parece más divertida que misteriosa. Pero a lo que voy es a esto: es bastante extraño que hubiera un tiempo (los años setenta, a lo mejor un pedazo de los ochenta) en que un escritor como Arreola figurara de un modo tan vivo y tan constante en la cotidianidad de la población en general, lectores y no lectores. Un grandísimo escritor, hay que recalcar, autor de obras perfectas y eternas, y además dueño de una memoria magníficamente poblada que, por si fuera poco, era un inagotable dispensador de maravillas para quienquiera que estuviera cerca. Yo creo que raro era entonces quien no supiera quién era Arreola, así sólo se lo conociera por medio del personaje deschavetado del Polivoz. ¿Y por qué dejaría de pasar eso? ¿Qué escritor podría tener hoy aquella omnipresencia en nuestra imaginación?
Este lunes se celebrará el Día Mundial del Libro leyendo La feria de Arreola. Sensacional. Pienso que no hay libro que sirva mejor para hacer una lectura colectiva.
J. I. Carranza
Mural, 19 de abril de 2018
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Lo de aquí
Para realmente ser de la ciudad, hace falta asomarse alguna vez a sus tradiciones.
Puede que a veces lo olvidemos: en la vivencia plena de la ciudad entra, además del cumplimiento de las rutinas, participar de las ocasiones en que sus habitantes hacen lo que siempre se hace aquí. Las costumbres, vaya, por lejos que nos las pongan otros modos que tenemos de vivir lo que nos toca. Si nos desentendemos de ellas, o si las vemos con extrañeza, como algo ajeno, quiere decir que estamos privándonos de un sentido cabal de identidad. Claro: habrá a quien tal identidad le valga un pepino. Pero, de aspirar al menos a reconocerla —acaso para reconocer uno mismo quién es—, hay que entrarle.
Por ejemplo: la Visita de las Siete Casas. Yo tenía recuerdos borrosos de la niñez, cuando el paseo en la tarde noche del Jueves Santo aligeraba algo el sopor y el tedio enmarcados por la imposición del silencio (no se podía prender la radio) sólo interrumpido por las películas «santas» en la tele (o en el cine, si se daba el caso: así vi Ben-Hur en el Latino, o Quo vadis?). Allá íbamos, al gentío. Y el gentío seguía esperando ahí, cerca de cuarenta años después, donde mismo. Santa Mónica, primero —ahí conseguimos la hojita con las meditaciones prescritas, impresa por la Casa Azpeitia—, luego el Santuario de Guadalupe, la capilla de la Inmaculada Concepción, San José, Catedral (en este punto hicimos trampa, pues decidimos que contara como la sexta casa la capilla del Señor de las Aguas), y por último La Merced. Y las empanadas, una felicidad que coronó la empresa y terminó de darle todo su sentido —que a veces parecía escaparse, pues ¿qué estábamos haciendo ahí, entre el tumulto, nomás cansándonos?
Fueron unas dos horas, con el sol como decorador entusiasta de cielo y fachadas, sin prisa, aunque sí con algunos trabajos y sobresaltos: las obras de Alcalde dificultaban el paso de la gente, a una señora que vendía elotes una estúpida inspectora del Ayuntamiento le tiró la olla, pero la gente protestó y la estúpida acabó largándose, el jardín del Santuario es una zona de guerra, todo el centro está intolerablemente sucio. Pero terminamos satisfechos: fuimos porque somos de aquí, y es lo que aquí se hace. Y tiene, cómo no, un cierto encanto que es hasta conmovedor.
@JI_Carranza
Publicado el 5 de abril de 2018. Sección Cultura, Periódico Mural.
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La pronta ira
Con la prisa que tenemos por indignarnos, parece prescindible oír o leer bien.
Que un medio saque de contexto una declaración para que suene escandalosa se explica porque así se asegura la atención de su público, que siempre preferirá el argüende por encima de la verdad, pues ésta es menos deseable que insípida. Cuando ya sólo muy rara vez puede ofrecer exclusivas, hay prensa que las inventa, y lo hace confiada en nuestra desprevención, en nuestra credulidad, y sobre todo en nuestra negligencia para rascarle tantito y ver si la declaración en cuestión dice lo que se nos quiere hacer creer. Basta el petardo, que en la humareda que suelte no iremos a buscarle explicaciones. Nos urge más indignarnos que saber si lo estamos haciendo con fundamento, y esto tiene al menos dos causas: una, que estamos ariscos y ya cualquier vistazo a la actualidad noticiosa nos surte de motivos para repelar o aullar; otra, que está a nuestro alcance exhibir de inmediato nuestra cólera —tan veloz como inútil en la gritería que nos tiene ensordecidos: a este respecto, no está de más recomendar un reciente artículo publicado en The Globe and Mail acerca de cómo nuestra ira, tan abundante y dispersa en las redes sociales, está favorecida por algoritmos que la aprovechan y la alientan: la indignación vende muy bien (goo.gl/UJrit9).
Mario Vargas Llosa, qué duda cabe, es el caso de esos malentendidos que la cultura frívola deja crecer, hasta el punto en que se da por hecho que importa lo que dice. Importan sus novelas, y hasta ahí. Lo demás ha sido protagonismo pernicioso. Pero de eso a que una declaración suya, tergiversada, sea la gasolina para prenderle fuego, hay un buen trecho. Y si se atiende a las palabras que pronunció antes y después de las que se sacaron de contexto en una entrevista telefónica («El que haya más de 100 periodistas asesinados en México es, en gran parte, por culpa de la libertad de prensa»), se verá que la barbaridad que pareció decir no era tal. (Ha dicho y seguirá diciendo otras, pero tan fácil como ni voltear a verlo).
Claro: quién va a tener la paciencia de buscar esas otras palabras. Estamos demasiado atareados en enfurecernos. Y eso nos hace más dóciles, como bien lo sabe la prensa aviesa que sabe que todo nos lo tragamos tal como nos lo dé.
@JI_Carranza
Publicado el 22 de marzo de 2018. Sección Cultura, Periódico Mural
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Al cine
Las películas de la memoria a veces son preferibles a las que propone la actualidad.
Qué grata experiencia es llegar, al principio por azar y luego porque la curiosidad guía el camino, a informaciones inesperadas que nos esperaban en nuestros propios recuerdos. Pasó esto: estaba a punto de emprender una diatriba contra el festival de cine que está celebrándose en Guadalajara (cada vez seremos menos los tercos que pensamos automáticamente en «La Muestra», por alusión a la Muestra de Cine Mexicano que luego se convirtió en el argüende de hoy). Tal diatriba iba sobre cómo se dejan prosperar los malentendidos mayúsculos de la cultura, como el que propició estos días la zalamería institucional puesta a sobar en grande el ego de un cineasta premiado —fue generoso, dirán algunos, y muy lindo por volver a su tierra; no voy a alegar contra eso, pues bien pudo no haberlo hecho, pero también hay una cosa que se llama imagen pública, para la que tanta generosidad es muy rentable… pero ya estoy en la pataleta que finalmente no voy a hacer.
Puesto a buscar una entrada, me fui a dar una vuelta por la memoria (la vivencia de «La Muestra», las funciones en el Cinematógrafo, todo más vivible y más humano), e inadvertidamente di con una experiencia que me parece más rara en la medida en que no doy con nadie que la haya compartido. Fue como un sueño. (Aquí la memoria ya se olvidó del Festival y de la Muestra y del stand-up del cineasta que ni es tan original ni tan bueno…).
Habrá sido a principios de los 90 cuando comenzó la extinción de las grandes salas. El Tonallan, como despedida de su público, le brindó todo un mes con proyecciones de clásicos, uno cada día. Una de esas tardes, me tocó ser el único espectador de «Ciudadano Kane».
El Tonallan fue antes el cine Jalisco, y descubro, en páginas de aficionados a la historia tapatía, que el edificio original fue realizado por Luis Barragán y su hermano Juan José; también que la remodelación fue proyecto de Julio de la Peña, y que, tras una penosa agonía convertido en cine porno, cerró sus puertas definitivamente en 1996. Y, bueno, todo esto que yo no sabía estaba esperándome en la remembranza de aquel mes de gran cine. La memoria, como el cine, es muchas veces un lugar en el que nos la podemos pasar de maravilla.
@JI_Carranza
Publicado el 15 de marzo de 2018. Sección Cultura, Periódico Mural
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Telefilosofía
Todo fuera como en la tele: un profesor de filosofía al que sus alumnos le hacen caso.
No será una serie exitosísima, pero, por su tema, ya es extraordinario incluso que no haya sido cancelada de inmediato por falta de público. Pues lo tiene, y parece que está llamando cada vez más la atención, y también gustando: con frecuencia me encuentro recomendaciones de espectadores entusiastas y hasta de críticos que respeto. Hablo de «Merlí», la producción catalana que va en su tercera temporada, y que tiene por protagonista a un profesor de filosofía que batalla por abrirle espacios a esta materia entre los alumnos y los colegas profesores de una escuela pública —equivalente a la prepa— vamos.
No es que batalle mucho, este profesor, pues la ficción aceita bien las cosas como para que sus alumnos, para empezar, le hagan caso. Los problemillas que enfrenta son atribuibles a su carácter rezongón y socarrón, dado como es a decir lo que piensa y a no tomarse en serio las formas. A su alrededor, los estudiantes —entre los que se cuenta su hijo— van padeciendo las vicisitudes propias de la edad (se supone), entre las que tienen primacía las amorosas, por lo que la trama en general no es muy distinta de las de novelas de adolescentes, y por eso la serie puede hacer desesperar a quien (es mi caso) no aguante mucho el melodrama tontolón. No obstante, si se hace eso a un lado, hay que reconocer que tiene su encanto el abordaje del estudio de la filosofía y cómo los guionistas consiguen entreverar en lo que pasa las consideraciones acerca de autores y escuelas. Creo que en este sentido, bien puede funcionar como divulgación, y ya eso es bastante. Yo no recuerdo bien cómo pudo ser la embarrada de filosofía que debió darme el bachillerato. Tuve dos profesores: uno era un orate que aseguraba que lo perseguían terroristas japoneses con bazucas. El otro, entrañable, era muy bueno para provocar la discusión, pero al frente de más de setenta bestias tenía muy difícil ir más allá de sacudirnos la modorra, y no conservo ningún rastro de los contenidos que tuvimos que ver. En «Merlí», uno se ilusiona con que la filosofía pueda ir dejando huella en los jóvenes que van probándola. Pero, bueno, ya se sabe que lo bonito de las ilusiones es que nos hacen olvidarnos de la aceda realidad.
@JI_Carranza
Publicado el 1 de marzo de 2018. Sección Cultura, Periódico Mural