• Inercia

    Por necesidad, cuando me perdí de los partidos que me importaban, a lo largo de este Mundial he debido atenerme a los resúmenes de los programas nocturnos de la televisión. Mal hecho: bien habría podido encontrar esos resúmenes, o los partidos mismos, en internet. Pero quizás por mera inercia acababa cayendo. Qué cosa más enojosa: son revistas de variedades estúpidas en las que los hechos de cada jornada —los hechos futbolísticos, quiero decir— parecían lo menos importante. En una de ésas, tuve que esperarme más de cuarenta minutos, o habrá sido una hora, a que despacharan las jugadas más importantes de un partido en no más de tres minutos. El resto fue la tertulia de los comentaristas (lamentables todos), segmentos de jueguitos melolengos, magias, pseudorreportajes, las dizque notas «de color» (un patancete albureando rusas), la estúpida mano parlanchina cuya supuesta gracia se basa en sus leperadas…

    No habría tenido por qué esperar otra cosa, desde luego. Las razones que alguna vez pudo haber para disfrutar de los modos en que la televisión nos traía los mundiales eran básicamente dos: una, que no teníamos de otra, y dos, que lo que se ofrecía no era tan repugnante como hoy —antes al contrario, si contamos aquellos tiempos excepcionales del Güiri-Güiri, por ejemplo. Pero en este 2018 las cosas son muy distintas, y están a nuestro alcance infinitas formas de ver el Mundial y de enterarnos de lo que nos importa. (Es posible que una de las mejores fuentes de información relevante, seria y atractiva haya sido la prensa escrita, mucho más que en los balbuceos y las gansadas de infinidad de comentaristas y exjugadores o extécnicos metidos a «expertos», todos preverbales, acomodaticios, tendenciosos y antipáticos.

    Dadas las condiciones actuales (monopolización de los derechos de transmisión, para empezar), es evidente que la televisión ya no sabe qué hacer para sobrevivir. Con sus excepciones: en el Canal 22 hubo un programa diario, De ida y vuelta, que aprovechaba óptimamente el Mundial como pretexto para proponer conversaciones muy sabrosas sobre la cultura rusa, entre otras cosas. Pero, de ahí en más, pura porquería. Y muy poco futbol. Qué bueno que existe internet.

     

    J. I. Carranza

    Mural, 12 de julio de 2018


  • Ilusiones

     

    Si la ilusión es un recurso natural susceptible de ser administrado para que no se acabe demasiado pronto, o para que rinda los frutos que debería, a los mexicanos (como con los bosques, con el agua, con el petróleo, etcétera) no se nos da la previsión y, al contrario, derrochamos como si no hubiera un mañana. Hasta que, más o menos repentinamente, descubrimos que el yacimiento se secó, que en lugar del bosque sólo hay aridez y erosión, que del lago ya nomás queda un charquito. Y que, en lugar de la ilusión que llegó a embriagarnos y aturdirnos, tenemos (y es del mismo tamaño, o mayor) el merecido agobio de nuestras decepciones.

    Nunca me ha gustado creer que la idiosincrasia existe: el conjunto de señas y conductas que, como fatalidad o condena, definen a un grupo humano. Y es que, si fuera en realidad así, ya nos amolamos sin remedio. ¿Somos corruptos, perezosos, indolentes o malhechos porque ésa es nuestra idiosincrasia? Bonita cosa. Sin embargo, lo que sí tenemos son constantes históricas, cuyas causas son claramente identificables, y una de ellas consiste en que los entusiasmos mayúsculos que nos arrebatan tienen su origen en la ignorancia o bien en la desmemoria. ¿Nos acordamos del Milagro Mexicano, del Arriba y Adelante, de la Administración de la Abundancia, de la Renovación Moral de la Sociedad, de la emergencia de la Sociedad Civil, de la Solidaridad, de lo que iba a pasar cuando Fox sacó al PRI de Los Pinos? Puede que sí —y, además, ayuda haber vivido cuando fueron sucediéndose esas fórmulas—, pero, ante los supuestos esplendores del presente, preferimos no tener esos recuerdos en cuenta.

    Ahora bien: si hubo que irle a México en el partido contra Brasil fue porque es horrible estorbar la esperanza. Quizás algo parecido toque hacer ahora, después de una elección que, por lo pronto —y vaya que es ganancia, en la deficientísima democracia mexicana—, no desembocó en el fraude escandaloso que cabía temer. Es cierto que el optimismo propio no puede alimentarse sólo del optimismo de los demás: hacen falta hechos. Pero, en lo que los hechos llegan, corresponde dejar que la alegría haga lo suyo, especialmente la de los jóvenes, que es la única que sirve de algo.

    J. I. Carranza

    Mural, 5 de julio de 2018


  • Es así

    Lo repetían constantemente los narradores, y es una afirmación a la que se recurre de modo casi obligado en situaciones en que, como ayer, lo que quedaba de ilusión ya tiene cara más bien de desconsuelo: «El futbol es así». ¿Así cómo? Imprevisible, habría que entender, un universo de leyes disparatadas donde aquello que dábamos por seguro se nos vuelve de pronto incierto, sin explicación y sin que esté a nuestro alcance hacer nada. Seguramente lo mismo nos decíamos ayer, a la vez, suecos, mexicanos, coreanos y alemanes. La fórmula puede aplicarse a cualquier otra cosa —el amor es así, la vida es así—, como un ensalmo mediante el que se conjura automáticamente toda posibilidad de que futbol, amor, vida, etcétera, no sean en realidad así, sino de otro modo.

    Es detestable, la formulita, pues con ella se acude siempre a la aceptación de la fatalidad como instancia última de la realidad. Por más que hagamos, las cosas son como son. ¿México no pudo entenderse mejor, no pudo haber un árbitro menos injusto, teníamos que depender de que Corea muriera matando para poder pasar a octavos, ese tránsito a la siguiente etapa sólo pudimos merecerlo a condición de no ganar más como veníamos haciéndolo? ¿Y ya todo se acomoda en nuestro entendimiento de este Mundial tan extraño nomás porque el futbol es así?

    No sé si estemos demasiado habituados a esa forma de verlo. El futbol y todo lo demás. Creo que es una de las razones de que, por ejemplo, hayamos presenciado un proceso electoral como éste, infestado de sangre, ilegalidades, bajezas, estupidez y odio, que tantos enconos ha propiciado, que tan profundamente ha socavado cualquier sentido que todavía podíamos verle a vivir en democracia, que tanto dinero ha costado y seguirá costándonos. Un proceso en el que se batieron récords de hipocresía y mezquindad, se insultó como nunca a la inteligencia del electorado y quedó garantizado que ir a las urnas será sólo refrendar el caos —en lo que se disipan las ilusiones desmesuradas de quienes ganen y se acendra el rencor de quienes pierdan. ¿Porque la democracia es así? Eso vendrán a decirnos. Y nos parecerá muy bien, como luego de perder tres a cero, como después del domingo, como siempre.

    J. I. Carranza

    Mural, 28 de junio de 2018


  • De verde

     

    ¿Los nacionalismos son detestables? Pienso que sí, en cuanto son origen de incontables malentendidos que acaban en perversidades. ¿Cómo puede justificarse, entonces, el contento que da ver que un compatriota le meta un gol a la selección campeona del mundo? Parece algo un poco esquizofrénico, pero querría imaginar que la explicación va por rumbos distintos de la patología.

    El partido contra Alemania me agarró de viaje. Apenas pude poner un pie en tierra, cuando habían transcurrido unos veinte minutos del segundo tiempo, corrí a buscar la primera televisión que me hallé. Era una pantallota gigante, en el aeropuerto de la Ciudad de México, pero pronto advertí que tenía un grave defecto: un retraso de quince segundos. Por eso casi no había gente viéndola. Como descubrí enseguida, la multitud se apiñaba afuera de un restaurante de hamburguesas, que tenía una televisioncita miserable al fondo; el local estaba lleno, aunque hubiera querido comprarme al menos unas papas no habría cabido, y por eso me quedé pegado al cristal. Ahí sí se podía gritar y pujar y rezar a tiempo, no como delante de la pantallota. No me había tocado ver el gol, pero su existencia me llenaba ya de una fe violenta que se revolvía contra sí misma, de manera que aún me faltaban las angustias intensas de ese último trecho. Vivirlas ahí fue de lo más emocionante. Tras uno de los vuelos heroicos de Ochoa, un señor que estaba junto a mí casi me abraza. Con otro me descubrí soltando alguna expresión soez a coro, y al pitido final los de adentro del restaurante alzaron sus vasos y todos aplaudimos. Hubo quien chilló.

    ¿Cuenta, una experiencia así, como manifestación de nacionalismo? Sigo terco en creer que es otra cosa. Porque, mientras duró el partido, y hasta que fue disipándose la euforia que generó, la realidad habitual quedó en suspenso, con las brutalidades que supone vivir en este país, y lo único que contaba era estar ahí, viendo eso. Sí, el equipo que ganó era el mexicano, y los que le festejamos el triunfo también lo somos, pero en el fondo eso quizás sea lo de menos. Lo que realmente importaba era tener a nuestro alcance aquella felicidad inaudita. Ojalá este sábado la volvamos a encontrar.

    J. I. Carranza

    Mural, 21 de junio de 2018


  • ¡El Mundial!

     

    Una búsqueda rápida me revela que la frase se atribuye lo mismo a Eduardo Galeano que a Juan Pablo II, a Arrigo Sacchi o a Jorge Valdano. Prefiero pensar que es de este último. Y va más o menos así: «El futbol es la más importante de todas las cosas que no importan». Tiene un atractivo engañoso: parece una aseveración con la que es fácil convenir, pero, a poco de pensarlo, cae uno en la cuenta de que habrá otras innumerables cosas irrelevantes a las que se concede una importancia tremenda. La política, por ejemplo, y estamos viéndolo con el inmundo proceso electoral que felizmente está por terminar. ¿Qué habrá significado, al amanecer del 2 de julio, semejante puesta en escena, más allá del derroche formidable de recursos para nada? ¿Qué sentido habrá tenido toda la atención que estamos prestándole a sus protagonistas viles o grotescos, atenidos como estamos a las pobres ilusiones que nos brinda nuestra democracia fársica? En México, mandan quienes tienen las armas y el dinero, por ellos no votamos, y los candidatos a lo sumo aspiran a ser sus sirvientes…

    Perdón, estábamos en otra cosa. Difícilmente aceptable para quienes le conceden verdadera importancia al futbol, la frase en cuestión sólo funciona para quienes se hallan a salvo de las pasiones desaforadas a que puede conducir la vivencia del juego: para quienes lo ven como juego, justamente, que eso es lo que frecuentemente se olvida. Ahora bien: como pudimos tenerlo clarísimo en la niñez, nada hay más serio que el juego. ¿En qué quedamos, entonces? Si juzgamos que el futbol debería ser sólo un juego, estaremos de acuerdo en que, como tal, reviste toda la importancia del mundo. ¿A qué viene Valdano —con lo bien que me cae— o cualquiera de los otros a imponernos su relativismo? Es más bien embustera, la frase, y vamos viendo, ahora que empiecen a caer los goles, qué tanto nos acordamos de ella.

    O mejor esto: por las ocasiones de belleza y asombro y felicidad que van a sucederse a lo largo de este Mundial, quitémosle, al menos este mes, las tres últimas palabras a la frase. Mientras nos sea posible. Que a la realidad vendrá dándole lo mismo, y de todos modos ahí estará esperándonos, siempre enemiga y paciente.

     

    J. I. Carranza

    Mural, 14 de junio de 2018


  • Los ridículos

    Hay, desde luego, memes, aunque no tantos como cabría imaginarse. Pocos son sobresalientes, y hace falta que haya desfiguros de cierta espectacularidad para que los aprovechen bien un genio ocioso o un community manager con extraordinaria iniciativa. Por ejemplo: aunque fugazmente, fue posible hallar buenas ocurrencias en torno al accidente de la silla que se fue para atrás en el estrado, con su ocupante manoteando y alzando las patitas (qué pena, todos lo pensamos, que la caída no terminó de ser tal: eso nos habría dado para algunas horas más de diversión). Los memes que presentan al androide sin alma y con sonrisa macabra se desgastan pronto, me parece, y al menos yo no he visto ninguno que reelaborara la suerte charra que presumió hace unos días: ¡lástima! En cuanto al del hablar calmudo, hasta parece que él mismo querría que se hicieran más chistes: cuando hizo lo de la cartera, en el debate, yo sí me carcajeé. De pronto se explota el histrionismo que sabe imprimir a algunos mítines (los atavíos que le ponen, la sillita que le llevan), pero poco más. El último —el que menos importa, ni siquiera deberíamos estar hablando de él—, no ha dado más que para aquello de mochar manos, o aquello otro de su mamá que no sabe leer.

    Claro, no se trata nomás de que haya más memes. Pero a lo que voy es a que me parece significativo que los candidatos no nos resulten más risibles. No sé. Es como si, entre las precauciones para no ofender y lo fácil que es darse por ofendido, se prefiera rodear o darle la espalda a las ocasiones de caricaturizar los discursos, los hechos y, por qué no, también a los personajes. Entre los partidarios de los candidatos (sobre todo entre los del puntero y los que no quieren que sea el puntero) hay una evidente predisposición al enfrentamiento y al encono, y éstos se activan a la menor provocación. La consecuencia: que la risa no juega, que el ingenio queda sofocado por la animadversión.

    O será, quizás, que la ridiculez de los candidatos es un recordatorio permanente del ínfimo nivel de nuestra triste democracia. Que, mientras hacen su teatro, hay un país matándose y aterrorizado y enloquecido. Y así, por supuesto, quién va a tener ganas de reír.

     

    J. I. Carranza

    Mural, 7 de junio 2018


  • Voz baja

    Hace casi seis años me tocó ir a coordinar un taller de ensayo literario en Lerdo, Durango. Se vivía un momento especialmente difícil en la Comarca Lagunera. Al llegar a Torreón, lo que me recibió fue un convoy fuertemente artillado que patrullaba el aeropuerto; luego, al pasar por el centro de la ciudad (desierto, lleno de locales comerciales cerrados o abandonados, un pueblo fantasma), vi más y más patrullas que rodeaban las plazas, los edificios de gobierno, en actitud de esperar que sucediera algo. El día anterior había sido abatido un hombre poderoso y estaban velándolo (luego un comando se llevaría su cadáver). Al atardecer, todo se paralizaba: no circulaban vehículos por las calles, mucho menos gente. Antes de que el sol terminara de caer, se desplomaba sobre el paisaje un silencio ominoso. Siniestro.

    Yo me alojaba en Torreón; iban por mí para llevarme a Lerdo, que queda enseguidita de Gómez Palacio. El taller era en una casa de la cultura sostenida, principalmente, por profesores jubilados, que ponían a disposición de la gente una pequeña biblioteca, clases de música, de pintura, etcétera. Con enormes trabajos. Y las personas que acudieron al taller (unas doce, quince) me contaron cómo era vivir en medio de las balaceras diarias, cuánto habían sufrido extorsiones, secuestros, cómo tenían parientes desaparecidos o asesinados. «Yo ahorita estoy aquí, pero no sé si voy a regresar vivo hoy a mi casa», me dijo un joven maestro de primaria, y los demás sabían a qué se refería. Una señora mayor nos confió: «Lo que más rabia me da es tener que estar agradecida de que no me hayan matado». Lo más asombroso, para mí, era que estuvieran ahí para platicar de libros. Que todavía pudieran hacerlo.

    El amigo que pasaba al hotel por mí y luego me llevaba de regreso también me platicaba cómo estaban las cosas. Íbamos sólo los dos en su camioneta, y, a pesar de eso, todo el tiempo me hablaba en voz baja, en especial cuando se refería a los que llamaba «los malos». El volumen de su relato estaba modulado por el miedo.

    Estos días, en Guadalajara, he estado recordando de un modo muy vivo aquello. Aquel estupor, aquella voz baja, aquellas personas inermes y heroicas. Y el miedo.

    J. I. Carranza

    Mural, 31 de mayo 2018


  • Roth

     

    «La filosofía y la religión formulan verdades, la historia indaga los hechos, pero […] sólo la literatura —el arte en general— dice cómo y por qué los hombres viven esas verdades y esos hechos», escribió Claudio Magris para oponerse a la sentencia platónica que expulsa a los poetas de la República. La obra de Philip Roth no puede entenderse cabalmente sin tener en cuenta que la literatura tiene esa potestad indisputable de conferirle sentido a nuestra existencia. Extendida, a lo largo de más de una treintena de títulos, como un fresco monumental en cuya dilatada superficie cobran vida las historias de individuos que viven y sufren y desean y sueñan y odian y aman y dudan y se equivocan y mueren, esa obra es una demostración, página a página, de que la literatura es, más que la experiencia humana vuelta lenguaje, el observatorio óptimo para la comprensión de lo que somos en este mundo incomprensible. Y, por eso, con la muerte de un autor como Roth se extingue una inteligencia poderosísima a la que bien podemos confiar nuestras pretensiones de saber qué diablos hacemos aquí.

    En un pasaje de Lecturas de mí mismo, Roth afirma que la mitad del trabajo del escritor consiste en estar indignado. Esa convicción puede guiar la ponderación de lo que se propuso al urdir sus novelas. Son implacables, esas novelas: de un humor corrosivo, un ejercicio tenaz (cuando no frenético) de la ironía en cuyo fondo hay siempre una sostenida perplejidad —o consternación, o desesperación— por los modos en que se tocan los extremos de nuestra ridiculez y nuestro desamparo. Solos, arrogantes, arrastrados por pasiones que nos despedazan, e imparables, en nuestra insignificancia, camino al olvido, en los personajes de Roth hallamos a nuestros iguales y nos fascinan su calamidad y sus precarias ilusiones. Quien alegue haber salido indemne de esas páginas, es que ha leído mal o que vive en otro planeta.

    Esto fue Roth, el escritor cuya muerte vuelve más incomprensible todo esto: indignación, y la lucidez inigualable de la risa, y, también, la capacidad inagotable de compasión por lo que somos. Y, sobre todo, la certeza de que la literatura no sirve para nada, pero es absolutamente indispensable.

     

    J. I. Carranza

    Mural, 24 de mayo 2018


  • La optimista

    Muy premiada, y bien recibida en general por el público, la serie Parks & Recreations se transmitió por televisión de 2009 a 2015. Durante sus siete temporadas, cuenta la historia de Leslie Knope, funcionaria del ayuntamiento de una pequeña ciudad, al principio subdirectora del departamento del título y luego política que hace carrera, ganando la competencia electoral por un puesto de regidora (su rival es hijo del rico del pueblo: un tarado). Es defenestrada después por el repudio de la población, vuelve a su antigua chamba, pero sus aspiraciones la llevan a encabezar una oficina del gobierno federal, y esta trayectoria va entreverada con los vaivenes de su vida personal y de las de sus compañeros de trabajo.

    He estado viendo esta serie —o me entretengo con cosas así o con los desfiguros de las campañas en curso, y, bueno, no hay que pensárselo mucho— y la encuentro admirable y ejemplar. Lo primero, por el genio de Amy Poehler, protagonista y productora, y de sus escritores, que lograron una proeza: encontrar divertidísima la burocracia. Lo segundo, porque de la conducta del personaje de Poehler pueden desprenderse algunas reflexiones bastante serias, creo yo. Para empezar, se trata de una funcionaria responsable y diligente (a veces hasta la manía), y escrupulosamente honrada, para quien nada es más importante que el bien de los ciudadanos a los que sirve. Es decir, es una funcionaria imposible. O bien, como en cierta medida la ven cuantos la rodean, una lunática. Quiere trabajar, que las leyes se cumplan, que haya justicia, prosperidad para todos, y la persecución de sus ideales la mete en embrollos de los que consigue salir airosa. Es una optimista radical, comprometida a combatir la realidad que los gobernantes viles y los gobernados indolentes o convenencieros le oponen todo el tiempo. Es conmovedora.

    La política, para Knope, es el medio para hacer un mundo mejor. Más o menos lo logra, pues, después de todo, se trata de una ficción. La serie surgió cuando el triunfo de Obama emocionaba a muchos —y qué gigantescas decepciones empezaron a incubarse entonces. Hoy, en Estados Unidos o aquí (y quizás sobre todo aquí), ¿a quién puede ocurrírsele semejante disparate?

     

    J. I. Carranza

    Mural, 17 de mayo de 2018


  • Risas difíciles

    Risas difíciles

    Es cierto que en la realidad presente de México escasean los motivos para la risa que no sea deploración. Las burlas en torno a la conducta de un corruptazo, por ejemplo, podrán ser muy divertidas, pero su trasfondo es amargo, bien porque para reír haya hecho falta que tal corruptazo existiera, bien porque tal existencia nos parezca tan irremediable que ya sólo nos quede reír de ella (y quizás celebrarla, y entonces la risa puede ser la expresión de nuestro cinismo).

    Pero, por otro lado, y hechas las salvedades necesarias —es decir, dejando aparte lo que pueda haber de tóxico en ciertas formas de risa, por ejemplo aquellas en cuyo fondo hay una injusticia flagrante o el dolor de los otros, o las que resuenan para aniquilar la dignidad de alguien—, el sentido del humor es, en general, un distintivo de claridad mental. Y de equilibrio mental. La risa que filtra nuestra percepción de las cosas sirve para no ceder a la calamidad cuando aún no es indispensable, para no consentirnos el exabrupto y no enturbiar aún más, con nuestra ira, la conversación pública. Para soportarnos un poco mejor, si es posible.

    ¿Cómo es la risa auténtica de los candidatos? Es difícil saberlo. Les conviene mostrarse de buen humor —no siempre lo logran—, desenfadados, afables. Pero eso no equivale a que tengan sentido del humor. Por lo que se ve en sus actuaciones, uno sonríe con sorna y desdén y un poco de asco; otro más, tiene la risa del tonto de la clase, sorprendido en sus babosadas; uno más se ríe de sus enemigos (reales e imaginarios) con el ñaca-ñaca de las brujas malvadas; el penúltimo, con arrogancia infundada (pero qué arrogancia no es infundada, además de estúpida), y la risa de la última es una risa estreñida, lastimosa. En el llanto y en la carcajada somos quienes somos de verdad. ¿Así son éstos?

    Por lo demás, hay que esforzarse para encontrarlos divertidos. Caricaturizables lo son, y mucho, y en tal sentido son grotescos. Risibles, quién sabe: en tal medida encarna en ellos la desgracia que es nuestra miserable democracia, y de tal modo es cada uno el resumen de lo peor que somos, que al verlos parece siempre preferible voltear a otro lado. Pero ¿para dónde vamos a voltear?

     

    J. I. Carranza

    Mural, 10 de mayo de 2018