Autor: Verónica Nieva (Página 7 de 18)

Adiós, profesor

Harold Bloom

A mediados de los años noventa, con la publicación de El canon occidental, Harold Bloom desencadenó una polémica que de cuando en cuando vuelve a animarse. Para resumir muy groseramente su empresa, lo que Bloom se propuso con aquel libro fue establecer, de una vez por todas, a qué autores debemos leer en la vida. No era sólo eso lo que tenía en mente, desde luego: más que el listado que hizo, lo que importaban eran las justificaciones que adujo para cada uno de los figurantes en su lista. Y más todavía importaban los motivos de que Bloom se hubiera metido en ese trabajo. El libro pronto comenzó a ser discutido, y atacado, a partir de la consideración de su aspecto más conspicuo: ¿cómo se atrevía el autor, un profesor y crítico literario, a decirnos qué vale la pena y qué no? Por muy erudito que fuera —y Bloom lo fue: un lector colosal, dueño de un conocimiento profundo de la tradición occidental—, por muy bien urdidos que estuvieran sus argumentos, ¿quién era él, o quién era nadie, para establecer la valía de esa constelación de escritores en cuyo centro, para colmo, había colocado a Shakespeare como el astro insuperable que ilumina a todos los demás?

Aunque la lista pueda ser discutible, su sentido, y el de la obra toda de Bloom, estriba en la constatación de las dos razones, ésas sí indiscutibles, que guiaron al autor para proponer a sus lectores una comprensión radical del sentido mismo de la lectura de literatura, sobre todo en un mundo enemigo de ésta (leer novelas y poemas es una actividad de suyo incompatible con las demandas de productividad con que ese mundo nos agobia). Una, que leemos porque estamos solos: aun los seres que tenemos más cerca pueden llegar a faltarnos, o a fallarnos. Pero los libros siempre estarán ahí. La otra razón es: leemos porque nos vamos a morir. Nuestro tiempo es limitado, y mediante la lectura podemos amplificar los límites de nuestra vida. Así que más nos vale elegir del mejor modo lo que leemos.

Harold Bloom ha sido muy odiado por oponerse a las modas del pensamiento, a la corrección política, a la hipocresía. Sus razonamientos centrales, sin embargo, seguirán destellando en la imaginación de cada uno de sus lectores.

J. I. Carranza

Mural, 17 de octubre de 2019

El triste, los tristes

Se murió José José, caray. Llevaba mucho tiempo malito, así que tampoco puede decirse que nos tomara de sorpresa. De todos modos, bueno, qué triste. Y qué triste vida, ¿no? Tanto talento, tantos triunfos, y también tanta calamidad. ¿Cuántos años su voz sólo fue el lastimero crujido que servía ya sólo para hacer declaraciones trabajosas delante de los micrófonos, necios en ponerse delante de ese cuerpo que iba consumiéndose? (¿Desde hace cuánto hemos venido usando el meme maldoso donde se ve todo retorcido, y por qué sólo hasta ahora parece habernos remordido la conciencia y lo guardamos?). Sospecho que, en este país de pavores morales, ese destino amargo de alcohólico que nunca dejó de sufrir las secuelas de su enfermedad ha servido, sobre todo, como admonición para prevenir a los beodos que no quieran enmendarse. Y sus canciones, esa lírica hecha de amores audaces o ilícitos, desventurados o hastiados («hasta la belleza cansa»), perplejos («Fui bajando lentamente tu vestido […] al mirarte me sentí desengañado»: ¿pues qué se encontró?) o nomás tercos, o patéticos, principalmente han mecido los corazoncitos maltrechos de infinitos enamorados —tengo la sospecha de que es música que sobre todo sirve para oírse en un estado de despecho, de febril arrobamiento aturdido o de rencor sarnoso, y que por eso se suele entonarla a gritos y en coro y al final de la fiesta.

Lo más extraño es que no haya podido morirse y ya. Bueno, no «y ya»: era comprensible que hubiera revuelo, que los periódicos sacaran su fotota, que la tele pusiera a correr las retrospectivas y se desempolvaran las entrevistas y todo el material que hubiera, que de inmediato empezara a sonar su voz por todos lados y que nos pusiéramos a ver una y mil veces el video de «El triste»). Pero los desfiguros de los hijos, el melodrama estrambótico que armaron, ¡que el cadáver estuviera perdido dos o tres días!… Y esto: que asegurar la lamentación del pueblo se convirtiera en tema de seguridad nacional, pues hasta intervino el Canciller y mandaron un avión de la Fuerza Aérea para traerse un puñado de cenizas. Quizás no era para menos, no sé: quizás, en efecto, era el último. Porque ¿quién más podrá morirse así?

 

ji

Mural, 10 de octubre de 2019

La del parche

Treinta y tres años después de estreno, el recuerdo de la telenovela Cuna de Lobos, para quienes entonces teníamos uso de razón, es imborrable. Acaso hayamos extraviado algunos pormenores de la historia, pues, aunque ciertamente era menos intrincada que truculenta, sí daba giros que es difícil reconstruir: yo, por ejemplo, imaginaba que el personaje de Carmen Montejo era una de las primeras víctimas mortales de Catalina Creel (María Rubio), pero no, nomás le dio una embolia. En todo caso, retenemos lo más importante: una intriga que mezclaba codicia, engaño, traición, amor estúpido —el que le profesaba la víctima (Leonora, Diana Bracho) a su victimario (Alejandro, Alejandro Camacho)—, un retorcido complejo de Edipo (el hijo de Catalina, encarnado por Gonzalo Vega, que era en realidad su hijastro, no se perdonaba haberle botado un ojo a su mamá), y, sobre todo, la mente criminal de la villana, capaz de cualquier maldad por proteger a su chiqueado (Alejandro), por aplastar al entenado y por asegurarse de que la fortuna quedara en familia. Es esto, creo, lo que más se nos quedó incrustado: la asesina del parche en el ojo.

El país se paralizaba para ver, cada noche, a qué extremos llegaría Catalina Creel. Supongo que eso sucedía, en parte, porque estábamos presenciando uno de los momentos más altos que alcanzó la televisión mexicana: una historia que funcionaba, que estaba bien contada, a cargo de un buen reparto. Era, claro, muy divertido jugar a creérselo todo, y también creo que entonces prevalecía una cierta inocencia que, a lo largo de estas tres décadas de desastre nacional, ha quedado disipada por completo: quién va a espantarse ahora por las fechorías de una villana imaginaria, cuando hay tantas atrocidades para dar forma a nuestras peores pesadillas. Pero, además, era posible porque no había mucho más de dónde escoger: el imperio de Televisa sobre nuestra imaginación y sobre nuestra educación sentimental alcanzó entonces su cima gracias, sobre todo, a que no tenía competencia (y, claro, a que el PRI lo dejó prosperar a placer). ¿Qué tal irá a estar la nueva versión? Así sea soberbia, el fenómeno no se repetirá. Haría falta volver a aquel tiempo en aquel país.

 

J. I. Carranza

Mural, 3 de octubre de 2019

Novela de terror

Estoy leyendo la nueva novela de Enrique Serna, El vendedor de silencio. Aun sin conocer el final que la redondee, mi experiencia ha sido más que satisfactoria gracias, claro, a que Serna es un formidable escritor, dotado de gran pericia para la ingeniería narrativa y, además, de un oído muy afinado para imprimir verosimilitud a los parlamentos de sus personajes así como a la voz que va dando cuenta de la vida y los hechos del protagonista, Carlos Denegri. Sin embargo, más allá de esos modos en que mi inteligencia de la novela se recompensada y, a menudo, asombrada, debo decir que también está siendo una experiencia desoladora, y varias veces he debido cerrar el libro con la panza revuelta (cosa que también cuenta como mérito de Serna: lo que sucede cuando una lectura te descompone porque su autor así se lo propuso).

La novela cuenta cómo Denegri fue tenido, durante un buen tiempo, como el periodista más brillante de México. Popular y querido, logró hazañas que exigían temeridad, lucidez y un sentido histórico del oficio. Pero también fue el más abyecto: acomodaticio, mezquino, hipócrita, incapaz de ninguna lealtad, vengativo, cobarde y mendaz, veía ante todo por la prosperidad de su fama y de sus negocios como extorsionador, y no se arredraba para despedazar reputaciones y vidas, así como tampoco para arrastrarse bajo las voluntades de los poderosos en turno: principalmente los políticos que hicieron del México posrevolucionario una propiedad particular para hacer lo que les viniera en gana. Como personaje monstruoso, Denegri también es un misógino miserable, violento, abusivo, que sería patético y digno de lástima si no fuera dejando tantas víctimas a su paso, y que sería ridículo y hasta absurdo si no fuera emblema de tantos machitos que hay como él.

Así que leer esta novela supone sumergirse en la psique perturbada de un hombre repulsivo, pero también en la conciencia dañada y quizás irremediable de una nación cuyo lamentable sino ha sido trazado por personajes como Denegri y sus clientes y sus secuaces. Espanta, qué va. Y espanta, sobre todo, porque el México que se retrata ahí no nos queda tan lejos. O, más bien, es este mismo en el que estamos parados.

 

J. I. Carranza

Mural, 26 de septiembre de 2019

Otro fin del mundo

Las épicas mayores se fraguan en las batallas de lo habitual. Por ejemplo, cuando una novedad irrumpe en el apacible terreno de lo predecible, cuando enfrentamos un trastorno radical de lo que dábamos por hecho (y más radical entre menos conspicuo parezca) y nuestra capacidad de adaptación pone en marcha una transformación irreversible y el mundo ya no será lo que hasta entonces fue. (Adaptación, digo, porque la realidad es muy terca y siempre acaba triunfando sobre nuestras necedades).

Hablo, claro está, del fin de las bolsas de plástico en el súper. Empezaron por escasear: en lugar de las panzonas, inobjetables siempre, un día ya nomás hubo de las chiquitas e ineptas, que a lo sumo sirven para guardar los klínex moquientos en el coche. En la mal llamada «tienda de conveniencia» de la esquina (mal llamada así, digo, porque nada nos conviene a quienes acudimos a ella: el surtido es pobre, los precios altos, los cajeros mulas y nunca tienen cambio), un día ya ni siquiera eso obtuve, y hube de regresar a casa haciendo malabares con las cocas y las papas y los cigarros y unos puerquitos del niño verde (por cierto, ¡cómo se ha reducido el tamaño de estos panes! O es eso, o es que están empleando demasiado celofán para envolverlos). Desde esa vez, tengo que llevar mi bolsa de tela, aunque a menudo me percato a medio camino de que la olvidé, y me debato: ¿me devuelvo por ella, o me resigno a cargar a rais todas las cochinadas que voy a comprar?

Luego, en el súper, ya tampoco hubo. Y fueron tales las dificultades en que nos vimos, que aprendimos la lección: nunca debemos olvidarnos de llevar bolsas de tela. No debería ser complicado adoptar el hábito, básicamente porque tenemos cientos de bolsas, sobre todo de las que dan en la FIL (para eso sirve la FIL, para surtirse de bolsas de tela). Pero lo es: sólo ya que estamos formados en la caja caemos en la cuenta de que se nos olvidaron otra vez. ¿Por qué? Porque, al ver que se extinguen las bolsas de plástico, en realidad estamos presenciando una variante del fin del mundo: del mundo que conocíamos y que, con nosotros o sin nosotros, quién sabe para dónde va. Ese desasosiego es, en el fondo, lo verdaderamente arduo de vencer.

 

J. I. Carranza

Mural, 19 de septiembre de 2019

Épicos y fantásticos

Pletóricos de contradicciones y nimbados de mitos y malentendidos, los próceres principales de la historia patria son siempre figuras fascinantes, quizás en mayor medida gracias a los relatos que nos hemos hecho de ellos que a sus hazañas concretas. Estoy corroborándolo ahora que a mi niña, en tercero de primaria, están enterándola de esa materia. ¡Qué asombrosa es! La brevedad de la campaña de Hidalgo, por ejemplo, ¿cómo pudo dar cabida a lo descomunal de su empresa? Parece absolutamente fantástico que semejante épica haya podido desplegarse a lo largo de ese puñado de meses, desde la noche en Dolores y hasta que su cabeza fue a parar a la Alhóndiga —donde habría de secarse en una jaula de hierro y quedar ahí, exhibida como una monstruosa advertencia, ¡al menos durante diez años! Las precisiones que podrían hacerse a la justeza histórica de tales relatos importan menos, creo, que su poder de encantamiento. Y menos, también creo, que las consecuencias que tuvieron: en lo que deberíamos centrarnos es en el influjo de esos relatos en la conformación de nuestras conexiones emotivas con lo que somos.

A propósito de la emotividad, es muy justificable en esos términos que se haya reunido a Hidalgo con Morelos en los nuevos billetes de 200 pesos. Recuerdo que una vez, en el museo dedicado al segundo en Morelia, conocí la relación de las pertenencias que don José María llevaba consigo el día que lo fusilaron: el manípulo, la estola, un rosario, un misal… sus instrumentos de trabajo como cura, vamos. Pero también tenía un diccionario francés-español que le había obsequiado Hidalgo, con dedicatoria autógrafa. Esa noticia siempre me ha emocionado mucho: mientras andaba guerreando e inventando el país, Morelos estaba estudiando francés —y ese obsequio es testimonio de la simpatía que esa ambición habrá despertado en el otro cura, que había abrevado algo de sus inspiraciones de insurrección en sus lecturas de Voltaire y de los enciclopedistas. ¿Dónde habrá quedado ese diccionario?

Creo que sólo por eso está muy bien tenerlos juntos en el mismo billete. Lo malo es que para eso hayan desterrado a Sor Juana —aunque se ha anunciado que volverá, en los de 100 pesos: ojalá que sí.

J. I. Carranza

Mural, 12 de septiembre de 2019

Cuando nada es todo

 

Aun entre los mismos comediantes parece haber consenso en considerar a Jerry Seinfeld como uno de los más notables practicantes de lo que en Estados Unidos se conoce como observational comedy: un género de humor cuyo funcionamiento consiste en detectar y explotar aspectos inadvertidos de la realidad en la que estamos inmersos, a partir de un principio de perplejidad suscitada por lo que parece normal o familiar, y que, gracias a esa misma perplejidad, se revelará como absurdo. En documentales y entrevistas, así como en los pasajes de la serie que lleva su nombre donde se lo ve trabajando, es frecuente que Seinfeld aluda al «material» que alimenta sus creaciones: situaciones y conversaciones, sobre todo, de las que toma nota, conducido por un muy afinado sentido de la intuición. (Yo sostengo que ese ejercicio constante de observación y de interpretación destinado a la escritura de sus monólogos y sus guiones hace de Seinfeld uno de los ensayistas principales de nuestro tiempo, y seguramente uno de los más influyentes).

En la serie Comedians in Cars Getting Coffee, que acaba de estrenar su undécima temporada, a lo largo de todas las charlas que sostiene con sus invitados, Seinfeld va desplegando el corpus vasto y diverso y profundo de sus teorías acerca del humor. Más allá de lo divertido que es cada episodio por sus razones específicas (y también hay momentos sumamente conmovedores, como cuando salen Jerry Lewis o Mel Brooks, ¡o Eddie Murphy!, con quien inicia esta temporada), el conjunto permite apreciar las ambiciones y los alcances de una poética muy sofisticada, que es la razón de que Seinfeld sea un clásico: un autor al que siempre se volverá porque siempre revelará algo decisivo. (Por poética entiendo el modo en que se condicen las preocupaciones de un artista con su modo originalísimo de hacerse cargo de ellas). Y en esa poética destacan sus negaciones: su firme renuencia a ocuparse de la miseria del mundo, por ejemplo, de la depravación social o de la estupidez de la política.

¿Y a qué viene todo esto? Acaban de cumplirse treinta años del primer episodio de Seinfeld, la serie que nos enseñó que, con nada, la genialidad puede hacerlo todo. Una maravilla.

 

J. I. Carranza

Mural, 25 de julio de 2019

Que así sea

Para restaurar la confianza en la humanidad, pocas ocasiones mejores que un concierto de música sinfónica. En sus momentos más altos, el asombro se abre paso entre la emoción y el encantamiento: ¿cómo es posible que un grupo de personas colabore así para dar vida a lo que nació en la inteligencia y la imaginación de alguien, y cómo es posible que uno que escucha pueda participar del portento? Algo así estuve pensando —si en realidad se puede pensar con claridad en tales momentos— la mañana del domingo pasado, en el cierre de la segunda temporada de este año de la Orquesta Filarmónica de Jalisco. El programa era formidable: Mozart, Haydn, «El Salón México» de Copland y una obra de Allan Gilliland escrita especialmente para el solista invitado, el trompetista canadiense Jens Lindemann: «una pieza a la medida de sus increíbles habilidades de virtuoso», como se lee en un texto del compositor citado por Juan Arturo Brennan para sus notas del programa de mano.

Los especialistas, naturalmente, tendrán opiniones mejor formadas que las mías acerca del desempeño de la Filarmónica y del solista, o acerca de la conducción de Jesús Medina. Y, seguramente, los asistentes asiduos a los conciertos estarán en posibilidades de juzgar con fundamento, a partir de sus comparaciones, lo que se pudo oír esta vez. Además, no se me escapa que la orquesta ha atravesado por tiempos difíciles últimamente, debido, según entiendo, a diversas circunstancias que imponía la presencia de su anterior director titular. Quiero decir, con todo esto, que habrá muchos factores que considerar para evaluar con mayor objetividad el mérito artístico del ensamble y de quien lo encabeza, así como el modo en que integró la actuación de Lindemann.

Pero a lo que voy es a esto: al margen de todos esos factores, quiero creer que asistir al Degollado y presenciar algo como lo que nos tocó presenciar ha de contar como una de las experiencias más fascinantes a nuestro alcance en esta ciudad. Y es que mucho de lo más asombroso, para mí, radicaba en eso: que esa música suene en Guadalajara. En su promoción publicitaria en redes, la orquesta ha difundido el hashtag #LaFilarmónicaEsDeTodos. Me encanta creer que así es.

 

J. I. Carranza

Mural, 18 de julio de 2019

Una no tan mala

A estas alturas de la llamada «Cuarta Transformación», las medidas más espectaculares tienden a reventar pronto como desastres. En los terrenos de la cultura, cada volantazo que han dado los recién llegados los ha llevado a estrellarse contra esa cosa tan necia llamada realidad (más necia que el Presidente, y eso ya es decir), y ya querríamos que se estacionaran un ratito, visto lo que nos ha acarreado tanto acelere. Así, por una vez cabe reconocer que una noticia reciente, que en principio puede parecer mala, quizás en el fondo no lo sea.

Se trata de esto: en enero pasado, en ceremonia encabezada por el Presidente y su esposa, además de Paco Ignacio Taibo II, se lanzó en Mocorito, Sonora, la Estrategia Nacional de Lectura. Ahí, López Obrador machacó sus inspiraciones acerca de lo que él entiende como el bienestar espiritual y blablablá. El caso es que, informó Notimex entonces, la tal estrategia tendría tres ejes, según el funcionario designado para encabezarla (Eduardo Villegas, quien funge como titular de la «Coordinación de la Memoria Histórica y Cultural de México», que quién sabe qué es): uno «formativo» (inculcar el hábito de la lectura en niños y jóvenes), otro «sociocultural» («que haya títulos atractivos para el público», según la nota), el tercero «informativo» (campañas a cargo de Comunicación Social de la Presidencia). A finales del mes pasado se hizo otro lanzamiento, y los ejes cambiaron: el «formativo» sigue, pero los otros ahora son «persuasivo» y «material». El Presidente dijo que gracias a la lectura sabe improvisar en sus discursos (ajá), y en boca de su esposa revivió un lema de la administración de Vicente Fox (ajá): «hacer de México un país de lectores».

Bueno. La noticia, esta semana, es que no hay presupuesto para la estrategia de marras. Lo reconoció Villegas, quien sigue chambeando en el asunto, aunque no esté claro con qué ojos. Y alguien podría decirse: «¡Cómo quieren que funcione así!». Pero ahí está la buena noticia: que no tendrán dinero que derrochar en semejantes ocurrencias, ni nos infestarán con su demagogia y su cursilería acerca de lo bonito y saludable que supuestamente es leer. ¡Por fin una medida de austeridad sensata!

 

J. I. Carranza

Mural, 11 de julio de 2019

Gloria palaciega

En diciembre pasado, poco después de que la nueva administración federal entró en funciones, fuimos a la Ciudad de México. Los enormes retratos de los próceres predilectos del nuevo Presidente, colgados sobre los edificios vecinos al Zócalo, de inmediato hacían sentir que estábamos ya en otro tiempo: instalados ahí como parte del énfasis que la «transformación» en curso pone en sus orígenes históricos, esos retratos promovían evocaciones de las grandes concentraciones en la Plaza Roja de Moscú, o bien de los mítines presididos en el mismo Zócalo por retratos de Fidel Velázquez o los presidentes priistas en turno, especialmente cada primero de mayo. La magnificación de las efigies, habríamos de ir viéndolo en los últimos siete meses, se corresponde con la que está teniendo el promotor principal de esa «transformación». No nos extrañe que pronto se desplieguen lonas gigantescas con su carota en lugar de las de Cárdenas o Zapata.

Visitamos entonces Palacio Nacional. La experiencia fue memorable. Había acceso a zonas que, hasta donde recuerdo, antes estaban clausuradas para el público, y también espacios nuevos, como una magnífica galería, nombrada en memoria de Rafael Tovar y de Teresa, que en ese momento albergaba una soberbia exposición sobre el mundo mixteco. Delante de los murales de Diego Rivera desfilaba una pequeña multitud deslumbrada, y también por los pasillos, los patios… Además, asombrosamente, el trato del personal militar era muy cordial y comedido. Y lo mejor —para nosotros, digo— fue el descubrimiento del jardín botánico que hay en el corazón de Palacio, una suerte de maqueta que representa la flora de la República, de una belleza insospechable. (Había ahí varias decenas de gatos; leí hace poco que a los nuevos funcionarios ya no les pareció seguir teniéndolos ahí y que se desharían de ellos).

Bueno, pues todo aquello está suprimiéndose. Por la austeridad, se dice. Y se ven venir el abandono de los espacios o su reutilización (por ejemplo para oficinas). Pero algo hace sospechar que la razón de fondo tiene que ver con la decisión del Presidente de no sólo despachar ahí, sino también de vivir ahí: como conviene a la gloria que está seguro de tener.

 

J. I. Carranza

Mural, 4 de julio de 2019

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