Autor: Verónica Nieva (Página 17 de 18)

Enjambres

La libertad de expresión, vuelta megalomanía regañona en las redes.

 

Las redes sociales se han convertido en enjambres cuyo zumbido amenazador debería bastar para mantenernos a prudente distancia. Con sólo testerearlos un poco se desata en ellos una furia incontrolable, y, sin embargo, allá vamos, a meternos de cabeza. Desde hace rato ha venido usándose el término shitstorm (tormenta de mierda) para describir lo que puede pasar ahí (la Fundación del Español Urgente recomienda usar «linchamiento digital», pero a mí me parece que, paradójicamente —un linchamiento no puede ser peor que aventar caca—, esta expresión atenúa la realidad de lo que ahí sucede). Ya se sabe: ha habido vidas y carreras destrozadas luego de que el enjambre se ensañara con ellas. Pero, lo dicho, ahí vamos a meternos una y otra vez.

Es posible que aquello que parecía emocionante de las redes, que era la libertad de expresión que vehiculaban, haya adoptado una forma inédita trazada por la megalomanía de sus usuarios al descubrir los alcances que podían tener sus pareceres. Si millones pueden prestarte atención, la humildad seguramente irá resultándose cada vez más una cosa incomprensible. Y es que decir lo que uno piensa no es ya meramente eso, sino también afirmar que lo que uno piensa es importante. Es lo más importante, y los demás deberían pensar así. Y lo que a mí no me divierte no tendría por qué divertirte a ti. Y lo que a mí me preocupa, a ti debería tenerte absorto. ¿Crees otra cosa? Entonces me dejo ir contra tu ridícula y retrógrada e ignorante y miserable opinión.

Por ejemplo, durante la pasada entrega del Óscar. Yo me quedé con la impresión de que, más abundantes que los tuits que contenían chistes o memes, fueron los que los censuraban o reprendían, y también los que mandaban de qué no había que reírse. (Caso especial fue el de un periodista indignadísimo y rabioso porque Guillermo del Toro no hubiera gritado «¡Viva México!», como él, el periodista, desde su altísima estatura moral y su broncíneo patriotismo, decreta que debería hacerse en semejante ocasión). De modo que los enjambres ya no sólo se alocan y avientan caca y uno puede acabar todo picoteado: ahora tampoco es posible librarse de acabar regañado por la osadía de encontrar algo chistoso.

 

@JI_Carranza

 

Publicado el 8 de marzo de 2018. Sección Cultura, Periódico Mural

Telefilosofía

Todo fuera como en la tele: un profesor de filosofía al que sus alumnos le hacen caso.

 

No será una serie exitosísima, pero, por su tema, ya es extraordinario incluso que no haya sido cancelada de inmediato por falta de público. Pues lo tiene, y parece que está llamando cada vez más la atención, y también gustando: con frecuencia me encuentro recomendaciones de espectadores entusiastas y hasta de críticos que respeto. Hablo de «Merlí», la producción catalana que va en su tercera temporada, y que tiene por protagonista a un profesor de filosofía que batalla por abrirle espacios a esta materia entre los alumnos y los colegas profesores de una escuela pública —equivalente a la prepa— vamos.

No es que batalle mucho, este profesor, pues la ficción aceita bien las cosas como para que sus alumnos, para empezar, le hagan caso. Los problemillas que enfrenta son atribuibles a su carácter rezongón y socarrón, dado como es a decir lo que piensa y a no tomarse en serio las formas. A su alrededor, los estudiantes —entre los que se cuenta su hijo— van padeciendo las vicisitudes propias de la edad (se supone), entre las que tienen primacía las amorosas, por lo que la trama en general no es muy distinta de las de novelas de adolescentes, y por eso la serie puede hacer desesperar a quien (es mi caso) no aguante mucho el melodrama tontolón. No obstante, si se hace eso a un lado, hay que reconocer que tiene su encanto el abordaje del estudio de la filosofía y cómo los guionistas consiguen entreverar en lo que pasa las consideraciones acerca de autores y escuelas. Creo que en este sentido, bien puede funcionar como divulgación, y ya eso es bastante. Yo no recuerdo bien cómo pudo ser la embarrada de filosofía que debió darme el bachillerato. Tuve dos profesores: uno era un orate que aseguraba que lo perseguían terroristas japoneses con bazucas. El otro, entrañable, era muy bueno para provocar la discusión, pero al frente de más de setenta bestias tenía muy difícil ir más allá de sacudirnos la modorra, y no conservo ningún rastro de los contenidos que tuvimos que ver. En «Merlí», uno se ilusiona con que la filosofía pueda ir dejando huella en los jóvenes que van probándola. Pero, bueno, ya se sabe que lo bonito de las ilusiones es que nos hacen olvidarnos de la aceda realidad.

 

@JI_Carranza

 

Publicado el 1 de marzo de 2018. Sección Cultura, Periódico Mural

Vuelta al Corona

Los lugares cambian, su vida también. Lo demás es nostalgia, más bien inservible.

 

Dos mercados nos quedaban cerca (vivíamos en las Nueve Esquinas). Si mi mamá prefería el Corona antes que el de Mexicaltzingo, habrá sido por el recorrido: Galeana-Santa Mónica siempre ha sido una calle muy sabrosa para lerendear —verbo tapatío: ir bobeando por una zona o plaza comercial, sin necesariamente comprar nada—. La visita empezaba por una pollería de la planta baja, luego la rampa hasta las carnicerías, las pescaderías y las verduras, y acababa con un jugo de zanahoria al lado de la fuente (siempre apagada) que había dentro del perímetro delimitado por la balaustrada que se esfumó con el incendio de hace cuatro años —donde también estaba el Amo Torres, todavía con su espada—. Lo que en la infancia fue rutina y hasta tedio, pasado el tiempo termina por darle forma a lo más extraordinario que recordamos.

Poco después de que se inaugurara el nuevo Mercado Corona, mi primera impresión era que aquello extraordinario que yo recordaba (la mera vida ordinaria) difícilmente podría ocurrir de nuevo ahí. El edificio me pareció monstruoso y hostil: por la pequeñez de sus espacios, por el vacío que aún lo poblaba, pero sobre todo porque en su implantación (y su imposición) se materializaba la desaparición del viejo mercado, que, aunque feo y cochino y explosivo, tenía el carácter que sólo puede dar el uso de las generaciones. (Así pasa, pienso, con los sitios en que se cifra realmente la vida de la Ciudad: por ruinosos que puedan ser, si la gente los usa y los quiere, eso es suficiente para volverlos imprescindibles e incluso entrañables).

El otro día volví. Y, para mi asombro, vi que volvió también la vida a ese lugar. Es, ciertamente, una vida distinta, pero bulle dentro y alrededor del mercado, y se ha apropiado de él. Hay problemas, claro: el estacionamiento es siniestro, los pasillos están más apretujados, la limpieza no existe y hay basura por todos lados. Pero resulta que el jardín que ha ido creciéndole enfrente, por Hidalgo, es muy grato, y que la gente lo disfruta y todo mundo puede lerendear de lo lindo. Al Amo Torres no le han devuelto su espada, ni al mercado su balaustrada. Tal vez algún día regresen. Pero, también, tal vez no sea indispensable.

 

@JI_Carranza

 

Publicado el 22 de febrero de 2018. Sección Cultura, Periódico Mural

Vamos al Centro

¿Devolverle la vida al centro de Guadalajara? Si vida es lo que le sobra.

 

Sábado al mediodía. Va uno bajando por Pedro Moreno, tranquilamente (sí, con cierta lentitud porque hay algo de tráfico, pero nada del otro mundo), y, de repente, en la esquina con Federalismo, se topa con una multitud que todavía una cuadra antes habría parecido insospechable. Sale, la gente, desde el Parque de la Revolución en todas direcciones, como si ahí operara la fábrica de los miles de humanos que van a atestar el Centro (bueno, la estación del Tren Ligero de algún modo es eso: si no la fábrica, sí una fuente nutrida por los manantiales que desembocan en ella desde el sur, el norte y el oriente). Y, al seguir bajando —la meta es llegar a las zapaterías de Galeana—, la multitud irá espesándose, rellenando avenidas y calles, especialmente las peatonales. Como si toda la gente de Guadalajara hubiera querido ir ese día al Centro.

Pasa, claro, en todas las grandes ciudades. Y malo el día en que no sea así: cuando el pánico a la influenza, en 2009, el centro tapatío llegó a verse desierto, y era siniestro. Si el gentío no está en lo suyo, pululando por el corazón de la ciudad, quiere decir que algo apocalíptico ha pasado. Así que ciertamente había razones para la alegría al ir abriéndonos paso entre tanta la masa calmuda o estorbosa -después de todo no teníamos prisa, y eso es un lujo que se olvida apreciar—, incluso cuando nos dio por ver un rato a los payasitos manchados de la Plaza de las Sombrillas —ser tapatío es aferrarse a los nombres viejos: yo sigo diciendo Tepic en lugar de Francisco Javier Gamboa, y Tolsa (sin acento) en lugar de Enrique Díaz de León; no llego al extremo de llamarle Lafayette a Chapultepec, tan viejo no estoy, pero seguiré refiriéndome a la Glorieta del Charro aun cuando ya no haya ni glorieta ni charro, etcétera.

Finalmente, una pausa en la Plaza de los Laureles (ahí está otro caso: no Plaza Guadalajara). Y, entonces, la felicidad: unas donitas apestosas de los portales (misterio insondable: si es tal la hediondez del aceite en que las fríen, ¿por qué saben tan ricas?). Viendo pasar a la gente. Y cómo se saca fotos delante de Catedral. O se sienta junto a la fuente en cuyo centro está la perlota tapatía. Bien a gusto.

 

@JI_Carranza

 

Publicado el 15 de febrero de 2018. Sección Cultura, Periódico Mural

A volar

Como van las cosas, estudiar Filosofía pronto no parecerá tan mala elección.

 

Cuando estudié Letras me tocaba tomar clases con compañeros de otras carreras. El primer día, al presentarnos, uno explicó con toda seriedad que había elegido Filosofía porque su propósito era volar. No era metáfora de nada: él quería sostenerse en el aire, en posición de flor de loto, y así desplazarse por la vida. De eso hace casi tres décadas. De acuerdo con la nota publicada antier por MURAL, si hubiéramos estado en una universidad privada, a aquel compañero le harían falta ahora unos ocho años para terminar de pagar sus estudios. Eso, claro, si hubiera conseguido ya no digamos volar, sino ganar un sueldo por eso —aunque lo cierto es que no habría tenido grandes dificultades: más realista que otros que estábamos ahí sin saber muy bien por qué, el aspirante a volador era agiotista, y vivía de hacernos préstamos y cobrarlos con intereses sañudos—.

Según la información publicada, quienes más riesgo corren de estar desempleados o vivir en la informalidad son quienes estudian veterinaria, más que los que eligieron algo de cuanto se engloba dentro de las Bellas Artes. Si esto es raro, lo es más que aparentemente no haya tanta chamba para un criminólogo como para un filósofo. En México. En todo caso, estudiar Filosofía, o cualquier otra disciplina perteneciente a las Humanidades sigue teniendo mala fama, sobre todo en una sociedad abocada al frenesí de la productividad y lastrada por prejuicios añejos. Pero hay esto: hace poco, Jack Ma, el fundador de Alibaba —uno de esos tipos que pueden saber mejor que el resto de los mortales para dónde va el mundo, en gran medida porque son ellos los que llevan el volante: los políticos, los académicos y el resto de los mortales somos nomás sus pasajeros—, dijo que, en vista de la velocidad de los adelantos tecnológicos, que irán haciendo cada vez más prescindible la intervención humana en todos los rincones de todas las industrias, una de las profesiones en las que él ve más futuro es Filosofía. Porque hará falta quien piense qué diablos estamos haciendo —cosa que a los robots nomás no se les da—.

No sé si aquel camarada haya conseguido volar. Ojalá. Lo que sí es que, en un futuro no muy lejano, trabajo no tendría por qué faltarle.

 

@JI_Carranza

 

Publicado el 8 de febrero de 2018. Sección Cultura, Periódico Mural

Taxis

Un cambio del paisaje, como el color de los taxis tapatíos, es un borrón de la memoria.

 

Estos días he estado recordando al señor Lomelí. Era taxista del sitio 3, en el Jardín de Aranzazú, hace treinta y tantos años. Andaría rondando, entonces, la sesentena, aunque quizás era más joven: pertenecía a esa especie de personas cuyo comportamiento parece tenerlas siempre descolocadas en el presente, como si provinieran de otra época, y eso les imprime una pátina de eternidad. Si hoy me encontrara al señor Lomelí, no me sorprendería verlo con el mismo aspecto y conduciéndose del mismo modo que tanto me llamaba la atención de niño. Era un hombre muy atento, cordial, sonriente —alguna vez supe que tenía a la esposa enferma de muchos años, las horas que no estaba tras el volante las dedicaba a cuidarla, y esa circunstancia triste me volvía más asombrosa su sonrisa—, de trato fácil y plática sabrosa. Su arreglo se condecía con esos modos: siempre camisa de manga larga, pantalón bien planchado, zapatos que hacía brillar con los boleros del jardín. (Todo esto lo dejaba un poco al margen del corrillo de taxistas que esperaban pasaje en el sitio).

Como prolongación natural de su persona, el coche que manejaba no sólo estaba siempre impecable, sino que daba la impresión de rodar con suavidad sobrenatural sobre una suspensión notablemente muelle, sin ir jamás a velocidades excesivas —meter el acelerador irresponsablemente es indicio de estupidez y prueba de cómo se desprecia a los demás, se querría matarlos a todos: el señor Lomelí era el absoluto contrario de un estúpido o de un asesino—. Era un Caprice, de comienzos de los 80: amplio, con vestiduras y alfombra azules, palanca al volante, magnífico. Un carrazo.

En la casa nunca tuvimos coche, así que no era raro que tomáramos taxi. Mi papá se llevaba muy bien con el señor Lomelí, y por lo general tocaba que fuera él quien pasaba por nosotros.

Yo me iba adelante, viéndolo manejar, fascinado, como si fuera en la cabina del Concorde. Y ahora recupero su estampa porque, de no hacerlo, puede que acabe perdiéndola. Los taxis tapatíos ya no serán amarillos con azul.

Por cambios como éste es por donde empieza a decolorarse nuestra memoria.

 

@JI_Carranza

Publicado el 1 de febrero de 2018. Sección Cultura, Periódico Mural

Ibargüengoitia

El mejor de todos. Ahí están los libros que alcanzó a escribir. Y con ellos basta.

 

Al final de la película Salón México, de 1948, vemos al policía noble (interpretado por ese prodigio que era Miguel Inclán) prender un cigarro, lanzar al cielo una mirada cargada de misterio y, por último, meterse al tugurio, cuya entrada la preside un cuadro con la bandera. No sabemos qué irá a pasarle, luego de tantas desventuras. ¿Seguirá siendo honrado? ¿Se ha resignado a corromperse? Mientras, suena el «Danzón Juárez»: «Juárez no debió de morir, / ¡ay!, de morir…», y luego los versos tautológicos: «Porque si Juárez no hubiera muerto / todavía viviría», más famosos que los que siguen: «otro gallo cantaría, / la Patria se salvaría, / México sería feliz».

Siempre me ha gustado esa suposición descabellada, al margen de que Juárez haya o no debido ser eterno —un amigo mixe me ha hecho ver cómo en gran medida los pueblos indígenas lo tienen por un traidor—; creo que ejemplifica óptimamente cómo fraguamos nuestras esperanzas: del modo más insensato. He estado tarareando ese danzón estos días porque una esperanza parecida (inservible, defraudada para siempre porque pide que no se hubiera muerto alguien que ya se murió) ha sido coreada por muchos que recuerdan a Jorge Ibargüengoitia como, justamente, alguien que no debió morir. ¡Lo que estaría escribiendo!, se repite, ¡cómo estaría pasándosela de lo lindo con los despropósitos de la vida nacional y con los desfiguros de sus protagonistas más conspicuos! ¡Qué falta nos hace! (De paso: parece que el libro suyo que más tienen presente estos esperanzados es Instrucciones para vivir en México. ¿Habría que recordarles que tiene otros?).

Yo no lo dudo: juro que Ibargüengoitia ha sido el lector más agudo de lo que somos y que es el escritor mexicano más divertido que ha existido. Pocos me han hecho tan feliz como él. Pero la triste verdad es que se murió hace algo más de 34 años, y ni la literatura ni el periodismo en México han parido a quien lo releve. Y de eso no tiene la culpa él por haberse muerto tan pronto. Insistir en cuánta falta nos hace implica, de algún modo, que los libros que dejó no bastan por sí solos para maravillarse y para entendernos muchísimo mejor que si no los leyéramos. ¿Los estamos leyendo deveras?

 

@JI_Carranza

 

Publicado el 25 de enero de 2018. Sección Cultura, Periódico Mural

De perros

La paz de los demás no es cosa que importe a quien tampoco le importan sus mascotas

 

No es hora aún de abrir los ojos, pero ya los abrió, y también su hociquito chillón, el perrito de los vecinos de dos pisos más abajo. El edificio tiene un patio central, una magnífica caja de resonancia para que los ladridos se amplifiquen a esa hora, lo mismo que cada que a los vecinos les dé la gana de dejar al perrito en el balcón que da a ese patio. Poco después, el perrote de otros vecinos, los del departamento de al lado, empieza su concierto, en el balcón que da a la calle, cuando sus dueños se largan y lo dejan enloquecer en ese balcón todo el día. Otro vecino tiene cuatro perros, de diversos tamaños y sonoridades, que al menos tres veces al día hace bajar en el elevador, no sin que antes alboroten todo lo que quieren por los pasillos (y, a menudo, meen el elevador). En otro balcón vive un perro más, fúrico con todo el mundo que pasa por la calle, y ladra, incontenible, todo el día, y jamás he visto que su dueña haga nada por calmarlo. Hay todavía otros perros en el edificio para completar una jauría de al menos 16. Al departamento del otro lado (no al del perrote, aunque ahí también llegó uno más) trajeron hace poco un perrito nuevo, asaz neurótico, y su dueña de inmediato atinó a dejarlo solo todo el tiempo en la zotehuela cuyo ventanuco da a nuestro balcón.

No voy a alegar nada contra el hecho de que a los vecinos les guste tener perros. Pero sí creo, por una parte, que los vecinos son pasmosamente crueles al permitir que sus mascotas se queden solas, en espacios mínimos, encolerizadas o aterradas o sencillamente tristes, y desquitándose a ladridos contra la vida miserable que sus dueños les dan. Y, por otra parte, creo que en la indiferencia de los dueños por los escándalos que hacen sus perros hay una prueba (por si faltaran, en esta sociedad violentamente enfrentada a sí misma por las razones más nimias, donde todos vemos al otro como estorbo o enemigo) de que el respeto por la convivencia pacífica y por la tranquilidad de quienes viven junto a nosotros es una ilusión perdida. Que nadie haga nada por librarnos —a todos— de los ladridos incesantes, y sobre todo a deshoras, deja muy claro que les importamos muy poco, tan poco como sus perros.

 

@JI_Carranza

 

Publicado el 18 de enero de 2018. Sección Cultura, Periódico Mural

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