-
Otro fin del mundo
Las épicas mayores se fraguan en las batallas de lo habitual. Por ejemplo, cuando una novedad irrumpe en el apacible terreno de lo predecible, cuando enfrentamos un trastorno radical de lo que dábamos por hecho (y más radical entre menos conspicuo parezca) y nuestra capacidad de adaptación pone en marcha una transformación irreversible y el mundo ya no será lo que hasta entonces fue. (Adaptación, digo, porque la realidad es muy terca y siempre acaba triunfando sobre nuestras necedades).
Hablo, claro está, del fin de las bolsas de plástico en el súper. Empezaron por escasear: en lugar de las panzonas, inobjetables siempre, un día ya nomás hubo de las chiquitas e ineptas, que a lo sumo sirven para guardar los klínex moquientos en el coche. En la mal llamada «tienda de conveniencia» de la esquina (mal llamada así, digo, porque nada nos conviene a quienes acudimos a ella: el surtido es pobre, los precios altos, los cajeros mulas y nunca tienen cambio), un día ya ni siquiera eso obtuve, y hube de regresar a casa haciendo malabares con las cocas y las papas y los cigarros y unos puerquitos del niño verde (por cierto, ¡cómo se ha reducido el tamaño de estos panes! O es eso, o es que están empleando demasiado celofán para envolverlos). Desde esa vez, tengo que llevar mi bolsa de tela, aunque a menudo me percato a medio camino de que la olvidé, y me debato: ¿me devuelvo por ella, o me resigno a cargar a rais todas las cochinadas que voy a comprar?
Luego, en el súper, ya tampoco hubo. Y fueron tales las dificultades en que nos vimos, que aprendimos la lección: nunca debemos olvidarnos de llevar bolsas de tela. No debería ser complicado adoptar el hábito, básicamente porque tenemos cientos de bolsas, sobre todo de las que dan en la FIL (para eso sirve la FIL, para surtirse de bolsas de tela). Pero lo es: sólo ya que estamos formados en la caja caemos en la cuenta de que se nos olvidaron otra vez. ¿Por qué? Porque, al ver que se extinguen las bolsas de plástico, en realidad estamos presenciando una variante del fin del mundo: del mundo que conocíamos y que, con nosotros o sin nosotros, quién sabe para dónde va. Ese desasosiego es, en el fondo, lo verdaderamente arduo de vencer.
J. I. Carranza
Mural, 19 de septiembre de 2019
-
Épicos y fantásticos
Pletóricos de contradicciones y nimbados de mitos y malentendidos, los próceres principales de la historia patria son siempre figuras fascinantes, quizás en mayor medida gracias a los relatos que nos hemos hecho de ellos que a sus hazañas concretas. Estoy corroborándolo ahora que a mi niña, en tercero de primaria, están enterándola de esa materia. ¡Qué asombrosa es! La brevedad de la campaña de Hidalgo, por ejemplo, ¿cómo pudo dar cabida a lo descomunal de su empresa? Parece absolutamente fantástico que semejante épica haya podido desplegarse a lo largo de ese puñado de meses, desde la noche en Dolores y hasta que su cabeza fue a parar a la Alhóndiga —donde habría de secarse en una jaula de hierro y quedar ahí, exhibida como una monstruosa advertencia, ¡al menos durante diez años! Las precisiones que podrían hacerse a la justeza histórica de tales relatos importan menos, creo, que su poder de encantamiento. Y menos, también creo, que las consecuencias que tuvieron: en lo que deberíamos centrarnos es en el influjo de esos relatos en la conformación de nuestras conexiones emotivas con lo que somos.
A propósito de la emotividad, es muy justificable en esos términos que se haya reunido a Hidalgo con Morelos en los nuevos billetes de 200 pesos. Recuerdo que una vez, en el museo dedicado al segundo en Morelia, conocí la relación de las pertenencias que don José María llevaba consigo el día que lo fusilaron: el manípulo, la estola, un rosario, un misal… sus instrumentos de trabajo como cura, vamos. Pero también tenía un diccionario francés-español que le había obsequiado Hidalgo, con dedicatoria autógrafa. Esa noticia siempre me ha emocionado mucho: mientras andaba guerreando e inventando el país, Morelos estaba estudiando francés —y ese obsequio es testimonio de la simpatía que esa ambición habrá despertado en el otro cura, que había abrevado algo de sus inspiraciones de insurrección en sus lecturas de Voltaire y de los enciclopedistas. ¿Dónde habrá quedado ese diccionario?
Creo que sólo por eso está muy bien tenerlos juntos en el mismo billete. Lo malo es que para eso hayan desterrado a Sor Juana —aunque se ha anunciado que volverá, en los de 100 pesos: ojalá que sí.
J. I. Carranza
Mural, 12 de septiembre de 2019
-
50 años rosas
Lo he contado en otro lado: yo sólo entendí por qué la Pantera Rosa se llamaba así cuando en mi casa hubo por primera vez un televisor a color. Habrá sido cuando mi mamá decidió que ya estaba bien de precariedad cromática y fue a Mayco a endrogarse (así se decía entonces, no sé si todavía: tener una deuda era «echarse una droga») para que viéramos las Olimpiadas de 1984 como la gente. Aquella tele también nos reveló la existencia del control remoto. En todo caso, llegábamos muy tarde a esas bondades que ya disfrutaban otros muchos hogares, pero hasta entonces mi niñez pasmada había transcurrido delante de una pantalla en blanco y negro, de aquellas que al apagarse conservaban un puntito que se iba haciendo pequeño hasta que desaparecía (era tan viejo el aparato que para subir el volumen usábamos un cotonete encajado donde debía ir el botón). Así que, cuando di en esa tele nueva con la que había sido mi caricatura favorita durante toda la infancia (apenas iba yo saliendo de ella, no sospechaba que aquel amor me duraría hasta ahora), cuál no fue mi asombro al ver el color de su protagonista. No lo podía creer. Seguramente yo pensaba que se llamaba Rosa, como bien pudo haberse llamado Juana o Evangelina.
En los años setenta y ochenta del siglo pasado, El Show de la Pantera Rosa era algo de lo mejor que los niños podíamos disfrutar en la limitada oferta televisiva a nuestro alcance. Hubo, claro, otros hitos, y cada quién sabrá por dónde tiran sus añoranzas más acendradas, pero estoy convencido de que ninguno alcanzó nunca la originalidad suprema de esa caricatura (igual, no sé si aún esté vigente este término: lo uso con mi hija —«¿Quieres cambiarle a tus caricaturas?», le pregunto— y se me queda viendo raro, como la vez que me sorprendió leyendo el periódico —en papel— y me dijo que eso era cosa de viejos). Insospechable siempre, estéticamente irreprochable, intrigante (y aun psicotrópica) y divertidísima. Y entrañable.
¿A qué vienen estas nostalgias? A que mañana se cumplen 50 años de que se transmitió el primer episodio. Había que festejarlo —y dejar para más adelante la reflexión anexa a esta efeméride acerca del paso del tiempo y del triunfo artero de la edad.
J. I. Carranza
Mural, 5 de septiembre de 2019
-
Qué necesidad
Hace unos días, el Presidente tuvo a bien, para recordar a Borges, soltar un tuit que encapsulaba un disparate y un misterio, amén de la evidencia de que a su autor no le importa en realidad la obra de Borges —lo que tendría que justificar semejante gesto, si éste hubiera sido sincero. «Hoy recordamos a Jorge Luis Borges en el 120 aniversario de su natalicio», comenzaba diciendo. Para empezar: ¿«recordamos»? ¿Quiénes? ¿Los mexicanos todos? No, se trata del plural mayestático que le ha dado por usar, signo de la dimensión que entiende que su persona ha alcanzado al encarnarse un nosotros por ello inatacable. A mí, que sí soy lector de Borges, ese día ni me pasó por la cabeza recordarlo. Pero ahí es donde está el misterio: ¿por qué a los políticos les da por pavonearse de lo que no son, alardear de lo que no saben, hablar de lo que no comprenden? O, bueno, si no el Presidente, el que le redacta los tuits, ¿por qué sintió el impulso de componer éste, a cuento de qué, con qué objeto? Nadie iba a reprocharle al gobierno mexicano que no se acordara del escritor argentino. Y qué curioso, dicho sea de paso, que al hacer aflorar este nombre en su discurso, López Obrador emule a su aborrecido Vicente Fox, que rebautizó a Borges como «José Luis Borgues».
El habitante de Palacio Nacional ya ha dado muchas muestras de querer pasar por culto, o al menos por leidito, y además tiene la manía de estar impartiendo clases todo el tiempo. Y aquí viene el disparate: «Es de esos pocos intelectuales de derecha pero independientes de verdad y no fingía», continuaba el tuit. Borges se definía como «anarquista conservador», contradicción jocosa que establece bien como la adopción de bandos ideológicos lo tenía perfectamente sin cuidado. Y lo de que «no fingía»… ¿será que el león piensa que todos son de su condición?
En cuanto a la evidencia de que el Presidente no es lector de Borges, está en el chistorete, por demás zafio («De él retomo lo del “innombrable” que se lo aplicaba a Perón»): ¿en serio es lo único que le llama la atención del autor de El Aleph? Lo bueno es que remata diciendo: «Aparte de ello, era un genio de las ideas y de las letras». ¡Menos mal que viene a aclarárnoslo!
J. I. Carranza
Mural, 29 de agosto de 2019
-
¡Sin forrar!
Por lo que he sabido, son cada vez más las escuelas que piden no forrar libros y cuadernos ahora que está por comenzar el año escolar. Cuando nos enteramos de esa nueva medida, nuestra alegría tuvo que abrirse paso a codazos ante la incredulidad. ¡Adiós a las horas de vacaciones desperdiciadas con la mesa del comedor atestada con útiles y reglas y cúteres y tijeras! ¡Nunca más la frustración horrenda que sólo conocen quienes tienen que luchar cuerpo a cuerpo contra los metros de esa materia indócil y cruel que es el plástico autoadherible! ¡Y las burbujitas! ¡Ya no sufriremos por esas burbujitas malditas que, por más que se alise y se aplane y se sobe y se haga todo en cámara superlenta, siempre terminan inflándose en la portada del libro de Español!
Entiendo que la medida tiene una inspiración ecológica, pues ciertamente se habrá de evitar con ella el uso de toneladas y más toneladas de plástico —que, además, no es nada barato. ¿En qué momento se popularizó el Contact? Yo recuerdo que mi primaria hacía negocio vendiendo sus propios forros para libros y cuadernos, hechos a la medida —sólo había que usar cinta adhesiva— y de cartulina delgadita. Claro que no servían para nada: a las pocas horas se rompían. Desde luego, esto fue en la prehistoria. Aunque, si me voy más para atrás, mi papá contaba que a su escuela elemental acudía armado sólo de una pizarra y del silabario. ¿La multiplicación de tiliches para estudiar ha redundado en una mejoría de la educación?
Pero me desvío. A lo que iba es a que, además del ahorro y de la salvación del planeta (ya me ocuparé en otro momento de los malentendidos que incuba la comprensión chantajista de nuestra responsabilidad en ese tema), en la decisión de las escuelas hay un argumento más, que me parece muy razonable: al no estar protegidos los libros y los cuadernos, sus dueños deben hacerse responsables de cuidarlos. Hasta ahora, si a la creatura se le volcaba el chocomil cuando estaba haciendo la tarea, el plástico ayudaba a contener un desastre irreparable. Ahora, la creatura tendrá que ponerse más trucha. Y creo que ésa es una gran ganancia. Porque el amor por los libros incluye, también, el respeto que se merecen.
J. I. Carranza
Mural, 22 de agosto de 2019
-
En caliente
Tras los recientes tiroteos en El Paso y Dayton, Neil deGrasse Tyson lanzó un tuit en el que comparaba la cantidad de personas asesinadas (34, en ese momento) en el transcurso de 48 horas con las muertes ocasionadas, en el mismo tiempo, por errores médicos, enfermedades prevenibles, accidentes automovilísticos y también con los homicidios cotidianos por armas de fuego y con los suicidios. Y concluía: «A menudo, nuestra emoción responde más al espectáculo que a los datos». De inmediato se desató un alud de reacciones que encontraron inadmisible la observación. Una, entre las más sensatas que vi, señalaba el hecho de que todas esas muertes que deGrasse Tyson sumaba no son causadas por un solo hombre armado, como sí ocurrió en cada una de las masacres citadas. Puede parecer asombroso que el autor del tuit no hubiera reparado en eso.
DeGrasse Tyson es uno de los divulgadores científicos que más visibilidad gozan, y ya desde hace un rato: cuando asumió la empresa de recrear la serie Cosmos, un hito en la divulgación científica que marcó decisivamente a una generación, el astrofísico encaraba el reto de estar a la altura de su predecesor y maestro, Carl Sagan. La presencia que desde entonces ha tenido en los medios lo ha colocado en el centro de numerosas polémicas, muchas de ellas ociosas (sus críticas a la acuciosidad científica de algunas películas, por ejemplo), y también ha sido señalado como acosador sexual y como violador. Pese a esto último, ha disfrutado en general del aprecio del público, y su trabajo de defensa y promoción de la ciencia habrá podido beneficiarse de ese aprecio.
¿Por qué, entonces, tuiteó eso? Una muestra de incapacidad para la compasión, una exhibición de altanería y desdén, una crueldad. O, quizás, meramente una mala ocurrencia. El caso puede ser aleccionador: tuiteó esa estupidez porque pudo hacerlo (nada más a nuestro alcance que esos amplificadores malévolos de nuestro parecer que son las redes), y también porque no supo resistirse a hacerlo. Pudo haberlo meditado un poco, pudo haber sopesado el sentido de sus palabras. Pero no lo hizo. Y es que la instantaneidad de los medios de que disponemos a eso nos impelen: a no pensar las cosas.
J. I. Carranza
Mural, 15 de agosto de 2019
-
Avenida ¿Del Toro?
Sería necio criticar las razones por las que Guillermo del Toro se ha ganado el aprecio del público. Por una parte, sus logros como cineasta exitoso; al margen de la ponderación crítica que pueda hacerse de su obra, sus triunfos son levadura para la alegría nacional, cosa que siempre se agradece, y Del Toro ha podido poner su reconocimiento al servicio de causas que importan: por ejemplo al figurar como productor del documental Ayotzinapa, el paso de la tortuga, su nombre ahí lo blindó contra las amenazas que enfrentaban sus hacedores. O bien ahora que aprovechó la colocación de su estrella en Hollywood para hablar por los migrantes mexicanos en Estados Unidos.
También están sus gestos de solidaridad y filantropía: al becar estudiantes, al entrarle con su lana para pagar la biopsia de una mujer, al ofrecerse a pagar los boletos para que la selección mexicana se lanzara a las Olimpiadas Matemáticas en Sudáfrica… Al mostrar esa buena voluntad, Del Toro se granjea el cariño de la gente, sobre todo en este país donde la realidad puede ser tan adversa para quienes buscan oportunidades. Hablando particularmente de Guadalajara, muchos tapatíos han podido disfrutar de la exposición de los monstruos, y de los conciertos, de las clases abiertas. Y, encima, por muy oscareado que esté, sigue yendo a desayunar gorditas en Santa Tere.
Todo eso está muy bien, y explica que circule una iniciativa para ponerle su nombre a Federalismo. Pero, más allá de que las causas promovidas en redes se puedan tomar en serio —yo me apunté para la resurrección de Juan Gabriel, pero no alcancé a ir (ni tampoco Juan Gabriel)—, nunca falta el político oportunista que pueda abrazar esta causa, y entonces ya no es tan improbable que prospere. Además, habría que pensar que hay muchos otros ilustres pendientes de honrar así (faltan una avenida Juan José Arreola, un parque Luis Barragán, un aeropuerto Juan Rulfo), y, también, que siempre es prematuro dedicarle una calle a alguien vivo, pues siempre cabe la posibilidad de que nos arrepintamos. Podrá no ser el caso de Del Toro, pero mejor será esperarse a que Diosito lo llame. Mientras, que siga chambeando, y que la gente siga disfrutando lo que hace.
J. I. Carranza
Mural, 8 de agosto de 2019
-
Elogio en rosa
¿Cuántas veces habló la Pantera Rosa? Yo sostenía que tres veces: en el episodio del arca (cuando al final pregunta: «¿Por qué los seres humanos no pueden ser civilizados como los animales?»); en otro en el que un codicioso personaje trataba de apoderarse de un diamante (y por alguna razón iba a tocar a la puerta de la Pantera, que lo recibía en batín rojo y con sarcasmos), y en uno más en el que sostenía una violenta disputa con su vecino a causa de una podadora prestada y nunca devuelta. Una madrugada de televisión inesperada no sólo me descubrí en el error, sino que además me encontré con la imposibilidad de alcanzar ya ninguna certeza, pues en el episodio de la podadora había dos personajes con voz: uno era el vecino rijoso y conchudo, y el otro era el mismísimo Diablo, que al final aparecía para soltar una ironía siniestra, cuando las crecientes hostilidades habían hecho volar el mundo en pedazos (en el pleito se intercalaban escenas de películas de guerra y montajes de armas en acción sobre los dibujos animados). La Pantera no abría la boca. Pero el triste descubrimiento fue éste, que constaté una madrugada después: han seguido produciéndose series con sus aventuras —quiero decir: la Pantera Rosa continúa vigente, actuando, mientras yo la hacía en la trastienda de la memoria—, y por lo visto en sus nuevas temporadas habla ella y hablan los personajes que la acompañan, lamentables seres de forma y colores humanos que en nada se parecen al patiño original, la figura blanca y bigotona que pelaba los ojos y a lo sumo rugía o mascullaba. Por lo visto, digo: cuando he encontrado que transmiten uno de esos bodrios, cambio de canal o dejo que la madrugada y el insomnio acaben de cualquier manera.
Cada que la fiesta va en picada o cuando la conversación está por fracasar del todo, nunca falta quien extienda sobre el mantel su mazo de nostalgias televisivas: que si te acuerdas de Chivigón, que cómo se llamaba el gemelo de Benito, que qué intenciones tenía con Heidi la malvada señorita Rottenmeier, que qué sentiste cuando se murió Corazón Alegre. En esos momentos, deplorables pero ineludibles, siempre he tratado infructuosamente de jugar la carta prestigiosa —según yo— de la Pantera Rosa, y cuando mucho he conseguido que alguien pesque el recuerdo del episodio de la librería psicotrópica. «¡Claro! —dice alguien—, la que tenía un ojote en la puerta». Pero apenas voy refiriendo cómo la Pantera usaba una letra «f» como escopeta o que el dueño de la librería era el mismo mono blanco de siempre, sólo que con boinita y barbón, cuando ya la noche comenzó a levantar los vasos y todo mundo está aprestándose para largarse.
Creo, pues, que hacemos minoría los fans del peculiar felino. Y eso es tan misterioso como que casi cualquiera sea capaz de recitar sin titubeos los nombres de Cucho, Espanto, Panza, Demóstenes y el supracitado Benito (sin olvidar a Don Gato, of course, que los contiene a todos y es el emblema de cada uno). O que haya quien, antes de recordar a la Pantera misma, tenga presente mejor a Don Ramón («Ron Damón»), el de El Chavo del Ocho, caminando como ella con las notas inconfundibles de su tema musical. Por los vericuetos de la memoria televisiva el pasado queda así corrompido, estropeado, y el universo rosáceo que muchos han perdido para siempre otros sólo lo tenemos como un privado locus amœnus donde reina un ser a veces atolondrado y a veces astuto, a veces ingenuo y a veces maldoso, pero siempre enigmático en su silencio y en su andar despacioso, en su indefinición sexual, en su inverosímil elegancia (¿no iba la Pantera por lo general en cueros, pero como si la hubiera vestido Yves Saint-Laurent?), en su absoluta e infranqueable soledad.
La Pantera Rosa fue, en su origen, la versión que los dibujantes Isadore Friz Freleng y David DePatie concibieron, hace más de cincuenta años, del diamante afamado que Peter Sellers iba a buscar en la película de Blake Edwards: un diamante invaluable en cuyo centro había una partícula de ámbar rosado que recordaba, claro, la figura de una pantera en pleno salto. Animado para acompañar los créditos de apertura de la cinta, el personaje conquistó inmediatamente al público y al poco tiempo pudo prescindir de Edwards, de Sellers y del diamante para pasearse a sus anchas por sus propios dominios: una industria próspera que produjo más de ciento noventa cortos (de los que la televisión mexicana sólo transmitió, una y otra y miles de veces, apenas sesenta, sin contar los que mencioné antes, los más recientes, espurios y detestables).
Cuentan sus creadores que la Pantera Rosa sólo conoció su tema musical hasta que Henry Mancini la hubo conocido a ella, y yo pienso que quedó tan halagada que en adelante adaptó para siempre sus movimientos y su rebuscada languidez a ese acompañamiento de striptease innecesario y a destiempo (¿qué ropa, pues, iba a quitarse?). Freleng afirmaba, por otra parte, que el poder de fascinación del dibujo radicaba en que todo el tiempo parecía ir por la vida pensando: yo observaría que sí, parecía traer algo en mente, pero sólo hasta que la aventura se cruzaba en su camino (el borrachín que no atinaba con la cerradura, la bruja que le regalaba unos patines mágicos, el minúsculo bólido en los corredores de la tienda departamental); entonces se revelaba como una simplona dispuesta, ante todo, a divertirse —aunque luego se llevara un susto tremendo o se enredara en apuros tan tontos como inocentes—, o bien batallaba con contrariedades absurdas (el pajarito cucú empecinado en cumplir su deber, que ella tiraba al río y luego se apersonaba en su puerta tundiendo una batería y con un letrero luminoso que decía: «¡Coma en Joe’s!»). La aventura, pues, interrumpía sus cavilaciones o ella la invocaba con sus caprichos, sus deseos o sus sencillas ganas de joder: ya volvía loco al mono blanco —en papel de arquitecto/albañil— cambiándole los planos de la casa o, cuando éste iba en carácter de director de orquesta, le quitaba la partitura de Beethoven y ponía en su lugar la de Mancini (que al final salía, aplaudiendo, en un auditorio desierto), ya lo fastidiaba atravesándose en cada foto que el pobre quería tomar, ya quería que todas las flores del jardín fueran rosas y no amarillas… De cualquier forma, al final acababa alejándose, dándonos la espalda, perdiéndose en quién sabe qué imaginaciones, en qué sueños, en qué preocupaciones.
Como con todo personaje legendario (DePatie, el otro dibujante, aseguraba que él y Freleng idearon el carácter y los movimientos de su creación pensando en James Dean), se antoja pensar que en torno a la Pantera hay varios misterios por lo visto irresolubles: ¿quién era el muchacho que llegaba al Teatro Chino en un coche de carreras del que bajaban la Pantera y el Inspector? ¿Por qué luego a veces salía ella con apariencia de femme fatale, posando sobre un fondo difuminado, con collar negro y larga boquilla? ¿Fumaba o no? Y ya que apareció el Inspector Clouseau, no será difícil convenir en que la mejor época de la Pantera Rosa fue cuando sus cortos se alternaban con los de éste: ¿por qué, si Dodó era tan francés como él, no sabía hablar francés? (Es más: ¿cómo se escribiría su nombre? ¿Deaudeau?)* ¿Qué hicieron los extraterrestres con el Comisionado cuando se lo llevaron embotellado? El problema con misterios de esta índole es que sólo reafirman, para quienes seguimos investigándolos, nuestra soledad y nuestra indefensión: hace falta mucha necedad para dar con alguien que sepa qué pasa si se pronuncian las palabras «¡Pinki, pinki!» o cómo acabó la viejita que pidió ayuda a la Pantera —en plan de súper héroe— para bajar a su gato del árbol.
Habrá que admitir cómo a nuestro parecer cualquiera tiempo pasado fue mejor: más si ese tiempo tenía un suave tono rosa, aunque esto, en mi caso, supone entrar en una idealización forzosa del recuerdo: ya bastante lejos de la infancia descubrí que la Pantera Rosa era rosa sólo hasta que tuve un televisor a color. Caí en la cuenta, entonces, de que la había aceptado y querido —sí, querido— sin reparos, sin objetar ni siquiera el hecho de que su nombre fuera un disparate. ¿Rosa? ¿Por qué? Nunca me lo pregunté. A mí lo que me desasosegaba era que se distrajera y una plancha caliente le dejara en la panza un agujero de forma triangular. O que su cabaña cayera desde lo alto de un precipicio y ella estuviera tranquilamente dormida. O por qué la acosaban un asterisco gigante y su asterisquito bebé. Y que nunca hablara… Bueno, salvo en dos ocasiones. ¿O fueron tres?
* Debo a Teresa González Arce y Luis Vicente de Aguinaga las siguientes noticias: que Dodó era español (si bien ninguno de los dos atinó a documentar este dato, decidimos creer en él dada la incompetencia lingüística del simpático gendarme), y que su aspecto somnoliento explicaba su nombre, sacado de la expresión francesa «faire dodo», equivalente a nuestro «hacer la meme».
Publicado en Las encías de la azafata (Tumbona, México, 2010), que puede descargarse gratis aquí.
-
El Fondo, en el fondo
¿A quién le importa el Fondo de Cultura Económica? No se tome como una pregunta cínica, en el sentido en que acaso podrían hacérsela quienes, en la llamada «Cuarta Transformación», empezando por su líder, vean esa institución como una monserga que no compite con las prioridades más evidentes del desastroso presente mexicano: ¿a quién le importa una editorial, cuando hay tantas cosas más urgentes que atender? Más bien es una pregunta cándida, de ésas que a veces parece no tener sentido plantearse, saturada como está nuestra percepción con conjeturas retorcidas que por lo general no llevan a ningún lado. Pero, a la vista de los hechos, y en previsión de las consecuencias que ya están teniendo, acaso convenga empezar por el candor: ¿a quién, realmente, en este país, le preocupa el Fondo, y qué tendría que estar haciéndose por salvarlo?
No es de extrañar que el responsable impuesto por el Presidente al frente del Fondo piense lo que piensa. La última, ya sabemos, es su entendimiento del papel que el Fondo juega en el plano internacional, con su negativa a participar en la feria del libro de Fráncfort. Según él, no se acudirá a hacer negocios ahí porque no hay nada que ofrecer. Ya editores y escritores han repelado contra esa posición, que se cae solita. Pero, más allá de esas reacciones, habría que pensar qué sigue, porque una cosa es desahogar la rabia en tuits, y otra serenarse y ver qué se hará para corregir el rumbo. Yo me pregunto, por ejemplo, si en la próxima edición de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara llegará a ser tema la suerte del Fondo: si los intelectuales (en la academia y fuera de ella) y la industria editorial, así como las autoridades culturales, aprovecharán la ocasión para ocuparse de esa suerte. ¿Y los legisladores, tendrán algo que decir al respecto? ¿Y los lectores?
Taibo también fue noticia estos días por criticar feamente a Morena. Dado que al Presidente lo encoleriza toda discrepancia, ¿será que lo echa de una buena vez? He ahí otra conjetura, quizás desbalagada, de las que nos surte en abundancia esta administración veleidosa. Mientras, la pregunta ahí está. Y mientras, también, el Fondo, como el país entero, sigue hundiéndose.
J.I. Carranza
Mural, 1 de agosto de 2019
-
‘Roma’: a favor y en contra
Imagen: Pina Pellicer e Ignacio López Tarso en Días de otoño (Roberto Gavaldón, 1963). Para personajes complejos, el de Pellicer en esta película.
A favor: Salen tranvías.
En contra: Muchas de las razones que mucha gente puede tener para que le haya gustado Roma consisten, creo yo, en el hecho de que propicia continuamente el reconocimiento de señales de la propia historia (como mi alegría por ver que salieran tranvías: sí, yo también llegué a verlos de chiquito —y a viajar en ellos—; sí, mi carnal tuvo un Galaxy tan chido y tan estorboso como el del papá; sí, yo sé qué era Ensalada de Locos; sí, también me sé la canción de Leo Dan, etcétera). Pienso que esos motivos para el cosquilleo emotivo podrán disfrutarse, pero no me queda clara la superioridad que puedan tener, por ejemplo, ante las colecciones que algún ocioso pueda postear en su muro de Facebook —y que pronto se vuelven virales— del tipo: «Si puedes reconocer estos comerciales, seguramente ya tendrías que ir tramitando tu credencial del Inapam». Es más: pienso que, como colección de esas señales del pasado, la que armó Cuarón habría podido ser más rica: la vivencia de los años setenta, a quienes nos tocó en suerte, habría podido recrearse de un modo aún más enfático, pero eso cuesta mucho trabajo, me imagino (sí, habrá algún mérito en haber dado con esa caja de Choko Krispis, pero da la impresión de que tanto se esforzó la producción en conseguirla como tan poco en dar con más elementos de utilería que acabaran de redondear la época «recreada» —y entrecomillo «recreada» porque también hay desaciertos históricos: en ese tiempo la gente, sí, podía fumar en el cine o en la sala de espera de un hospital, pero hombres y mujeres no se saludaban de beso).
A favor: La fotografía.
En contra: La abuela buena para nada.
A favor: La actuación de Marina de Tavira, quien evidentemente supo hacer prodigios con sus parlamentos e imprimió a su personaje un carácter que, sospecho, no estaba previsto en el guion que tuviera. Yo qué voy a saber, claro, de lo que Cuarón se haya propuesto hacer con su reparto: quizás sí preveía que la mamá fuera un personaje así de complejo, y lo ayudó a conseguirlo contar con el trabajo de De Tavira. Pero, visto el lamentable desempeño de la actriz que interpretó a la abuela buena para nada, se me hace que en el caso de la mamá fue chiripa.
A favor: Otra vez la fotografía.
En contra: Con las obras que tienen un sustrato tan personal (y Roma, se ha insistido mucho, como si hiciera falta, es una creación personalísima) hay una dificultad suprema que sólo los grandes artistas son capaces de remontar: ¿cómo hacer para que aquello que es de su muy íntima incumbencia llegue a ser también de la incumbencia del público? Creo que cualquiera que se ponga a ello sería capaz de dar con las razones de que alguna presencia cercana sea no únicamente entrañable, sino hasta épica… Pero será entrañable, o hasta épica, nomás para uno, en principio: para conseguir que los demás también la juzguen así hace falta más que el relato de los hechos o el primor de los planos. Por ejemplo: casi estaba por conmoverme la escena de la fiesta en la casa de campo de los ricachones —el homenaje a Fanny y Alexander, que bien me hizo ver Verónica, ella sí una cinéfila de verdad, no como yo—, pero luego todo se fue al carajo con el incendio del bosque y el cabrón que se puso a cantar mientras lo apagaban. Quiero decir: íbamos muy bien, mi afectividad estaba siendo percutida por la evocación que el cineasta hacía de esa ocasión —los niños echando desmadre, los papás emborrachándose—, pero luego quiso, el cineasta personalísimo, embarcarse en un momento enigmático que de seguro tendrá un gran significado para él, pero que a mí me enfrió con una cubetada de incomprensión (o de ignorancia, lo acepto: a los creadores personalísimos también les da por hacer guiños u homenajes secretos a cosas que nomás ellos entienden). Así que ya en adelante quedé más bien inmunizado ante la posibilidad de que lo que tanto le concierne a Cuarón llegara a concernirme a mí también. Qué le vamos a hacer: ni que fuera Bergman.
A favor: El personaje de Cleo, y la interpretación que de él hace Yalitza Aparicio.
En contra: El personaje de Cleo, y la interpretación que de él hace Yalitza Aparicio. Si bien me gusta que la historia gire en torno a esa presencia, y pienso incluso que en esa decisión estriba la originalidad mayor que puede tener la película, también creo que se obliga por ello a los espectadores a prestarle mucha de la atención que podría destinarse a otros sentidos que acaban quedando difuminados, como el que habría podido adquirir el peso de la historia (sí, el engarce entre la ruindad de Fermín y la atrocidad del Halconazo está bien logrado, pero el cerro pintado con las iniciales de Echeverría —y los carteles del PRI en los muros, o el póster de México 70 en el cuarto de los morros— acaba siendo nomás decorado, que los enterados habremos de desentrañar, quizás, pero que no importa gran cosa ante el drama de Cleo). La escena del parto es cruda y lo amerita, y, en general, el destino de Cleo está bien trazado y bien entreverado en la trama. Pero me temo que se trata de un personaje demasiado elemental como para que nuestra inteligencia de él pueda sacarle más de lo que ofrecen sus hechos, sus palabras, su historia. Hoy, por una bendita casualidad, di en la tele con la película Días de otoño (1963), de Roberto Gavaldón, protagonizada por Pina Pellicer. ¡Qué cosa formidable! El personaje central no se agota con ser conmovedor, sino que además es intrigante. Fascinante. Ya sé que la historia de Cleo tiene mucho de su peso en el hecho de que pertenece al conjunto de los millones de historias similares que, de tan comunes, terminan por ser invisibles, en tal grado que cuando se arroja luz sobre ellas pueden sorprender grandemente. De acuerdo. Pero, por alguna razón, he estado pensando en la memoria que guardo de Las noches de Cabiria, quizás porque Fellini no sólo construyó de modo tan amoroso a ese personaje, sino porque supo además qué hacer para que ese amor tuviera un significado profundo en términos de la narrativa que habitó. Y se me ocurre que Cuarón amaba tanto al personaje de Cleo que no supo bien qué hacer con tanto amor —quiero decir: no supo más que contemplarlo, en la certidumbre de que los espectadores haríamos otro tanto nomás por presenciar lo que le pasaba. Y, en cuanto a la interpretación de Aparicio, no dejo de reconocerle su logro —sobre todo en la escena del parto—, pero al tener que medir su actuación con la de De Tavira, ni modo, tuve que comparar.
A favor: Creo que ya nada.
En contra: No sé por qué se llama Roma. ¿Alguien sabe? Porque el hecho de que la casa de la familia esté en esa colonia no me parece suficiente justificación. (Bien señala mi amigo Victor Panameño que le pusieron así porque es eterna).
En contra: El perro. No sé qué le ven.
En contra: Todas las razones que las legiones de entusiastas aducen para juzgarla como obra maestra. Acaso sea la obra maestra de Cuarón —aunque yo, qué quieren, sé que voy a seguir conservando un recuerdo mejor de Sólo con tu pareja. Pero para que dispute ese lugar en el cine mexicano con otras obras —maestras o no— de cineastas como Luis Buñuel, Ismael Rodríguez o Arturo Ripstein, por nombrar nomás a tres que sostengo que en su momento debieron recibir mucha más atención que la que ahora se le ha procurado a esta película de Cuarón, lo veo muy cabrón. Y lo pongo de este modo, ya para acabar y para dejar aquí los límites de mi juicio, que en realidad importa tan poco y que no espero que a nadie le enturbie ni tantito la maravilla o el estremecimiento experimentados con Roma—razón por la cual tampoco tengo previsto enzarzarme en ninguna polémica al respecto, más bien planeo seguir adelante con mi vida—: para mí, en el cine mexicano, el diez absoluto lo tiene Tiburoneros, de Luis Alcoriza (¡también de 1963, vaya, como la de Gavaldón!). Y a ésta le doy, ¿qué les gusta? ¿Un siete punto ocho? Más o menos por ahí.