• A distancia

    A distancia

    Hace algunos días participé en una charla pública transmitida en vivo por internet, como han tenido que ser la mayor parte de estas actividades en el casi año y medio que llevamos de pandemia. Aparte de otras dos personas que participaron, otras dos que organizaban (una atendía el chat) y un servidor, sólo cuatro cuadritos en la pantalla de Zoom hacían confiar en que otros tantos interesados se habían conectado —como siempre pasa, el cuadrito en negro o con una imagen fija no garantiza que haya vida ahí. Desde luego, no es el mayor desaire que me ha tocado en la vida: una vez que fui a presentar una revista en Querétaro no se paró nadie, y otra vez que iba a dar una plática en Morelia no llegó ni el velador para abrirme y dejarme pasar.

           Hay, sin embargo, una diferencia atendible entre una actividad presencial y otra virtual («presencial», por mucho que esté de moda, es una palabra sobradamente metafísica: bien podríamos seguir diciendo «en persona»; y «virtual» es otro término equívoco, pues, aunque la Real Academia de la Lengua ya ajustó su sentido, alude en primer término a lo aparente, a un suplemento de lo real: más nos valdría decir, sencillamente, «en línea»). Y estoy pensando, principalmente, en actividades de índole cultural. Esa diferencia es que a las actividades en línea resulta más fácil asistir (a veces no hay ni que salir de la cama), pero por lo mismo son más fácilmente desdeñables. Cuando, en cambio, hace falta desplazarse para comparecer en persona, la cosa acaba por ser fruto de la voluntad, ¿y cuenta más?

           Desde luego, estamos todos hartos de todo, y sobre todo de la vivencia del mundo a través de pantallas. No obstante, sospecho que ese hartazgo trae consigo el riesgo de que nos perdamos de algunas posibles ventajas que ofrece esta circunstancia. En la educación a distancia, por ejemplo, el cansancio de profesores y estudiantes es tal que puede estar inhibiendo el aprovechamiento mejor que se le podría sacar a estas prácticas. Empezando, justamente, por la abolición de las distancias. ¿Podríamos redescubrir esas ventajas? Deberíamos, más bien. Porque, además, la cosa va para largo, y tenemos por delante muchas videoconferencias a las cuales conectarnos.

    J. I. Carranza

    Mural, 5 de agosto de 2021.


  • ¿Presencial?

    ¿Presencial?

    Esta película ya la hemos visto, pero ahora que se vuelve a proyectar parece enriquecida con nuevas peripecias y disparates de sus protagonistas. En el año y medio que llevamos de pandemia, cada que las gráficas emprenden ascensos escarpados y empiezan a sonar las alarmas porque los contagios amenazan con desbordar la capacidad de los sistemas de salud, la conducta de autoridades y «tomadores de decisiones» se vuelve súbitamente más errática que de costumbre, como si un efecto más de la proliferación del virus fuera la locura de los antedichos.

    Los ejemplos más clamorosos, desde luego, corren por cuenta del gobernador. Un día amanece ganoso de proyectar su imagen en ruedas de prensa (como quién sabe quién), y poco después usa ese espacio como burladero para huir de las preguntas que lo incomodan y para —con una sonrisa en el rostro— ningunear e insultar a los reporteros que le piden aclaraciones a las turbias cuentas con que su administración ha dizque hecho frente a la pandemia. Luego de eso, adiós ruedas de prensa, interrumpidas por un brote de covid en Casa Jalisco…

    Pero también, en otra pista, pasa esto: luego de que el rector de la UdeG reconociera la necesidad de que el regreso a clases sea virtual en tanto el virus no disponga otra cosa, la Feria Internacional del Libro —que organiza la misma UdeG— se apresura a confirmar que este año será presencial. Lo repentino del anuncio, que tuvo como pretexto la divulgación del programa preliminar del invitado Perú, hace pensar en, por lo menos, tres explicaciones —uno quiere hallarlas porque en el trasfondo hay una contradicción muy extraña—: la primera es que tanto el rector como el Licenciado, tan seguros como están de que la gente podrá ir a la Expo (y al Centro Cultural Universitario), algo sabrán ya que el resto de los mortales ignoramos (¿que para el otoño la pandemia estará ya domada?). La segunda es que, en su desesperación por evitar que otra vez la FIL sea la cosa tediosísima y deprimente que fue el amontonamiento de videoconferencias del año pasado, están jugándosela del modo más temerario, como en un soberbio acto de fe. Y la tercera es: como todo el mundo, no tienen la menor idea de lo que nos espera.

    J. I. Carranza

    Mural, 29 de julio de 2021.


  • Nadie

    Nadie

    Hace mucho, recordé aquí mismo una crónica de H. Bustos Domecq —el autor que inventaron Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares para que firmara algunas de las más desorbitadas e hilarantes piezas de la literatura en español— acerca de un tiempo en que la gente dejó de acudir a los estadios en Argentina. El relato, titulado «Esse est percipi» (el famoso condensado del pensamiento de Berkeley: para que algo exista hace falta que sea percibido), demuestra cómo, a pesar de esa circunstancia, y a pesar también de que en consecuencia dejaron de celebrarse partidos y los equipos se disolvieron, solamente se necesitó que las transmisiones radiofónicas siguieran existiendo (aunque se narraran partidos inexistentes) para que el futbol siguiera emocionando a las multitudes… aunque no hubiera futbol.

           Traigo otra vez a cuento esa crónica en vísperas de los Juegos Olímpicos de 2020 que comienzan mañana. No es un error: el año adjunto al nombre de Tokio es 2020, lo que hace sospechar ya de la naturaleza fantasiosa de lo que estamos por presenciar. Ayer, por ejemplo, leí en Cancha la nota que daba cuenta del primer partido del torneo de softbol, en Fukushima, entre las selecciones de Japón y Australia (ganó Japón, 8-1), y que marcó el arranque de los Juegos. Mientras escribo esto, quiero ir a ver cómo les fue a las mexicanas, que habrían jugado contra Canadá por la madrugada… Pero ¿en realidad está sucediendo todo eso?

           Sin gente en los estadios (la nota del partido de softbol reparaba en el silencio que recibió a las jugadoras), pero también con cada vez más atletas que están cancelando su participación, porque se han contagiado o porque condiciones diversas les impiden asistir, Tokio 2020 (en 2021) está siendo ya un acontecimiento absolutamente fascinante, no tanto por las hazañas deportivas que tendrán lugar —o que nos dirán que han tenido lugar—, sino por el hecho mismo de que está ocurriendo como una formidable forma de oposición, de resistencia a la realidad.

                Lo mejor sería que en la ceremonia inaugural las cámaras se limitaran a mostrar, por dos horas, el estadio vacío, sin público ni atletas, el silencio monstruoso que lo llena y, en lo alto, el fuego olímpico que nadie habrá encendido.

    J. I. Carranza

    Mural, 22 de julio de 2021.


  • Cuba

    Cuba

    Toda suposición que uno se haga sobre la realidad cubana debería, por principio, medirse siempre con el testimonio de al menos una persona que haya debido abandonar esa realidad (que haya debido, repito: el verbo importa). Uno —y, al decir «uno» me refiero a quien sea que piense en aquella realidad sin vivirla— puede imaginarse un montón de cosas acerca de la ocurrencia de lo cotidiano en la isla; puede creer, con razón o sin ella, que entiende las causas históricas del momento actual; puede hacerse una idea incluso muy informada de las condiciones geopolíticas que han determinado la excepcionalidad mayúscula que reviste la forma de existencia de Cuba, con las consecuencias que esa excepcionalidad tiene para la existencia de cada cubano en particular. Pero en tanto no se converse con alguien equipado con la vivencia directa —alguien a quien, además, esa vivencia haya terminado por resultarle insoportable, tanto como para tener que salir de su tierra—, esas figuraciones tenderán a ser ingenuas y esas comprensiones seguirán incompletas.

          Al leer y oír los pareceres que cruzan el espacio en estos días, cuando Cuba es noticia por las manifestaciones contra el régimen que impera desde el triunfo de la revolución hace 62 años, echo muy en falta ese componente indispensable que es la vida real de las personas, al margen de la insistencia en malentendidos históricos que han arranciado las ideas que nos hemos hecho sobre el tema a lo largo de tres generaciones. ¿Cuándo tuvo que quedarnos claro que las cosas habían salido tremendamente mal? ¿Y por qué no lo vimos? Ciertamente es difícil el acceso a ese componente: quienes están ahora mismo en el que ojalá sea un momento decisivo para la lucha por la libertad y la vuelta a la cordura (Cuba, me ha dicho una amiga cubana, es un delirio incesante) están también aislados, invisibilizados. 

           Si no tuviéramos también nuestra propia locura aquí, el Estado mexicano tendría que exigir el respeto irrestricto a las garantías individuales y a los derechos humanos en general. Y alistarse ya para ayudar a salvar a tanta gente que va a sufrir tanto. ¿Y a uno qué le toca? Por lo pronto, tratar de zafarse de taras, malentendidos y suposiciones.

    J. I. Carranza

    Mural, 15 de julio de 2021.


  • El rector y Patricio

    El rector y Patricio

    Hace dos días, el rector de la Universidad de Guadalajara tuiteó un meme en el que se ve a Patricio, el amigo de Bob Esponja, rezando junto a una veladora que dice: «Veladora para que ahora sí haya FILGDL». El hecho parece significativo por varias razones, una más o menos obvia, y otras dos quizá no tanto. 

          La razón más bien evidente: la conducta del rector Villanueva en las redes sociales se corresponde con un deseo de notoriedad inusual entre quienes han ocupado ese cargo. Si bien, por lo general, los tuits y los posts sirven al propósito de transmitir informaciones relevantes para la comunidad universitaria, o para la sociedad en su conjunto, es innegable que Villanueva ha decidido imprimir un tono personal (y, como en el caso del meme de Patricio, payasón) a su presencia. ¿Porque quiere granjearse la simpatía de un futuro electorado? Ya su protagonismo en las jornadas de vacunación le ha creado una imagen nada despreciable. La pregunta es: ¿para qué la querrá? (Y otra pregunta sería: ¿qué pensará al respecto el Licenciado?).

          Primera razón no tan obvia: el meme de Patricio da a entender que el año pasado no hubo FIL. O, al menos, que para el rector no contó el enorme despliegue de actividades en línea que constituyó la edición 2020 de la feria. Yo me inclino a estar de acuerdo con esa apreciación: qué falta me hicieron el gentío, los libros, el caos de cada otoño. Pero esta invitación a que recemos por que este año «sí haya» FIL confirma que lo de 2020 ya nadie lo recuerda. Ni el rector.

          Y última razón: la imploración de Patricio y del rector ¿a quién va dirigida? ¿A las autoridades que darán o no su beneplácito? El rector anotó, al publicar el meme: «¡Está en nuestras manos! La @FILGuadalajara 2021 podría ser híbrida si nos comprometemos a no bajar la guardia y a seguir las medidas sanitarias que ya conocemos». Se entiende, entonces, que es un llamado a que contribuyamos a contener los contagios quienes queremos ir a la FIL este año. No sé si esa esperanza sea suficiente para convencer a los descreídos que no quieren vacunarse, o a los irresponsables que no usan cubrebocas. Tal vez a la ilusión de que haya FIL se necesite agregar otras. ¿Alguna sugerencia?

    J. I. Carranza

    Mural, 8 de julio de 2021.


  • Donitas

    Donitas

    Primero, la información vital: para tranquilidad del público conocedor y para dicha de las generaciones venideras, enfrente de Catedral sigue jalando el local de Nieves Fiestas, que seguramente venderá el doble tras el cierre del de Pedro Moreno y 16 de Septiembre. Ante la zozobra generada por la noticia de este cierre, el anuncio circuló desde la página de Facebook de ese negocio, y, quien dio con él y fue a visitar esa página, pudo enterarse de diversas ofertas, también de que se pueden pedir donitas a domicilio. Y lo más asombroso: de que Nieves Fiestas tiene 75 años.

           Espero que el párrafo anterior no sea visto como un comercial, pues poca falta le hace a un establecimiento de presencia tan arraigada en las preferencias de los tapatíos. Ciertamente, tiene mucho de enigmático, ese arraigo: el solo hecho de que las donitas sean conocidas como «donitas apestosas» sugiere un misterio. El olor del aceite en que son fritas, que por décadas ha impregnado los portales y es característico del centro de Guadalajara, está lejos de ser un indicio del sabor que tienen. Incluso puede ser disuasivo para mucha gente: yo no he conseguido que mi hijita, por ejemplo, se anime a probar las donitas, por más que le juro que las va a encontrar deliciosas. Por otra parte, también es fascinante el hecho de que la oferta del local y su funcionamiento no hayan tenido que cambiar en tanto tiempo: en una ciudad que muchas veces se aloca proponiéndose figuraciones de modernidad y progreso con las que luego no sabe qué hacer, esa permanencia es un triunfo.

           ¿Qué va a pasar con el Edificio Plaza y con los portales, y con los locales que han sido desalojados? ¿Lo van a tumbar, van a dejar que se caiga? Cuántas desgracias le trajo a Guadalajara la malhadada construcción de la línea 3 del Tren Ligero: por mencionar dos de las más graves, que siguen sin remediarse, en el tramo de la Normal a Aranzazú, ahí están el templo de San Francisco y la Casa de los Perros, de cuyos daños nadie parece acordarse. El Ayuntamiento ya dijo que va a apoyar a los comerciantes afectados… para que le reclamen a la SCT. ¿Van a estar echándose la bolita? Así se destruye la ciudad: con irresponsabilidades y ocurrencias sin fin.

    J. I. Carranza

    Mural, 1 de julio de 2021.


  • Soberbia

    Soberbia

    La ignorancia es un mal no siempre remediable: a veces porque no hay las condiciones materiales o culturales (hambre, miedo, fanatismo, etcétera), a veces porque se instila en los grupos humanos de formas inadvertidas y sólo se revela el perjuicio que hace cuando ya es incontenible (el fascismo es buen ejemplo, y también los modos en que se enquista en las masas la adoración por demagogos, orates o imbéciles). O también puede pasar que la ignorancia sea sencillamente indetectable, aunque en estos casos cabe confiar en el progreso de la ciencia —aun cuando ésta, por fuerza, siempre irá a la zaga de nuestro interminable desconocimiento del universo.

          En todo caso, es un mal que debería combatirse siempre que sea posible. En la emisión más reciente de su programa Last Week Tonight, John Oliver exhibió a una enfermera (¡una enfermera!) que acudió ante el comité de salud pública de Ohio para denunciar que la vacuna contra el covid-19 la había magnetizado. Exigía explicaciones para el hecho de que, según ella, se le pegaran objetos metálicos al cuerpo. Por risible que sea, esta creencia está ampliamente extendida, sobre todo entre los segmentos de la población que rechazan las vacunas —también hay quienes creen que en la inyección les insertarán un chip para controlar sus voluntades.

          Oliver le dio una explicación a la mujer: le dijo que lo que le pasaba se debía al desastre de la educación pública, a consecuencia del cual hay un vacío de confianza en la investigación científica; la gente, así, tiene que arreglárselas con un mínimo de información (distorsionada) para seguir creyendo en lo que ya cree, por ejemplo que hay una conspiración del gobierno para magnetizar a la población de Ohio. Con esa información, la gente se siente ya muy segura, tanto como para hacer el ridículo que la enfermera fue a hacer.

          La obstinación en la ignorancia tiene implicaciones morales. El rechazo a la vacuna, en este momento de la historia en que millones de vidas dependen de que la mayor parte de la población se inmunice, es una manifestación absolutamente aborrecible de soberbia. Quien no se vacuna está diciéndonos: «Yo sé más que tú, y soy mejor que tú». Es una irresponsabilidad imperdonable.

    J. I. Carranza

    Mural, 24 de junio de 2021.


  • La aflicción

    La aflicción

    En «La nueva amenaza en marcha», ensayo publicado hace casi quince meses en el periódico La Razón, el escritor y patólogo Francisco González Crussí se asomaba a la historia de las epidemias para facilitar a sus lectores —y, seguramente, también para tenerlo él mismo más claro— una noción cabal de la nueva aflicción que estaba azotando al mundo. Con la erudición y la lucidez que distinguen al autor como uno de los ensayistas vivos más apasionantes de este tiempo, tanto en el orbe de habla hispana como en el de la lengua inglesa, aquella primera aproximación no renunciaba a permitirse cierta melancolía, propiciada por la circunstancia personal: «No sé si saldré con vida de esta epidemia. Mi sistema inmunológico es viejo: de seguro sufre los achaques de la senescencia biológica. Pero mi vida es insignificante en el descomunal contexto de una pandemia».

          (Este ensayo, así como otras piezas recientes, está recogido en un libro que acaba de publicar la editorial mexicana Grano de Sal: Más allá del cuerpo).

          Ese talante melancólico está equilibrado con la objetividad del científico, y el conjunto lo preside una perplejidad sostenida —y, creo yo, del todo justificable—: en aquellos primeros meses de la pandemia aún eran inmensamente mayores que hoy nuestra ignorancia y nuestra incertidumbre, y si bien ninguna de las dos está cerca de quedar erradicada, lo que la humanidad ha vivido en estos meses ya nos permite, aunque sea un poco, hablar con algo más de conocimiento de causa. En todo caso, González Crussí se hacía preguntas absolutamente pertinentes, que desembocaban en sentencias como ésta: «Si bien improbable, la desaparición total de la especie humana no es imposible». Pero también como esta otra: «unas epidemias desaparecieron del mundo sin dejar rastro; no sabemos ni qué cosa eran, ni qué fue de ellas».

          ¿Cuándo sabremos que ya terminó esta pandemia? ¿O ya terminó, y aún no estamos listos para admitirlo? Acaso nos lo impida el temor supersticioso de enardecerla, de hacerla regresar y ensañarse, si afirmamos su inexistencia. Tal vez no debamos azuzarla con nuestra insolencia.            

    Como sea, y para nuestra fortuna, el doctor González Crussí sigue aquí, y sigue escribiendo.

    J. I. Carranza

    Mural, 17 de junio de 2021


  • Mil 200 millones

    Mil 200 millones

    Una semana antes de cumplir 91 años, el 9 de diciembre de 2020, Margaret Keenan debió experimentar, en el Hospital de la Universidad de Coventry, en Inglaterra, más o menos lo mismo que yo viví, casi cinco meses después, en el pabellón dispuesto por la Universidad de Guadalajara. A ella y a mí nos indicaron descubrirnos el hombro izquierdo y, de reojo, ambos alcanzamos a ver cómo sendas profesionales con el cabello recogido y ataviadas con batas azules y cubrebocas nos mostraban la jeringa con que enseguida nos iban a pinchar. 

          Todo sucedió muy deprisa, para Margaret y para mí: en cuestión de segundos, ella y yo, cada quien en su momento, nos encontrábamos ya en el lado de la humanidad que puede tener la esperanza fundada de no morir a causa de la enfermedad que ha venido diezmando a esa humanidad. Margaret, hace poco más de cinco meses, fue la primera en cruzar; a mí me habrá correspondido, según el conteo que lleva el Financial Times a partir de los registros de la Organización Mundial de la Salud y de la Universidad de Oxford, algún número alrededor de los mil ciento cincuenta millones. Hoy vamos en casi mil doscientos millones. En cinco meses.

          A Margaret la esperaban, a la salida del hospital, las cámaras y micrófonos que ansiaban transmitir la mejor noticia en muchísimo tiempo: no solamente la mejor del maldito 2020, sino quizás incluso la mejor desde el fin de la Segunda Guerra Mundial —yo qué voy a saber: lo único que tengo claro es que una de las fotos que le tomaron a Margaret la descargué y la atesoré con una alegría que todavía aflora ahora mismo que estoy contemplándola. A mí me ofrecieron una botellita de agua, un pan dulce, la música de un dueto que cantaba canciones de Madonna; me preguntaron varias veces cómo me sentía, me dieron una libretita de recuerdo, muchos jóvenes me dijeron adiós y me felicitaron cuando desfilé entre ellos para salir del pabellón en el que pasó todo.

    Pocas ocasiones tendremos en la vida de experimentar tan intensamente, tan asombrosamente, lo que significa formar parte de la especie humana. No sé hasta dónde se haya permitido Margaret emocionarse; yo, ni modo, tuve que sacar el pañuelo y tenerlo a la mano, porque no podía dejar de llorar.

    J. I. Carranza

    Mural, 6 de mayo de 2021.


  • La lucidez

    La lucidez

    Las «lecturas» apresuradas de la elección reciente —más bien respuestas emotivas que inferencias mínimamente razonadas—, en su profusión incontenible y su consecuente amontonamiento, son poco aconsejables para quien desee comprender bien lo que pasó y busque hacerse una idea sensata de lo que estará por pasar. Ya en la tarde-noche del domingo, y a lo largo del lunes —que fue cuando al fin me harté y mejor me puse a ver el beisbol—, asomarse al vocerío de las redes equivalía a alejarse más y más de ninguna claridad útil. Conviene tener siempre presente que tener una convicción no es lo mismo que tener la razón, y conviene recordarlo siempre, digo, porque es lo primero que olvidan quienes, exultantes o furiosos o rabiosos o vengativos o jubilosos, corren a tuitear o postear como pedradas sus pedestres conclusiones —siempre, además, cuando las cosas todavía están lejos de concluir.

          Traigo esto en mente porque tengo fresca la grata experiencia de haber asistido a una inteligente y muy estimulante lectura de algunas de las razones más conspicuas, localizadas en el pasado reciente (el pasado que abarca mi edad, vamos), que explican el presente que habitamos. Me refiero al libro Breve historia de nuestro neoliberalismo, de Rafael Lemus: un recuento no sólo muy bien documentado, sino también óptimamente aprovechado en favor de la tesis del autor —a saber: que en México, como en buena parte del mundo, ha venido operando desde finales de los años ochenta una transformación cultural y política debida a la adopción de un modelo económico cada vez más difícilmente contenible, a cuya voracidad se deben buena parte de las calamidades actuales.

    En algún momento (y acabo de ver que lo enfatiza en una entrevista), Lemus —notable crítico literario y agudo analista de la realidad cultural y política de México— hace ver cómo, hoy en día, el debate público se ha amplificado gracias a la disponibilidad de medios. Quizás así sea. El problema, pienso, es que cada vez es más difícil orientarse en ese debate. O imposible. Para nuestra fortuna, sin embargo, sigue habiendo remansos de lucidez como el que brinda este libro. Conviene visitarlo para entender mejor qué diablos pasa con este país.

    J. I. Carranza

    Mural, 10 de junio de 2021