Hay una visión que nunca puedo separar de esta fecha. La tengo desde hace veintitantos años; la encontré una vez que participaba en uno de los cursos de literatura que impartía el poeta David Huerta a jóvenes escritores de todo el país. La sede, en esa ocasión, era San Miguel Allende, y en algún momento se organizó una excursión al cercano poblado de Atotonilco. Yo sólo sabía que por ahí había pasado el cura Hidalgo luego de dar el grito en Dolores, y que del templo del lugar tomó la imagen de la Virgen de Guadalupe para hacerla su estandarte. No tenía la menor idea de lo que iba a encontrar, y mucho menos de la visión que me aguardaba ahí.

       El templo en cuestión es el Santuario de Jesús Nazareno y data de la segunda mitad del siglo 18. Además del paso de Hidalgo, lo que le ha dado fama mundial es la profusa decoración interior: muros y bóvedas recubiertos hasta el último centímetro por pinturas que reinterpretan, al asombroso modo de entenderlas de su autor, muchas de las imágenes de la iconografía católica que atestó de manera casi inverosímil el barroco mexicano. El autor —ya su nombre tiene resonancia mítica: Antonio Martínez de Pocasangre— quiso dar a su obra una intención didáctica, pero, más allá de ese propósito, el resultado es una obra deslumbrante. (En 2010, este santuario fue declarado Patrimonio Cultural de la Humanidad de la UNESCO).

Visitar ese lugar es impresionante; visitarlo sin saber lo que a uno le espera, como me pasó a mí, es absolutamente abrumador. Ahora bien: luego de un buen rato de contemplar aquello, salimos a emprender el regreso. En ese momento, no sé ahora, aquel pueblo tenía un aire ciertamente fantasmal: solitario, polvoriento, muy silencioso. Y fue entonces que tuve la visión: debajo de un gran árbol, junto a una de las puertas laterales de la nave principal, estaba el señor cura, comiéndose una naranja. Un hombre más bien alto, más bien flaco, de tez enrojecida por el sol, con una sotana luida y empolvada debajo de un sarape rojo (era noviembre, las últimas luces de la tarde se mezclaban con el frío). Y, enmarcada por los cabellos blanquísimos de las sienes y de la nuca, una calva brillante e inconfundible. Tenía una mirada alucinada.

J. I. Carranza

Mural, 16 de septiembre de 2021.