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Entusiasmo
En un local de tortas ahogadas, un letrero avisa que este domingo cerrarán más temprano por las elecciones: «Nosotros sí votamos», se lee, y hay que entender que ese nosotros denomina al personal que ahí trabaja. El anuncio —acaso sin proponérselo, o tal vez con toda la intención— tiene un claro sentido de admonición, y tal sentido está cifrado en el «sí» de la oración. Quien discurrió poner ahí ese letrero asumió que, ante la irresolución de los clientes, o ante su negativa a votar, había que conminarlos de ese modo chantajista, altanero, con esa declaración henchida de superioridad moral. «Nosotros sí votamos. ¿Tú no?», o, quizá: «Nosotros sí votamos, no como tú, irresponsable, incivil».
Otro caso: en un post, una cafetería tapatía anuncia que premiará a sus clientes que lleguen el domingo y, con el dedo pintado, demuestren que ya pasaron por la casilla: dos por uno en café americano para cada buen ciudadano. (En realidad, habría que decir, el dedo manchado no comprueba que se haya votado: es apenas una marca, impuesta por la desconfianza infinita que nos tenemos, que busca evitar que alguien vote dos veces. Pero si yo enseño mi dedote retinto, nadie podrá asegurar qué hice cuando estuve a solas con mis boletas y mi crayón).
Tanto el regaño del tortero como la astucia del cafetero (lo suyo, ante todo, es un anzuelo para pescar clientes) son expresiones de un cierto entusiasmo por el acontecimiento más conspicuo de la vida en democracia que es la jornada electoral (no el único ni el más importante, pero sí frecuentemente el único a nuestro alcance: ¿usted tiene en el WhatsApp a su diputado?). Ese entusiasmo es el mismo que activa la auténtica fuerza ciudadana que madrugará este domingo, irá a montar las casillas, trabajará ahí todo el día, al final hará las sumas y procurará resguardar en lo posible la integridad del proceso —eso donde pueda verificarse dicho proceso: habrá lugares donde intentarlo equivaldrá a jugarse la vida, o de plano será imposible porque alguien lo impedirá a balazos.
A la vista del elenco deplorable de candidatos y de la porqueriza que son los partidos, es un poco inexplicable, ese entusiasmo. Yo lo veo y me admiro y me pregunto: ¿todo para qué?
J. I. Carranza
Mural, 3 de junio de 2021
[Foto: @antihistorica]
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Aprendizajes
Mucho se insiste en que la pandemia tendría que dejarnos valiosos y perdurables aprendizajes. Luego de haber arrasado con millones de vidas y haber estropeado otros muchos millones, y al cabo de las incontables ocasiones que fue abriendo para que la humanidad demostrara toda su fragilidad, pero también los colmos de su ignorancia —algún día sabremos cuánta devastación se debe directamente a la enemistad de nuestra especie con la ciencia—, el virus y su propagación deberían (afirman muchos, de buena voluntad) recompensarnos con conciencias más afinadas y con razonamientos más agudos fraguados en los largos meses de encierro e introspección, en los días de las peores privaciones y miedos, en la vivencia de las adaptaciones que tuvimos que hacerle a nuestra vida para que lograra proseguir.
Bueno, pues yo lo dudo. En todos los órdenes de la existencia, la necesidad ha tenido que abrirse paso y, conforme regresamos al mundo del que fuimos echados a principios de 2020, más bien queremos proseguir donde nos quedamos, perseverando en los mismos sinsentidos e incurriendo en las mismas necedades. Es significativo, me parece, que cada vez se oiga menos aquello de «la nueva normalidad». Nunca, en realidad, quisimos creer que llegaría algo así. Lo que nos urgía era volver a salir a la calle para ser iguales que siempre.
Una prueba: las consecuencias peores de la pandemia se han debido a la errática, cuando no estúpida, cuando no perversa conducción de las autoridades en turno. De los gobernantes, de cualquier color y en cualquier lado. Bueno, pues todavía no se acaba esto cuando estamos ya absortos en la siguiente temporada del lamentable teatro electorero, refrendando con nuestra atención el crédito absoluto a los protagonistas de ese teatro. Ni siquiera la pandemia ha bastado para que sepamos tenerlos a raya con sus pendencias, sus desfiguros, sus abyecciones, sus desvergüenzas. ¿Aprendimos a hacer algo con nuestra deficiente democracia? No: y por eso seguimos y seguiremos padeciendo que esta ralea de farsantes o cínicos o bestias o todo junto siga haciendo de las suyas. Tal vez cuando alguna bomba atómica nos caiga sí aprendamos, por fin, a ya no confiar en ellos.
J. I. Carranza
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Afición viciosa
Sobran motivos para que la contienda electoral en curso absorba toda nuestra atención, al grado de dejarnos resecos y sin ninguna reserva de interés para ponerlo en ninguna otra cosa. Habría que hacer el cálculo de la merma que sufre el Producto Interno Bruto por los millones de horas hombre que desperdiciamos en presenciar el teatro de nuestra pasmosa democracia. Pero semejante derroche no es para menos, ante la infinidad de hechos inverosímiles, dichos inauditos, excesos inimaginables, desfiguros prodigiosos, canalladas sobrehumanas, estupideces titánicas, vilezas de calibre mitológico y horrores abismales que los candidatos y sus partidarios despliegan todos los días.
Difícilmente el más audaz de nuestros novelistas podría dar curso a una imaginación equiparable a lo que, para nuestra desventura, es la realidad que habitamos. (Querría agregar esta impresión: la ficción literaria más celebrada del presente mexicano está más bien desentendida de servirse de dicho presente para indagar a fondo en sus causas y llevar al extremo sus posibilidades. A lo más que llega, en muchos casos, es a elaboraciones excesivas o timoratas o impostoras de las facetas más violentas de este tiempo, con ánimo más bien sensacionalista, o con cinismo, o con ingenuidad lamentable). De ahí que sea tan tentador perderse en la contemplación de este elenco integrado por tal multitud de imbéciles, desvergonzados, payasos, corruptos y criminales que compiten por los cargos de elección popular: ¿deveras es una competencia esta charada? ¿No están muchas veces ya las cosas decididas de antemano? ¿No aprendimos nada de Lagrimita?
Rendirse a una afición tan viciosa (la fascinación por los horrores electorales) seguramente tendrá consecuencias irreparables en la psique de cualquiera. Y, por último: aun si entre esas hordas llega a darse el caso de que figure algún candidato sincero, movido por el interés de servir al bien común y por las ganas de no acabar haciendo lo que todos, su papel es ya reprensible por el solo hecho de que participe en este juego. Parafraseando a Groucho Marx, mi candidato idóneo sería aquel que tuviera la decencia necesaria para nunca aceptar ser candidato en este lodazal.
J. I. Carranza
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Imaginar lo inimaginable
Una de las enseñanzas que tendría que estar dejándonos la multiforme crisis que atravesamos (sanitaria, económica, política, moral) es que el futuro es imprevisible. A despecho de las proyecciones más lógicas que la ciencia pueda hacer, detrás del horizonte siempre estará acechando la posibilidad que faltó contemplar, o la que fue descartada por demasiado fantástica. Esta vez fue el virus que supuestamente emergió en un mercado en una ciudad china: nadie lo vio venir. ¿Nuestra imaginación debería esforzarse más?En un gesto muy significativo, la revista Wired (una muy respetable publicación dedicada a las innovaciones tecnológicas y culturales mediante cuyo conocimiento podemos ir anticipando lo que trae consigo el porvenir) dedica en su totalidad su número más reciente a contener el adelanto de una novela titulada 2034: A Novel of the Next World War, de la autoría de Elliot Ackerman en colaboración con el almirante James Stavridis, de la Marina estadounidense. Desarrolla, esta novela, el que podría ser el desenlace más catastrófico de las hostilidades actuales entre Estados Unidos y China: lo que hoy es competencia por el liderazgo mundial resuelta en un enfrentamiento de dimensiones apocalípticas. Como lo explican los editores de Wired, los autores de la novela se inspiraron en obras de ficción escritas durante la Guerra Fría: «Quizás una razón por la que ese conflicto no desembocó en la Tercera Guerra Mundial fue que tantos autores trabajaron meticulosamente en imaginar los peores escenarios, a fin de hacer lo impensable tan vívido como fuera posible».
¿La ficción evitó que el mundo se precipitara a una hecatombe nuclear? Dicen los editores de Wired a sus lectores, a propósito de la decisión de publicar el adelanto de esta novela: «Considéralo como otra vacuna contra el desastre» —en alusión a la esperanza que la vacunación contra el coronavirus ha despertado en un mundo sumergido en la incertidumbre. No fuimos capaces de imaginar la desgracia que nos ha acaecido como especie. De haberlo hecho —como lo hace esta novela con la guerra mundial de 2034—, tal vez habríamos conseguido detenerla. Acaso la literatura sea la mejor forma de conjurar y evitar los futuros peores.
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Descreídos
En los resultados de una encuesta publicados ayer por El Financiero se observa que el 86 por ciento de los mexicanos adultos cree en la existencia del coronavirus; el 14 restante se reparte entre los que no creen (9 por ciento) y los que no saben si creer o no (es decir, los que no creen pero no están seguros de que eso esté bien). Esta impresionante porción de descreídos se vuelve pasmosa cuando se ve cómo están repartidos: entre quienes tienen de 18 a 29 años, el 18 por ciento no creen, y entre quienes tienen más de 50 años, el 15 por ciento —en medio de ambas franjas temerarias estamos los timoratos de 30 a 49, que mayormente creemos, pero aun entre nosotros hay un 9 por ciento que ahora mismo debe estar burlándose de nuestra credulidad.
Dicho de otro modo: entre quienes no creen, abundan los adultos jóvenes y los adultos mayores. (Sería interesante conocer qué piensan quienes están en la infancia o la adolescencia). Y uno pensaría: los jóvenes son quienes más y mejor acceso deberían tener a la información, así como los viejos deberían estar cargados de experiencia y sabiduría. Pero ambas figuraciones valen tanto como sus reversos: los jóvenes acaso sean quienes más fácilmente caigan en engaños, mientras que los viejos estarán lastrados por prejuicios y supersticiones. En cualquier caso, el hecho es que, en gran medida, la indefensión de la población en su conjunto ante el embate de la pandemia está directamente relacionada con el hecho de que se crea o no en ella.
Y las creencias que mueven a una sociedad son materia maleable: en este caso concreto, por las políticas gubernamentales de generación y difusión de la información (de una ineptitud criminal, esas políticas), pero también por la negligencia de los medios que no han podido estar a la altura de la emergencia, facilitando que la gente sepa lo que tiene que saber y que crea lo que debe creer. Si a eso se suma la desconfianza creciente que han generado las erráticas disposiciones y los volantazos de los gobiernos rebasados por la emergencia, lo cierto es que quedan pocas razones para tratar de convencer a los descreídos. Así que estas cifras pueden dar idea del tamaño de la desgracia que todavía nos espera.
J. I. Carranza
Mural, 16 de julio de 2020
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¿FIL o no FIL?
Es de suponerse que hay muchos factores en juego en la ponderación de posibilidades e impedimentos que la Feria Internacional del Libro de Guadalajara estará haciendo ahora mismo. Por un lado, y entre los aspectos más evidentes, está la necesidad de ventas que tienen los editores y su escasez de liquidez para costearse la presencia ahí: aunque la FIL brinda este año una rebaja en la renta del espacio, la crisis ha golpeado tanto a la industria que ni así podrá librar bien ese gasto.
Esta zozobra está encuadrada en el desastre que ya están siendo las economías local, nacional y mundial, y serán muchos los que tengan razones sobradas para no asistir: lo mismo los editores arruinados, o casi, que los que no hayan publicado novedades suficientes como para que valga la pena, pero también el público que sencillamente no podrá pagar ni siquiera el boleto de ingreso (lo siento, pero hay que recordarlo siempre: que la FIL cobre la entrada es una flagrante incongruencia con sus fines como festival cultural organizado por una universidad pública en un país como México).
Además, está la absoluta incertidumbre acerca del estado de la pandemia a finales de noviembre próximo, y esto no únicamente en cuanto a la situación que privará en Guadalajara y en México: las condiciones adversas en otros puntos del planeta y las dificultades para viajar amenazan con quitarle lo internacional a la FIL. No imaginamos ahora mismo el moridero inmenso en que se habrán convertido el mundo y este pobre país para entonces, ni cuáles serán las consecuencias de la masacre y de la miseria en la psique de millones.
Por si fuera poco, en estas tierras, donde las decisiones últimas terminan tomándolas individuos que ven por sus intereses políticos y personales antes que por esa quimera que es el bien común, ¿qué tanto van a pesar las conveniencias del Gobernador, del Licenciado? La pandemia ha confirmado que aquí de poco valen las advertencias de la ciencia y las consideraciones fundadas en el mero sentido común: de ahí que las políticas públicas estén caracterizadas por los constantes volantazos, y que sus consecuencias estén siendo trágicas. ¿De aquí a la FIL las cosas serán distintas? Cómo saberlo.
J. I. Carranza
Mural, 9 de julio de 2020
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La vileza
La celeridad con que sobreviene lo imprevisto se ha incrementado últimamente tanto como eso imprevisto es inaudito. Aunque es imposible precisar lo que cabe en ese adverbio, «últimamente», podemos estar de acuerdo en que antes (otro: ¿qué tan «antes», «antes» de qué?) los hechos más escandalosos estaban más espaciados, y además no eran nunca tan escandalosos. Que un mamarracho como Trump, por ejemplo, ahora mismo avance alegremente a su reelección sin obstáculos a la vista —si nada ni nadie ha logrado hasta ahora pararlo, eso querrá decir que lo adoran—, por hablar del caudal inagotable de espanto que anega la realidad todos los días.
Por tal celeridad y por lo descabellado que se ha vuelto el rumbo de la historia, no sólo el oficio de profeta es un atajo seguro al equívoco, sino también el de lector de los tiempos que corren. Hace unos días estuve echándole un ojo a El coraje de la desesperanza, de Slavoj Žižek, un libro que, para su desgracia, a tres años de haber sido publicado, ya ha quedado por completo desencaminado e inservible para entender lo que pasa (tan fantasiosas parecen sus conjeturas, sus razones). No será el único caso, desde luego: bien es sabido que la filosofía siempre llega tarde y es incapaz de advertir nada.
Otro ejemplo, de ayer, apenas: ¿quién se habría imaginado que un componente esencial de la política hoy es la vileza? Si ya íbamos haciéndonos a la idea de que la verdad no sólo se ha vuelto inalcanzable, sino que además no importa, ¿ahora vemos que también cualquier apariencia de dignidad o de decencia es prescindible y que lo que importa es azuzar el encono, la ira? Ya no hablemos de compasión, esa virtud que es de suponerse en todo cristiano, y cristiano se dice el habitante de Palacio Nacional. Es vileza purísima lo mostrado ayer por la esposa de ese habitante, en su respuesta alevosa y cargada de sorna a quien preguntaba por la atención a los niños con cáncer cuyos tratamientos se han visto interrumpidos por las políticas de salud de la 4T. ¿Quién, al tratar de descifrar este presente, iba a suponer que la vileza —y lo que la explique: ¿por qué esa respuesta justo en el aniversario del triunfo?— era algo que debíamos tener en cuenta?
J. I. Carranza
Mural, 2 de julio de 2020
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Cuestión de fe
Las manifestaciones de la fe entre la población de esta tierra a lo largo de los siglos son numerosas, constantes y muy diversas, y en su conjunto brindan indicadores fiables para saber cómo somos. El hecho, por ejemplo, de que cerca de dos millones de personas acompañen a la Virgen de Zapopan cada año, dice mucho de lo que verdaderamente mueve a la gente, y yo siempre he pensado (desde que una vez así me lo hizo ver don Mario Fregoso, el del puesto de periódicos de Morelos y Américas) que cualquier otra movilización social, cualquiera que sea su causa, hay que compararla con la Llevada de la Virgen, para saber en realidad de qué estamos hablando.
Ahora bien: la fe no sólo se materializa en demostraciones de carácter religioso. Éstas ilustran muy bien nuestra proclividad a dejar que nuestra conducta como sociedad la modulen, ante todo, nuestras creencias, y esto vale para todos los estratos socioeconómicos, todos los rumbos de la ciudad, y a cualquier escala: desde las fiestas familiares en torno a una ceremonia hasta las congregaciones internacionales y multitudinarias de La Luz del Mundo. Pero también es principalmente la fe la que explica —para traer a colación uno de los casos más pasmosos— que alguna vez se formaran miles de personas para pagar por ver a la famosa hadita que «se le apareció» a un listillo.
La fe o la falta de fe. Que es lo que estamos viendo, y puede que por ahí esté la razón de que, cuando la pandemia va recrudeciéndose y los contagios se multiplican a un ritmo cada vez más acelerado, sea cuando a la gente en general la tenga con menos cuidado. Mi hipótesis es ésta: en una ciudad donde cualquier día aparecen decenas (¿treinta y tantas, sesenta y tantas?) bolsas con pedazos de personas, y donde la locura más inconcebible, la maldad más salvaje, ya ni siquiera alcanzan a ser noticia, estamos tan habituados a la atrocidad que somos por completo incapaces de creer en una amenaza como la del coronavirus. Entre nuestra atrofia moral y el cinismo de los corruptos, en una realidad donde la ignorancia y el hambre y el miedo se apretujan en el transporte público que surca nuestras calles asesinas, ¿quién va a creer en un bichito que, además, es invisible?
J. I. Carranza
Mural, 25 de junio de 2020
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Profetas
A finales de febrero pasado, cuando ya las alarmas por la proliferación del virus estaban pitando cada vez más fuerte, no sólo en China, sino ya también en Europa, el filósofo italiano Giorgio Agamben se apresuró a redactar su descreimiento: «Frente a las medidas de emergencia frenéticas, irracionales y completamente injustificadas para una supuesta epidemia debida al coronavirus, es necesario partir de las declaraciones del CNR [Consejo Nacional de Investigación], según las cuales […] “no hay ninguna epidemia de SARS-CoV2 en Italia”». Amparado en esas declaraciones, Agamben afirmaba también que en el 90 por ciento de los casos la enfermedad no pasaría de ser una gripita.
Más que el desatino del filósofo, lo que llama la atención es la prisa que entonces tuvo por meter la pata. Aducía, en aquel artículo, que la pandemia era una invención y que las medidas tomadas por los gobiernos para enfrentarla obedecían a fines de control similares a los que se persigue al denunciar la amenaza del terrorismo… Bueno, lo triste es que no son argumentos, los suyos, demasiado distintos de los que vienen dando Paty Navidad o el Cardenal Sandoval (¡ay, la prensa!, ¿por qué tiene que seguir yendo a preguntarle cosas a este sujeto?).
Cuando la masacre desatada ya era el argumento más contundente para demostrar que la pandemia no era invención, Agamben volvió a proferir sus admoniciones apocalípticas: en esta ocasión, a finales de mayo, acusaba a cuantos hemos participado de cualquier modalidad de educación a distancia (profesores, estudiantes, universidades) de colaborar en una conjura, de orden fascista, que pretende terminar para siempre con la educación universitaria. «Todo esto, que había durado casi diez siglos, ahora termina para siempre». ¡Y uno habría pensado que nomás estaba batallando con Zoom, cuando en realidad se hallaba encaminando a las nuevas generaciones a desbarrancarse en la ignorancia y la barbarie!
Son risibles, los aspavientos del incrédulo y agorero Agamben —y de muchos otros. Pero el problema, con los profetas como él (y como Paty Navidad, y como el Cardenal), es que nunca es imposible que haya multitudes que les hagan caso. O, más bien, es lo más probable.
J. I. Carranza
Mural, 18 de junio de 2020
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Premio a la FIL
La concesión del Premio Princesa de Asturias a la Feria Internacional del Libro de Guadalajara puede entenderse, por una parte, como el reconocimiento a una de las empresas culturales más importantes del orbe iberoamericano. Habría que precisar, sin embargo, en qué se funda esa importancia: ¿en el influjo que la feria ha podido tener en los rumbos del mercado editorial a lo largo de tres décadas y media? ¿En la población de lectores que, sin la presencia de la feria, jamás habría existido? ¿En la medida en que ha funcionado como un foro de discusión de las ideas, o propiciando que la literatura, otras artes, las ciencias, la comunicación, etcétera, descubrieran posibilidades que sin la feria serían impensables? ¿En su contribución al desarrollo cultural de esta ciudad, de este país, del continente?
Mucho de todo lo anterior, seguramente. Por cuestionables que sean determinados aspectos de la FIL (sus modos de manejarse, la comprensión que tiene del público, los intereses a que sirve, etcétera), lo cierto es que el mundo del libro en Iberoamérica, y lo que hay en torno a él, no sería como es hoy, ni esta ciudad sería la misma, si estos treinta y tantos otoños no hubiéramos vivido lo que hemos vivido.
Pero, por otra parte, el premio también puede verse como una afirmación de la necesidad que tiene la feria en estos tiempos de incertidumbre. En medio de una crisis sanitaria y económica que ha obligado a cancelar o posponer prácticamente todo, de los Juegos Olímpicos para abajo, es de temerse que la FIL esté enfrentando ya los más graves predicamentos de toda su historia. Aun cuando se haga todo lo posible porque tengamos feria este año, habrá que ver quiénes de sus participantes van a tener dinero para entrarle, y en qué condiciones será posible. Mucho de lo que da sentido a la FIL no entra, según los criterios oficiales, en la arbitraria definición de lo «esencial» a que nos ha orillado la pandemia: ante esa descalificación sumaria, ¿de qué tamaño es el desafío?
Por eso tiene tanta relevancia este premio: porque está promulgando a los cuatro vientos la necesidad mayúscula de que la FIL se salve, que sobreviva. Ojalá que consiga remontar esta crisis del mejor modo.
J. I. Carranza
Mural, 11 de junio de 2020