Categoría: Negro y cargado (Página 1 de 5)

Frivolidad

Hasta antes de la primera salida del PRI de Los Pinos, o tal vez más atrás, en los alrededores del fin del mandato de Salinas, el signo distintivo en las formas de la política mexicana era la solemnidad. El comportamiento en público de las figuras más visibles de todo el elenco estatal, del presidente de la República al síndico del municipio más remoto y olvidado, se regía tácitamente por unas ansias de compostura y respetabilidad —merecida o no—, y los rituales cívicos se cumplían a rajatabla, desde los honores a la bandera en la primaria rural de aquel mismo municipio hasta la ceremonia de traspaso de la banda presidencial, cada cambio de sexenio. Pensé en Salinas porque quizás el primer gran desfiguro inesperado que presenciamos tuvo lugar la noche en que lo vimos ponerse en huelga de hambre porque habían arrestado a su hermanito (traía una chamarra de velador y se había ido a pasar la noche a una colonia popular de Monterrey).

       Con Zedillo, sin embargo, todo quería ser todavía serio hasta el sopor, y las salidas de tono del presidente (como cuando calló a gritos a una señora que lo estaba interrumpiendo) eran excepcionales y vistas con incredulidad, pues aquello de la famosa «investidura presidencial» aún era una especie de dogma de fe, que no había sido puesto en duda ni siquiera con las excentricidades de López Portillo —galán descocado e histrión fallido, alguna vez se hizo filmar sin camisa haciendo lagartijas y levantando pesas, y se creía la reencarnación de Quetzalcóatl, pero su actuación mejor fue cuando se puso a chillar y nacionalizó la banca.

       Pero luego llegó Fox y pronto todo aquel envaramiento, el cuidado de las formas y de los símbolos, se canjeó por la frivolidad cada vez más incontenible. Dicharachero, bravucón, según él sarcástico, pero en realidad nomás payaso, ignorante y terco, con sus exhibiciones de superficialidad (y las de su esposa) no hacía sino tratar de envolver la formidable decepción histórica que les entregó a los millones de ilusos que pensaron que iba a servir de algo. ¿Para eso se había batallado tanto, al menos desde el 68? ¿Para que tuviéramos a semejante cabeza hueca al frente de la nación? (No sabíamos lo que nos esperaba, casi un cuarto de siglo después).

       Es cierto que mucho quiere decir de nuestra inmadurez democrática el hecho de que siempre estemos prestando tanta atención a los protagonistas más conspicuos de la vida pública del país. Al igual que pasa con esas estrellas de la farándula cuya fama se debe no a sus películas ni a sus canciones, sino sobre todo a sus correrías, a los chismes que levantan, a los aparatosos accidentes de sus vidas sentimentales o a las garras que se ponen, los gestos y los dichos de los políticos mexicanos terminan por importar más que sus hechos y sus razones, más que los intereses reales a los que sirven y más que las artimañas de que se valen para violar la ley sin ninguna consecuencia. Y estamos en tal medida embobados en la contemplación de sus modos de conducirse y de sus sandeces que olvidamos preguntarnos qué hay detrás: por qué quieren lo que quieren.

       Los aspavientos de autoridad y firmeza que quiso hacer Calderón degeneraron en una serie de arbitrariedades cuyas consecuencias sangrientas seguimos sufriendo, y aun así él mismo se permitía ir por la vida con una risita sarnosa, burlona, que le servía para vehicular su autosuficiencia y su arrogancia y su altanería. Y con Peña Nieto asistimos a un intento desesperado de restauración de la solemnidad, pero el presidente era tan rematadamente tonto (asustadizo, preverbal, incapaz de ninguna ironía) que todos sus esfuerzos por parecer honorable sólo redoblaban su ridiculez. Además, a propósito de aquello de la farándula, en su caso se había decidido abrazarla descaradamente, emparejándolo con una actriz que supuestamente habría de robarse el corazón del pueblo y convertirse ¿en una especie de Evita?, pero el guion era tan chafa, y los protagonistas tan insípidos, que toda la telenovela salió mal.

       Y así hasta que llegamos al triunfo absoluto de la frivolidad, la chapucería, la patraña, el cinismo —lo que resulta de revolver la impunidad con la desvergüenza— y la mera tontería estatuida como línea de gobierno. No se trata, hoy, solamente del cotidiano despliegue de disparates entremezclados con invectivas, mentiras, exageraciones, rencores, traumas y absurdos (la mezcolanza infaliblemente insólita de las «mañaneras»): a excepción de quienes sufren directamente las consecuencias más dramáticas y dolorosas del estropeado estado de las cosas, que son las víctimas de la violencia y de la criminalidad enloquecidas, a nadie parece extrañarle cómo se ha impuesto en nuestra atención un temario principalmente compuesto por las estupideces que el presidente, su partido, sus adversarios y —lo peor— la prensa quieren que nos absorban. La larguísima víspera de la jornada electoral de 2024, por ejemplo, con su tsunami de personajes grotescos, derroches obscenos, palabrerías inservibles, comisión de todo tipo de delitos y ostentación de vilezas. ¿Por qué tenemos que estar ocupándonos de las «corcholatas», de la ineptísima oposición, de todas sus miserias morales, mientras el país es un campo de exterminio y a la vez una fosa que crece incesantemente? La frivolidad puede ser perversa.

J. I. Carranza

Mural, 28 de mayo de 2023.

Extinción

Las transformaciones más radicales de las sociedades son, a veces, las que operan de modos más sutiles e inadvertidos: lentas pero consistentes e imparables mutaciones de las conductas de los individuos, a la postre imperantes en las masas, sólo nos percatamos de ellas cuando ya son irreversibles. Hacia finales del siglo XIX, por ejemplo, Oscar Wilde señaló —pero ya era demasiado tarde— cómo se había degradado el ejercicio de la mentira y era difícil encontrar quién mereciera el título de mentiroso con todas las de la ley: desde los políticos hasta los poetas, todo mundo estaba patéticamente abocado a la procuración de la verdad, con las lamentables consecuencias que semejante pretensión trajo consigo para la civilización al hacernos canjear los frutos mejores de la fantasía por «la pobre vida humana, verosímil y carente de interés». 

       No sé si será igualmente irreversible otra pérdida tremenda a la que estamos asistiendo hoy mismo, presenciándola pero sin reparar en ella, y que sólo lamentaremos hasta caer en la cuenta de sus más flagrantes estragos. La humanidad está quedándose sin idiotas (o, al menos, ese sector de la humanidad al que podemos sentirnos integrados cuando pensamos en la vida moderna, preferiblemente en sus vertientes urbanas). No quiero sonar demasiado alarmista, pero todos los días encuentro razones para convencerme de que la auténtica y mejor estupidez, aquella que otrora se materializaba y era evidente en hechos y dichos de incontables imbéciles incontestables ha entrado en un proceso de extinción, y la culpa es de la sociedad en su conjunto, que quién sabe cómo podrá seguir adelante sin la participación activa de sus más conspicuos tarados y sus descerebrados más sobresalientes. Y los idiotas son muy necesarios. Indispensables, diría yo, para saber quién no lo es.

       Si mis amables lectores tuvieron suerte —espero que sí—, en la semana habrán visto el video en el que se aprecia cómo, al dar un salto de una ventana a otra de Palacio de Gobierno, en Guadalajara, un joven se estrella bonitamente en el suelo, luego de haberse hecho, de seguro, uno o varios raspones en brazos y piernas y faz, cuando el pedazo de alféizar en el que aterrizaría se desmoronó bajo su peso y el saltarín no fue hábil para sujetarse de los barrotes —por lo visto, tener extremidades prensiles e incluso pulgares oponibles no es suficiente para que la evolución haya terminado de hacer su trabajo—, de modo que la fuerza de gravedad hizo lo suyo y produjo el soberbio costalazo, más admirable aún por el sonido seco y espeluznante del cráneo contra los adoquines, una piedra contra otra, luego de lo cual se alcanzaba a verlo medio incorporarse, más aturdido que adolorido —más adelante se habrán invertido las magnitudes de estos efectos: le habrá dolido más la vergüenza en el momento, tal vez, pero la vergüenza suele durar menos que el picor de una descalabrada sabrosa.

       Bueno, pues el intrépido —ni tanto— acróbata, practicante de esa aparatosa procuración del suicidio conocida como parkour (trapecistas de sí mismos que gustan de grabarse mientras libran vacíos y dan maromas, hasta que algo sale mal y entonces la épica se trueca en ridículo o en funeral), fue de inmediato identificado como  influencer, término que, entiendo, sirve para referirse a un famoso cuyos seguidores toman decisiones a partir de lo que el famoso dice o hace —aunque eso ha existido siempre, desde luego—, especialmente en la realidad suplementaria que son las redes sociales. No sé si en efecto lo era y si ya dejó de serlo: tal vez cerró sus redes luego del ranazo y del daño al patrimonio del pueblo de Jalisco (busqué sus cuentas y no las hallé). Pero el hecho de que perteneciera a ese gremio, el de los influencers, ya desactivaba automáticamente cualquier intento de tomarlo como un idiota rotundo e inequívoco. Pues la sola búsqueda de notoriedad y de fama cuenta como una justificación tácita de las más extremosas hazañas (físicas o morales) de cualquiera que se proponga asir, así sea por unos instantes, la atención y la devoción de las multitudes.

       Pongámoslo de este modo: nuestra embotada tramitación de la realidad presente está filtrada en gran parte (si no es que del todo, en muchos casos) por la urgente necesidad que redes y medios tienen de capturar nuestra cada vez más escasa atención, así sea por unos instantes. En la medida en que sirve a ese fin, lo más grotesco, lo más monstruoso, lo más repulsivo, lo más insensato es, también, lo más deseado, lo más procurado: por las redes, por los medios y por nosotros. Y así, cuando para triunfar (en casi cualquier ámbito en el que el triunfo depende del embeleso de las masas) lo que hace falta es hacer las mayores idioteces, resulta que nos vamos quedando impedidos de distinguir quiénes son los más esmerados y hazañosos idiotas, y entonces todos lo son, lo que equivale a decir que ya nadie lo es. Ya casi ninguno logrará azorarnos o escandalizarnos lo suficiente. Pero, además, en estos tiempos timoratos y neuróticos, también nos hemos ido privando de llamar a las cosas como son, y hace un buen rato que dejamos de decirles estúpidos a los estúpidos, con lo que también aceleramos su extinción casi definitiva.

       Dudo que pase, pero ojalá algún día los idiotas recuperen el lugar excepcional del que disfrutaban en otros tiempos.

J. I. Carranza

Mural, 21 de mayo de 2023.

Un profesor

Un hombre, ya entrado en años, pero no viejo, a paso lento, pero no cansado, avanza por el pasillo vacío de una escuela. Usa un traje gris de tres piezas y sólo lleva consigo el portafolios de piel en la mano derecha; la otra mano va guardada en su bolsillo, la mirada parece ir reconociendo ya las visiones que convocará unos minutos más adelante, se diría que va al mismo tiempo concentrado y distendido. Entra al aula: por sus dimensiones y por la disposición del espacio es una suerte de anfiteatro, de los que se destinan en las universidades a las clases más importantes. Todas las butacas están ocupadas y el barullo de las conversaciones no se interrumpe con la aparición del profesor, en lo alto. Baja unos escalones, ya está dentro, y es entonces cuando su voz resuena, fuerte y clara, y termina de materializar su presencia. «Damas y caballeros», dice, mientras sigue bajando hacia el lugar donde lo esperan el escritorio y el pizarrón, «hay dos millones de palabras en este curso: las obras de las que nos ocuparemos contienen un millón de palabras, y ustedes van a leer cada una de esas obras dos veces…». Sobre el murmullo de risas nerviosas, el profesor obsequia todavía un par de bromas más, acerca del nacimiento de la literatura, y entonces acomete su asunto: «Franz Kafka y La metamorfosis», anuncia, con una mezcla de reverencia y exultación, y el silencio se afirma y todos los estudiantes empiezan a tomar notas.

       El profesor es Vladimir Nabokov, interpretado por el actor Christopher Plummer en un cortometraje que recrea una de las clases que impartió en la Universidad de Cornell entre 1948 y 1959 (el título es Nabokov on Kafka y está en YouTube). Basada en los libros que recogerían esas clases sobre literatura europea y rusa, la película despliega algunas de las ideas más importantes del autor de Lolita acerca del escritor checo y, también, acerca de lo que la experiencia de encuentro con el arte y la literatura puede hacer con nosotros: «Belleza más piedad», afirma Nabokov antes de entrar a la disección de la historia del hombre convertido en insecto: «es lo más cerca que podemos llegar a una definición del arte […] Donde hay belleza, hay piedad, por la sencilla razón de que la belleza tiene que morir. La belleza siempre muere…». Conforme la clase avanza, la voz del profesor conduce a sus estudiantes a la confrontación con verdades sobrecogedoras, facilitándoles una comprensión profunda de la obra de Kafka que, de otra forma, seguramente jamás habrían podido tener.

       Desde que descubrí este corto, yo quedé impresionado, sí, por las ideas de Nabokov, pero también por su desempeño como profesor —de creer, claro, que esta adaptación cinematográfica sea leal con la realidad histórica, pero no encuentro motivo para no creerlo—: el poderío histriónico de su voz, dotada con las inflexiones precisas para la intensificación del significado de cada palabra, y el modo en que sujetaba la atención de sus alumnos y cómo compensaba esa atención con revelaciones insospechadas. Y su determinación evidente de que el examen de la obra de arte —esa exposición en que consistía su clase— fuera, a su vez, una forma de arte, abriendo en la emoción de los estudiantes/espectadores un acceso privilegiado al conocimiento. Poseedor, como novelista, de todos los atributos que Harold Bloom exigía para la fuerza estética (originalidad, dominio del lenguaje metafórico, poder cognitivo, sabiduría, exuberancia en la dicción), el profesor Nabokov también ponía esas destrezas al servicio de la tarea importantísima de que sus alumnos supieran de qué fue capaz Kafka y qué tendría que significar eso para cada quien.

       Y he pensado —y lo voy a decir con todo el candor que resulta de declarar nuestras más sinceras ilusiones—: así como nada me habría gustado más, en mi vida como estudiante, que tener un profesor así, del mismo modo nada me gustaría más, en mi vida como profesor, que acercarme a ser un profesor así. Evidentemente, ante la imposibilidad cósmica de ser Nabokov, a lo que me refiero es sólo a una aproximación. Y lo cierto es que, en el elenco de quienes alguna vez tuvieron la responsabilidad de hacerme saber algo que no sabía, hubo quienes se aproximaron también a este ideal: más de alguna vez habré experimentado algo parecido a lo que debió de pasarles a los estudiantes de Nabokov —para no ir más lejos, cuando tuve como profesor a Juan José Arreola hablando de Borges y «El aleph»—. Pero vuelvo a lo que me ocurre hoy, cuando delante de un grupo a mi cargo yo tengo presente el ejemplo del ruso y no dejo de preguntarme cómo hacer para lograr siquiera un reflejo de esa hechicería, de ese prodigio que habrá sido tener clases con él.

No sé qué tanto de anacrónica tenga esta ilusión, ni en qué medida la vuelven irrealizable las condiciones imperantes hoy en la enseñanza. Vengo de cerrar uno de los cursos más deprimentes que recuerdo en mi trayectoria, en el que no sólo no pude suscitar la curiosidad de la mayoría de mis estudiantes ni alentar su participación ni mitigar su indolencia ni su tedio, sino que ni siquiera logré hacer que prendieran las malditas cámaras de sus computadoras casi nunca (¿qué habría hecho Nabokov dando clases por Zoom?). Habrá que perseverar, supongo, en este tiempo en que la atención es un recurso natural ya casi inexistente.

J. I. Carranza

Mural, 14 de mayo de 2023.

Maldonado

No hace mucho descubrí que el vigilante de una librería a la que suelo ir era idéntico a Maldonado. El descubrimiento cobró forma de súbito, un día que llegué y el vigilante me dio la bienvenida y me ofreció gel. Desde entonces no pude dejar de preguntarme: ¿Es Maldonado? Tengo tantas razones para creerlo como para no creerlo: ninguna.

Habré visto por última vez a Maldonado hace unos treinta y siete años, cuando salimos de la secundaria técnica. Estábamos en el taller de Torno. Casi cuatro décadas vuelven casi indistinguibles los recuerdos de lo que antes fue cotidiano, empezando por la dificultad de hacer corresponder los rostros con los nombres. Los primeros son más persistentes que los segundos: rasgos y gestos que preservamos con nitidez aunque ignoremos a quiénes pertenecieron. Los nombres, en cambio, se traspapelan, acaso porque fueron siempre más prescindibles que los individuos que los portaban. Cuando creemos reconocer una cara, nos preguntamos enseguida dónde la hemos visto, y sólo si damos con este dato obtendremos pistas para reconstruir nuestro vínculo con esa cara, y si el vínculo fue lo bastante significativo llegará el nombre para certificarlo: ¡Claro, tú eres Maldonado, de la secundaria, del taller de Torno!

En mi hallazgo, misteriosamente, di a la vez con el lugar y el nombre. El portador de éste, sin embargo, no tenía la importancia de ciertos amigos o ciertos profesores cuya impronta en mi recuerdo sería más duradera. Pese a ello, puedo rehacer con todo detalle la estampa de un muchacho achaparrado y movedizo en las filas delanteras de pupitres, mientras el profesor daba la parte teórica de la clase —luego pasábamos al taller propiamente dicho, para operar los tornos, las fresadoras, los taladros, los esmeriles, o para ocupar nuestro sitio delante de los tornillos donde desbastábamos y pulíamos piezas de fierro dulce con limas y lijas de agua—. Aunque fuéramos uniformados —camisa blanca, pantalón y bata de trabajo en color beige, zapatos negros—, lo diferencio del resto del grupo por su estatura, pero también por un dejo de insolencia en los ojos grandes y bromistas, y sobre todo por su voz, nasal, burlona: la voz del payaso de la clase. Le veo una cicatriz sobre el pómulo, un rizo indócil en la frente como indicio de su carácter atrabiliario. Y pienso ahora que en su conducta privaba un deseo desesperado de divertir: la socarronería con que buscaba las risas del grupo, las muecas que subrayaban sus gracejadas, su propia risa, algo desamparada si no hallaba eco. No dudo que el profesor no lo soportara. Era un compañero desagradable.

O, en todo caso, a mí me parecía desagradable. Yo tenía, naturalmente, mis amigos, el pequeño enjambre de quienes nos procurábamos, tácitamente en guardia ante los otros enjambres que hacían lo propio. En la secundaria vamos afiliándonos más soberanamente con quienes mejor nos parece: por la espontaneidad con que nos entendemos, porque descubrimos cómo reír en compañía por los mismos motivos o atribularnos también en compañía. Así que si Maldonado me resultaba desagradable era, sobre todo, porque no formaba parte de mi enjambre. Sus muecas y sus chistes sin gracia me causaban una mezcla de perplejidad irritada y desdén: yo prefería no llevarme con él. ¿Tenía él sus propios amigos? Quiero creerlo, pero no acierto a ubicarlos. Los imagino tolerándolo apenas, celebrándole alguna ocurrencia, quizás ensañándose al alentarlo en su papel de bufón, y enseguida desentendiéndose y dejándolo solo. ¿Y qué pensaba él de mí? Cómo saber si pude inspirarle la perplejidad y el desdén que, treinta y siete años más tarde, veo que se resolvían en un sentimiento horrible: lástima.

 Tal vez, de haber obrado el azar de otro modo, habríamos podido entendernos. A fin de cuentas, éramos más parecidos que diferentes, empezando por nuestra edad y por el desvalimiento propio de quienes atraviesan esa etapa, por nuestra pertenencia al mismo presente en el que nos internábamos sin saber muy bien qué hacer, como no fuera adivinar qué se esperaba de nosotros. Íbamos siendo librados a la relativa independencia de una adolescencia que cobraba forma en los rituales de la secundaria y en la transgresión de dichos rituales. Ambos teníamos que pasar por similares constataciones de nuestras respectivas individualidades, camino de las alegrías o las desdichas que fueran a tocarnos, y eso nos igualaba de un modo que, pasado tanto tiempo, ahora me parece conmovedor. Éramos apenas un par de variaciones del mismo niño en trance de dejar de serlo, tan solos e ignorantes y azorados como el resto de nuestros compañeros.

El vigilante de la librería desapareció hace algunas semanas; habrá renunciado o lo movieron a otro lugar. O habrá muerto. ¿Era Maldonado? Seguramente ya nunca lo sabré. Pero he quedado pensando esto: la memoria sólo sabe operar según los juicios que vamos haciendo sobre los demás. Tal vez, sí, durante el trecho que recorrimos juntos, Maldonado fue el individuo desagradable que recuerdo que fue. Pero, cuando dejamos de vernos, quién sabe en qué se habrá convertido. Y el hecho de que siguiera siéndolo en mi memoria acaso signifique que nadie merece nunca nuestro olvido, pero menos merece nuestro recuerdo. Ojalá que yo me encuentre por completo borrado del suyo.

J. I. Carranza

Mural, 7 de mayo de 2023.

El Licenciado

¿Eran previsibles las reacciones al suicidio del Licenciado? Tal vez no tenga sentido planteárselo así, en vista de lo imprevisible del hecho. Transcurrida una semana, y por más que hayamos ido asimilando la noticia, ésta no deja de parecer inverosímil y así la recordaremos siempre, con su brutalidad inapelable. Toda muerte es un escándalo y también el refrendo puntual de nuestra inagotable trivialidad: tanto poder para terminar así…

       Resulta útil, sin embargo, examinar el tono general de esas reacciones, pues acaso así nos acerquemos a la explicación de que una figura como la del Licenciado haya sido posible en nuestra aturdida realidad. Entre las declaraciones concretas de gratitud —por ejemplo las de sus colaboradores directos— y los elogios desmedidos y arrebatados —como las cursis florituras de escritores frecuentemente agasajados en la FIL, llorosos tal vez porque presienten el fin de esos días de vino y rosas—, la despedida se ha decantado por la celebración de los logros del Licenciado en el campo de la cultura, en primer lugar, y enseguida por lo que hizo para extender las capacidades de la Universidad de Guadalajara, desde que fue rector y a lo largo de todo el tiempo en que siguió comandando al grupo cuya fuerza y perdurabilidad se asentaron desde aquel rectorado. El gestor cultural capaz de proezas de las que todos nos hemos beneficiado, por un lado, y por otro el universitario visionario bajo cuyas conducción y vigilancia amorosas la institución creció y prosperó.

       Esas dos facetas le tienen asegurada al Licenciado la canonización laica que suele otorgarse a quienes acaban por quedar limpios de todo pecado: en el bronce de todo prócer se funden en partes iguales la memoria y el olvido. No es de extrañar, por eso, que las numerosas recordaciones que hemos leído estos días hagan el recuento de las obras y repitan lo importantes que son para la vida cultural de Guadalajara y de México y del universo entero, y al mismo tiempo admitan que el hombre detrás de esas obras pudo tener «claroscuros» o tener un «estilo» particular de ejercer su poder, pero como rebajando esos claroscuros y ese estilo a meras circunstancias incidentales y restándoles importancia. Sí, bueno, parecen decirnos esas recordaciones: el Licenciado provenía de un pasado turbio, hizo y deshizo valiéndose de una considerable opacidad, se granjeó lealtades y las puso al servicio de sus intereses (de su «visión») mediante un sistema de componendas y favores y castigos en el que muchos aceptaron participar por así convenir a sus propias carreras y fines, y él y los suyos dispusieron de la Universidad de Guadalajara como si se tratara de una empresa familiar, además de todo lo cual la vida pública del estado de Jalisco ha estado en gran medida supeditada a las conveniencias y a los contubernios y a las disputas de los querientes y malquerientes del Licenciado… ¡pero creó la FIL! ¡Qué sería de Guadalajara sin la FIL! ¡Quién como él, con esa altura de miras! Etcétera.

       Es cierto que la actuación del Licenciado —su astucia, su intuición, su laboriosidad— fue decisiva para el desarrollo de todo eso que hoy se le reconoce. Pero conviene preguntarse por qué esa actuación hubo de configurar un sistema absolutista en cuyo centro ese solo hombre debía ser obedecido —y temido y reverenciado—, so pena de quedar radicalmente fuera de dicho sistema —poco se ha recordado estos días la intentona de Carlos Briseño de romper con los usos y costumbres de la UdeG—. En el ya largo conflicto entre la Universidad y el gobierno de Enrique Alfaro, el rector Villanueva no tuvo empacho en declarar, a mediados de 2021, que el Licenciado no tenía el control de la UdeG, y fue seguramente una de las cumbres de la simulación a que estamos tan habituados en esta tierra. Muchas veces, con muchos universitarios, la plática abordaba la gran interrogante: ¿y qué va a pasar cuando el Licenciado ya no esté? ¿«Después de mí, el diluvio»? Como bien ha observado Hermenegildo Olguín, junto con unos cuantos periodistas tapatíos un buen conocedor de toda esta historia, el suicidio del Licenciado fue su último acto político. ¿Por qué se ha planteado con toda naturalidad si debió dejar un heredero o las instrucciones precisas para que sus sobrevivientes supieran qué hacer?

El sentimiento de orfandad que sobrevuela se corresponde bien con la inmadurez democrática de esta sociedad, de la que la Universidad de Guadalajara es una maqueta, que precisa dejarse tutelar por líderes o caudillos o caciques —Federico Campbell, otro consentido de la FIL, llamó al Licenciado «el Cacique Bueno»—, a cuya voluntad se pliega y a los que retribuye con embeleso y veneración y sumisión, haciéndose de la vista gorda e ignorante, o a propósito desentendida, de que las cosas podrían ser distintas. De que, por ejemplo, buena parte de la Universidad de Guadalajara no debería malvivir en condiciones de indignidad, mientras al mismo tiempo prospera el legado del Licenciado. ¿Irá a cambiar algo de aquí en adelante? Habrá que ver, primero, en qué para la rebatinga que se va a desatar: el mensaje de unidad que se ha querido enviar suena un poco a aquella declaración de Villanueva: a simulación o a candor. O tal vez estén esperando todavía las órdenes de ultratumba. ¿Quién nos dice que no van a llegar?

J. I. Carranza

Mural, 9 de abril de 2023.

Adiós, Chabelo

Es posible que la fe que profesábamos en la inmortalidad de Chabelo se debiera principalmente a que nuestra imaginación resolvía así el incesante enigma que hay en un niño que dejó de crecer. ¿Estaba impedido de hacerlo por alguna razón sobrehumana, o se trataba de una decisión deliberada, como la del personaje de Günter Grass? Del Judío Errante al Conde de Saint Germain, pasando por Fidel Velázquez y otros no tan líricos prófugos del cementerio, las explicaciones de la inmortalidad suelen ser oscuras y se pierden en la noche de los tiempos. En el caso de Xavier López, sin embargo, no hay mayor misterio: todo parece indicar que esa niñez eterna se originó en un chiste de su pareja cómica, Ramiro Gamboa (quien sería más tarde el Tío Gamboín). O sí hay misterio, como en toda epifanía: ¿cómo supo el joven actor que la genialidad consistía en conservar la voz tipluda y vestir para siempre con chorcitos?

       Aquella fe, sin embargo, era peculiarmente consciente de su carácter ilusorio. Sabíamos que Chabelo era inmortal de mientras, y con el paso de los años fue cobrando forma el juego nacional consistente en ver quiénes iban cayendo antes que este campeón del azaroso deporte de la supervivencia. Por eso, cuando ayer le tocó el turno fue como una interrupción odiosa, el final que ya sabemos que llegará pero no nos gusta creerlo. La cuenta de Twitter @chabeloviviomas, dedicada a llevar el puntual registro de los famosos que se le adelantaron a nuestro héroe, se vio obligada a emitir su último tuit, a la vez absurdo y cargado de sentido: «Chabelo vivirá más que Xavier López Chabelo…». Y el duelo, previsiblemente, ha transcurrido como una incontenible profusión de chistes y memes, en una amplia gama que cubre desde la bobería hasta la crueldad, pero creo que en general impregnados de un azoro que mucho tiene de cariño y de sentimiento común de pérdida. Está bien que haya tanto chiste, no sólo porque es un comediante el que así extrañamos, sino también porque, cuando la inundación baje y otras cosas nos ocupen en nuestra frenética tramitación de la actualidad, quedará el arte: el trabajo del inusitado y dotadísimo creador que fue Chabelo, o Xavier López, uno y el mismo, a tal grado fundidos que no había forma de saber quién era Jekyll y quién Hyde —era muy desconcertante verlo fuera del personaje, con su voz de señor, en papeles como el del genio en Pepito y la lámpara maravillosa, o el del coronel en El complot mongol.

       Hay algo injusto en el hecho de que gran parte del recuerdo que una o dos generaciones tienen de Chabelo provenga sobre todo de su programa En familia. Es cierto que tenía su mérito esa feria dominical hecha de rituales no por reiterados menos eficaces, fórmulas probadas para la incantación de un público de niños y adultos. Dejando a un lado la medida en que alentó, durante casi medio siglo, el consumo desmesurado de porquerías entre los mexicanos, es preciso reconocer que la fabricación de una tradición no es poca cosa, y más si esa tradición está hecha con los materiales de la payasada insulsa, el entretenimiento pedestre, la humillación de la gente y las ansiedades no siempre satisfechas de una vida amueblada por Troncoso y alimentada por Marinela. Pero En familia, insisto, es lo que menos va a terminar importando de lo logrado por Chabelo. Porque por encima de eso está su admirable capacidad para hacer reír, cosa que estoy seguro de que siempre logró, tanto en el cine como en la televisión.

       Van a estar saliéndonos estos días, por ejemplo, los videos de aquella escena de El extra en la que Chabelo hace de niño manchado y abusivo y Cantinflas trata de ponerlo en paz, pero con miedo, claro. O el sketch de un programa llamado El show de los cotorros, de 1972, en el que Chabelo está terco en que quiere que Héctor Lechuga le venda un boleto para ir a Disneylandia. O el de otro programa, quién sabe cómo se llamaría o de qué año habrá sido, en el que Chabelo es un niño llamado Pitoytoy y hace desatinar a sus tíos y a la visita (Lechuga, El Borras, El Comanche). O sus apariciones como Pujitos sobre las rodillas de César Costa, o los empujones y los zapes con Alejandro Suárez, en La carabina de Ambrosio… O las escenas en que hacía berrinche y se privaba… No hace mucho, se hizo viral un video del tiktokero @Jezzinien el que contaba cómo, cuando le preguntaron en Londres quién sería el equivalente mexicano de la reina Isabel II, él pensó de inmediato en Chabelo (y tuvo que explicar: un señor que se viste de niño); poco después alguien más quiso saber quién sería la figura más importante de la televisión mexicana, y entonces Jezzini pensó en El Chavo del Ocho (y tuvo que explicar: un señor que se viste de niño). Yo quisiera confiar en que está garantizado que las generaciones venideras sigan enterándose, y riéndose, de lo que fue tan importante para quienes ya casi vamos pidiendo la cuenta.

Es triste cuando el oficio de columnista se vuelve, cada vez más a menudo, el de redactor de necrológicas. Hace una semana estaba acordándome de López Tarso, hoy de Chabelo. Supongo que no hay más remedio, y en todo caso estas despedidas sirven para recrear los mundos que se borran con ellas. Tal vez por eso necesitamos continuamente inmortales, así sean provisionales: para no ir borrándonos tan pronto nosotros también.

J. I. Carranza

Mural, 26 de marzo de 2023

López Tarso

¿Quién queda? Mucho tiene de desolador y algo de desalmado esta pregunta, habitual cuando un grande termina de faltar. A veces empiezan a faltar antes, cuando la vida los ha obligado a hacer mutis y sólo llegamos a saber qué fue de ellos al barrer el olvido. No fue el caso de Ignacio López Tarso, presente a lo largo de unas siete décadas en la cultura nacional (popular y de la otra). Desde los cincuenta del siglo pasado, cuando era bracero y el destino lo tumbó de una escalera para hacerlo volver y cambiar de nombre y de rumbo, y hasta no hace mucho, cuando la enfermedad por fin lo puso en paz. (El periodista Héctor de Mauleón recordaba que, según el testimonio del propio actor, el Tarso se lo puso Xavier Villaurrutia, y que la lectura de los Nocturnos le habría salvado la vida mientras convalecía de la caída que le rompió la espalda: Saulo de Tarso, una caída, una revelación, el origen de una vocación).

      ¿Quién queda? Cada despedida deja más despoblado el escenario de nuestra memoria, que algún día quedará vacío del todo, o será más bien que ya no reconoceremos a nadie. Lo cierto es que el tiempo no pasa en balde y más difícil se nos hace cada vez admitir a nuevos figurantes. No me gusta hablar de «mi generación» porque nunca sé qué quiere decir eso, pero sí puedo asegurar que los mexicanos que pasamos buena parte de la infancia en las inmediaciones de un televisor en los años setenta llevamos en lo hondo de la psique el momento traumático en que López Tarso se salía del personaje en la película Cri-Cri, el Grillito Cantor, y pedía un aplauso para el auténtico Francisco Gabilondo Soler, cuya vida había venido interpretando hasta ese momento (y entonces veíamos que Cri-Cri era en realidad un señor de patillas algodonosas y gruesos anteojos, muy distante de la envarada apostura de su intérprete en la cinta).

      A partir de esa evocación, a lo largo de toda la semana no he dejado de repasar mi memoria particular de López Tarso, que no se termina; al contrario, se amplifica y me obsequia constantemente con inesperadas revelaciones. Caí en la cuenta, por ejemplo, de que el actor hizo pareja con la prodigiosa Pina Pellicer en dos de sus mejores películas: la justamente celebrada Macario, de 1960, y Días de otoño, de 1963, ambas de Roberto Gavaldón. ¿Qué pasaba en México en ese tiempo para que pudieran concebirse y ejecutarse semejantes obras maestras? Es lo que a uno le da por preguntarse —o bueno, a mí— cuando las evocaciones desembocan en comparaciones, pero eso sólo ocasiona que uno quede más pronto proscrito del presente. Mejor, en cambio, recordar lo que acaso no recordábamos. Como esto: el crítico Ernesto Diezmartínez tuiteó: «Si pudiera elegir sólo un personaje de López Tarso, sería el crístico Don Jesús de Los albañiles. El torcido mesías que vino a cargar todos nuestros pecados y será traicionado y crucificado. Y resucitará al tercer día para ser sacrificado de nuevo».

      Y ahí fui a ver de nuevo la película de Jorge Fons, de 1976. Seguramente tiene uno de los repartos más asombrosos en la historia del cine mexicano, pero, además, se antoja pensar que la audacia creadora del católico Vicente Leñero no ha tenido a nadie que se le acerque. Eso era transgresión, y no payasadas. Y el turbio personaje de López Tarso, el rengo velador de la obra en construcción, cuya ambigüedad siniestra es causa de que cualquiera hubiera podido matarlo, es en efecto absolutamente fascinante: qué capacidad tenía el actor para encarnar personajes inconcebibles, marginales radicales en el fondo de cuyos intrincados laberintos existenciales o mentales hay una afirmación inesperada de humanidad —y eso es lo que los hace sobrecogedores—. Pienso, por ejemplo, en el tragafuegos de Cayó de la gloria el diablo (1972), que se enamora del personaje de cabaretera de Claudia Islas («¡No te metas con Popea!», les responde a quienes tratan de hacerlo entrar en razón), o en el perturbado asesino de mujeres Ángel Peñafiel, de El Profeta Mimí (1973), con Ofelia Guilmáin, Carmen Montejo, Ana Martin… Ambas películas son de José Estrada, y de nuevo me pregunto: ¿qué directores hay ahora capaces de filmar algo así? O El hombre de papel (1963), del gigantesco Ismael Rodríguez, donde López Tarso hace de un indigente mudo que, la única vez en la vida que tiene suerte y se encuentra un billete, es estafado por un ventrílocuo borracho (Luis Aguilar) que le vende a Titino haciéndole creer que de verdad puede hablar (es como una retorcida variación de la historia de Pinocho, sólo que aún más espeluznante).

            Así me la he llevado. Incluso me puse a oír las grabaciones de corridos recitados por López Tarso, y me acordé de su parodia que hacía Héctor Kiev en el noticiario de Jacobo, un personaje llamado Tacho que, vestido de charro, declamaba una eficaz forma de cartón político oral que al final siempre merecía el «Buena rima, Tacho, buena rima» de Jacobo. (Titino, Jacobo: nombres que cada vez seremos menos quienes los recordemos sin necesidad de explicaciones). No tiene fin, digo, y si bien es cierto que la senda de la melancolía y la añoranza suele acabar en la barranca baldía de los supuestos tiempos mejores, también su decurso es una forma de felicidad. Qué bueno que nos tocó compartir un pedazo del presente con alguien como el titán que acaba de irse. 

J. I. Carranza

Mural, 19 de marzo de 2023.

(En la foto, López Tarso y Ana Martin en El profeta Mimí).

Dar nota

La víspera del 8 de marzo, para responder por qué una vez más se blindó Palacio Nacional con una muralla metálica ante la llegada de los contingentes de mujeres que marcharían hacia el Zócalo, el Presidente respondió como suele, con socarronería y haciéndose la víctima, abriendo mucho los brazos y pelando los ojos, y también con la sonrisa ladeada que subraya su convicción de estar diciendo algo muy obvio, muy evidente. «¡Magínense! Lo que quisieran…», dijo , refiriéndose a las feministas. (Bueno, él dice «femenistas»: tan guango le viene el asunto que ni siquiera le interesa nombrarlo bien). «Esteee… Destruir el Palacio. ¡Lo toman! ¡Para que haya nota! Nacional e internacional». En este punto, hubo varios segundos de balbuceos que podrían transcribirse así: «Enton noecesist; el guales tiuyola sirs». Por asombroso que sea, parece que a nadie le llaman la atención esos posibles indicios de afasia. «¡No!», siguió, «¡logran su propósito! De que ya nadie hable del narcoestado de la derecha…».

      Nos hemos habituado a tal grado a esta mezcla de payasadas y sandeces que pocas ganas dan ya de escudriñarla a ver qué significa. Y, sin embargo, puesto que hemos consentido que la realidad se centre en tal medida en los dichos y los actos del presidente, la exhibición cotidiana de su discurso es ineludible si queremos hacernos una idea de lo que pasa (y de lo que puede pasar). En sus borucas del 7 de marzo se traslucen, pues, varias cosas que conviene tomar en cuenta, como por ejemplo la dificultad cada vez mayor que tiene para dar forma a sus obsesiones y a sus supuestas preocupaciones, entre ellas que se deje de hablar «del narcoestado de la derecha». ¿Será que íntimamente lo tortura el prurito de la originalidad, la ansiedad de hallar todo el tiempo nuevos modos de decir lo mismo que dice siempre? ¿En su fuero interno sabrá que debe proponerse continuamente no aburrir a su audiencia, y por eso luego se le hace bolas el engrudo, farfulla y masculla, y por no hallar la salida acaba desembocando en un redondo disparate? Según él —creo que es lo que había que entenderle—, el propósito de las feministas es que hablemos de otra cosa, y ya no de García Luna y de Calderón.

      Pero lo que en realidad lo alarma —y, por lo visto, vive en una constante zozobra por eso— es que sus adversarios «den nota». (Y entre sus adversarios se cuentan, desde luego, las feministas). Dicho de otra manera, tiene una misteriosa fijación con la necesidad de lo que en tiempos prehistóricos se llamaba «tener buena prensa», y digo que es misteriosa porque el Presidente goza y seguirá gozando de unos niveles de adoración con los que ningún otro mandatario podría soñar jamás. ¿Por qué le horroriza tanto que los periódicos y los medios noticiosos empañen su imagen? Es curioso que la prensa, particularmente en México, enfrentada a diario a adversidades y calamidades que la amenazan por todos lados, por falta de público que quiera seguir pagando por ella, por los riesgos que corren los periodistas (empezando por el riesgo de ser asesinados), por la competencia desigual que tiene en las redes, etcétera, en la imaginación de presidente siga siendo tan poderosa como pudo serlo en otras épocas ya idas. Tal vez el último presidente que tuvo tan presente lo que se decía en los periódicos de él fue Echeverría.  

      Un par de días después, vimos cómo una reportera acorraló a López Obrador y lo hizo desatinar vergonzosamente al interrogarlo acerca del espionaje militar a un defensor de derechos humanos y un par de periodistas. Ante las pruebas y, sobre todo, ante la exposición de las incongruencias entre lo que el Presidente siempre machaca («¡No somos iguales!») y lo que hacen sus subalternos castrenses, recurrió al repertorio de acusaciones, infundios, denuestos, insultos y reproches que siempre acaba haciéndole a la prensa, fue perdiendo piso, se contradijo, se encabronó. Y, acto seguido, luego de esa revolcada que le pusieron, le dio la palabra a otra «reportera», burdamente colocada ahí para ensalzarlo y tratar de alisarle las arrugas del traje.

      Ahora bien: más importante que todo esto es el hecho de que la causa de las mujeres en México no le importa al Presidente. En su distorsionada visión de la realidad, presidida por él mismo, lo que está por encima de todo es su turbio ideario y la determinación de perpetuarlo a como dé lugar, y no tienen cabida las exigencias de justicia y de paz de millones de mexicanas hartas de que se siga abusando de ellas, discriminándolas, maltratándolas, violándolas, desapareciéndolas y asesinándolas. Eso no es nota. Que en este país maten al menos a once mujeres al día por el solo hecho de ser mujeres no es nota. O, si llegara a serlo, para el Presidente significaría que ha sido gracias a maquinaciones y conspiraciones que buscan desplazar la atención a otros asuntos, lejos de los que a él le interesan.

      Lo platicaba el otro día con mis alumnas universitarias: ¿cómo es que no estamos hablando solamente de la causa de las mujeres en México? Día y noche, no tendría por qué ocuparnos ninguna otra materia, hasta que el exterminio y el terror cesen y todas y cada una puedan vivir en paz. Pero no, claro: eso nos distraería de hablar del «narcoestado de la derecha». O de cualquier otra cosa que mañana se le antoje al señor Presidente.

J. I. Carranza

Mural, 12 de marzo de 2023.

¿Sólo solo?

En días pasados, la Real Academia Española hizo un anuncio que no anunciaba lo que muchos quisieron creer, pero que bastó para revivir una polémica que de cuando en cuando retoña, hecha sobre todo de obstinaciones y exageraciones, ociosa y patética en el fondo pero al mismo tiempo entretenida, como esos videos que a veces circulan de automovilistas que tuvieron un percance y se bajan, dizque muy prendidos y listos para agarrarse a golpes, pero sólo (con tilde) hacen amagos y fintas y pasitos de danza, enrabiados pero sacatones, queriendo lucirse pero en realidad haciendo el ridículo, ineptos para de veras trenzarse. El anuncio, pues, esparcido por el periódico madrileño ABC con sensacionalismo, era que la Academia estaría por hacer un ajuste en la redacción de la entrada del Diccionario panhispánico de dudas relativa a las palabras solo/sólo, dejando, según el diario, «a juicio del hablante que escribe la necesidad o no de utilizar la tilde».

La famosa tilde diacrítica. Como es sabido, desde que en 2010 los académicos reales dispusieron que se suprimiera la tilde diacrítica del adverbio sólo, y también de los pronombres demostrativos éste, ése y aquél y sus formas femeninas y plurales, el mundo hispanohablante quedó dividido en dos bandos irreconciliables: el de los solotildistas, renuentes a la remoción de la tilde y determinados a seguir utilizándola siempre que la palabra sólo fuera usada como adverbio (equivalente a solamente o, en buena parte del español que se habla fuera de España, a nomás), y los antisolotildistas, tozudos exterminadores de la infestación de tildes y para quienes el uso adverbial se distingue del adjetival (cuando solo es equivalente a solitario, único, vacío, impar, despoblado, etcétera) siempre por el contexto. Pensándolo bien, el mundo hispanohablante está dividido en realidad en tres: los ya referidos antagonistas, defensores y detractores de la tilde, y la inmensa mayoría a la que el asunto la tendría sin cuidado si llegara a enterarse de su existencia.

Argumentos hay para un bando y para otro, algunos atendibles y otros necios. Incapaz de resolverse de una vez por todas para dejar parejamente contentos a partidarios y objetores, la RAE sólo (con tilde) ha reforzado la confusión, desde el principio, admitiendo que del juicio del escribiente dependerá siempre la decisión final, pues corresponderá a éste (con tilde) decidir si en lo que escribe hay o no riesgo de ambigüedad. Y es lo mismo que ha venido a decir ahora —no se echó para atrás, como afirmaba el ABC en su escandaloso y falsario titular: «La RAE rectifica y devuelve la tilde a sólo trece años después»—. Para decirlo pronto: un cambio en la ortografía que no tuvo mucha razón de ser, cuyos alcances nunca han quedado del todo claros, trece años más tarde sólo (con tilde) ha sido formulado de modo distinto. Y eso solo (sin tilde) bastó para desatar el furor de estos días: la infundada celebración de los fanáticos de la tilde y la desesperación de sus odiadores, unos y otros demasiado acelerados como para leer a fondo el anuncio y darse cuenta de que fue un giro en redondo que nos ha dejado donde mismo.

Un poco ridículo todo. Por ejemplo, el académico Arturo Pérez-Reverte, muy dado a los exabruptos y a las aparatosas exhibiciones de belicosidad infantiloide que animan a sus personajes, bramó: «El pleno del próximo jueves será tormentoso», refiriéndose a la futura sesión en que él y sus pares afrontarán la controversia desatada. Si Pérez-Reverte apoya la tilde, casi cuenta como razón para rehuirla, así sea solo (ahora sin tilde) por antipatía. Pero lo más bochornoso de todo es la medida en que tanta gente acepta tácitamente someterse a la autoridad despótica y repelente de una institución que podrá hacer muchas cosas, pero no mandarnos cómo usar el idioma. Norma, sí, pero no ordena. Sólo (con tilde) eso nos faltaba.

Yo soy solotildista, sobre todo porque así aprendí a escribir y porque ya estoy viejo para proponerme ser lo contrario nomás porque a alguien le dio la gana. Para mi suerte, en este periódico jamás me han quitado las tildes que he puesto, ni he recibido ninguna advertencia por mi empecinamiento; imagino que el estilo en las publicaciones de Grupo Reforma no aceptó plegarse en 2010 a las disposiciones de la RAE , o si aceptó hacerlas suyas preservó un saludable margen de libertad del que nos beneficiamos quienes aquí escribimos. Sí, en cambio, en otros lados —revistas nacionales, principalmente, editadas en la capital, acaso por ello muy virreinales y atentas a lo que quiere Madrid— me han despojado con maniático escrúpulo, y hasta con alguna saña, de todas las tildes que encontraron inadmisibles (o indeseables), y en cada ocasión sentí como un tirón de greñas: el sobresalto al ver que había un solo que yo quería que fuera sólo me ha llevado, siempre, a pensar fugazmente que ya no sabía escribir, que me había quedado tonto, que estaba borracho o sonámbulo cuando envié el texto… hasta que caigo en la cuenta de que la publicación de marras ha querido ser obediente y aplicada y no hacer enojar a los reales académicos, y a rajatabla hace siempre poda de tildes tercas y anticuadas, aun en los casos en que asome el famoso riesgo de ambigüedad.

Lo bueno es que no existen todavía las multas por exceso de tildes.

J. I. Carranza

Mural, 5 de marzo de 2023.

Tachaduras

Hace unos años, antes de que lo convirtieran casi por completo en un órgano de propaganda del régimen, el Canal Once incluía en su programación infantil varias maravillas: producciones mexicanas y extranjeras que mostraban formas de vida distintas, que abrían generosos accesos a la curiosidad científica, que alentaban a los pequeños televidentes a la vivencia del arte, que promovían reflexiones sobre la justicia, la libertad, la solidaridad… Era evidente que esa programación tenía su eje en un respeto absoluto por la inteligencia de niñas y niños. Algo sobrevive, es cierto: veo que aún se transmite, por ejemplo, la serie mexicana Kipatla, orientada a hacer ver la importancia de que todas las personas tengan los mismos derechos, o la británica Operación Ouch, sobre medicina, salud, cuidado de uno mismo y de los demás). Pero el programa que recuerdo con más admiración era Historias horribles.

       Se trataba de una producción también británica que enseñaba Historia, pero centrándose en sus aspectos más repulsivos, descarnados, sangrientos y mortíferos. Los protagonistas de los relatos (es decir, los protagonistas de la Historia) eran exhibidos con especial atención en sus defectos más odiosos o temibles, en toda su maldad o su ridiculez, orates o monstruos o imbéciles poseídos por la codicia, por la locura que da el poder, por la superstición o por la sed de venganza. Las recreaciones de los episodios históricos, a cargo de un elenco muy dotado, estaban urdidas con un humor renegrido e infalible y no escatimaban datos sobre todo tipo de vilezas de que es capaz el ser humano. En fin, una chulada que nos encantaba ver con nuestra niña, que para entonces tenía unos seis o siete años. (A veces, su mamá y yo nos preguntábamos si aquello no estaba demasiado manchado, para decirlo con toda propiedad. Pero la risa de la criatura nunca se trocó en espanto).

       He estado acordándome de Historias horribles a raíz de lo que ha pasado recientemente con los libros de Roald Dahl (¡otro británico!). Lo cuento rápido para quien no se haya enterado —los escándalos en literatura son siempre relativos y rara vez tienen mucha resonancia—: resulta que la editorial de esos libros (Puffin), entre los que se cuentan Charlie y la fábrica de chocolateMatildaLas brujas, entre muchos otros, se puso a espulgar las expresiones o palabras que puedan considerarse ofensivas y a reemplazarlas por otras más aceptables. O a suprimirlas. Términos que aluden a características corporales de los personajes, principalmente: quien era «fea» ya no lo será más; quien era «gordo» ahora será «enorme», etcétera. Luego de que saliera a la luz, la noticia activó los previsibles debates en torno a los límites de la paranoia y los excesos de la llamada corrección política, así como acerca del menosprecio de la inteligencia de los lectores más jóvenes, la hipocresía de los adultos que pretenden proteger a esos lectores de un mundo que esos mismos adultos envilecen todos los días, o ese malentendido recurrente que es la supuesta inviolabilidad de las obras de arte.

      Autores como Salman Rushdie (quien algo sabe de libros considerados ofensivos) se manifestaron pronto contra lo que estaba haciendo la editorial —con la anuencia de los herederos de Dahl, hay que precisarlo: ¿quieren asegurar que el autor siga siendo legible de acuerdo con la sensibilidad de los tiempos que corren?—. Y la cosa creció hasta que la reina Camila tronó y exclamó, luego de darle un traguito al té en su club de lectura y de componer una sonrisa terminante y seguramente escalofriante: «Ya estuvo bueno», expresión que para sus súbditos debe de equivaler a una colérica conminación a ponerle un alto a la censura. Porque de eso se trata, a fin de cuentas: de una nueva erupción de lo que J. M. Coetzee ha definido como «la pasión por censurar», sólo que hoy esa pasión ya está abrazándola ventajosamente el mercado, tanto como siempre habían venido haciéndolo los políticos y los fanáticos de cualquier signo. Y, para censurar mejor, las editoriales —y algunos angustiados autores también: la peor forma de la censura es la autocensura— contratan «sensitivity readers» para que adviertan a tiempo sobre cualquier contenido potencialmente majadero, cruel, susceptible de ser leído como injurioso o humillante: son los nuevos inquisidores, pero a sueldo (en la estupenda serie sueca Amor y anarquía —en Netflix— se puede apreciar cómo funcionan).

Sospecho que en estos debates suele perderse de vista que ningún libro es inatacable del todo y siempre habrá lecturas que le encuentren algo objetable o reprobable, pero al mismo tiempo todo libro, desde el momento mismo en que sale a la luz, es definitivo: ya dijo lo que dijo, y no hay remedio. La censura siempre apuesta contra la memoria y por eso es siempre preocupante e inadmisible, pues lo único que somos es memoria —aunque esté hecha de barbaridades—. Historias horribles incluía un segmento llamado «Muertes estúpidas» que contaba los finales absurdos o grotescos de personajes célebres y acababa con una cancioncita inolvidable: «Muertes estúpidas, / ¡y el próximo eres tú!». Eso siempre acaba por poner todo en su sitio: no hay muerte que no sea estúpida, y para allá vamos todos, pese a nuestra arrogancia y nuestras ansias de pureza. Mejor entenderlo desde chiquitos.

J. I. Carranza

Mural, 26 de febrero de 2023.

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