Categoría: Negro y cargado (Página 1 de 8)

Banquetazo

El otro día me caí. Una caída más aparatosa que dramática, pues no me rompí ningún hueso, aunque al dar contra el suelo pensé que me había reventado una rodilla; una caída más bien teatral o incluso operática, ya que entoné un lamento sonoro cuando giré para quedar de espaldas, mirando al Sol —una urgencia de dignidad me hizo entender que ese giro atenuaba la degradación sufrida, que permanecer boca abajo no sólo era indecoroso y patético, sino que además parecería más alarmante y catastrófico—. Tantos segundos duré cayéndome que alcancé a imaginar 1) que podría salvarme en el último momento, que sólo habría sido un tropezón; 2) que disponía de tiempo para acomodarme del mejor modo; 3) que el punto 2 era absurdo, no había mejor modo, me golpearía en varias partes de lo que en la nota roja llaman «la economía corporal»; 4) que qué vergüenza con la gente que me veía, y 5) que al menos no iba a romperme el hocico. El rodillazo, al final, fue lo de menos: todo mi peso se concentró en el codo izquierdo, que raspó largamente el cemento de la banqueta y quedó asimismo pelado, con aspecto de camote del cerro, y en el hombro —como que se desacomodó, no he querido pensar mucho en eso.

      Llegado a este punto, debo advertir que tengo disponible una justificación para platicar aquí de mi percance, y que esa justificación no es otra que hacer notar una carencia que sufrimos como sociedad y, en lo posible, animar algunas consideraciones al respecto. Hace mucho, una noche estábamos viendo un noticiero y salió un editorialista que dedicó su colaboración a hablar del mal estado de las banquetas en su ciudad. «Otro que se quedó sin tema», me dijo mi esposa, no sin sorna, al tanto de la penosa circunstancia de quienes debemos ocuparnos cada semana de algo que sea de la incumbencia del público. Por eso me la había pensado para venir aquí a hablar del banquetazo que me di: no vaya a parecer que me quedé sin tema… Pero bueno: el caso es que hoy le doy la razón a aquel editorialista: bien está que las banquetas reclamen nuestra atención y aviven nuestra perplejidad y conciten nuestra más pura indignación: por estar estropeadas, rotas o despedazadas, o bien erizadas de irregularidades y filos y bordes, llenas de estorbos y de amenazas, o interrumpidas por agujeros y trampas, o reducidas o inexistentes o asquerosas, resbalosas, encharcadas, untadas de excrementos animales o humanos, etcétera, pueden ser la causa de que uno se caiga tontamente como yo, o más feamente —ni lo mande Dios—, o incluso de que se mate en la caída, y ello por no hablar de los incesantes modos en que dificultan la vida de las personas en sillas de ruedas o de los viejos o de los ciegos…

      (Leo, en un artículo del extrañado José de la Colina, que en México se dice «banquetas», y no «aceras» o «veredas», como en otros lados, debido a la costumbre añeja de tomarlas como asiento, frecuentemente para beber un vaso de pulque o un refresco o una cerveza: «bancas públicas y democráticas» para ver la vida pasar).

      Pronto un hombre más o menos de mi edad se acercó a darme una mano para levantarme, entre pujidos y con algunos trabajos; un muchacho fue a recoger el audífono que se me salió volando; mientras me sacudía la barriga y comprobaba que no tenía fracturas, vi algunos semblantes consternados. Estábamos en la Vía RecreActiva. Bien me dijo a otro día una amiga: la juventud se extinguió para siempre cuando te caes y ya nadie se ríe, y más bien alcanzas a oír: «Ay, se cayó el señor». Luego de ir cojeando hasta una banca (no banqueta) del Parque de la Revolución para reflexionar sobre mi vida mientras me sobaba, regresé a ver el borde malvado que me tumbó. Tal vez es un punto donde la raíz de un árbol ha levantado el piso, tal vez meramente una malhechura; como sea, algo que nadie se ha preocupado de arreglar.

      Entiendo que, con algunas particularidades que varían de un municipio a otro, la responsabilidad del mantenimiento de las banquetas es compartida entre los propietarios de los inmuebles y los ayuntamientos. Pero esa fórmula, que en teoría suena muy cívica, también puede significar que tanto las autoridades como los ciudadanos (propietarios, pero también viandantes en general: todos los que usamos las banquetas) nos desentendemos por igual, visto el estado que guarda la mayor parte de las banquetas tapatías. Da la impresión de que sólo las recién hechas son del todo transitables, y van dejando de serlo conforme pasa el tiempo, como si eso fuera lo natural. El Reglamento de Imagen Urbana para el Municipio de Guadalajara se refiere solamente a lo que debe tomarse en cuenta al proyectar banquetas nuevas o al solicitar permisos para modificar las existentes. Pero ¿a quién le toca en rigor barrerlas, lavarlas, resanarlas, allanarlas, librarlas de hoyancos, ver que se conserven completas? Cuidar, en suma, que se pueda caminar por ellas con seguridad y tranquilidad. A veces, sí, se ven obras de rehabilitación, pero nunca cubren más que unas cuantas cuadras. Y aquel programa llamado Banquetas Libres, del que tanta alharaca se hizo en su momento, ¿en qué quedó? ¿Nomás se extinguió sin pena ni gloria? Uno querría que Guadalajara fuera una ciudad más caminable. Pero parece que las condiciones para que eso sea posible nos tienen sin cuidado.

Ya se me está cayendo la costra del raspón.

J. I. Carranza

Mural, 24 de marzo de 2024.

¿Un tejuino?

En el delicado equilibrio entre la sencillez de sus componentes y la sabiduría ancestral necesaria para su preparación, el tejuino en Guadalajara depende de un ingrediente clave para que beberlo no sólo sea sabroso, sino además una rotunda e inconmutable forma de la felicidad: el hallazgo. En toda felicidad auténtica hay siempre misterio —obra alguna fuerza sobrenatural, quizás, o es más bien que nos urge saborear el primer trago antes que ponernos a buscar la explicación de ningún enigma—, y es así que uno suele darse cuenta de que quiere un tejuino sólo en el momento en que un tejuinero le sale al paso. Es una aparición providencial, pero también paradójica: de no haber ocurrido, ¿el deseo se habría producido? ¿Y si es más bien que las ganas secretas de tomarse un tejuino son las que producen al tejuinero?

      Pasa también, y será tal vez la otra cara del mismo misterio, que el antojo puede prosperar sin ningún tejuinero a la vista. Vamos, pongamos, por la Vía RecreActiva, bajo el solazo, luego de haber comprado el periódico con los Hermanos Ceniza; hace rato que se acabó el agua que llevábamos, renunciamos a comprar un refresco o un juguito en la Farmacia Guadalajara, animados por la confianza de encontrar la moto angélica, verde o azul o naranja, tal vez junto al templo de La Soledad, o en la esquina del Centro Magno, o en las inmediaciones de la Minerva… Pero nada: vamos hasta allá y volvemos y no se manifiesta nunca ninguna moto, la esperanza aquella va quedando defraudada, la sed crece y el sol cala con crueldad, y al final nos resignamos a que el domingo quede incompleto, sin causa aparente. Ojalá hubiéramos comprado el juguito, nos lamentamos: demasiado tarde.

      Sí, para poner remedio a la desolación uno podría ir a una tejuinería establecida, por ejemplo la afamada de Marcelino, en el mercado de la Capilla de Jesús. (Cada que vamos ahí mi hijita y yo, luego del frontenis, todos chamagosos y ya cansados como para esperar a que el azar nos ponga un tejuinero ambulante en el camino, recuerdo cómo en vacaciones mi mamá me llevaba los miércoles al tianguis en el Mercado Alcalde, y yo esperaba esos días con especial emoción porque siempre le comprábamos a un don que ponía su triciclo en la esquina de Angulo y Alcalde —no recuerdo que en ese tiempo hubiera tejuineros motorizados—: pocas cosas me hicieron más feliz de niño). Pero, sin ser mejor o peor, sí es distinto de la ocurrencia inesperada y simultánea de la sed y del hallazgo.

      No se trata, sin embargo, sólo de que la sed se sacie: sospecho que el gusto por el tejuino tiene que ver también con la inadvertida satisfacción de hacerlo de un modo ciertamente insólito, con esa bebida de orígenes remotos que, a lo largo de las generaciones, ha sido un vínculo de identidad con esta tierra —aunque se bebe tejuino en otros lados, sospecho que es en Guadalajara donde goza de más arraigo—. Eso insólito se relaciona también con lo mucho que tomar tejuino tiene de transgresión o de temeridad, y no sólo porque se trata de una bebida fermentada (más de alguna vez he oído a fuereños azorados reprochar que nos guste algo hecho con «maíz echado a perder»), sino también por las audaces combinaciones de lo dulce y lo salado y lo ácido, y la consistencia, la espesura, el color… Como pasa con ciertos quesos o con carnes dejadas añejar, la descomposición controlada obra un milagro de reconfiguración molecular merced al cual tiene lugar la ocurrencia de lo insospechablemente delicioso. Y estamos tal vez tan hechos ya a la asepsis y la insipidez de lo que consumimos, que por eso resulta comprensible que adquiera gustos como éste quien no los ha tenido antes. Por cierto, hay algo que me intriga: aunque parecería indisoluble la afortunadísima alianza entre el tejuino y la nieve de limón, uno de esos descubrimientos gracias a los cuales la humanidad merece salvarse de la destrucción, ¿por qué el tejuinero siempre abre la posibilidad de servir el tejuino sin su compañera perfecta? Yo nunca he respondido «Sin nieve» cuando me pregunta si lo quiero sin o con. Y, aunque imagino que habrá gente que así lo prefiera —si no, por qué preguntaría el tejuinero—, ¿no parece una renuncia injustificable o demasiado desalmada?

      Afortunadamente, no parece posible —seguramente porque no sería rentable— la industrialización de la producción de tejuino, ni que se embotelle ni se almacene. No ha sido víctima del escaso ingenio de chefs sin ideas que podrían proponerse reinventarlo o reinterpretarlo, y por suerte no se ha hipsterizado ni gentrificado. No le hace falta ponerse de moda, y bien podemos seguir arreglándonoslas con la impredecible y arcana organización de los tejuineros (¿cómo deciden dónde ponerse, a qué horas, cuándo esfumarse?). Mi esposa ha pensado en la utilidad de una app que marque por dónde van las motos tejuineras tapatías, para que sea uno quien les salga al paso… Pero no sé: insisto en que el azar es un ingrediente tan importante como la nieve de limón y la sal.

Hoy, entiendo, se celebra el Día Municipal del Tejuino. Me cae gordo siempre que se pretende institucionalizar una querencia, pero seguramente estará bien para la gente que pueda gorrear un vaso. Total: la sola razón para agradecer la llegada del calor a Guadalajara es la existencia del tejuino. Y calor no nos va a faltar. 

J. I. Carranza

Mural, 17 de marzo de 2024.

Japoneses

Sucede con frecuencia cuando uno está haciendo cola, por ejemplo para comprar las tortillas, para subir al camión, en la dulcería del cine —de las más desesperantes y tortuosas—, en el café —no: éstas son las peores, pues la espera se espesa invariablemente gracias al indeciso que, sólo hasta que llega a la caja, empieza a debatirse  entre el latte acaramelado de soya azul y lodo y el macchiato con chía y filtrado con trapo y leche de unicornio—. Sucede también dondequiera que tiene lugar una aglomeración de tamaño regular (las tiendas departamentales con rebajas o ventas nocturnas, en el patio del colegio mientras mamás y papás aguardan el comienzo del festival escolar, frente a la jaula de los changos en el zoológico); en las aglomeraciones mayores, como desfiles, estadios, mítines o balnearios en Semana Santa, es lo natural y por lo tanto no importa.

      Y para decir qué es eso que sucede voy a dar un ejemplo. Hace poco, estábamos haciendo cola para entrar al Museo Nacional de Antropología, una mañana nublada, fría, con mocos y jaqueca (yo, quiero decir). Quiso el destino que detrás de nosotros, en esa larga cola donde se forman extranjeros de muy diversas procedencias, y entre ellos japoneses bien educados, sonrientes y silenciosos como lo manda su cultura, nos tocara una familia procedente de Playa del Carmen (aunque no eran oriundos de ahí, como inevitablemente nos enteraríamos), conformada por la mujer gritona, los hijos sorgatones y gritones, el esposo gritón y medio tonto y el amigo gritón con el que se encontraron ahí. Los veinte minutos o más que tardamos en llegar a la puerta tuvimos que enterarnos de todos los pormenores irrelevantes de sus vidas taradas y de sus aventuras insípidas (era una familia fresa, en el trance de acomodarse a su reciente mudanza de regreso a la capital), gracias a sus voces abocinadas por la tremenda importancia que se daban a sí mismos. A los mocos y a la jaqueca tuve que sumar el pitido con el que acabó aturdiéndome aquella gritería, y sólo se me quitó hasta que pasamos frente a la Coatlicue, me hizo el milagro tal vez.

      No es condición, para la ocurrencia de este fenómeno, que sus protagonistas formen un rebaño: gracias a la omnipresencia de la telefonía móvil, basta que un cretino tenga urgencia o se enfade o se ponga histérico o eufórico (con carcajadas incluso) para que se olvide de que el mundo existe y eleve el volumen de su vociferación como si estuviera solo en medio de un llano. Y el egoísmo, porque de eso se trata, también gracias a la tecnología puede manifestarse también en variantes en las que la voz del egoísta es remplazada por la de sus aparatos: el otro día estaba yo en una biblioteca, lugar donde se supone que uno dispondrá de la quietud suficiente para hacer lo que ahí va a hacerse. Pero no: una joven, desentendida de la posibilidad de usar audífonos, tenía la computadora a todo volumen, me pareció que mientras veía una serie o una película, sin importarle en lo más mínimo que otros necios compartiéramos el mismo espacio tratando de estudiar o leer.

      Leí hace poco algo acerca del alto concepto en que se tiene en Japón al silencio, o, más concretamente, a la producción deliberada de silencio entre los individuos y aun en las multitudes, como una forma de asegurar las mejores condiciones para la concordia y la evitación de conflictos. A partir del respeto y la consideración por los demás como un principio inquebrantable, esta práctica cotidiana, asentada entre la mayoría de la población, es, además de una garantía para la paz, una sofisticada forma de entendimiento y comunicación en la que sobran las palabras, y tiene que ver también —aquí la cosa adquiere tintes religiosos o místicos— con la propiciación de cierta iluminación… Pero, bueno, no vayamos tan lejos: ya con que uno pueda escuchar sus propios pensamientos debe de ser suficiente para agradecer semejante disposición del espíritu colectivo. 

      Ahora mismo que escribo esto, algún ingenioso con iniciativa ha dispuesto colocar unos altavoces afuera de una tienda (estoy en un café, en un centro comercial), seguramente con el objetivo de atraer más clientela gracias a los pujidos de no sé qué cantante que ha de estar de moda, yo qué sé. En el café mismo hay música a un nivel bastante fuertecito —la eligen los empleados, supongo, lo cual es triste porque se trata solamente de música inmunda—, y, encima, llegó una pareja con niño chiquito (un año y medio, pongamos), frenético y de los que pegan chillidos de la nada, o acaso encantado por haber descubierto el eco que se hace en este lugar: por supuesto, no lo van a hacer callar: el papá, de cachucha echada para atrás, está absorto en la pantalla de su celular con la boca abierta, la mamá también, aunque ella al menos sí cierra la boca.

Me acordaba aquí, la semana pasada, del ensayo «Esto es agua», de David Foster Wallace, y hoy lo recuerdo de nuevo porque ahí habla de la «falla original», que consiste en creer que uno es el centro del universo. ¿Se puede remediar, esa falla? Tal vez empiece por callarse. No sólo aquella vez en la cola de Antropología: yo quisiera que en el mundo entero (quiero decir, como cualquiera cuando dice «el mundo entero»: el que me toca atravesar todos los días) fuéramos más japoneses. O japoneses del todo, y para siempre.

J. I. Carranza

Mural, 25 de febrero de 2024.

Segundos

Fue hace un par de semanas, en un centro comercial antaño —pero muy antaño— favorecido por el público y ahora más bien desolado, no abandonado del todo pero sí frecuentado sólo por quienes encontramos práctico ir al supermercado ahí y, de paso, a la peluquería, a ponerle pila a un reloj, a la farmacia. Antes había dos o tres neverías, pero ya no queda ninguna. También cerró hace mucho el café adonde me gustaba ir a escribir —y cerró porque no iba nadie, y porque no iba nadie me gustaba, entonces me siento un poco culpable—. En sus inicios tuvo dos cines, luego estuvieron inservibles muchos años, y hace poco volvieron a servir: se ven siempre desiertos, no sé cómo se sostienen. Está también la sucursal de una cadena de librerías: al gerente y a uno de los empleados los conozco desde hace siglos y les tengo gran estima, son seguramente los integrantes más atentos y serviciales y sabedores de su oficio en todo el gremio librero local, y ya sólo el hecho de que ahí trabajen vale la visita a ese centro comercial («plaza», se dice en Guadalajara). En cuanto a la peluquería supradicha, alguna vez platiqué aquí algo acerca de ella: es un espacio fantástico, fuera del tiempo, hecho con espejos y reflejos de los espejos, luces de hospital, música de Daniela Romo, donde se desempeña admirablemente un staff de experimentadas y muy diestras artistas de la tijera, comprometidas en la misión de mantener a raya la fealdad del mundo: su clientela la constituimos sobre todo hombres orillados a ir ahí para quedar un poco menos pavorosos.

      Pero decía: uno visita esa plaza sobre todo para comprar el súper en el súper, que es grande y suficientemente bien surtido, y que no está puerco, si bien adolece a menudo de escasez de carritos, o, si hay, todos tienen lo que David Foster Wallace identificó bien como la «rueda loca»: ese desquiciante defecto que vuelve torturante recorrer los pasillos porque el estúpido carrito se atora o se va para donde uno no quiere. En el súper no siempre hay vendedoras dando muestras de quesito, de salchichas o de granola, lo que es triste; sin embargo, sí hay un tanque transparente con langostas o bogavantes, para que uno escoja un ejemplar y se lo lleve vivo para cocinarlo vivo, lo que es aún más triste, aunque también fascinante —otra vez DFW: siempre que paso junto al tanque tengo presente su crónica «Hablemos de langostas», uno de los más formidables frescos de la demencial realidad a nuestro alcance—. Por años he creído que una vez vi, en las cajas de ese supermercado, trabajando como cerillita de la tercera edad, a la cantante que en un pasado muy remoto era dueña del bar donde ella misma servía las copas y cobraba al tiempo que cantaba boleros acompañada por un pianista fantasmal: Mary Tere, la de El Gato Verde —dudé en nombrarla, ahora mismo, porque nunca tuve absoluta certeza de que hubiera acabado sus días empacando abarrotes; si me confundí, pido disculpas a su memoria imborrable para tantos noctámbulos tapatíos de hace tres o al menos dos décadas.

      Mentí, pero rectifico: de unos meses para acá, la gente va a esa plaza no sólo por el súper, sino también atraída por una colosal tienda que vende un universo de cosas chinas, una inconcebible profusión de artículos insospechables, variedades infinitas de todo lo que uno pueda imaginar y también de lo que no, la materialización monstruosa del sueño más desaforado del más desmedido fabulista chino. Así, pues, que el estacionamiento se llena.

      Y lleno, aunque no del todo, estaba el estacionamiento un día en que, al salir del súper, hice lo que dice DFW (estoy hablando de su ensayo «Esto es agua»): «Entonces tienes que colocar tus bolsas plásticas de comida, desagradables y endebles, en el carrito con su rueda loca que lo lleva alocadamente hacia la izquierda durante todo el trayecto a través del estacionamiento lleno de tierra y de baches, y tratar de cargar las bolsas para colocarlas de forma que las cosas no se salgan y rueden por la cajuela durante todo el camino a la casa». Cerré la cajuela y, los tres (o cuatro) segundos que me tomó dar dos pasos y abrir la puerta del coche para cargarme yo también en él, bastaron para que el conductor de otro coche, que quería estacionarse al lado del mío, y ya se había embrocado para acomodarse ahí, sonara su claxon para apremiarme. Le estorbaba la puerta que yo acababa de abrir. Le estorbaba yo. Perdón, lo voy a decir como me lo dicta la perplejidad que entonces experimenté: estaba ya abriendo mi puerta, prácticamente estaba subiéndome, y un cabrón me pitó para apurarme. En ese momento, sobresaltado e incrédulo, interrumpí mi movimiento dos, tres segundos: más se iba a impacientar el pitador. Me quedé viéndolo, no era un conocido que quisiera saludarme, era meramente un imbécil con prisa. Y le hice la seña universal de «Espérate tantito», juntando pulgar e índice, para luego subirme por fin, ahora sí deliberadamente calmudo, a propósito para hacerlo rabiar. Como observó Jorge Ibargüengoitia, pensé cuando ya el tonto caminaba hacia la entrada del súper, musitando seguramente alguna maldición: quien se sirve del claxon pone en evidencia «la hediondez que brota de lo más profundo de su alma detestable».            

Los atardeceres en el estacionamiento de esa plaza son hipnóticos. A veces me entretengo tomándoles fotos.

J. I. Carranza

Mural, 18 de febrero de 2024.

¿Un tamalito?

En principio, y como por lo general ocurre con toda condensación del gusto popular (músicas, fiestas, rituales y cualesquiera otras manifestaciones de la querencia colectiva), los tamales del día de la Candelaria y el aparato que los rodea no tienen nada injustificable ni objetivamente objetable. Pasan por inatacables, incluso por deseables y buenos, como si, en su comparecencia anual en el cotidiano paisaje de lo consabido, en sus hojas vinieran envueltas inequívocas promesas de contento, de alegría, aun de felicidad y plenitud, y como si el alborozo desatado a la hora de comerlos fuera ocasión infalible de deleite, y además de infalible, sobrada y sorprendente.

      Es cierto que no hay vida tolerable sin ilusión, y acaso por eso se aceptan —o ni siquiera se cuestionan— la inevitabilidad y la bondad de la tamaliza del próximo viernes, así como todas las de los años pasados y futuros en la vaporera inmensa de las generaciones. Esa ilusión puede tener diversos componentes (habrá, por ejemplo, quien pase la semana esperanzado por la pausa anunciada en el chat de la oficina: «¡Ya vénganse a los tamales!»), pero en todo caso empieza por la figuración de lo sabrosos que estarán los tamales esta vez. O por la mera asunción, más simple y modesta, de que estarán sabrosos. Y, si nos vamos algo más atrás, esas suposiciones se fundan en la creencia atávica de que los tamales son cosa rica y apetecible, con posibilidades de manjar o de vianda suma, celebratoria y celebrable, y de que a todo mundo tienen que gustarle y que muy mal estará —en el error, en el lado oscuro, en la indigencia moral y la turbiedad espiritual— quien los halle ya no digamos repulsivos o deplorables, intragables o bien indigestos u hogones (término muy preciso para decir lo que a uno le sucede cuando se retaca de masa), sino al menos dudosos y prescindibles. Se trata de una fe inmemorial, heredada desde tiempos de los muy antiguos, sobreviviente a las invasiones gastronómicas de conquistadores y masiosares, pero también a las negociaciones y entendimientos mutuos y amasiatos y audacias y meras imposiciones del destino que han dado forma a la cocina mexicana a lo largo de los siglos, y entonces aquella ilusión es en realidad acomodación sin resistencia al dogma: hay que comer tamales porque comer tamales es bueno, y ésa es la única verdad.

      Mi insignificante y discreta herejía ante esta supuesta verdad parte del hecho de que la veo como un componente de esa superchería llamada «idiosincrasia», pero principalmente tiene su razón de ser en la decepción consuetudinaria y, por lo visto, ya irreparable. Acumulamos desengaños hasta que admitimos que ya siempre va a ser así. Voy a ponerlo de este modo: ¿alguien recuerda, lealmente y con precisión, cuántos tamales se comió el año pasado, de qué eran, de dónde eran, quién los trajo, cómo se pagaron, quién puso los platitos, si estaban acompañados por alguna salsita apreciable? ¿Si estaban buenos? ¿Y de qué era el atole? ¿O no llegó el atole, y hubo que empujárselos con café o con una coquita? Y, por cierto: ¿alguien recuerda si, en efecto, corrieron por cortesía de quienes se sacaron el mono en la rosca? (En cuyo caso, diría yo, no cabe hablar de cortesía, sino más bien del cumplimiento obligatorio de una deuda fantasiosa y por ello doblemente inclemente: si, por haberte sacado el mono, hoy debes cumplir pagando o al menos ofreciéndote a conseguir el masivo y masoso condumio, fue sólo porque el azar te soltó un revés y ésa es toda la causa de que adquirieras este compromiso absurdo, coaccionado por la ansiedad social, básicamente: que nadie vaya a acusarte de tacañería, de misantropía, de acedía o de mamonería. Las roscas, por cierto, casi nunca son todo lo ricas que nos obstinamos en creer).

      Amén, pues, de lo poco memorables que resultan cada vez —salvo por las razones peores: todavía recuerdo con estremecimiento y rencor los que me hicieron daño hace siete años, qué pesadilla—, las exigencias de la reorganización temporal de la vida para que los tamales se logren son desproporcionadas respecto a lo presuntamente placentero de la experiencia. Quien se propone prepararlos ha de resignarse a unos trabajos forzados que no quiero imaginar: jamás he oído a nadie jactarse de lo facilísimo que fue hacerlos, y más bien siempre se repiten variaciones de la misma queja: «Ahí me tienes, horas y horas, bate y bate, rompiéndome el lomo, ¡y para que ni te gusten!». Y, por otro lado, quien opta por mejor comprarlos hechos, y no toma las previsiones necesarias con suficiente anticipación —encargarlos, hacer la cooperacha para dejarlos pagados, programar la recolección en el momento preciso, etcétera: quién tiene calma para todo eso—, sabe que el 2 de febrero se verá peregrinando en vano por las tamalerías de prestigio y tradición, luego por las menos conspicuas, finalmente por las clandestinas y abyectas, y así hasta conformarse con lo que encuentre, que muy probablemente será caro y malo y dañoso, y van a tapar mal el atole y va a terminar derramándose en el asiento del coche.

Encima: a quién se le ocurrió que debían existir tamales dulces, que había que ponerles pasitas, y que alguien podría preferirlos a los rojos o los verdes, que siempre son insuficientes, como los instantes de dicha en este malentendido fugaz que es la vida.

J. I. Carranza

Mural, 28 de enero de 2024.

De perfil

«I got a song been on my mind…». Hacia mediados de los años ochenta, las transmisiones de la estación tapatía Stereo Soul concluían, cada noche, con un mensaje del locutor Juan Olvera que daba paso a la canción «Crunchy Granola Suite», de Neil Diamond: una pieza de rock grabada en vivo en 1971 y cuya fuerza funcionaba de un modo misterioso para clausurar la jornada y conducirnos invencibles a la expansión magnífica del silencio nocturno. O algo así me parecía a mí, que por entonces estaba en el tránsito de la secundaria a la prepa y me había aficionado a aquella estación, desaparecida en 1999 y jamás igualada por ninguna otra en el cuadrante tapatío —o algo así me parece a mí—.

      Es muy extraña, la letra de la canción: una oda a la granola, literalmente. Pero entonces yo no sabía inglés, así que me bastaban los guitarrazos y la voz rasposa de Neil Diamond para entender algo vital, aunque no supiera de qué se trataba. Hace unos días volví a dar con ella: la busqué luego de toparme con un video desolador y hermoso en el que el compositor, retirado hace ya rato debido al Parkinson, reaparece a sus 82 años para subir a un escenario y cantar junto al público «Sweet Caroline»: da la impresión de que la música triunfa momentánea y milagrosamente sobre la enfermedad. Sobre el tiempo. Y en esas búsquedas y esas reconstrucciones de la memoria estaba cuando me llegó la noticia de la muerte de José Agustín.

      Como me pasaba con la canción-rúbrica de Stereo Soul, no entiendo cabalmente de qué se trata, pero de algún modo sé que ambas cosas están relacionadas. Será porque hay músicas y hay lecturas que nos configuran de modo irremisible, y eso ocurre por lo general cuando pasamos por cierta edad, seguramente en las inmediaciones de la que yo tenía a mediados de los ochenta. En todo caso, pronto me hallé contemplando, con alguna ironía y alguna compasión, al muchacho que yo era entonces, en el trance de dejar ya muy atrás la infancia para llegar quién sabe a dónde, provisto sólo de ignorancia y azoro. Y lo que pensé fue que, en las relaciones profundas que entablamos con nuestras lecturas más significativas (y con las músicas, desde luego), el azar adquiere, a la postre, forma de destino: por casualidad encontraste un libro o una canción sin cuyo influjo tu vida habría sido impensablemente distinta.

      Lo llamativo, en el caso de José Agustín, es que sus libros estuvieran en el camino de tantos lectores y surtieran tan parecidos efectos, razón por la cual se puede comenzar a explicarlo como un escritor que supo condensar determinadas ansiedades, ilusiones y posibilidades de la existencia que esos muchos lectores no habíamos advertido sino hasta que las descubrimos en las historias que imaginó. Pienso, principalmente, en las revelaciones contenidas en De perfil, esa novela que es preciso leer cuando uno tiene una edad aproximada a la de su protagonista (la que yo tenía cuando oía Stereo Soul) —«es preciso», digo, sin más fundamento que mi propia experiencia, pero todo lector lo único que tiene consigo es eso, el recuento de sus íntimos e incomunicables deslumbramientos—: la historia de un muchacho que va reconociendo la realidad en que está instalado al mismo tiempo que los recursos a su alcance para subvertirla, y que sobre todo va percatándose de quién se supone que es él mismo. 

      Ahora bien: más que las peripecias, los desengaños y las decisiones del protagonista ante los acontecimientos que vive o presencia, lo que fundamentalmente importa en su historia es el lenguaje con el que ese reconocimiento va desenvolviéndose: las palabras que utiliza para dar cuenta de sus aventuras, de sus pareceres, de sus perplejidades. Y ése es, quizás, el hallazgo artístico cardinal de José Agustín, y al mismo tiempo el hallazgo decisivo de los lectores de De perfil —pero también de La tumba, y de Se está haciendo tarde (final en la laguna), y de seguro también de Ciudades desiertas, al menos—: un uso libérrimo del lenguaje que no habíamos sospechado que fuera posible. O, para decirlo con más lealtad a lo que nos ocurrió con esa lectura: la demostración, inesperada, imborrable, de que la libertad está hecha de palabras. Por eso, luego de aquella lectura, ya nada volvió a ser igual.

      A propósito usé el pretérito perfecto simple, «ocurrió», «volvió», pues ignoro si a un lector que hoy tenga 15 o 16 años le sucederá lo mismo que a mí y a otros nos pasó cuando tuvimos esa edad entre mediados de los sesenta y mediados de los ochenta y cayó en nuestras manos De perfil. El motivo de mi suspicacia es obvio, creo: los desconciertos que el mundo desplegaba ante nuestra juventud y nuestra indefensión no pueden ser los mismos que aguardan a los jóvenes de hoy. Tal vez las aventuras del anónimo protagonista de la novela hoy se juzgarán como ingenuas o incomprensibles, habida cuenta de lo imbricadas que están con el tiempo histórico habitado por ese protagonista. Pero supongo que es algo irremediable, y por lo mismo no importa. En todo caso, y como observó el escritor Luigi Amara, «En los adioses a José Agustín, la imagen que más se repite es la de las puertas que abrió y que dejó abiertas». Así que hablo por quienes pasamos por esas puertas, que es de lo único que sé.

«Tengo una canción en la mente…». No sé qué signifique, pero al mismo tiempo sí sé.

J. I. Carranza

Mural, 21 de enero de 2024.

En las nubes

Dos días, en la semana, alcanzó algún revuelo mediático el asombro experimentado por mucha gente al ver las nubes sobre la Ciudad de México. Gracias a la omnipresencia de celulares con cámara, ese asombro se tradujo de inmediato en una oleada de videos que trasladaron el espectáculo desde el cielo hasta las pantallas de esos y otros miles de celulares. (No es nueva esta deprimente mediación de la tecnología en la ocurrencia de la contemplación, y más bien es ya siempre inevitable: los miles de pantallas que se alzan para capturar un concierto, unos fuegos artificiales, un gol en un estadio, un afamado cuadro en un museo o un paisaje obsequiado por la naturaleza, como si la maravilla no pudiera acontecer del todo sin ser grabada con apremio —y quizás enseguida olvidada—, como si nuestros humanos y cada vez más inservibles sentidos no bastaran. Y algo tiene de inhumano, por tanto, que las reproducciones de aquellas nubes pronto reemplazaran, en la atención de la gente, a las que aún estaban produciéndose en el cielo: en esto ha desembocado la evolución de la especie, en la reducción del mundo al aparato al que va atada nuestra mirada).

      Poco después de que lo hicieran aquellas nubes, fueron disipándose también el estupor y las explicaciones que la imaginación colectiva alcanzó a urdir. No, no se trataba de ninguna señal apocalíptica ni de ningún mensaje divino, tampoco era el camuflaje adoptado por una flota de naves extraterrestres en un sobrevuelo de reconocimiento para preparar la invasión —ya se están tardando—. Como sencillamente hicieron ver algunos expertos, se trató de formaciones «lenticulares» debidas a determinadas condiciones atmosféricas, tal vez algo inusuales pero en absoluto insólitas, como en general sucede con toda colaboración del viento con la humedad y la temperatura. Pero aunque no hubiera misterio —o no fuera muy difícil deshacerlo—, el hecho es que aquellas masas y sus colores ocuparon por algunas horas la conversación pública, o parte de ella. Y es adonde quería llegar: a aventurar la afirmación de que eso, más que la ocurrencia misma del fenómeno, fue lo verdaderamente extraordinario.

      Salvo que sean evidentes portadoras de tempestades, cuando se avecinan de modo ominoso en el horizonte —«La vecina se atormenta», apuntó en un periquete el fabuloso Raúl Aceves—, o ya en el momento en que rompen con toda su furia sobre nuestra inmensa fragilidad, las nubes tienen inmensamente difícil ser noticia. A veces, es cierto, adquieren una relativa importancia escenográfica en el transcurrir de los hechos, e incluso se puede reparar en los modos en que influyen sobre los estados de ánimo con que protagonizamos esos hechos; por eso mismo, la literatura y el cine de vez en cuando se valen de ellas para crear ambientes o también para usarlas como metáforas o símbolos: se nubla la vista de quien cae en la desesperación, se ciernen negros nubarrones sobre quien se encamina a la calamidad, el embotamiento y la confusión equivalen a internarse en una espesa neblina, los dichosos y los ingenuos andan en las nubes —pero también los distraídos radicales o las almas superiores: Kaspar Hauser, por ejemplo, arrebatado en una visión que parecía agitar los cielos—, y caerse de una nube, bueno, habrá que preguntarle a Damiel, el ángel que recibe la gracia de convertirse en hombre en El cielo sobre Berlín… o a Cornelio Reyna.

      Pero, por sí solas, como las del miércoles y el jueves en la otrora Región más Transparente —¿está volviendo a serlo, han vuelto las claridades vespertinas del alto aire del Valle de México, luego de décadas de tolvaneras y esmog?—, es rarísimo que las nubes lleguen a condensarse en los titulares de noticieros y periódicos, que sean objeto de atención masiva (así esa atención se despliegue ante una pantalla, y no sobre el cielo). Y que haya ocurrido, al menos esos dos días, probablemente quiere decir mucho del presente que atravesamos: por ejemplo, que en dicho presente hay posibilidades de que se suspendan, así sea momentáneamente, nuestro hartazgo y nuestra consternación. Si, para mirar las nubes, nos desentendemos por un instante de la atrocidad consuetudinaria, de la estupidez incesante y la inacabable vileza, del miedo y la angustia y el horror y el sobrecogimiento, ¿eso significa que es posible que tales males vayan extinguiéndose o amainando al menos? Dicho sea todo esto, quiero aclararlo, sin optimismos infundados y ridículos. ¿Por qué pudimos ocuparnos por un rato de unas nubes?

      Fundada en 2005, la Cloud Appreciation Society promueve la difusión del saber científico en torno a esos acontecimientos celestiales, pero, sobre todo, el ejercicio pleno de su mera contemplación. Muchos de los afiliados son también fotógrafos o pintores, lo que quiere decir que aprovechan esa contemplación para sus fines creativos, y la Sociedad publica libros, celebra certámenes, organiza conferencias y excursiones. Pero hay, sobre todo, individuos convencidos de que lo más importante ocurre en silencio, entre uno y el cielo, porque algo hay ahí arriba, y porque en buena medida estamos en esta tierra justamente para verlo («La vida sería inconmensurablemente más pobre sin las nubes», se lee en su manifiesto).            Las nubes de los amaneceres y los atardeceres de Guadalajara suelen ser también fascinantes. 

J. I. Carranza

Mural, 14 de enero de 2024.

Ir a México

«Fuimos a México». Esta declaración se entiende si quien la pronuncia está en cualquier lugar de la República Mexicana que no sea la capital: esa vasta geografía que todavía algunos, en la capital, se obstinan en llamar «provincia», quizá es una tara heredada por aquel locutor del programa de Chabelo a cargo de las llamadas de «los cuates de provincia». (No hace mucho, en una junta por Zoom, me tocó encontrarme con una capitalina obstinada que descalificó el trabajo artístico de alguien porque le parecía muy «de provincia», y comprobé no sólo que el centralismo está lejos de erradicarse —más adelante volveré sobre eso—, sino también que, en mi calidad de «provinciano», cada que me sale al paso siento como si me dieran un jalón de greñas).    

      (Dudo, en este momento, si decir «fuimos a México», o «vamos a México», sigue entendiéndose en general como en otros tiempos, cuando la capital todavía se llamaba así —lo de «Ciudad de México» es reciente, antes sólo era la ciudad de México, el sustantivo «ciudad», con minúscula, no formaba parte del nombre— y llevaba el siempre horrendo apodo de Distrito Federal. ¿Qué dice el letrero de los camiones foráneos que van para allá? En los tableros de los aeropuertos, casi estoy seguro, sólo dice «México», y en los señalamientos de carreteras y autopistas. Con todo, no sé: tal vez porque siempre suena un poco raro decir que uno va a México cuando ya está en México, y tal vez en el fondo ese uso sea vestigio, justamente, del centralismo maldito, o un reconocimiento tácito de su inevitabilidad).

      El caso es que fuimos. Hay mucho que ver y mucho que hacer: sobran siempre pretextos o razones, y a veces las apoya alguna creencia infundada, por ejemplo la de que en temporadas de vacaciones la ciudad se vacía. Qué se va a vaciar: al contrario, como pudimos comprobar la tarde/noche del 23, cuando sin querer queriendo llegamos al Zócalo y nos vimos inmersos en una multitud incalculable e incesante, una especie de mitin gigantesco y frenético presidido por Santa. Es una lección que habrá que repasar siempre antes de emprender cualquier viaje o paseo: esa idea tuya que te parece tan original seguramente se les ocurrió a varias decenas de miles al mismo tiempo que a ti: ¿pensabas que, por ser 25 de diciembre, todo mundo iba a quedarse en casita y a nadie iba a antojársele salir al frío de la mañana para ir a La Villa?

      Tiene poco sentido lamentarse e incluso asombrarse por las cantidades de caos que uno sin falla va a hallar al llegar a una zona metropolitana poblada por casi 22 millones de almas. Sin embargo, me temo que también va siendo cada vez más difícil de justificar la decisión de afrontar ese caos con tal de hacer y ver lo que sólo allá se puede. Los museos, por ejemplo, tanto los que apenas uno va a descubrir como los que va a revisitar —y aquí tengo que hacer una especial mención de la desgracia en que se ha convertido el Museo Nacional de Antropología: ya desde que está uno haciendo la fila para entrar puede leer las mantas en las que los trabajadores del INAH denuncian la mala administración que priva al recinto de recursos para su mantenimiento básico, y una vez dentro son evidentes los estragos, además del retraso vergonzoso en cuestiones museográficas: en varias salas se proyectan videos casi inaudibles y borrosos producidos ¡en el sexenio de Fox!—. O las librerías, y aquí tengo que manifestar mi perplejidad, o más bien es frustración y coraje, al corroborar cómo en una sucursal de una cadena, allá, encontré muchos libros que jamás he visto ni veré aquí —es lo que iba a decir sobre el centralismo: tanto que se jacta Guadalajara de ser una ciudad de libros, lo mismo por la existencia de la FIL que por esa patraña colosal que fue lo de la Capital Mundial, y sencillamente no parece haber forma de que lleguen aquí títulos que únicamente allá puede uno conseguir (y más baratos que en la FIL, cuando los traen)—.

      Pero digo que es cada vez más difícil justificar un viaje de paseo a México porque, dejando a un lado el caos consabido, esta vez, como nunca, pudimos corroborar una progresión imparable de la ruina, del abandono, de la mugre y el asco (los efluvios del drenaje se espesan con la fetidez de las mierdas animales y humanas en cualquier rincón o directamente sobre las banquetas, no hay zona libre de peste): el mobiliario urbano destrozado, la inmundicia apoderándose de todo ante la evidente ceguera de los nativos, quién sabe si felizmente para ellos inmunes ya o mutantes incapaces de percibir el desastre, la inoperancia de los servicios… Y lo más deprimente: el imperio de la miseria más imperdonable, la que los gobiernos sucesivos, de la ciudad y del país, han dejado prosperar a tal grado: por todos los rumbos, una población enorme de personas que deambulan sobre sus alucinaciones o dormitan entre sus bultos donde se puede (y se puede en todos lados) o rebuscan en la basura qué comer, entreverándose o debajo de las multitudes infinitas de todos los demás que somos todos… 

      En toda la vida que llevo de ir a México, jamás había visto ese nivel de destrucción y desesperanza. Y nunca había sido tan insospechablemente tranquilizador volver a Guadalajara —aunque esa tranquilidad se congela al preguntarse cuánto le faltará a esta ciudad para acabar así—. Qué bonita la provincia, caray.

J. I. Carranza

Mural, 31 de diciembre de 2023.

Una niña

Hoy, por ser mañana el día que es, recuerdo a una niña que, si existió, sólo la conoció G. K. Chesterton, de lo que queda constancia en un ensayo para el que la tomó como motivo. O, si no la conoció, la inventó. O bien: al necesitar una figura concreta para desplegar mejor sus argumentos, Chesterton tal vez echó mano de una evocación que llevaba en la reserva de sus preocupaciones. En todo caso, se trata de la impresión nítida de una niña, o así me lo parece porque mi propia evocación de la experiencia de lectura de ese ensayo, hace muchos años, tiene calidad de imborrable y eterna. 

      Recuerdo con toda precisión el momento de esa primera lectura —aunque, como se verá, esa precisión es infundada—: fue en las páginas del suplemento El Gallo Ilustrado, del periódico El Día, una mañana de sábado en que me tocó clasificar las donaciones que recibía la biblioteca donde hacía mi servicio social, cerca de terminar la carrera. Entre los rimeros de periódicos que habían llegado se encontraba una colección de ese suplemento, y al hojear al azar uno encontré el ensayo: «De la revolución por los cabellos de una niña». No se me ocurrió hacer una fotocopia ni tomar ninguna nota que me facilitara localizarlo después; sin embargo, mi lectura se volvió de inmediato inolvidable, si bien lo que preservé fue, sobre todo, el poder de encantamiento del ensayo, que al paso de los años se amplificaría al grado de que yo habría jurado que el texto ocupaba dos planas completas del suplemento. 

      En realidad se trataba apenas de unos párrafos, un fragmento del capítulo 46 (la «Conclusión») del libro Lo que está mal en el mundo, como descubriría tres lustros después, cuando José de la Colina tradujo ese mismo pasaje para la revista Letras Libres. Poco más tarde, el libro fue publicado en España, y entonces corroboré que lo que yo había leído eran menos de quinientas palabras, que en mi memoria se multiplicaban hasta convertirse en varios miles. (Este efecto de amplificación de la memoria prueba que determinadas lecturas se instilan en nuestra experiencia modelando inadvertidamente nuestro entendimiento, aunque seamos incapaces de referir sus pormenores: se parecen a los sueños que deciden lo que somos sin que lleguemos ni siquiera a sospecharlo).

            Lo que yo prefiero es creer que Chesterton estaba una tarde en la banca de un parque cuando vio a la niña; que su atención distraída reparó en ella y en los rasgos más sobresalientes de su apariencia y de su circunstancia. No lo dice, pero yo quiero que sea una niña de unos cinco años, edad razonable para que ande jugueteando por ahí, suelta de la mano de su madre pero no demasiado lejos, bajo su vigilancia. Lo que sí dice Chesterton es que su cabello es de un dorado rojizo, y que lo lleva desarreglado: una melena abundante y revuelta, rizos que le caen sobre los ojos y que debe apartarse todo el tiempo con la manita. Éste es el detalle que dispara la pregunta irresistible que pone en marcha la indignación del ensayista: ¿por qué esa niña tiene que ir así de despeinada? 

      La cadena de conjeturas que eslabona para responder a esa pregunta es tan vertiginosa como irrebatible es la respuesta final: «Puesto que una niña debe tener el cabello largo, es necesario que lo tenga limpio. Para que tenga el cabello limpio, no debe vivir en una casa sucia. Y puesto que no debe vivir en una casa sucia, es necesario que su madre sea libre y que no tenga un casero usurero. Luego, como no debe tener un casero usurero, hay que redistribuir la propiedad. Y para redistribuir la propiedad, hemos de hacer una revolución». Chesterton encuentra en el aspecto de esa niña el emblema insuperable de la injusticia social. Al principio del ensayo, había venido cavilando sobre las conclusiones absurdas y crueles de cierto cónclave de autoridades sanitarias que, para poner remedio a una infestación de piojos en el reino, se proponía hacer rapar a todos los niños pobres. Pretendían arreglar los efectos del mal imperante (los piojos, el desarreglo de esa niña ante la mirada exhausta de su madre) y no su causa. Y el ensayista tuvo que oponerse con toda su fuerza: «Hablo aquí de los cabellos de una niña, de algo absolutamente bueno. Aunque el mal puede residir en cualquier lugar, el orgullo que una madre siente por la hermosura de su hija es cosa buena. Es una de esas ternuras imperecederas que son las piedras de toque de todas las épocas y todas las razas. Desaparezca todo lo que se oponga a eso. Desaparezcan todos los caseros y los reglamentos contrarios a eso. Con la pelirroja cabellera de una chiquilla de las calles pongamos fuego a toda la civilización moderna».

      En el ensayo de Chesterton, con el esplendor de su santa furia, constan determinadas verdades fundamentales ante las que nadie mínimamente humano puede permanecer imperturbable. La niña que pasa corriendo por ese ensayo, concluye el autor, «es la imagen sagrada de la humanidad. Que todo alrededor de ella, la fábrica social entera, tiemble y caiga, y que las columnas de la sociedad se sacudan y las cúpulas de los siglos se vengan abajo, pero a esa niña no se le tocará un solo cabello». 

      Hoy, por ser mañana el día que es, recuerdo a esa niña y pienso en mi niña, a veces greñuda y a veces bien peinada, pero jugando, como debe ser.

J. I. Carranza

Mural, 24 de diciembre de 2023.

37 años

Leo el artículo que escribió el novelista Antonio Muñoz Molina a raíz de su visita a Guadalajara para participar en la Feria Internacional del Libro. No ha sido su primera vez, sabe de qué se trata, a dónde llega. Como otras muchas «personalidades» agasajadas por la Feria, por sus editoriales, por la Universidad de Guadalajara, las condiciones de su estancia fueron de privilegio: habitación en las alturas del hotel vecino a la Expo, restaurantes lujosos —cuyo fulgor lo deslumbra tanto como el de las gasolineras—, traslados en «todoterrenos que parecen hechos a la escala de las autopistas de Texas». Y lo impresionan en especial los contrastes que advierte y los que tiene que conformarse con imaginar: «no podré comprender bien el enigma de la ciudad porque me dicen que no es seguro para un forastero pasear por ella». Es un testimonio que importa, creo, porque Muñoz Molina es un escritor muy atendible (uno de esos que sí vale la pena que inviten a la FIL, vaya), pero también por su honestidad —y a ver si vuelven a invitarlo—: el autor sabe que, fuera de esa circunstancia privilegiada, la realidad de Guadalajara está hecha en gran medida de desigualdad, injusticia, violencia, desesperanza.

      Y de jóvenes, que es el otro asombro que experimenta al ver «la juventud de la mayor parte del público» en la FIL. Es cierto. Aunque, luego de pensarlo un poco, concluyo que no tiene por qué ser asombroso: el mundo siempre ha sido y seguirá siendo de los jóvenes, y otra cosa es que uno se sorprenda al constatarlo, cosa que ocurre cuando terminó de extinguirse la última brasa de la propia juventud y no queda sino empezar a remover las cenizas y salir de escena. 

      Me pasó el viernes, para no ir tan lejos. Insensato de mí, quise destinar esa mañana a ver libros, sin caer en cuenta de que aquello estaría atestado por miles de escolares frenéticos, una espesa atmósfera de olores enchilosos y gritería ensordecedora, como no había vuelto a verse desde antes de la pandemia (quiero creer que ahí quedé inmunizado contra todos los virus conocidos y por conocer). Y en una pausa para tomarme un cafecito, en lo alto de las gradas del pabellón de la Unión Europea, me dio por recordar la primera vez que fui a la FIL.

      Fue en la primera edición, en 1987, y llegué en uno de los camiones que para tal efecto habían bajadolos del Comité —es decir, un secuestro a manos de los facinerosos que detentaban la representación estudiantil de la Escuela Vocacional—. La práctica del baje poco después caería en desuso, con las últimas boqueadas de la Federación de Estudiantes de Guadalajara, pero entonces todavía no resultaba demasiado extraña: se detenía a los camiones, se bajaba a la gente, subíamos los que íbamos para la FIL, y si en el camino se cruzaba un repartidor de papitas o de refrescos, pues baje también. En cierta ocasión en que los camioneros se opusieron a seguir siendo despojados, vi al director de la Voca salir con una pistola en alto a ponerlos en paz.

      Algo debe de haber mejorado el mundo si hoy los preparatorianos y los secundarianos llegan a la FIL de otras formas, por más que vayan acarreados y los autobuses que los llevan hagan enloquecer esa zona de la ciudad sin que nada ni nadie parezca poder impedirlo. Formaditos, echando relajo pero no demasiado, hasta uniformes llevan, y mal que bien les hacen caso a sus maestros. Y justo en esa diferencia pensaba el viernes, recordando cómo aquella primera visita mía fue posible gracias a un puñado de delincuentes, que seguramente obedecían la orden de llenar la Expo a como diera lugar… cosa que me llevó a reparar en cómo los orígenes porriles y gangsteriles del llorado fundador de la Feria ya van siendo borrados de la memoria histórica, como imagino que es inevitable. Qué significativo, por ejemplo, ha sido el cierre del duelo, si es que habría que tomar por tal el homenaje polifónico al Licenciado: por todo lo que se dijo, pero también por todo lo que ya nunca se va a decir —y eso que se tuvo la participación del indiscreto y poco pudoroso Juan José Frangie, que nomás faltó que contara lo que se decían el Licenciado y él en el vapor.

      Todas estas revolturas pensaba yo el viernes, delante de aquella juventud masiva que asombró a Muñoz Molina, un componente fundamental del misterio que representa la realidad mexicana: una fuerza que coexiste con las numerosas caras de la desgracia nacional. Las muchachas y los muchachos que fueron a la FIL este año, ¿con qué salieron, con qué recuerdo se quedaron? ¿Van a volver el año entrante? ¿Hacia dónde van, qué sueñan, qué los mueve, que hay que quitar de su camino cuanto antes para que no les estorbe? (Seguramente es uno quien primero tendría que hacerse a un lado). ¿Leen? ¿Qué? ¿Qué llegaron contando ese día a sus casas? ¿Hubo quién los escuchara? ¿O no tenían nada que contar? Ojalá haya sido un día divertido, de mucho desmadre y muchas risas (¡y sin clases, que es lo mejor!). Pero ¿qué forma va a adquirir en su memoria, aparte de las risas y el desmadre? ¿De qué va a acordarse, cuando vuelva a la FIL dentro de treinta y siete años, una de esas estudiantes de prepa que fue antier con sus amigas y se tomó algunas fotos y compró un libro y consiguió que se lo firmara su autor y luego regresó a su escuela y a su casa y a empezar a vivir esos treinta y siete años?

J. I. Carranza

Mural, 3 de diciembre de 2023.

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