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Este periódico

Mural cumple mañana 25 años, poco menos de la mitad de mi edad. Quiere decir esto que media vida la he pasado vinculado al periódico, pues tengo a mucha honra decir que formé parte del equipo fundador, el puñado de jóvenes que nos conocimos en Reforma Jalisco, en la calle de Marsella, y unas semanas antes del 20 de noviembre de 1998 nos mudamos al edificio de Mariano Otero, a una redacción que debió ingeniárselas para ir haciendo pruebas y más pruebas, a marchas forzadas y en la inminencia de la fecha decisiva, entre el terregal, el trajín de los albañiles y los carpinteros, a las carreras, de una desvelada a la siguiente, aprendiendo sobre la marcha todo lo que todavía faltaba aprender —una parte de ese equipo había sido enviada previamente a la Ciudad de México para capacitarse en Reforma; el resto nos fuimos a Monterrey, y apenas allá fue que alcancé a entender la magnitud de lo que traíamos entre manos: cuando me contaron que los regios confiaban tanto en su periódico que, si había un incendio, preferían llamarle primero a El Norte, antes que a los bomberos… y eso era lo que teníamos que lograr en Guadalajara—.

       Creo conservar recuerdos muy nítidos de lo excitantes que eran aquellos días, pero no sé cuánto habrá podido colaborar la fantasía, a lo largo de los años, para intensificar esa impresión. Es extraño: más que otras etapas de la vida también propicias para la aventura, como cuando pasamos por la escuela, nos mudamos a otro rumbo, entablamos y deshacemos relaciones precariamente eternas y fabricamos, en fin, experiencias hechas con una parte de ilusión y otra de temeridad —eso que va dando forma a las discretas épicas al alcance de la mayoría de los mortales—, lo ocurrido hace un cuarto de siglo regresa con alguna frecuencia a mis sueños, con toda claridad, y me veo haciendo lo que hacía entonces, que era darle forma al periódico todos los días: editando notas, escribiendo, acordando la puesta en página con los diseñadores, saliendo a cada rato al estacionamiento a fumarme un cigarro con los reporteros, de una desvelada a la siguiente, olvidando por completo cómo era el mundo iluminado por la luz del Sol… «Contigo o sin ti», me dijo una vez Pedro Cámara, el primer director de Mural, «pero el periódico va a salir mañana». Yo adopté esa advertencia como una convicción que me ahorraría infinidad de angustias: sencillamente había que hacer lo que tenía que hacerse. (Era durísimo, ese Pedro, hasta tiránico, pero cómo le aprendí cosas: por ejemplo, también, que «Después del cierre, nada es bonito», lo que quiere decir que ya pasada la hora de que empiece a jalar la rotativa, a fin de que el periódico salga a tiempo, no es momento de proponerse ningún primor. La lista de nombres a los que tengo que agradecer en toda esta historia es larguísima, pero voy a limitarme a consignar uno de los primeros y de los más importantes para mí: el de Martha Treviño, que en El Norte y aquí me hizo ver de qué se trataba el periodismo como oficio). 

       A la par de esa misteriosa preservación de mi memoria personal, está también lo que recuerdo que significó la llegada del nuevo periódico a la ciudad. No hacía mucho tiempo que Siglo 21 había caído en desgracia —a mí me tocó ser de los que llegamos a tratar de levantar algo con los escombros que dejaron quienes se fueron a hacer Público—, y los vientos de cambio que antes no se habían sentido, en Guadalajara y en el país, eran una circunstancia idónea para lanzar un nuevo medio que se abocara a informar con la solvencia y la integridad que había asentado el éxito de Reforma (se nos olvida: cuando nació Reforma, la lucha por su subsistencia fue decisiva para la también naciente democracia en México), pero también a dar cabida a la participación activa de la ciudadanía en la vigilancia de los excesos del poder, la contención de la impunidad y la corrupción y la formación de una opinión pública más crítica y lúcida. En todo aquello creíamos entonces, y yo estoy seguro de que es lo que sigue dándole sentido a la existencia de Muralpasado todo este tiempo. 

       Hace poco murió mi maestro Heriberto Camacho, quien nos guio con inolvidable generosidad en la prepa para hacer un periódico estudiantil, el 12 Páginas; unos meses atrás, murió también mi maestro Marco Aurelio Larios, también de la prepa, que un día se llevó nuestras tareas que le habían gustado y, sin preguntarnos, las hizo publicar en El Jalisciense; el día que llegó y nos repartió ejemplares del periódico y vi mi nombre impreso por primera vez, se decidió lo que yo habría de hacer en la vida. Así que Heriberto y Marco Aurelio tienen la culpa de que yo esté aquí, y también todas las personas con las que me ha tocado trabajar de una u otra forma para que estas páginas existan. 

No deja de ser muy raro, tal vez por lo anacrónico que parece en este mundo frenético, cibernético y neurótico, seguir escribiendo para el periódico. Y tampoco, ni una sola vez, ha dejado de ser igualmente emocionante: enviar el artículo, buscarlo a la mañana siguiente, imaginar que puede haber alguien leyéndolo. Seguramente no voy a cambiar el mundo —ni ganas, quién se propone semejantes ridiculeces—, pero qué suerte incomparable y engimática. Felicidades a mi periódico, a todas las personas que lo hacen y lo han hecho, y que sean muchos años más. 

J. I. Carranza

Mural, 19 de noviembre de 2023.

Olvidar

Me gusta pensar que tengo buena memoria. No es una suposición del todo infundada: en las conversaciones con amigos de años, cuando derivan hacia la recreación de hechos y circunstancias compartidos cuyos pormenores se va volviendo más difícil precisarlos, a menudo soy yo quien consigue dar con el nombre improbable o con los detalles que fijan el acontecimiento en un contexto o un tiempo determinados. (Los amigos están al tanto de mi jactancia y aprovechan la menor oportunidad para desmentirla, cuando no doy con un dato y alguno tiene que venir en mi auxilio. Sin embargo, también me gusta creer que esas ocasiones son excepcionales. Y ellos también saben que me gusta creer en eso, y de seguro me siguen la corriente).

       Por esto tengo el hábito de preservar informaciones que otros quizá desecharían sin preocuparse demasiado. He sido profesor desde hace mucho, y por mis cursos han pasado cientos de alumnos; me obligo a tener sus nombres siempre al alcance, a fin de usarlos si un día me encuentro con ellos —y que el nombre se produzca en cada encuentro siempre les resulta parecido a un acto de prestidigitación—. A veces fallo, desde luego, y entonces me empecino en recuperar el nombre perdido hasta que doy con él, del mismo modo que al ver por la calle un rostro vagamente familiar hago todo lo posible por saber a quién pertenece y por qué lo reconozco. 

       Entiendo —o sigo suponiendo— que así ejercito la memoria y la mantengo en forma, precaviéndome contra las consecuencias de su deterioro o su vaciamiento: perder las orientaciones básicas para cada expedición al pasado, regresar cada vez con menos pruebas de que ese pasado existió, acabar ignorando de dónde procede el presente del que acaso llegue a resultarme imposible salir. Puesto que la única salida a la que conduce el futuro es la muerte, la vida dejada atrás es la sola dirección en la que podemos figurarnos a salvo de las permanentes incertidumbres del instante: por eso las borraduras de nuestros pasos nos reducen y van cancelándonos.

Esta obstinación también se verifica en mi aprensión por procurarme certezas acerca de los rumbos por donde han ido mis pasos, los espacios donde he estado y también lo que haya ocurrido en ellos y las presencias que quedan conteniendo en el recuerdo. Pero la perpetuación de lo sucedido en esos lugares pueden tener consecuencias indeseables: cuando los hechos fueron infelices, preferiría que cesaran para siempre, apagados por el olvido. Doy un ejemplo suministrado espontáneamente por mi memoria que, en una de sus decisiones misteriosas, ha ido a parar ahora mismo al final de un viaje a San Luis Potosí, en concreto al momento de regresar, cuando me vi en la terminal de autobuses, enfrentado a una escena de tristeza insondable. 

       Este recuerdo, si trato de describirlo tal como acaba de cobrar forma, podría empezar por la reconstrucción del espacio de la terminal con todos sus detalles, sus luces, su ambiente. Pero lo que el recuerdo afirma ante todo es esa escena que presencié ahí, protagonizada por un hombre cansado, viejo, más allá de la desesperación, y su hijo, un niño de unos doce años, incontenible y dolorosamente violentado por la enfermedad: no se estaba quieto, aullaba, golpeaba, huía, y el padre no podía imponerle ningún reposo: apenas forcejeaba con él de vez en cuando, tratando de someterlo en un abrazo que lo calmaba por unos momentos, pero luego la lucha volvía a empezar. Las grandes cajas de cartón que llevaban hacían pensar que viajarían lejos, parecían muy pobres, el hombre trató de darle a comer algo al niño, éste lo rechazó, tuvo que perseguirlo de nuevo, abrazarlo de nuevo, tratar de sosegarlo y oírlo llorar más, todo el tiempo. Una hora habré estado viéndolos, hasta que salió mi autobús y los dejé ahí, agotados y sin que su combate cesara. Y ahora sí puedo precisar el ámbito que contuvo aquello: la luz mortecina y verdosa de la terminal al caer la tarde, su piso gris y sucio, la pestilencia del diésel quemado, el color azul de las butacas de plástico, una máquina de golosinas y otra de refrescos, los mostradores de las taquillas, unas macetas de plantas infelices que acentuaban la desolación imperante, las puertas giratorias de los sanitarios públicos, las mesas y las sillas anaranjadas de una cafetería donde no había nadie, los vidrios a través de los cuales se veía el movimiento en los andenes, los autobuses que llegaban y salían, los bultos de los pasajeros. Hacía poco que yo me había convertido en padre, y ello me vinculaba inevitablemente con aquel padre que yo tenía delante y que trataba de abrazar a su hijo, con su pena inimaginable.

La perpetuación de un presente desdichado. Ahora que me he visto devuelto a esa tarde en la terminal de San Luis Potosí, sin encontrar que el recuerdo traiga consigo nada aparte de su tristeza, lo único que puedo hacer es dejarlo disiparse, pasar a otra cosa. Pero no sé si al haber revisitado ese espacio —y, peor: al haber dejado por escrito lo que me lo volvió inolvidable— he terminado por hacerlo más indestructible. Uno no elige lo que recuerda súbitamente. ¿Habría que tomar precauciones para no abastecerse de memorias infelices? O sería más prudente abstenerse de registrar con tal minuciosidad el presente y mejor dejar que el olvido arrase con él.

J. I. Carranza

Mural, 23 de julio de 2023.

«¡Vámonos!»

En las vacaciones de la infancia, el encantamiento, poderoso, radicaba en la supresión súbita de lo consabido y lo predecible. El viaje que estábamos por emprender desmentía toda noción de normalidad y a cambio estatuía como única forma aceptable de vida la maravilla. Apenas mi papá decidía que nos iríamos, el mundo conocido y desabrido, confiable pero carente de novedad, dejaba de existir. La escuela, por las mañanas, y las tardes frente al televisor o jugando o haciendo la tarea eran las dos formas básicas del tiempo para mi existencia a los seis o siete años. Pero repentinamente esas formas se volvían prescindibles, tanto como para dejarlas atrás sin ninguna preocupación y, sobre todo, sin ningún remordimiento. Lo mismo con nuestra casa: empezaba a desaparecer apenas llegaba el taxi para llevarnos a la estación del ferrocarril, y al doblar la esquina ya no quedaba ni un rastro de ella. Si al volver nos hubiéramos encontrado a otra familia viviendo ahí, o un baldío, seguramente me habría sorprendido, pero no me habría decepcionado.

       Sólo importaban, en el inicio de la vacación, la emoción ajetreada del presente y la intuición de lo que nos aguardaba. El tren salía a las nueve de la noche y llegaría a Buenavista a las nueve de la mañana, pero a mí me alegraba siempre que la duración del recorrido se prolongara más de lo previsto, pues así podía disfrutar más de la fascinante irrealidad de los ámbitos que nos contenían: el gabinete de tres camas y un baño diminuto, los pasillos a lo largo de los vagones, las plataformas en cuyo vértigo traqueteante mi papá y yo nos instalábamos un rato para sentir la velocidad en el viento y las luces del mundo inagotable al parejo de las vías, la penumbra del carro fumador con el bar en un extremo y la calidez y el bullicio sobrenaturales de la cena en el carro comedor, con la pesada loza en las mesas y el desempeño funambulesco de los meseros. Esa sola noche inaugural, aunque nada hubiera sucedido después, me habría bastado cada vez.

             Nos íbamos. ¿Habríamos de regresar? Era lo más probable, pero en la emoción de la partida carecía de importancia. O parecía inverosímil. Quedaba lejos de mi comprensión, supongo, la perentoriedad propia de los viajes cuya sencilla razón consiste en la procuración de una pausa, por lo general con el fin de descansar o distraerse de las obligaciones de lo habitual —lo que se entiende por vacación y no es sino la interrupción provisional de los deberes—. Aunque, en efecto, se tratara de viajes vacacionales, había siempre en ellos un elemento sorpresivo que los acercaba más bien a la fuga, a la evasión libérrima y dichosa de lo cotidiano justo cuando lo cotidiano se hallaba en su apogeo. De pronto nos encontrábamos comprando los boletos en la estación, enseguida haciendo las maletas, luego estábamos ya cerrando la llave del gas y echando llave a la puerta, mientras el taxi esperaba y mi papá bajaba el switch y la cortina del consultorio (ya habría cancelado para entonces todas las citas de los días por venir), todo con la celeridad y la controlada confusión propia de quienes deben salir cuanto antes, como si necesitáramos hacerlo de inmediato y sin pensarlo demasiado o de lo contrario tuviéramos que resignarnos a no salir nunca. En la simultaneidad de mi recuerdo se agolpan todos los gestos y los actos, de manera que me resulta imposible asignarles ninguna sucesividad: sólo veo a mi papá y a mi mamá preguntándose entre sí y anunciando al mismo tiempo: «¿Nos vamos a México?», y enseguida nuestra llegada a la estación, la documentación del equipaje delante de un mostrador donde despachaba el personal rigurosamente uniformado en azul marino, el paso a los túneles subterráneos que llevaban a las rampas de acceso a los andenes, la búsqueda del vagón dormitorio que nos correspondía, y cómo la noche empezaba a desplazarse sobre las vías entre silbatazos y luces y campanadas y el mágico «¡Vámonos!» que, para mi felicidad, un porter no se olvidaba jamás de gritar.

En mi imaginación o mi recuerdo de esos viajes de la infancia hay enigmas cuya solución quizá sea muy simple: mis papás decidían que nos fuéramos tras juzgarlo oportuno y porque les daba la gana, pero también porque sabían que podíamos irnos; habrían ahorrado lo suficiente como para permitírselo, consideraban y descartaban compromisos o los posponían, tal vez armaban algún itinerario elemental y disponían lo necesario para largarnos. A mí no me quedaba sino avenirme a lo que resolvieran —y no siempre iban mis hermanos, acaso porque ya no eran niños y su voluntad contaba más que la mía—; después de todo, la niñez es el imperio de la obviedad en el que las cosas son sólo como son. Sin embargo, me resisto a admitir las explicaciones más naturales, pues a cambio mi memoria prefiere centrarse en lo asombroso de nuestras evasiones. Porque era eso, ciertamente: al irnos de pronto y estar ya de viaje, al abandonar así lo cotidiano, para mí era evidente cómo nos sustraíamos radicalmente de nuestra vida e ingresábamos a otra, la verdadera, que de esa manera recuperábamos: yéndonos a habitar otra forma preferible de tiempo y un espacio que nos acogía como si nunca hubiéramos salido de él.

La vida real es la que ocurre cuando estamos de vacaciones. Lo otro es sólo apariencia o fantasía.

J. I. Carranza

Mural, 9 de julio de 2023.

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