En las vacaciones de la infancia, el encantamiento, poderoso, radicaba en la supresión súbita de lo consabido y lo predecible. El viaje que estábamos por emprender desmentía toda noción de normalidad y a cambio estatuía como única forma aceptable de vida la maravilla. Apenas mi papá decidía que nos iríamos, el mundo conocido y desabrido, confiable pero carente de novedad, dejaba de existir. La escuela, por las mañanas, y las tardes frente al televisor o jugando o haciendo la tarea eran las dos formas básicas del tiempo para mi existencia a los seis o siete años. Pero repentinamente esas formas se volvían prescindibles, tanto como para dejarlas atrás sin ninguna preocupación y, sobre todo, sin ningún remordimiento. Lo mismo con nuestra casa: empezaba a desaparecer apenas llegaba el taxi para llevarnos a la estación del ferrocarril, y al doblar la esquina ya no quedaba ni un rastro de ella. Si al volver nos hubiéramos encontrado a otra familia viviendo ahí, o un baldío, seguramente me habría sorprendido, pero no me habría decepcionado.

       Sólo importaban, en el inicio de la vacación, la emoción ajetreada del presente y la intuición de lo que nos aguardaba. El tren salía a las nueve de la noche y llegaría a Buenavista a las nueve de la mañana, pero a mí me alegraba siempre que la duración del recorrido se prolongara más de lo previsto, pues así podía disfrutar más de la fascinante irrealidad de los ámbitos que nos contenían: el gabinete de tres camas y un baño diminuto, los pasillos a lo largo de los vagones, las plataformas en cuyo vértigo traqueteante mi papá y yo nos instalábamos un rato para sentir la velocidad en el viento y las luces del mundo inagotable al parejo de las vías, la penumbra del carro fumador con el bar en un extremo y la calidez y el bullicio sobrenaturales de la cena en el carro comedor, con la pesada loza en las mesas y el desempeño funambulesco de los meseros. Esa sola noche inaugural, aunque nada hubiera sucedido después, me habría bastado cada vez.

             Nos íbamos. ¿Habríamos de regresar? Era lo más probable, pero en la emoción de la partida carecía de importancia. O parecía inverosímil. Quedaba lejos de mi comprensión, supongo, la perentoriedad propia de los viajes cuya sencilla razón consiste en la procuración de una pausa, por lo general con el fin de descansar o distraerse de las obligaciones de lo habitual —lo que se entiende por vacación y no es sino la interrupción provisional de los deberes—. Aunque, en efecto, se tratara de viajes vacacionales, había siempre en ellos un elemento sorpresivo que los acercaba más bien a la fuga, a la evasión libérrima y dichosa de lo cotidiano justo cuando lo cotidiano se hallaba en su apogeo. De pronto nos encontrábamos comprando los boletos en la estación, enseguida haciendo las maletas, luego estábamos ya cerrando la llave del gas y echando llave a la puerta, mientras el taxi esperaba y mi papá bajaba el switch y la cortina del consultorio (ya habría cancelado para entonces todas las citas de los días por venir), todo con la celeridad y la controlada confusión propia de quienes deben salir cuanto antes, como si necesitáramos hacerlo de inmediato y sin pensarlo demasiado o de lo contrario tuviéramos que resignarnos a no salir nunca. En la simultaneidad de mi recuerdo se agolpan todos los gestos y los actos, de manera que me resulta imposible asignarles ninguna sucesividad: sólo veo a mi papá y a mi mamá preguntándose entre sí y anunciando al mismo tiempo: «¿Nos vamos a México?», y enseguida nuestra llegada a la estación, la documentación del equipaje delante de un mostrador donde despachaba el personal rigurosamente uniformado en azul marino, el paso a los túneles subterráneos que llevaban a las rampas de acceso a los andenes, la búsqueda del vagón dormitorio que nos correspondía, y cómo la noche empezaba a desplazarse sobre las vías entre silbatazos y luces y campanadas y el mágico «¡Vámonos!» que, para mi felicidad, un porter no se olvidaba jamás de gritar.

En mi imaginación o mi recuerdo de esos viajes de la infancia hay enigmas cuya solución quizá sea muy simple: mis papás decidían que nos fuéramos tras juzgarlo oportuno y porque les daba la gana, pero también porque sabían que podíamos irnos; habrían ahorrado lo suficiente como para permitírselo, consideraban y descartaban compromisos o los posponían, tal vez armaban algún itinerario elemental y disponían lo necesario para largarnos. A mí no me quedaba sino avenirme a lo que resolvieran —y no siempre iban mis hermanos, acaso porque ya no eran niños y su voluntad contaba más que la mía—; después de todo, la niñez es el imperio de la obviedad en el que las cosas son sólo como son. Sin embargo, me resisto a admitir las explicaciones más naturales, pues a cambio mi memoria prefiere centrarse en lo asombroso de nuestras evasiones. Porque era eso, ciertamente: al irnos de pronto y estar ya de viaje, al abandonar así lo cotidiano, para mí era evidente cómo nos sustraíamos radicalmente de nuestra vida e ingresábamos a otra, la verdadera, que de esa manera recuperábamos: yéndonos a habitar otra forma preferible de tiempo y un espacio que nos acogía como si nunca hubiéramos salido de él.

La vida real es la que ocurre cuando estamos de vacaciones. Lo otro es sólo apariencia o fantasía.

J. I. Carranza

Mural, 9 de julio de 2023.