Una tarde cualquiera en un café cualquiera. De unas treinta personas distribuidas en las mesas, sólo cinco parecen estar solas y el resto se acompaña con alguien más: parejas, sobre todo, grupos de tres, alguno de cuatro. Cuento a veintitrés que tienen una pantalla delante: celulares, sobre todo, pero también computadoras y una tableta. Las otras siete personas (entre las que me incluyo: estas cuentas voy anotándolas en mi cuaderno) no estamos con la mirada puesta en un aparato, pero al menos tres tenemos el aparato a la vista. Yo he dejado el celular sobre la mesa, junto a mi café, más que para tenerlo a la mano, para estar yo a su alcance por si suena: estoy quedándome sordo, y si lo guardo en mi bolsillo o en la mochila ya sé que no voy a oírlo. Los cuatro últimos individuos, que no tienen ningún «dispositivo», ni encendido ni en reposo, son un niño pequeño, una señora mayor, un hombre de edad indefinible (y que está solo y no parece estar tomando nada, como si solamente hubiera pasado por aquí y hubiera decidido entrar y sentarse a una mesa sin consumir) y el que posiblemente sea el novio de la muchacha que está junto a él, absorta en su celular (él, el novio, se queda viendo hacia el frente, sin objeto, extraviado o melancólico o harto, es difícil decidirlo). La señora mayor se pasa de pronto al primer grupo: saca el teléfono de su bolso y se pone a leer un mensaje.

       En Sale el espectro, una de las últimas novelas de Philip Roth (2007), Nathan Zuckerman, el protagonista, regresa a la ciudad de Nueva York después de diez años de haberse retirado a una vida de aislamiento y desconexión en el campo (y vuelve únicamente debido a la necesidad de someterse a un procedimiento médico): «había dejado de habitar no sólo el gran mundo, sino también el momento presente. Mucho tiempo atrás había aniquilado el impulso de estar en él y formar parte de él». Y lo que más lo sorprende en ese reingreso es la proliferación de personas que van por las calles hablando por sus celulares. «Recordaba una Nueva York donde las únicas personas que iban por Broadway hablando al parecer consigo mismas estaban locas». Hay, claro, una diferencia enorme entre aquel paisaje atestado de conversaciones y el de hoy, en el que las personas que hablan con alguien por celular son minoría respecto a las que se ensimisman en silencio en la pantalla, o bien se encapsulan aún más radicalmente mediante el uso de audífonos. El desconcierto del personaje de Roth es causado por el hecho de que, de pronto, haya esa urgencia de comunicarse: «¿Qué había sucedido en aquellos diez años para que de repente hubiera tanto que decir, hubiera tanto tan apremiante que no pudiera esperar para ser dicho?». 

       En el café sólo he visto a una persona hacer una llamada y ponerse a conversar, aunque también —pero necesitaría ir a asomarme para fisgonear bien y poder asegurarlo— hay un muchacho posiblemente conectado a una videoconferencia, tal vez es profesor o estudiante, pues sobre todo se limita a escuchar por los audífonos y cuando habla lo hace como quien corrige o busca que se le entienda bien, quizás esté enseñando o aprendiendo un idioma. Los demás permanecen en silencio, haciendo que se desplace incesantemente la pantalla del celular delante de sus ojos, o encorvándose sobre la computadora (tres, y una tableta), de tal forma que aquella sobreabundancia de cosas que decir que aturdía a Zuckerman ha sido sustituida por un silencio de alguna forma estruendoso, acaso más temible y más irremediable, cuyas consecuencias estamos todavía lejos de calcular.

       Hay un enfoque de la antropología según el cual la evolución se detuvo con la comparecencia en el mundo del Homo sapiens, pues el trabajo que aquélla venía haciendo para la configuración de la vida en el mundo ahora está supeditado a nuestra voluntad —desde luego, estoy simplificándolo de un modo muy basto: el jesuita que me enseñó esto en la maestría estaría dándome de coscorrones—. No está claro, sin embargo, que nosotros mismos como especie hayamos llegado también a una culminación, o si en tal caso, y ante la imposibilidad de evolucionar todavía más, ya vamos en reversa, cediendo a cambio de nada las ventajas que habíamos alcanzado, permitiendo que se pierdan y sin esperanza de recuperarlas. Algo así me imagino que pasa cuando veo un panorama como el de esta tarde en este café. O en la calle. O en el salón de clases. O en la plaza. O en la sala de espera. O en un jardín. O en cualquier otro lugar por donde las masas urbanas van enfrascadas en las pantallas que sostienen delante de ellas, dejando que el mundo alrededor se extinga al mismo tiempo que cada individuo que atraviesa con su vacío todo ese vacío que va produciéndose.

En el café, de los siete que estábamos desconectados, ya a la señora mayor la perdimos definitivamente, pues no ha vuelto a guardar su celular; otro más lo ha consultado varias veces, como si estuviera esperando alguna noticia, y el novio de la muchacha se dio por vencido y ahora la ignora del mismo modo en que ella había estado ignorándolo a él. Hay alguien, una sola persona, que lee un libro. Yo estoy a punto de sacar la computadora para ponerme a escribir esto. Al niño pequeño hace rato que lo neutralizaron con una tableta, y no se ve feliz, pero al menos ya no está dando lata.

J. I. Carranza

Mural, 11 de junio de 2023.