El nacimiento de un hijo es también el nacimiento de un padre, pero la vida que comienza para éste termina por superponerse a la vida de quien fuera ese hombre antes de volverse padre. Esa vida, sin embargo, ahí sigue, y el hijo, al descubrirla, enfrenta siempre un principio de incredulidad. Puede sobrevenir de súbito, ese descubrimiento, cuando el hijo se encuentra con alguna noticia que le revela una posibilidad inesperada de su padre. O bien es una constatación que se instila a lo largo de los años hasta que llega el momento, también súbito, de admitirla: antes de que el hijo llegara al mundo, el padre necesariamente tuvo que haber llevado un trecho recorrido. En cualquier caso, a partir de ese descubrimiento empieza a operar una extrañeza inevitable (¿cómo pudo haber estado él aquí sin que estuviera también yo?). Y porque es forzosa, la aceptación de que existe esa vida anterior se parece a la admisión de la muerte. Imaginar al padre en su juventud, cuando uno todavía no era ni siquiera una posibilidad —no hay hijo, por deseado que sea, que no sea contingencia—, es conferir definitividad a su ausencia.

       (Acaso la razón de que yo jamás visite la tumba de mi papá es que su vida anterior a la mía es infinitamente más vasta que su muerte). 

       En la imaginación o en el recuerdo, o en el territorio de indeterminaciones y conjeturas donde esas dos zonas se confunden, el padre, considerado como un hombre entre los hombres —y ya no como aquel cuyo vínculo con nosotros lo distinguía y lo volvía insustituible—, es un personaje cuyos defectos y virtudes se afinan en arreglo a la relación que hayamos sostenido con el original (ese hombre en su carácter de padre). Pero no deja de ser una invención. Se llega a ese personaje —a las decisiones que pudo tomar y a sus explicaciones, a sus temores y sus ambiciones, a sus actos y a la consideración de éstos— ensayando variaciones del individuo que fue en relación con nosotros. Pero queda siempre un amplio margen para la suposición infundada y para el equívoco: finalmente, es alguien a quien nunca llegamos a conocer, una figuración acaso verosímil, pero hecha sobre todo de una sostenida incomprensión.

     Escribir sobre el padre también es ratificar su ausencia: al escoger entre el amasijo de informaciones acerca de su vida se termina por fabricar el personaje a conveniencia de lo escrito, previendo los juicios que derivarán de la lectura —y no sólo los juicios acerca del padre, sino también de uno, que escribe: a lo largo de Patrimonio, la novela autobiográfica en la que Philip Roth da cuenta de la enfermedad, la agonía y la muerte de su padre (una historia dolorosísima, pero también urdida con profundo e inagotable amor), es imposible dejar de pensar: ¿por qué tuvo que ponerse a escribir todo esto?—. Mientras la escritura progresa, uno se percata de que tiene lugar una suplantación irremediable: al suprimir determinadas informaciones o enfatizar otras al servicio de lo que uno quiere decir, el padre que existía sin la intermediación de lo escrito va siendo borrado.

Tal vez por eso yo me he resistido a escribir sobre la vida de mi papá, una historia de la que he desprendido a veces algunas anécdotas para despacharlas apresuradamente, pero a la que quizá le cuadraría mejor un tratamiento novelesco. Al contemplar esas anécdotas ya escritas, las encuentro deformadas sin remedio por mis palabras, por el modo como éstas las acotan y las terminan, sin saber muy bien qué hacer con su sustancia; por otra parte, me insinúan sin cesar que esa sustancia continuará diluyéndose conforme la muerte de mi papá vaya quedándome más lejos y yo vaya acercándome a la mía. ¿Qué quedará entonces? ¿Y qué cabría esperar que preservara mi recuerdo? Recordar no es revivir: es reconocer que el olvido es invencible y sólo nos queda asomarnos por sus grietas para ahondar nuestra ignorancia y nuestra indefensión al tratar de hallar explicaciones.

Y ahora pienso en la mano lesionada de mi papá. Era la izquierda, cuya palma la recorría de lado a lado la cicatriz del corte profundo que se hizo con una sierra eléctrica cuando, muy joven, trabajaba en una carpintería. Contaba que, tras el accidente, apenas había atinado a sujetarse con la derecha los dedos, del índice al meñique, que casi se le habían desprendido, y así llegó a la Cruz Roja. La sierra seccionó los tendones, de manera que sólo hubo forma de salvarle los dedos dejándolos permanentemente rígidos: nunca pudo volver a cerrar la mano, aunque conservó la movilidad del pulgar. Hacía falta mirar de cerca para percatarse de la cicatriz, y la lesión ciertamente nunca le impidió hacer nada. Pero a mí, de niño, me asombraba que esa mano estuviera siempre abierta, y ahora intuyo que esa marca, en cierto modo secreta, era para mí el vestigio de las existencias atravesadas, el distintivo que vinculaba al hombre que yo conocí con el que vivió desde mucho tiempo antes que yo. Mi papá: la autoridad, el héroe, el modelo para mis juicios, y más adelante el contraejemplo a tener en cuenta cuando empecé a descubrir que podía abstenerme de replicar ciertas obstinaciones suyas. Y, también, el hombre que fue tantos hombres diferentes, cifrado en esa mano que, como mi empeño memorioso, no podía cerrarse sobre sí misma. 

J. I. Carranza

Mural, 18 de junio de 2023.