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De perfil

«I got a song been on my mind…». Hacia mediados de los años ochenta, las transmisiones de la estación tapatía Stereo Soul concluían, cada noche, con un mensaje del locutor Juan Olvera que daba paso a la canción «Crunchy Granola Suite», de Neil Diamond: una pieza de rock grabada en vivo en 1971 y cuya fuerza funcionaba de un modo misterioso para clausurar la jornada y conducirnos invencibles a la expansión magnífica del silencio nocturno. O algo así me parecía a mí, que por entonces estaba en el tránsito de la secundaria a la prepa y me había aficionado a aquella estación, desaparecida en 1999 y jamás igualada por ninguna otra en el cuadrante tapatío —o algo así me parece a mí—.

      Es muy extraña, la letra de la canción: una oda a la granola, literalmente. Pero entonces yo no sabía inglés, así que me bastaban los guitarrazos y la voz rasposa de Neil Diamond para entender algo vital, aunque no supiera de qué se trataba. Hace unos días volví a dar con ella: la busqué luego de toparme con un video desolador y hermoso en el que el compositor, retirado hace ya rato debido al Parkinson, reaparece a sus 82 años para subir a un escenario y cantar junto al público «Sweet Caroline»: da la impresión de que la música triunfa momentánea y milagrosamente sobre la enfermedad. Sobre el tiempo. Y en esas búsquedas y esas reconstrucciones de la memoria estaba cuando me llegó la noticia de la muerte de José Agustín.

      Como me pasaba con la canción-rúbrica de Stereo Soul, no entiendo cabalmente de qué se trata, pero de algún modo sé que ambas cosas están relacionadas. Será porque hay músicas y hay lecturas que nos configuran de modo irremisible, y eso ocurre por lo general cuando pasamos por cierta edad, seguramente en las inmediaciones de la que yo tenía a mediados de los ochenta. En todo caso, pronto me hallé contemplando, con alguna ironía y alguna compasión, al muchacho que yo era entonces, en el trance de dejar ya muy atrás la infancia para llegar quién sabe a dónde, provisto sólo de ignorancia y azoro. Y lo que pensé fue que, en las relaciones profundas que entablamos con nuestras lecturas más significativas (y con las músicas, desde luego), el azar adquiere, a la postre, forma de destino: por casualidad encontraste un libro o una canción sin cuyo influjo tu vida habría sido impensablemente distinta.

      Lo llamativo, en el caso de José Agustín, es que sus libros estuvieran en el camino de tantos lectores y surtieran tan parecidos efectos, razón por la cual se puede comenzar a explicarlo como un escritor que supo condensar determinadas ansiedades, ilusiones y posibilidades de la existencia que esos muchos lectores no habíamos advertido sino hasta que las descubrimos en las historias que imaginó. Pienso, principalmente, en las revelaciones contenidas en De perfil, esa novela que es preciso leer cuando uno tiene una edad aproximada a la de su protagonista (la que yo tenía cuando oía Stereo Soul) —«es preciso», digo, sin más fundamento que mi propia experiencia, pero todo lector lo único que tiene consigo es eso, el recuento de sus íntimos e incomunicables deslumbramientos—: la historia de un muchacho que va reconociendo la realidad en que está instalado al mismo tiempo que los recursos a su alcance para subvertirla, y que sobre todo va percatándose de quién se supone que es él mismo. 

      Ahora bien: más que las peripecias, los desengaños y las decisiones del protagonista ante los acontecimientos que vive o presencia, lo que fundamentalmente importa en su historia es el lenguaje con el que ese reconocimiento va desenvolviéndose: las palabras que utiliza para dar cuenta de sus aventuras, de sus pareceres, de sus perplejidades. Y ése es, quizás, el hallazgo artístico cardinal de José Agustín, y al mismo tiempo el hallazgo decisivo de los lectores de De perfil —pero también de La tumba, y de Se está haciendo tarde (final en la laguna), y de seguro también de Ciudades desiertas, al menos—: un uso libérrimo del lenguaje que no habíamos sospechado que fuera posible. O, para decirlo con más lealtad a lo que nos ocurrió con esa lectura: la demostración, inesperada, imborrable, de que la libertad está hecha de palabras. Por eso, luego de aquella lectura, ya nada volvió a ser igual.

      A propósito usé el pretérito perfecto simple, «ocurrió», «volvió», pues ignoro si a un lector que hoy tenga 15 o 16 años le sucederá lo mismo que a mí y a otros nos pasó cuando tuvimos esa edad entre mediados de los sesenta y mediados de los ochenta y cayó en nuestras manos De perfil. El motivo de mi suspicacia es obvio, creo: los desconciertos que el mundo desplegaba ante nuestra juventud y nuestra indefensión no pueden ser los mismos que aguardan a los jóvenes de hoy. Tal vez las aventuras del anónimo protagonista de la novela hoy se juzgarán como ingenuas o incomprensibles, habida cuenta de lo imbricadas que están con el tiempo histórico habitado por ese protagonista. Pero supongo que es algo irremediable, y por lo mismo no importa. En todo caso, y como observó el escritor Luigi Amara, «En los adioses a José Agustín, la imagen que más se repite es la de las puertas que abrió y que dejó abiertas». Así que hablo por quienes pasamos por esas puertas, que es de lo único que sé.

«Tengo una canción en la mente…». No sé qué signifique, pero al mismo tiempo sí sé.

J. I. Carranza

Mural, 21 de enero de 2024.

Otra parte

Hace algo más de catorce años, cuando Milan Kundera cumplió ochenta, caí en la cuenta de que habían pasado dos décadas desde que leí por última vez una novela suya (La inmortalidad, de 1988). Ya entonces, en 2009, tal alejamiento me pareció inexplicable, y sobre todo injustificable: no se trataba de un olvido definitivo, pues había llegado a disfrutar sus libros de ensayos El telón (2005) y Un encuentro (precisamente de ese 2009), pero sí era un abandono indeliberado, como si me hubiera deshecho de su compañía sin motivo para largarme a quién sabe dónde. Eso: ¿a dónde?  

       La contabilidad un poco fantasiosa que hago al recrear mis tiempos de lector activo de Kundera me muestra que en un lapso de unos tres años despaché sus seis primeras novelas (La bromaLa vida está en otra parteLa despedidaEl libro de la risa y el olvidoLa insoportable levedad del ser y La inmortalidad), además de los cuentos de El libro de los amores ridículos y los ensayos de El arte de la novela. Poco después fui a una representación de Jacques y su amo, la obra que escribió a partir de Jacques el fatalista, de Diderot: en el Experimental, a cargo de una compañía cuyo rastro jamás he podido localizar —el blanco lunático del vestuario y de la escasa escenografía refulgía sobre fondo negro, y sobre todo recuerdo la desvalida mirada de estupefacción con que Jacques llegó a incluirme en su perplejidad abrumadora—. Tres o cuatro años de leerlo intensivamente y de que me importara mucho. Luego, aquel abandono. Y veinte años después, luego de recordarlo fugazmente, otra vez lo perdí de vista. Hasta esta semana, cuando su muerte me confirmó que no se había muerto.

       Al darse a conocer la noticia, tuve la impresión de que muchos lectores de Kundera en las inmediaciones de mi edad pasaron por algo parecido. Era extraño: como tener que asistir al funeral de un maestro cuya influencia pudimos tener por decisiva pero al que incomprensiblemente le dimos la espalda. Alguien aducía que se trataba de un autor, como Cortázar o Hesse, al que sólo podemos tener acceso mientras estamos en la juventud, y que concluida ésta ya no hay forma. No lo creo, y además sospecho que los jóvenes de hoy difícilmente estarán encontrándose con sus libros. Tampoco creo que la causa fuera el silencio casi total que Kundera quiso extender sobre sus últimos años en esta tierra, pues en cierto modo ese apartamiento fue tan contingente como su fama súbita, cuando Seix Barral puso a circular entre nosotros las traducciones del checo de Fernando de Valenzuela, fama que se vio potenciada con la versión fílmica de La insoportable… Más bien he pensado que algo nos distrajo, nos ocupamos en otras cosas, y en el vértigo del presente que atravesamos acabamos extraviando algo sustancial que aquellas novelas nos revelaron.

       ¿Por qué nos importaba tanto Kundera? Hablo por mí, pero no sólo por mí. Porque sus novelas las leímos como una posibilidad de resistir a los sinsentidos de la existencia, acaso creyendo encontrar explicaciones en los destinos de los hombres y las mujeres que las protagonizan, en las relaciones que anudan y desatan, al constatar la insignificancia de nuestras pobres vidas ante las fuerzas de la Historia y al reparar en las demenciales maniobras con que creemos sujetar esas fuerzas. Kundera, además, ejerció una muy persuasiva crítica del poder (de los totalitarismos, de la tiranía, de la beatería política y de los fanatismos que permiten todo lo anterior) fundada en una consideración eminentemente estética de los excesos del Estado y de las ambiciones de los poderosos, siempre ridículas, aun cuando puedan ser temibles. Toda vileza es una forma de vulgaridad, el horror del siglo es el triunfo del kitsch. Y ante eso, lo que quedaba a nuestro alcance para salvarnos, y para vengarnos de la Historia, era la supremacía del arte: en «El día que Panurgo ya no haga reír», ensayo publicado hace más de treinta años en la revista Vuelta, Kundera profetizó lo que nos esperaba conforme fuéramos desentendiéndonos de la historia del arte (él hablaba del arte de la novela, pero lo que dijo vale para cualquier otra forma): «una caída en el caos donde los valores estéticos ya no son perceptibles».

       Recientemente, el novelista terminó de hacer las paces con su tierra —la Historia los había enemistado— entregando su biblioteca personal a su ciudad natal, Brno. Su esposa dijo entonces que la idea de ese gesto se la había dado su amigo Philip Roth, que ya muerto se le apareció en un sueño. Yo recuerdo con especial emoción (y también porque la leí junto con mis amigos) la historia que cuenta Carlos Fuentes en el prólogo de La vida está en otra parte: el viaje en tren que hicieron él, Gabriel García Márquez y Julio Cortázar para encontrar en Praga a su colega, que los recibió conduciéndolos a un sauna y haciéndolos zambullirse luego en agua helada. Tal vez del conocimiento de esas conexiones, que hoy se antojan irrepetibles, y de aquellas existencias centradas en posibilitar el arte, es de donde se desprendía el encantamiento de saberse leyendo a Kundera, en el tiempo de la juventud remota en que leer —otra vez hablo por mí, pero no sólo por mí— era ir descubriendo qué quería decir aquello de la «otra parte» donde se suponía que estaba la vida. Esa otra parte era aquí mismo, y ésa era la maravilla.

J. I. Carranza

Mural, 16 de julio de 2023.

Un profesor

Un hombre, ya entrado en años, pero no viejo, a paso lento, pero no cansado, avanza por el pasillo vacío de una escuela. Usa un traje gris de tres piezas y sólo lleva consigo el portafolios de piel en la mano derecha; la otra mano va guardada en su bolsillo, la mirada parece ir reconociendo ya las visiones que convocará unos minutos más adelante, se diría que va al mismo tiempo concentrado y distendido. Entra al aula: por sus dimensiones y por la disposición del espacio es una suerte de anfiteatro, de los que se destinan en las universidades a las clases más importantes. Todas las butacas están ocupadas y el barullo de las conversaciones no se interrumpe con la aparición del profesor, en lo alto. Baja unos escalones, ya está dentro, y es entonces cuando su voz resuena, fuerte y clara, y termina de materializar su presencia. «Damas y caballeros», dice, mientras sigue bajando hacia el lugar donde lo esperan el escritorio y el pizarrón, «hay dos millones de palabras en este curso: las obras de las que nos ocuparemos contienen un millón de palabras, y ustedes van a leer cada una de esas obras dos veces…». Sobre el murmullo de risas nerviosas, el profesor obsequia todavía un par de bromas más, acerca del nacimiento de la literatura, y entonces acomete su asunto: «Franz Kafka y La metamorfosis», anuncia, con una mezcla de reverencia y exultación, y el silencio se afirma y todos los estudiantes empiezan a tomar notas.

       El profesor es Vladimir Nabokov, interpretado por el actor Christopher Plummer en un cortometraje que recrea una de las clases que impartió en la Universidad de Cornell entre 1948 y 1959 (el título es Nabokov on Kafka y está en YouTube). Basada en los libros que recogerían esas clases sobre literatura europea y rusa, la película despliega algunas de las ideas más importantes del autor de Lolita acerca del escritor checo y, también, acerca de lo que la experiencia de encuentro con el arte y la literatura puede hacer con nosotros: «Belleza más piedad», afirma Nabokov antes de entrar a la disección de la historia del hombre convertido en insecto: «es lo más cerca que podemos llegar a una definición del arte […] Donde hay belleza, hay piedad, por la sencilla razón de que la belleza tiene que morir. La belleza siempre muere…». Conforme la clase avanza, la voz del profesor conduce a sus estudiantes a la confrontación con verdades sobrecogedoras, facilitándoles una comprensión profunda de la obra de Kafka que, de otra forma, seguramente jamás habrían podido tener.

       Desde que descubrí este corto, yo quedé impresionado, sí, por las ideas de Nabokov, pero también por su desempeño como profesor —de creer, claro, que esta adaptación cinematográfica sea leal con la realidad histórica, pero no encuentro motivo para no creerlo—: el poderío histriónico de su voz, dotada con las inflexiones precisas para la intensificación del significado de cada palabra, y el modo en que sujetaba la atención de sus alumnos y cómo compensaba esa atención con revelaciones insospechadas. Y su determinación evidente de que el examen de la obra de arte —esa exposición en que consistía su clase— fuera, a su vez, una forma de arte, abriendo en la emoción de los estudiantes/espectadores un acceso privilegiado al conocimiento. Poseedor, como novelista, de todos los atributos que Harold Bloom exigía para la fuerza estética (originalidad, dominio del lenguaje metafórico, poder cognitivo, sabiduría, exuberancia en la dicción), el profesor Nabokov también ponía esas destrezas al servicio de la tarea importantísima de que sus alumnos supieran de qué fue capaz Kafka y qué tendría que significar eso para cada quien.

       Y he pensado —y lo voy a decir con todo el candor que resulta de declarar nuestras más sinceras ilusiones—: así como nada me habría gustado más, en mi vida como estudiante, que tener un profesor así, del mismo modo nada me gustaría más, en mi vida como profesor, que acercarme a ser un profesor así. Evidentemente, ante la imposibilidad cósmica de ser Nabokov, a lo que me refiero es sólo a una aproximación. Y lo cierto es que, en el elenco de quienes alguna vez tuvieron la responsabilidad de hacerme saber algo que no sabía, hubo quienes se aproximaron también a este ideal: más de alguna vez habré experimentado algo parecido a lo que debió de pasarles a los estudiantes de Nabokov —para no ir más lejos, cuando tuve como profesor a Juan José Arreola hablando de Borges y «El aleph»—. Pero vuelvo a lo que me ocurre hoy, cuando delante de un grupo a mi cargo yo tengo presente el ejemplo del ruso y no dejo de preguntarme cómo hacer para lograr siquiera un reflejo de esa hechicería, de ese prodigio que habrá sido tener clases con él.

No sé qué tanto de anacrónica tenga esta ilusión, ni en qué medida la vuelven irrealizable las condiciones imperantes hoy en la enseñanza. Vengo de cerrar uno de los cursos más deprimentes que recuerdo en mi trayectoria, en el que no sólo no pude suscitar la curiosidad de la mayoría de mis estudiantes ni alentar su participación ni mitigar su indolencia ni su tedio, sino que ni siquiera logré hacer que prendieran las malditas cámaras de sus computadoras casi nunca (¿qué habría hecho Nabokov dando clases por Zoom?). Habrá que perseverar, supongo, en este tiempo en que la atención es un recurso natural ya casi inexistente.

J. I. Carranza

Mural, 14 de mayo de 2023.

Imaginar lo inimaginable


Una de las enseñanzas que tendría que estar dejándonos la multiforme crisis que atravesamos (sanitaria, económica, política, moral) es que el futuro es imprevisible. A despecho de las proyecciones más lógicas que la ciencia pueda hacer, detrás del horizonte siempre estará acechando la posibilidad que faltó contemplar, o la que fue descartada por demasiado fantástica. Esta vez fue el virus que supuestamente emergió en un mercado en una ciudad china: nadie lo vio venir. ¿Nuestra imaginación debería esforzarse más?

En un gesto muy significativo, la revista Wired (una muy respetable publicación dedicada a las innovaciones tecnológicas y culturales mediante cuyo conocimiento podemos ir anticipando lo que trae consigo el porvenir) dedica en su totalidad su número más reciente a contener el adelanto de una novela titulada 2034: A Novel of the Next World War, de la autoría de Elliot Ackerman en colaboración con el almirante James Stavridis, de la Marina estadounidense. Desarrolla, esta novela, el que podría ser el desenlace más catastrófico de las hostilidades actuales entre Estados Unidos y China: lo que hoy es competencia por el liderazgo mundial resuelta en un enfrentamiento de dimensiones apocalípticas. Como lo explican los editores de Wired, los autores de la novela se inspiraron en obras de ficción escritas durante la Guerra Fría: «Quizás una razón por la que ese conflicto no desembocó en la Tercera Guerra Mundial fue que tantos autores trabajaron meticulosamente en imaginar los peores escenarios, a fin de hacer lo impensable tan vívido como fuera posible».

¿La ficción evitó que el mundo se precipitara a una hecatombe nuclear? Dicen los editores de Wired a sus lectores, a propósito de la decisión de publicar el adelanto de esta novela: «Considéralo como otra vacuna contra el desastre» —en alusión a la esperanza que la vacunación contra el coronavirus ha despertado en un mundo sumergido en la incertidumbre. No fuimos capaces de imaginar la desgracia que nos ha acaecido como especie. De haberlo hecho —como lo hace esta novela con la guerra mundial de 2034—, tal vez habríamos conseguido detenerla. Acaso la literatura sea la mejor forma de conjurar y evitar los futuros peores.

Alguien quiere leer (I)

Alguien, por alguna misteriosa razón, quiere empezar a leer. (Pienso en quien nunca lo ha hecho más que cuando ha sido inevitable, por ejemplo en la escuela, y que más o menos repentinamente un día se dice: «Me gustaría leer»). Para que surja ese deseo ha de cumplirse, al menos, una condición: que haya tiempo disponible, con el que no se sabe bien qué hacer. También habrá lectores para los que no será impedimento la escasez de tiempo, pero son rarísimos. El hecho es que, en gran medida, la lectura es vista como una actividad recreativa; además, siempre se dice que uno se la pasa muy bien, que se disfruta mucho, que puede ser no sólo divertido, sino hasta apasionante. De manera que el deseo de leer generalmente está relacionado con la ociosidad.

Alguien, pues, quiere leer, y dado que pretende invertir gozosamente así sus ratos libres, lo natural es que lo que quiera leer sea literatura. Para todo hay gente, claro, y habrá almas retorcidas o por lo menos exóticas que hallen placentero sumergirse en la Miscelánea fiscal, pero serán minoría. Así que, quien quiere leer, a lo que aspira es a dar con novelas y cuentos, principalmente: quiere historias (y los libros de historia y las biografías califican bien para satisfacer ese apetito, por lo que la distinción casi no es relevante; además, para muchos lectores en ciernes, tampoco hay gran diferencia entre la ficción y lo que no lo es, pues su experiencia de lectura está supeditada, la mayor parte de las veces, a la convicción de que todo lo que llega a las páginas de un libro sucedió en realidad). Ahora bien: no siempre —o, quizás, casi nunca— está claro que lo que se busca es literatura. De ahí que a un lector incipiente pueda atravesársele otra cosa que lo parezca (historia, ya dije, pero también psicología, filosofía —sobre todo si no es demasiado espesa—, reportajes convertidos en libros y, principalmente, autoayuda), y lo lea, con sincero interés, con innegable deleite, aunque alejándose cada vez más —si llega a seguir leyendo— de la posibilidad de dar con la literatura, que quién sabe qué será.

(Estas observaciones sobre los modos en que se conducen quienes tienen el misterioso deseo continuarán la próxima semana).

J. I. Carranza

Mural, 8 de noviembre de 2018

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