Se asombraba la periodista Gabriela Warkentin, el jueves en su programa de radio, de que la flamante ganadora del Premio Nobel de Literatura fuera más joven que ella. No pude menos que comprenderla: ya desde hace un rato es inevitable que experimente cierto desasosiego cada que un dato así me confirma cómo está más cerca el momento de sacar mi tarjeta de Bienestar. Cincuenta y cuatro años va a cumplir Han Kang a finales de noviembre (al averiguar esta información, el primer resultado que me devuelve el buscador es la ubicación de un restaurante con el nombre de la coreana en Plaza Bonita), y aunque me lleva dos añitos, mi primera impresión es que ciertamente es una chamaca. Luego descubrí que Warkentin y yo no fuimos los únicos en sobresaltarnos: como si el Nobel debieran dárselo solamente a «adultos en plenitud», causó cierto revuelo el hecho de que esta vez lo ganara alguien nacido en 1970, y, sin embargo, como tuvo la paciencia de advertirlo el ensayista Eduardo Huchín, ha habido quienes a edades aún más tempranas tuvieron la bendición de Estocolmo: «García Márquez y Hemingway tenían 55 años cuando lo recibieron y todavía más joven lo recibió William Faulkner, con 52. Aunque a todos ellos les gana Pearl S. Buck, que tenía 46 años cuando le dieron el suyo en 1938», anotó en Facebook, y más tarde agregó: «En las respuestas a este post se han ido sumando: Rudyard Kipling con 41, Albert Camus con 44, Joseph Brodsky con 47, Orhan Pamuk con 54, Olga Tokarczuk con 56».
¿A qué edad debe llegar la gloria? Desde hace algunos años, el novelista Luis Panini acostumbra hacer una fabulosa lista de autores que, a su juicio, deberían ganar el Nobel; lector formidable, conoce bien la obra de los candidatos más recónditos del universo y con generosidad admirable divulga sus méritos; gracias a él, por ejemplo, yo descubrí al húngaro László Krasznahorkai, y suscribo la certeza de Panini de que se trata del mejor escritor vivo (anunciaron que va a venir a la FIL, por cierto: estoy que no lo puedo creer). Al darse a conocer el nombre de Han Kang, Panini escribió: «Una autora de 1970. ¡Maravilla!», y luego replicó algo que ya había escrito sobre ella en 2021 («Escribe con la misma pasión pasajes desconcertantes y otros que producen un efecto calmante inmediato. El trauma parece ser su materia prima, moldeándolo cíclicamente en crescendos físicos y emocionales…»). No la consideró en sus vaticinios para este 2024, sin embargo, porque su «regla autoimpuesta es mencionar sólo autores que pasen de los 55 años». Esa reticencia, que en principio yo compartiría, acaso se explique por la posibilidad de que, en la cincuentena, o incluso ya rebasada, aún queda bastante tiempo para malograr una trayectoria con obras que difícilmente superen las ya despachadas: ahí tenemos el caso de Vargas Llosa, que luego de recibir el Nobel no ha logrado lo que alcanzó con sus primeras novelas —y con alguno de sus títulos más recientes dan ganas de que se lo quiten—. No obstante, hay que tener en cuenta que la gente se muere y a veces sencillamente no se alcanzó a reconocer a tiempo a quien más lo merecía, y la historia del Nobel es rica en injusticias así, tan irreparables como oprobiosas: Jorge Luis Borges, Virginia Woolf, James Joyce, Franz Kafka, Marcel Proust y un interminable etcétera que hace pensar que recibir esos once milloncitos de coronas suecas es más bien penoso (qué va).
Juan José Arreola decía que él no leía nada que no tuviera al menos medio siglo de haberse publicado. Desdeñaba, yo pienso que muy sabiamente, la notoriedad impuesta y los malentendidos de la fama, pero también la ansiedad supersticiosa de estar al corriente ocupándose de los contemporáneos —no obstante lo cual fue, como profesor y como editor, un impulsor entusiasta de las búsquedas de los muy jóvenes, labor a la que muchos debemos haber perseverado—. Prefería, en todo caso, confiar el tiempo de su vida como lector a libros sancionados por la tradición, ese juez inmejorable. Y es que cada hora que leemos es, también, una hora que estamos dejando de leer algo más. Pero esa norma arreoliana es, en el fondo, una apuesta: ¿y si al adoptarla estamos perdiéndonos ahora mismo de conocer al nuevo Arreola, digamos, que posiblemente esté ya publicando sus primeros prodigiosos miligramos?
Yo no tenía en mis planes leer a Han Kang, tanto así que ni siquiera sabía de su existencia, aun cuando ya algo suyo está traducido al español —amén de que en 2016 obtuvo el Man Booker International con la versión al inglés de La vegetariana, es decir que fama ya tenía—. ¿Me da curiosidad? Sí, pero tengo que calibrar esa curiosidad, motivada nada más que por el Nobel, contra una sospecha que acaso tiene que ver con las razones de Arreola: llega un momento en la vida en que leer debería ser, cada vez más, releer. Regresar a lo que una vez nos deslumbró, y a tratar de comprender mejor los libros que uno tiene por fundamentales. Hace poco saqué del librero la Summa de Maqroll el Gaviero, de Álvaro Mutis, y me conmovió enormemente encontrar las anotaciones a lápiz que testimonian mi deslumbramiento a los 19 años. ¿Cuántas otras veces alcanzaré a pasar de nuevo por ahí? O por El astillero, de Onetti. O por Montaigne.
Así que Han Kang bien podrá esperar para otra vida, creo. Falta no le voy a hacer.
J. I. Carranza
Mural, 13 de octubre de 2024.