¿Para qué querría yo un robot? Para que planche. Por más que intento alejarme de esta respuesta automática y pedestre, y fuerzo la imaginación para encontrar modos más inteligentes de aprovechar las asombrosas posibilidades de la tecnología robótica, termino regresando siempre a esa necesidad básica y vital. No se me antoja que un robot haga mi trabajo —escribir esto, por ejemplo—, porque me gusta hacerlo y no estoy tonto. Ni tampoco ninguna tarea que me daría vergüenza no hacer por mí mismo, como sacar un refresco del refri o llevar a lavar el coche. (De hecho, ahora que lo pienso, cuando llevo a lavar el coche la mayor parte del trabajo corre por cuenta de un robot, la maquinaria que enjabona y frota y enjuaga y seca, mientras yo nomás estoy aplastado y mi única labor es no pisar el freno en lo que el coche recorre ese tracto intestinal de foquitos y rodillos y chorros de espuma y agua). Entiendo que muchas personas estarán en condiciones de aprovechar de modos incontables los servicios de un robot, pero algo me hace sospechar que tendrían que ser solamente personas con alguna discapacidad. El resto, si hemos de ser francos, los usaríamos principalmente por haraganería —que es la razón inocultable de que sólo piense en la planchada, aunque tampoco es para tanto: con musiquita o una buena serie el rato se pasa volando.

Pero pocas cosas tan rentables, lo mismo en mercadotecnia que en política, como nuestra infinita haraganería. Seguramente por eso alcanzó tanta resonancia la reciente presentación que hizo Elon Musk de la nueva generación de los robots que produce su compañía Tesla. El faramalloso multimillonario, en unos cuantos días, apareció primero dando brincos y enseñando las lonjas en un mitin de Trump, luego en una fiesta donde las estrellas fueron los androides de marras, y finalmente aventó un cohete al espacio y luego lo atrapó de nuevo, algo que por lo visto fue un hito en la carrera por alcanzar otros planetas, o al menos para esa tontería que llaman «turismo espacial», y que consiste en meter a un puñado de ricachones en una cápsula y, a un costo estratosférico, ponerlos a orbitar por unos minutos la Tierra —para el caso, mejor ir a los juegos de las Fiestas de Octubre—. Musk, en fin, está viviendo uno de sus más altos momentos como una de las figuras más conspicuas de este tiempo infame, suyo en la medida en que suya es la riqueza inconcebible que posee y el mundo está en manos sólo de quienes tienen las armas o tienen el dinero.

Los autómatas exhibidos, un pelotón de maniquíes articulados que interactuaron con los asistentes a una gran fiesta, según dijo el propio Musk, pronto estarán a la venta para el público en general —otro millonetas aparatoso y vociferante, Ricardo Salinas Pliego, anunció que vamos a poder sacarlos en abonos en Elektra—. En esa fiesta además se lanzó un taxi sin taxista y también una como decapesera que asimismo se maneja sola. (¡Ah, las decapeseras! ¿Quién se acuerda de ellas? Eran las combis de un servicio subrogado del Sistecozome, horriblemente adaptadas para que les cupieran hasta veinte o más cristianos, de a diez pesos por piocha, y que surcaban calles y avenidas de esta ciudad por ahí de los años ochenta. Un día casi salgo volando de una cuando iba a velocidad asesina por Gobernador Curiel). Pero fueron los robots los que más llamaron la atención: platicaban con la gente, bailaban, preparaban cocteles, etcétera. Luego corrieron rumores de que había empleados de Musk manipulándolos a control remoto, pero de cualquier forma todo fue un éxito y cundió la emoción por lo que se avecina. No parece imposible que esa noche se haya decidido la elección en Estados Unidos: en vista del apoyo de Musk a Trump, la movida evidentemente estuvo al servicio de seducir votantes indecisos.

Es bastante decepcionante que los robots parezcan… robots. Que a estas alturas sigan moviéndose y comportándose como humanoides tullidos y un poco estúpidos, incapaces de ninguna agilidad ni ninguna prestancia. Caminan como si acabaran de hacerse caca encima —hasta donde sé, no hacen caca—; se contonean sin ritmo cuando dizque bailan, parece que les duele el pescuezo todo el tiempo; aunque puedan escanciar una botella sin derramar una gota o tomar un huevo sin romperlo, sería temerario pedirles un café o una sopa caliente. Y es triste que sigan sirviendo básicamente para lo mismo que servía Robotina, la de Los Supersónicos. En más de sesenta años, ¿no se nos ha ocurrido otra cosa mejor? (No: por eso quiero que mi robot planche). «Puede ser un maestro, cuidar a tus hijos, pasear a tu perro, cortar el césped, hacer la compra, ser tu amigo, servir bebidas», dijo Musk. Se entiende que las tareas domésticas más enfadosas se le deleguen… Pero ¿para qué querría uno un perro, si no tiene tiempo para cuidarlo? ¿O hijos? Con todo, lo más deprimente es la penúltima sugerencia: el robot puede «ser tu amigo».

Mi papá me compró, cuando era niño, un robot de juguete (¿no son juguetes todos los robots?) cuya gracia era que se veían en su interior unos pistones que subían y bajaban con unas lucecitas, y se desplazaba en unos como patines. Era de pilas. Nunca le puse nombre; cuando se lo regalé a mi hijita, pasó a merecer por fin uno: Regino. Es fantástico. Lo malo es que nunca pude hacerlo que planchara.

J. I. Carranza

Mural, 20 de octubre de 2024.