El otro día descubrí que había cambiado el espacio de las frutas y las verduras en el supermercado. Antes organizado según las necesidades de refrigeración de determinados productos, separados por tanto de los que pueden estar a temperatura ambiente, ese espacio —según yo— había funcionado óptimamente desde que el súper abrió. Ver que ya estaba todo revuelto me hizo experimentar aquello que Cortázar llamaba «la sensación de no estar del todo». Nada me desasosiega como los cambios inesperados impuestos a mis rutinas: todavía no me repongo de la vez que, en tiempos de Enrique Álvarez del Castillo, modificaron de golpe todas las rutas de transporte colectivo en Guadalajara, jamás pude acostumbrarme y en algún momento renuncié a entender los sucesivos cambios que desde entonces ha habido, de tal forma que mi mayor vergüenza como tapatío es que no sé tomar camiones. Luego, poco a poco, mientras escogía la papaya y agarraba otra bolsita para los limones, el shock se trocó en inquietud paranoica: ¿van a seguir otros cambios como ése? ¿Qué están tramando? ¿No tendrían que consultarnos a los clientes primero? Y lo peor: ¿qué quiere decir de mí esta dificultad para aceptar que los jitomates estén en otro lado?
En materia de transformaciones de lo cotidiano yo soy más bien partidario de Parménides, y me sostengo en la convicción de que todo cambio es ilusorio y nada logra contra lo verdaderamente importante de la existencia. Pero sí me saco de onda. Porque, para seguir hablando de la experiencia de ir al súper, querría que en ella estuvieran aseguradas las condiciones indispensables para mantener a salvo la serena felicidad que me dispensa. Y las alteraciones inesperadas del paisaje son recordatorios de la precariedad de esas condiciones, así como de nuestra ineludible fugacidad en esta tierra. ¿Felicidad? Nada menos. Pocas cosas tan gratas como ir al súper, quiero decir —y, a sabiendas de las numerosas y razonables resistencias que puede encontrar esta aseveración, preciso cuanto antes: pocas cosas tan gratas para mí.
El súper al que más vamos se inauguró hace apenas algo más de cinco años (fui a buscar este dato, no es que lo traiga tatuado en el corazón). Antes, en su lugar hubo otro, que cerró y dejó el local vacío al menos por dos años, y al que también íbamos con regularidad, por lo que no es improbable que mis recuerdos de uno y otro se superpongan, lo mismo que los recuerdos de todos los otros supermercados que hay en mi medio siglo de vida (tantito más). Ese amasijo de memorias, que muchos compartirán, debe de ser un terreno fértil para elucidar la configuración de la afectividad de una sociedad como la tapatía, en particular del sector integrado por quienes vamos cada semana o cada quincena o cada que Dios quiere a comprar el mandado (y algún gustito, a lo mejor): a qué súper te llevaban tus papás, dónde te surtes ahora, cuál prefieres y por qué, a cuál nunca volverías. ¿Y cuáles recuerdas de otros tiempos? (Con estas memorias también puede armarse un buen test de tapatiez, que vaya de lo más fácil a lo más difícil: ¿qué súper había frente al Parque Morelos? ¿Cuáles han sido las diferentes cadenas a las que ha pertenecido el de Plaza del Sol? ¿El de Tránsito es un…? Entre las más preguntas más rudas, podrían salir a flote nombres como Maxi, Hemuda, Blanco —a ver, ¿dónde había Blanco en Guadalajara?—, o esto que les pregunté a mis hermanos, porque yo no había nacido todavía pero he oído del asunto como se oye de un lugar mítico: ¿qué había en el cruce de Arista y Alcalde, por ahí de los años 60? Es hora en que siguen discutiendo en el chat familiar: que si Vatrix, Vatry, Vatri o Vatris… Y preguntas capciosas: ¿alguna vez ha habido Sumesa aquí? ¿La Tlalpense contaba como súper, y por qué sí o por qué no? Etcétera).
La escritora Annie Ernaux llevó un diario minucioso de todas sus visitas al súper a lo largo de un año. Por un lado se proponía constatar que ahí despliega el conjunto de las posibilidades del comportamiento humano —cosa que parece dudosa; quien sabe cómo será en Francia, pero aquí hay tipos de personas que jamás te encontrarías pidiendo el jamón, buscando el yogur o llevando una bolsa de frituras junto a las peras y el Fabuloso—, pero también quería averiguar las explicaciones de lo que la experiencia puede tener de gozosa. «¿Acaso venir al supermercado no significa, de alguna manera, verse admitido en el espectáculo de la fiesta, sumirse realmente, y no a través de una pantalla de televisión, en las luces y la abundancia?». Descubrió también que mientras uno va escogiendo, pensando en lo que hace falta, comparando precios, sacando cuentas, dejándose seducir por la publicidad, probando las muestras de queso o granola, hojeando las revistas de la caja, el tiempo deja de transcurrir. Yo lo entiendo no como aquello que pasa en los casinos de Las Vegas, donde se funden el día y la noche en un mundo sin ventanas para que sea imposible detenerse y dejar de jugar, sino más bien como una forma discreta de la eternidad a nuestro alcance: desde que tomas el carrito y empiezas a recorrer esas luces y esa abundancia, bajo esa música que suena pero no se oye, y hasta que sales de nuevo a la famosa realidad, has sido provisionalmente inmortal.
Aunque los chiles y las guayabas ya no estén donde estaban siempre.
J. I. Carranza
Mural, 6 de octubre de 2024.