Hoy, por ser mañana el día que es, recuerdo a una niña que, si existió, sólo la conoció G. K. Chesterton, de lo que queda constancia en un ensayo para el que la tomó como motivo. O, si no la conoció, la inventó. O bien: al necesitar una figura concreta para desplegar mejor sus argumentos, Chesterton tal vez echó mano de una evocación que llevaba en la reserva de sus preocupaciones. En todo caso, se trata de la impresión nítida de una niña, o así me lo parece porque mi propia evocación de la experiencia de lectura de ese ensayo, hace muchos años, tiene calidad de imborrable y eterna. 

      Recuerdo con toda precisión el momento de esa primera lectura —aunque, como se verá, esa precisión es infundada—: fue en las páginas del suplemento El Gallo Ilustrado, del periódico El Día, una mañana de sábado en que me tocó clasificar las donaciones que recibía la biblioteca donde hacía mi servicio social, cerca de terminar la carrera. Entre los rimeros de periódicos que habían llegado se encontraba una colección de ese suplemento, y al hojear al azar uno encontré el ensayo: «De la revolución por los cabellos de una niña». No se me ocurrió hacer una fotocopia ni tomar ninguna nota que me facilitara localizarlo después; sin embargo, mi lectura se volvió de inmediato inolvidable, si bien lo que preservé fue, sobre todo, el poder de encantamiento del ensayo, que al paso de los años se amplificaría al grado de que yo habría jurado que el texto ocupaba dos planas completas del suplemento. 

      En realidad se trataba apenas de unos párrafos, un fragmento del capítulo 46 (la «Conclusión») del libro Lo que está mal en el mundo, como descubriría tres lustros después, cuando José de la Colina tradujo ese mismo pasaje para la revista Letras Libres. Poco más tarde, el libro fue publicado en España, y entonces corroboré que lo que yo había leído eran menos de quinientas palabras, que en mi memoria se multiplicaban hasta convertirse en varios miles. (Este efecto de amplificación de la memoria prueba que determinadas lecturas se instilan en nuestra experiencia modelando inadvertidamente nuestro entendimiento, aunque seamos incapaces de referir sus pormenores: se parecen a los sueños que deciden lo que somos sin que lleguemos ni siquiera a sospecharlo).

            Lo que yo prefiero es creer que Chesterton estaba una tarde en la banca de un parque cuando vio a la niña; que su atención distraída reparó en ella y en los rasgos más sobresalientes de su apariencia y de su circunstancia. No lo dice, pero yo quiero que sea una niña de unos cinco años, edad razonable para que ande jugueteando por ahí, suelta de la mano de su madre pero no demasiado lejos, bajo su vigilancia. Lo que sí dice Chesterton es que su cabello es de un dorado rojizo, y que lo lleva desarreglado: una melena abundante y revuelta, rizos que le caen sobre los ojos y que debe apartarse todo el tiempo con la manita. Éste es el detalle que dispara la pregunta irresistible que pone en marcha la indignación del ensayista: ¿por qué esa niña tiene que ir así de despeinada? 

      La cadena de conjeturas que eslabona para responder a esa pregunta es tan vertiginosa como irrebatible es la respuesta final: «Puesto que una niña debe tener el cabello largo, es necesario que lo tenga limpio. Para que tenga el cabello limpio, no debe vivir en una casa sucia. Y puesto que no debe vivir en una casa sucia, es necesario que su madre sea libre y que no tenga un casero usurero. Luego, como no debe tener un casero usurero, hay que redistribuir la propiedad. Y para redistribuir la propiedad, hemos de hacer una revolución». Chesterton encuentra en el aspecto de esa niña el emblema insuperable de la injusticia social. Al principio del ensayo, había venido cavilando sobre las conclusiones absurdas y crueles de cierto cónclave de autoridades sanitarias que, para poner remedio a una infestación de piojos en el reino, se proponía hacer rapar a todos los niños pobres. Pretendían arreglar los efectos del mal imperante (los piojos, el desarreglo de esa niña ante la mirada exhausta de su madre) y no su causa. Y el ensayista tuvo que oponerse con toda su fuerza: «Hablo aquí de los cabellos de una niña, de algo absolutamente bueno. Aunque el mal puede residir en cualquier lugar, el orgullo que una madre siente por la hermosura de su hija es cosa buena. Es una de esas ternuras imperecederas que son las piedras de toque de todas las épocas y todas las razas. Desaparezca todo lo que se oponga a eso. Desaparezcan todos los caseros y los reglamentos contrarios a eso. Con la pelirroja cabellera de una chiquilla de las calles pongamos fuego a toda la civilización moderna».

      En el ensayo de Chesterton, con el esplendor de su santa furia, constan determinadas verdades fundamentales ante las que nadie mínimamente humano puede permanecer imperturbable. La niña que pasa corriendo por ese ensayo, concluye el autor, «es la imagen sagrada de la humanidad. Que todo alrededor de ella, la fábrica social entera, tiemble y caiga, y que las columnas de la sociedad se sacudan y las cúpulas de los siglos se vengan abajo, pero a esa niña no se le tocará un solo cabello». 

      Hoy, por ser mañana el día que es, recuerdo a esa niña y pienso en mi niña, a veces greñuda y a veces bien peinada, pero jugando, como debe ser.

J. I. Carranza

Mural, 24 de diciembre de 2023.