Me gusta pensar que tengo buena memoria. No es una suposición del todo infundada: en las conversaciones con amigos de años, cuando derivan hacia la recreación de hechos y circunstancias compartidos cuyos pormenores se va volviendo más difícil precisarlos, a menudo soy yo quien consigue dar con el nombre improbable o con los detalles que fijan el acontecimiento en un contexto o un tiempo determinados. (Los amigos están al tanto de mi jactancia y aprovechan la menor oportunidad para desmentirla, cuando no doy con un dato y alguno tiene que venir en mi auxilio. Sin embargo, también me gusta creer que esas ocasiones son excepcionales. Y ellos también saben que me gusta creer en eso, y de seguro me siguen la corriente).

       Por esto tengo el hábito de preservar informaciones que otros quizá desecharían sin preocuparse demasiado. He sido profesor desde hace mucho, y por mis cursos han pasado cientos de alumnos; me obligo a tener sus nombres siempre al alcance, a fin de usarlos si un día me encuentro con ellos —y que el nombre se produzca en cada encuentro siempre les resulta parecido a un acto de prestidigitación—. A veces fallo, desde luego, y entonces me empecino en recuperar el nombre perdido hasta que doy con él, del mismo modo que al ver por la calle un rostro vagamente familiar hago todo lo posible por saber a quién pertenece y por qué lo reconozco. 

       Entiendo —o sigo suponiendo— que así ejercito la memoria y la mantengo en forma, precaviéndome contra las consecuencias de su deterioro o su vaciamiento: perder las orientaciones básicas para cada expedición al pasado, regresar cada vez con menos pruebas de que ese pasado existió, acabar ignorando de dónde procede el presente del que acaso llegue a resultarme imposible salir. Puesto que la única salida a la que conduce el futuro es la muerte, la vida dejada atrás es la sola dirección en la que podemos figurarnos a salvo de las permanentes incertidumbres del instante: por eso las borraduras de nuestros pasos nos reducen y van cancelándonos.

Esta obstinación también se verifica en mi aprensión por procurarme certezas acerca de los rumbos por donde han ido mis pasos, los espacios donde he estado y también lo que haya ocurrido en ellos y las presencias que quedan conteniendo en el recuerdo. Pero la perpetuación de lo sucedido en esos lugares pueden tener consecuencias indeseables: cuando los hechos fueron infelices, preferiría que cesaran para siempre, apagados por el olvido. Doy un ejemplo suministrado espontáneamente por mi memoria que, en una de sus decisiones misteriosas, ha ido a parar ahora mismo al final de un viaje a San Luis Potosí, en concreto al momento de regresar, cuando me vi en la terminal de autobuses, enfrentado a una escena de tristeza insondable. 

       Este recuerdo, si trato de describirlo tal como acaba de cobrar forma, podría empezar por la reconstrucción del espacio de la terminal con todos sus detalles, sus luces, su ambiente. Pero lo que el recuerdo afirma ante todo es esa escena que presencié ahí, protagonizada por un hombre cansado, viejo, más allá de la desesperación, y su hijo, un niño de unos doce años, incontenible y dolorosamente violentado por la enfermedad: no se estaba quieto, aullaba, golpeaba, huía, y el padre no podía imponerle ningún reposo: apenas forcejeaba con él de vez en cuando, tratando de someterlo en un abrazo que lo calmaba por unos momentos, pero luego la lucha volvía a empezar. Las grandes cajas de cartón que llevaban hacían pensar que viajarían lejos, parecían muy pobres, el hombre trató de darle a comer algo al niño, éste lo rechazó, tuvo que perseguirlo de nuevo, abrazarlo de nuevo, tratar de sosegarlo y oírlo llorar más, todo el tiempo. Una hora habré estado viéndolos, hasta que salió mi autobús y los dejé ahí, agotados y sin que su combate cesara. Y ahora sí puedo precisar el ámbito que contuvo aquello: la luz mortecina y verdosa de la terminal al caer la tarde, su piso gris y sucio, la pestilencia del diésel quemado, el color azul de las butacas de plástico, una máquina de golosinas y otra de refrescos, los mostradores de las taquillas, unas macetas de plantas infelices que acentuaban la desolación imperante, las puertas giratorias de los sanitarios públicos, las mesas y las sillas anaranjadas de una cafetería donde no había nadie, los vidrios a través de los cuales se veía el movimiento en los andenes, los autobuses que llegaban y salían, los bultos de los pasajeros. Hacía poco que yo me había convertido en padre, y ello me vinculaba inevitablemente con aquel padre que yo tenía delante y que trataba de abrazar a su hijo, con su pena inimaginable.

La perpetuación de un presente desdichado. Ahora que me he visto devuelto a esa tarde en la terminal de San Luis Potosí, sin encontrar que el recuerdo traiga consigo nada aparte de su tristeza, lo único que puedo hacer es dejarlo disiparse, pasar a otra cosa. Pero no sé si al haber revisitado ese espacio —y, peor: al haber dejado por escrito lo que me lo volvió inolvidable— he terminado por hacerlo más indestructible. Uno no elige lo que recuerda súbitamente. ¿Habría que tomar precauciones para no abastecerse de memorias infelices? O sería más prudente abstenerse de registrar con tal minuciosidad el presente y mejor dejar que el olvido arrase con él.

J. I. Carranza

Mural, 23 de julio de 2023.