No hace mucho descubrí que el vigilante de una librería a la que suelo ir era idéntico a Maldonado. El descubrimiento cobró forma de súbito, un día que llegué y el vigilante me dio la bienvenida y me ofreció gel. Desde entonces no pude dejar de preguntarme: ¿Es Maldonado? Tengo tantas razones para creerlo como para no creerlo: ninguna.

Habré visto por última vez a Maldonado hace unos treinta y siete años, cuando salimos de la secundaria técnica. Estábamos en el taller de Torno. Casi cuatro décadas vuelven casi indistinguibles los recuerdos de lo que antes fue cotidiano, empezando por la dificultad de hacer corresponder los rostros con los nombres. Los primeros son más persistentes que los segundos: rasgos y gestos que preservamos con nitidez aunque ignoremos a quiénes pertenecieron. Los nombres, en cambio, se traspapelan, acaso porque fueron siempre más prescindibles que los individuos que los portaban. Cuando creemos reconocer una cara, nos preguntamos enseguida dónde la hemos visto, y sólo si damos con este dato obtendremos pistas para reconstruir nuestro vínculo con esa cara, y si el vínculo fue lo bastante significativo llegará el nombre para certificarlo: ¡Claro, tú eres Maldonado, de la secundaria, del taller de Torno!

En mi hallazgo, misteriosamente, di a la vez con el lugar y el nombre. El portador de éste, sin embargo, no tenía la importancia de ciertos amigos o ciertos profesores cuya impronta en mi recuerdo sería más duradera. Pese a ello, puedo rehacer con todo detalle la estampa de un muchacho achaparrado y movedizo en las filas delanteras de pupitres, mientras el profesor daba la parte teórica de la clase —luego pasábamos al taller propiamente dicho, para operar los tornos, las fresadoras, los taladros, los esmeriles, o para ocupar nuestro sitio delante de los tornillos donde desbastábamos y pulíamos piezas de fierro dulce con limas y lijas de agua—. Aunque fuéramos uniformados —camisa blanca, pantalón y bata de trabajo en color beige, zapatos negros—, lo diferencio del resto del grupo por su estatura, pero también por un dejo de insolencia en los ojos grandes y bromistas, y sobre todo por su voz, nasal, burlona: la voz del payaso de la clase. Le veo una cicatriz sobre el pómulo, un rizo indócil en la frente como indicio de su carácter atrabiliario. Y pienso ahora que en su conducta privaba un deseo desesperado de divertir: la socarronería con que buscaba las risas del grupo, las muecas que subrayaban sus gracejadas, su propia risa, algo desamparada si no hallaba eco. No dudo que el profesor no lo soportara. Era un compañero desagradable.

O, en todo caso, a mí me parecía desagradable. Yo tenía, naturalmente, mis amigos, el pequeño enjambre de quienes nos procurábamos, tácitamente en guardia ante los otros enjambres que hacían lo propio. En la secundaria vamos afiliándonos más soberanamente con quienes mejor nos parece: por la espontaneidad con que nos entendemos, porque descubrimos cómo reír en compañía por los mismos motivos o atribularnos también en compañía. Así que si Maldonado me resultaba desagradable era, sobre todo, porque no formaba parte de mi enjambre. Sus muecas y sus chistes sin gracia me causaban una mezcla de perplejidad irritada y desdén: yo prefería no llevarme con él. ¿Tenía él sus propios amigos? Quiero creerlo, pero no acierto a ubicarlos. Los imagino tolerándolo apenas, celebrándole alguna ocurrencia, quizás ensañándose al alentarlo en su papel de bufón, y enseguida desentendiéndose y dejándolo solo. ¿Y qué pensaba él de mí? Cómo saber si pude inspirarle la perplejidad y el desdén que, treinta y siete años más tarde, veo que se resolvían en un sentimiento horrible: lástima.

 Tal vez, de haber obrado el azar de otro modo, habríamos podido entendernos. A fin de cuentas, éramos más parecidos que diferentes, empezando por nuestra edad y por el desvalimiento propio de quienes atraviesan esa etapa, por nuestra pertenencia al mismo presente en el que nos internábamos sin saber muy bien qué hacer, como no fuera adivinar qué se esperaba de nosotros. Íbamos siendo librados a la relativa independencia de una adolescencia que cobraba forma en los rituales de la secundaria y en la transgresión de dichos rituales. Ambos teníamos que pasar por similares constataciones de nuestras respectivas individualidades, camino de las alegrías o las desdichas que fueran a tocarnos, y eso nos igualaba de un modo que, pasado tanto tiempo, ahora me parece conmovedor. Éramos apenas un par de variaciones del mismo niño en trance de dejar de serlo, tan solos e ignorantes y azorados como el resto de nuestros compañeros.

El vigilante de la librería desapareció hace algunas semanas; habrá renunciado o lo movieron a otro lugar. O habrá muerto. ¿Era Maldonado? Seguramente ya nunca lo sabré. Pero he quedado pensando esto: la memoria sólo sabe operar según los juicios que vamos haciendo sobre los demás. Tal vez, sí, durante el trecho que recorrimos juntos, Maldonado fue el individuo desagradable que recuerdo que fue. Pero, cuando dejamos de vernos, quién sabe en qué se habrá convertido. Y el hecho de que siguiera siéndolo en mi memoria acaso signifique que nadie merece nunca nuestro olvido, pero menos merece nuestro recuerdo. Ojalá que yo me encuentre por completo borrado del suyo.

J. I. Carranza

Mural, 7 de mayo de 2023.