¿Se van a extinguir los fumadores? Más de alguna vez, ante la multiplicación y endurecimiento de las medidas con que la autoridad —a veces con autoritarismo— busca inhibir el consumo de tabaco, he pensado que los fumadores son la única plaga que se extermina a sí misma, por lo tanto sólo basta tener algo de paciencia para que el mundo termine por verse liberado de ellos. Entiendo, naturalmente, que esta solución se ve impedida por el surgimiento de nuevas generaciones de fumadores, e imagino que tal surgimiento es incesante y seguramente creciente: de ahí que las medidas en cuestión parezcan insuficientes siempre y tengan que ser reforzadas por otras, cada vez más drásticas.

       No sé si será ya una consecuencia directa de las restricciones más recientes, que han entrado en vigor estos días, pero tengo la impresión de que hay cada vez más personas fumando por las calles, mientras caminan, mientras van de un lugar donde no pueden fumar a otro donde tampoco podrán. De la parada del camión a la puerta del trabajo, por ejemplo; desde la salida de una oficina donde hicieron algún trámite hasta el estacionamiento donde dejaron el coche; mientras salen por unos tacos, en la pausa del mediodía, de ida y vuelta. Fumadores en movimiento constante, apresurados y solos, o en grupos que no conversan, pues se ha vuelto ya sumamente difícil disfrutar de un cigarro y, al mismo tiempo, de un momento de quietud, de sosiego: es como si fueran huyendo, máquinas impulsadas por la ansiedad y la angustia, arrojando el humo de su inmerecido avergonzamiento.

       Y además están, claro, las dificultades que se han impuesto a los fumadores, y a quienes los surten, para el comercio de «productos de tabaco» —un comercio, hay que recordarlo, que no es ilegal, aunque ahora deba ser casi clandestino—. Evidentemente, no se calcularon las consecuencias que los vendedores padecerán al tener que ocultar así su mercancía. Y no estoy pensando en las tiendas que mueven grandes volúmenes: don Mario, del puesto de periódicos de Morelos y Américas, me decía el domingo pasado cuánto le va a perder por el simple hecho de ya no poder tener a la vista las cajetillas para vender cigarros sueltos: una parte muy importante de sus ingresos diarios. Esta economía de la vergüenza va a hacer estragos en tienditas y minoristas como mi amigo. Pero, además, si al entorpecer así las vidas de quienes quieren comprar cigarros se busca disuadirlos por hartazgo, eso es por lo menos una ingenuidad ridícula: no habrá fastidio suficiente que haga a un fumador desistir de conseguir lo que necesita. Si lo sabré yo, que en mis tiempos más alarmantes de fumador fui capaz de recorrer kilómetros, en la noche, bajo la lluvia y gripiento, con tal de hallar una maldita tienda abierta. Y nunca me di por vencido.

       Ante este panorama de creciente proscripción, persecución, hostigamiento y castigo moral, me han entrado unas ganas locas de volver a fumar, nomás para poder oponerme con todo derecho a tanto pavor y tanta insensatez. Se me quitan enseguida, debo decir, apenas recuerdo la suerte que tuve de haber podido abandonar el vicio de un día para otro, unos meses antes de que empezara la pandemia, y al ver el desasosiego enorme que enfrenta una amiga por el solo hecho de estar proponiéndose dejar de fumar en un futuro ya no tan lejano. Todavía me aviento, de vez en cuando, un puro (cuando me planteé volverme fumador de puros, lo consulté con mi esposa y me respondió en el acto con dos argumentos estupendos e inobjetables: «Pues viejo ya estás y hocicón siempre has sido»), pero, al margen de eso, creo que he cumplido con el propósito de no dar jamás la espalda a mis antiguos compañeros de esclavitud, de no volverme un virtuoso del aire puro (que en eso se convierten muchos exfumadores: gente odiosa) y de no contribuir a envenenarles la vida con el desprecio, la condena y el reproche que la sociedad suele depararles, a mi modo de ver excesiva e injustamente: ya bastante tiene un fumador para sufrir.

       Como toda conducta humana, el tabaquismo es susceptible de juzgarse en términos morales, pero malamente es ésa la perspectiva que tiende a prevalecer, por encima de cualesquiera otras razones. Y la acusación más recurrente en estos términos procede de quienes, sin ser fumadores, dicen verse obligados a respirar el humo de quienes sí fuman. Es comprensible, esa acusación, y relativamente sencilla de remediar su causa: con algo de elemental sentido común, los fumadores y los no fumadores pueden estar siempre separados. Pero la supresión casi absoluta de las zonas de fumar ha llevado las cosas demasiado lejos, y es un indicio de la hipocresía o la esquizofrenia que priman en el supuesto cuidado de la salud pública: aunque también mate gente, y envilezca el trato social, y además genere múltiples violencias e incuantificables pérdidas económicas, arruine las vidas de las personas y sus efectos en la sociedad sean, en suma, más catastróficos que los que tiene el tabaco, el alcohol goza de una aceptación incomparable y está lejos de enfrentar semejantes histerias.

       Es triste, es cruel. No voy a prender un cigarro ahorita, pero qué ganas. Es, supongo, una causa perdida. Pero en este presente descabellado y cada vez más insufrible, quizá las causas perdidas sean las únicas que valga la pena defender.

J. I. Carranza

Mural, 22 de enero de 2023.