Las manifestaciones de la fe entre la población de esta tierra a lo largo de los siglos son numerosas, constantes y muy diversas, y en su conjunto brindan indicadores fiables para saber cómo somos. El hecho, por ejemplo, de que cerca de dos millones de personas acompañen a la Virgen de Zapopan cada año, dice mucho de lo que verdaderamente mueve a la gente, y yo siempre he pensado (desde que una vez así me lo hizo ver don Mario Fregoso, el del puesto de periódicos de Morelos y Américas) que cualquier otra movilización social, cualquiera que sea su causa, hay que compararla con la Llevada de la Virgen, para saber en realidad de qué estamos hablando.

Ahora bien: la fe no sólo se materializa en demostraciones de carácter religioso. Éstas ilustran muy bien nuestra proclividad a dejar que nuestra conducta como sociedad la modulen, ante todo, nuestras creencias, y esto vale para todos los estratos socioeconómicos, todos los rumbos de la ciudad, y a cualquier escala: desde las fiestas familiares en torno a una ceremonia hasta las congregaciones internacionales y multitudinarias de La Luz del Mundo. Pero también es principalmente la fe la que explica —para traer a colación uno de los casos más pasmosos— que alguna vez se formaran miles de personas para pagar por ver a la famosa hadita que «se le apareció» a un listillo.

La fe o la falta de fe. Que es lo que estamos viendo, y puede que por ahí esté la razón de que, cuando la pandemia va recrudeciéndose y los contagios se multiplican a un ritmo cada vez más acelerado, sea cuando a la gente en general la tenga con menos cuidado. Mi hipótesis es ésta: en una ciudad donde cualquier día aparecen decenas (¿treinta y tantas, sesenta y tantas?) bolsas con pedazos de personas, y donde la locura más inconcebible, la maldad más salvaje, ya ni siquiera alcanzan a ser noticia, estamos tan habituados a la atrocidad que somos por completo incapaces de creer en una amenaza como la del coronavirus. Entre nuestra atrofia moral y el cinismo de los corruptos, en una realidad donde la ignorancia y el hambre y el miedo se apretujan en el transporte público que surca nuestras calles asesinas, ¿quién va a creer en un bichito que, además, es invisible?

 

J. I. Carranza

Mural, 25 de junio de 2020