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En el encierro

Poder recluirse mientras la peste asuela al mundo es un privilegio. Y que una vasta proporción de la humanidad siga exponiéndose al contagio, por necesidad o por ignorancia, desactiva por insensata toda protesta que podamos proferir ante la necesidad de encerrarnos. Los grados de insensatez de estas protestas varían: no es lo mismo la queja de quien padezca por el hacinamiento o por otras condiciones que hagan invivible la cuarentena, que la queja de quien ya se hartó de tener que pasársela en su amplio jardín y zambulléndose en su alberca. Las únicas lamentaciones admisibles serán las de quien tiene que estar en compañía de alguien violento, o las de quienes sufren el aislamiento como soledad y abandono irremediables. De ahí en más, a quienes podemos quedarnos en casa más nos valdría apreciarlo.

¿Que el tedio es mucho? Chesterton afirmaba que el único pecado imperdonable es el aburrimiento. Y, aunque ahora parezca fácil caer en ese pecado, lo cierto es que abundan las posibilidades de evitar la tentación. La oferta de entretenimiento, de educación y cultura, puede ser enorme. Pero no hace falta señalar lo evidente; sí en cambio, acaso, lo descabellado de pensar que este tiempo debería aprovecharse para producir más, para rendir mejor. Doy un ejemplo.

La otra noche, mi hijita quería ver la entrega de los Kids’ Choice Awards. Era un acontecimiento de importancia superlativa para una niña de nueve años; además, la ceremonia tenía la peculiaridad de que, como manda la pandemia, todos los galardonados se conectarían desde sus casas. Incluso habría un enlace con la Estación Espacial Internacional. El problema es que iba a ser a las 9 de la noche del martes. «¡A dormir!», dispusimos, aceptando sin más el deber de despertar temprano el miércoles para «ir a la escuela» (vía Zoom). «¡No vas a querer levantarte!».

Pues qué diablos. Unos minutos luego de enviarla a la cama, fui y la levanté y nos pusimos delante de la tele. ¡Qué deberes ni qué obsesión imperiosa de cumplirlos ni qué nada! En el encierro, lo más importante está siendo, además de salvar la vida, hacer que siga valiendo la pena. Y la felicidad de una niña de nueve años es una forma insuperable de conseguirlo.

 

J. I. Carranza

Mural, 14 de mayo de 2020

«Nueva normalidad»

Las situaciones de extrema incertidumbre engendran abundantes expertos espontáneos e incontables profetas. Como los primeros pronto quedan desmentidos por el curso de los acontecimientos, basta con desalojarlos de nuestra atención. Los segundos, sin embargo, al lanzar más lejos las redes de su ciencia infusa, pueden ser más peligrosos: en lo que llega el tiempo de que se cumplan (aunque no vayan a cumplirse) sus vaticinios, pueden ganar creyentes, influir en la toma de decisiones, reorientar voluntades y nublar el juicio de quienes podrían estar construyendo posibilidades mejores que las que avizoran.

Una noción que ahora mismo está de moda entre los émulos de Nostradamus es «nueva normalidad». Es una fórmula que encapsula tres creencias: la primera, que la normalidad existe; la segunda, que existe al menos en dos versiones (la «nueva» y la que ya no es «nueva»); y tercera, que, luego de la pandemia y las crisis que ha traído aparejadas, estamos por asistir al arribo de la versión «nueva», pues la normalidad que conocíamos ya no servirá más. Sin tener que entrar en honduras metafísicas, seguramente bastaría con tratar de precisar en qué diablos consiste la normalidad para comprobar que es imposible creer en su existencia.

En México, por ejemplo, ¿es normal que sea más probable ser asesinado que enfermar del virus maldito? Que la prevalencia de la atrocidad en las vidas de millones de personas (violencia, injusticia, hambre, ignorancia, miedo, etcétera) se haya sostenido a lo largo de mucho tiempo (desde tiempos de Moctezuma Ilhuicamina, vamos diciendo, por ponerle una fecha) no quiere decir que eso sea admisible como normalidad. Como tampoco el hecho de que efectivamente lo admitamos como tal. (Es como la gente impuntual, atrabancada, impertinente o marrana, que se excusa diciendo: «¡Ay, perdón, es que así soy yo!». ¡Que seas como seas no quiere decir que eso esté bien!, habría que responder).

Por lo demás, la perturbación de lo habitual que está teniendo lugar, con las consecuencias trágicas que ha traído consigo, ¿podría obsequiarnos con un mundo más bonito y solidario, de almas limpias, gobiernos honestos, sociedades justas y trabajo feliz? Como si nos lo mereciéramos.

 

J. I. Carranza

Mural, 7 de mayo de 2020

El silencio preferible

Es difícil, y sobre todo cuando hay que encerrarse y el tedio o la neurosis acechan, resistir la tentación de hacer conjeturas que expliquen lo que pasa, o bien profecías que alumbren el rumbo que tomarán los acontecimientos. Entusiasma forjar argumentos que a nadie se le han ocurrido antes, o que nuestro pobre entendimiento se vea sacudido de pronto por una revelación. Pero, aunque en la incertidumbre del momento esa tentación sea poderosa, por lo menos habría que abstenerse de divulgar esos hallazgos al mundo. A nadie le hacen falta nuestras suspicacias ni nuestra sabiduría.

Salvo que detentemos un grado superlativo y experiencia admirable en el campo de la epidemiología, aunque también sería de agradecerse que contáramos con un premio Nobel en Economía: salvo que lo que tengamos que decir tenga sentido práctico y sirva para salvar a la humanidad, más nos valdría guardarnos nuestras opiniones, librarnos de hacer el ridículo con nuestros vaticinios y dejar de afligir a los semejantes asomados a nuestros muros o a nuestros timelines con más razones para la desesperación, el miedo y la confusión. Para eso ya tenemos a los políticos.

(Dicho sea de paso, ¡qué terquedad la de algunos, como el gobernador de Jalisco, en insistir que lo concerniente a esta crisis no es «un tema político»! ¿Pues qué es, entonces? Tanto se han enfangado, los profesionales de ese gremio, que los asusta descubrirse dedicándose a eso a lo que se dedican. Lo que hay que ver: políticos que afirman no estar haciendo política. Han de querer que los veamos como almas caritativas a las que no tendría que suponérseles ninguna intención oculta).

Un efecto asombroso del confinamiento en estos días es la afirmación del silencio. Ya se anticipa desde la mañana, y cuando cae la tarde se extiende sobre la ciudad de un modo inverosímil, que termina de espesar la consistencia de sueño extraño que tienen estos días. Por las noches, o más bien en las madrugadas, ya varias veces me ha despertado con alguna violencia ese silencio, y tengo entonces que levantarme a presenciarlo. Puede ser espantoso. Pero, en comparación con el rumor ensordecedor de nuestras conjeturas y nuestras profecías, es preferible.

 

J. I. Carranza

Mural, 16 de abril de 2020

El miedo al tedio

Estamos, por lo pronto, en el momento de las sugerencias, de las peticiones. Por las buenas, todavía. Apelando a nuestro supuesto sentido de responsabilidad con los demás; aludiendo, pero sin nombrarlo, a un civismo que, por rudimentario que sea, ya tuvo que haberse activado en cada ciudadano. El gobernador dice felicitarnos por hacerle caso: acto seguido, alarga el plazo y vuelve a pedirnos (todavía con palabras suavecitas, por más que suenen a ladridos de perro amarrado) que nos aguantemos tantito más. Si vemos las experiencias de otros países —donde, no obstante, el contagio y la mortandad han prosperado—, a estas invitaciones siguieron las conminaciones, y luego las admoniciones, y luego los toques de queda, el confinamiento forzoso, la suspensión de las garantías individuales, la acción policiaca contra los necios.

¿Era un proverbio árabe? «Espera lo mejor, pero prepárate para lo peor». Tengo la sospecha de que, habituada como está a vivir en lo inimaginable (la realidad psicótica y ensangrentada de todos los días en este país), la sociedad mexicana no es apta en absoluto para creer que lo peor está por venir. Tan hemos dejado de creer en que algún día recuperaríamos la cordura (y en este país habría justicia, libertad, paz y futuro), que ya tampoco sabemos reconocer cuando estamos encaminándonos al abismo. Tampoco es que sepamos mucho para dónde hacernos, en este angosto desfiladero que corre a lo largo del barranco interminable que es la precariedad de la existencia para millones y más millones.

Una señal de nuestro descreimiento: ante la perspectiva de que el confinamiento o la restricción de movimientos se prolonguen, lo que más parecemos temer es el tedio. No el contagio, no que los seres queridos se mueran, no que nosotros mismos caigamos; no la monstruosa crisis económica que ya está abalanzándose sobre nuestras siguientes décadas. No: lo que nos asusta es llegar a aburrirnos. ¡Ah, las legiones de mamás y papás que dan de alaridos porque al tercer o cuarto día ya no saben qué hacer en casa con sus hijos, más que enloquecerlos y dejar que los enloquezcan! Eso: queremos que esto se acabe porque es muy aburrido. Ojalá que sólo esa amenaza nos rondara.

 

J. I. Carranza

Mural, 26 de marzo de 2020

Cálculo

Ah, las bufonerías cotidianas del habitante de Palacio Nacional. Es cierto que pueden parecer evidencias de insania o consecuencias de alguna alteración inducida de la actividad cerebral: esos silencios en que los ojitos divagan como buscando saber si esto es un sueño o qué diablos, la mano derecha revoloteando sin control, la quijada pendiente mientras esa actividad cerebral se reanuda, a veces con una risita de abuelito siniestro descubierto in fraganti.

Si no viviéramos hoy una emergencia sanitaria que está paralizando al mundo y que, amén de dejar una estela de mortandad todavía incalculable, puede destruir las economías de muchos países, entre ellos México, tal vez tendría interés emprender un estudio de ese sentido del humor que mueve al titular del Ejecutivo a protagonizar de modos siempre inesperados las malhadadas mañaneras. ¿Hasta dónde el presidente encuentra divertida la realidad, tanto como para payasear con ella, o a partir de qué punto le resulta tan insoportable que se pone a menearla con ocurrencias y estupideces como la de ayer —lo de sus amuletos y estampitas—, pues está convencido de que lo que necesitamos sus gobernados es divertirnos? Y, llevando más lejos los interrogantes que animaran ese estudio, ¿qué mueve a quienes detentan el poder político a bromear, incluso cuando el terror y la desesperación y la rabia los cercan?

Sospecho que, al menos en el caso mexicano, hay un cálculo afinado de los efectos que traen consigo estas gansadas e, incluso, de los modos en que esa figura lamentable de anciano extraviado y delirante se incrusta en nuestra atención, ya induciéndonos a la perplejidad más violenta, ya sugiriéndonos que acaso sea digno de compasión o de lástima. Ayer mismo, para no ir más lejos: mientras la enfermedad sigue devorando las esperanzas de contenerla en países con muchísimos más recursos que el nuestro, y mientras las Bolsas seguían tronando y el peso era abatido por el dólar, y, sobre todo, mientras los legisladores mexicanos aprobaban las reformas con las que podrán permanecer en sus curules hasta 2030 —nota que, por supuesto, quedó perdida muy detrás de la de los «guardaespaldas» que el señor Presidente presumió que lo cuidan.

 

J. I. Carranza

Mural, 19 de marzo de 2020

La peste

Junto con una pandemia como la que se avecina… Pero qué estoy diciendo: la pandemia ya llegó; otra cosa es que no queramos darnos cuenta: bien cabe imaginarse, en los pasillos y los recovecos de Palacio Nacional, a los secretarios de Salud, de Educación, de Hacienda, tirándose de los pelos y tratando de hacerle entender a su jefe la urgencia de tomar medidas, y el jefe con sus risitas socarronas y sus calmas y sus momentos de pasmo (¡qué espectáculo atroz, ése, cuando, en las mañaneras, se queda con los ojitos vidriosos perdidos en un punto del vacío, la boca abierta, sin expresión, nomás dejando que su bracito se agite como espantando moscas conservadoras!)… Los secretarios, decía, desesperando por hacer que México, como pueda, siga el ejemplo de otros países (mientras escribo esto, India anuncia que prohíbe la entrada de todo extranjero), y aquél, sin embargo, al tanto de que el desastre inminente tendrá como primera víctima la popularidad de su Transformación, pues todo lo van a hacer con las patas, empezando por el manejo de la información (recordemos cómo nos traían como locos hace un año, con el gasolinazo: aquel desconcierto y aquella incertidumbre van a parecer apenas el simulacro del desconcierto y la incertidumbre que nos esperan)… Aquél, decía, más preocupado por lo que se dice de él que por lo que la realidad trae consigo, estará dándoles largas: ¿para qué poner controles en puertos y aeropuertos, para qué abastecer hospitales y alistar al Ejército y a la Guardia Nacional, para qué ir preparando a los maestros y a los estudiantes para que acaben el año sin tener que ir a la escuela, para qué tomar providencias ante la calamidad económica que tenemos por delante? Si en lo que hay que trabajar es en implantar en las masas la convicción de que México, hasta ahora, y quién sabe por qué —pero qué importa saber— está salvándose de quedar infestado.

Las peores pestes empiezan siempre por no creer en ellas. Parece que la novela de Albert Camus donde se corrobora eso está escaseando ya: a ver si no se acaba primero que el papel higiénico, o que el agua embotellada. O antes que ese bien que pronto va a escasear y tanta falta va a hacer, y que se llama cordura.

 

J. I. Carranza

Mural, 12 de marzo de 2020

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