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Cinco años

Empezó el viernes 13 de marzo de 2020. No sé, sin embargo, si ese día fue el último de las clases o el primero del encierro. Yo había estado frente a mi grupo en la universidad el jueves 12, y seguramente mis estudiantes y yo confiábamos en que volveríamos a encontrarnos el martes 17, luego del asueto del 16 (Juárez). O no teníamos por qué confiar: dábamos por hecho que así sería, con la sencilla certeza que infunde a lo que vivimos el decurso de lo cotidiano. Pero no volvimos a vernos. Las clases de mi niña, en tercero de primaria, también se interrumpieron, y tampoco volvió a ver a sus maestras ni a sus amigos. Por alguna razón —acaso la sencilla ignorancia de lo que vivimos en el decurso de lo cotidiano— , todo este tiempo he creído que ese viernes 13 la niña ya no fue a la escuela, pero lo más probable es que yo la haya llevado por la mañana, que su mamá o yo o ambos la hayamos recogido poco después de las dos de la tarde, que también hayamos creído que después del lunes feriado íbamos a seguir en lo que estábamos… Pero ¿antes de ese viernes Alfaro había mandado que se suspendieran las clases? ¿O fue ese mismo día? ¿O fue en algún momento del fin de semana (asueto anexo), y amanecimos el martes ya sin acceso a nuestras rutinas?

       (Ah, Alfaro: sus desplantes enjundiosos con los que parecía convencido de que la realidad iba a obedecerlo dócilmente; cómo dispuso que los jaliscienses nos adelantáramos al avance de la peste y nos recluyéramos dos semanas —según él iban a ser solamente dos semanas— antes que el resto del país para tomar ventaja —y esa ventaja sólo existía en su imaginación ignorante y ensoberbecida y ridícula—, y cómo luego iba prolongando el plazo del encierro como si negociara con el virus y fuera dándole prórrogas, lamentable y patético).

       El viernes 13, como sea, todo paró y todo empezó. Muchas personas que sufrieron manifestaciones agresivas del contagio y sobrevivieron han referido que una de las secuelas, por lo visto perdurables si no es que vitalicias, es una suerte de neblina que dificulta distinguir la memoria de días, de semanas, de meses que se pierden, aparentemente sin remedio; también aparta o escamotea, esa neblina, palabras y conceptos que antes estuvieron siempre al alcance y eran manejables sin problema alguno, u ofusca la inteligencia al querer abastecerla con nuevos conocimientos, o confunde e imprime una suerte de irrealidad a la vivencia del instante… Creo que, en alguna medida, la especie humana en su conjunto sigue atravesando una neblina parecida —o es la misma—, pues de proponérselo resulta muy complicado o imposible recrear, con el solo recurso de la memoria, lo que empezó cuando paró todo. Tenemos, sí, vivencias imborrables, la mayoría tristes o dolorosas o aterradoras o desoladoras, consecuencias directas de nuestro miedo y del asombro que se refrendaba día a día ante la magnitud de nuestra fragilidad y nuestra indefensión, como individuos y como sociedad. (Para mí, la peor de esas vivencias fue cuando tuve que ir decirle a mi mamá, sin quitarme el cubrebocas y temeroso de estar poniéndola en riesgo, en noviembre —¿u octubre?— de ese primer año, que mi hermano se había muerto en el hospital adonde lo llevaron sus hijos, contagiado, para no volver a verlo. Ni ellos abrazaron a su papá ni yo pude abrazar a mi mamá al decirle, tampoco cuando asistió al funeral desde mi iPad, tampoco muchos meses después que siguió tramitando el duelo en la soledad infranqueable de su casa). Pero a la par de todas esas vivencias hay también una profusión de impresiones soñadas o entrevistas en una suerte de delirio o fiebre que se prolongaba insensiblemente a lo largo de meses y más meses y no parecía tener fin: qué hacíamos, cómo arrancaba cada día y cómo terminaba, de qué hablábamos, cómo nos entreteníamos, qué leímos (en verano de aquel año yo leí La montaña mágica, de Mann, y el balcón de nuestro departamento daba al valle de Davos y enfrente estaban los Alpes y el silencio de la ciudad era el mismo del sanatorio donde convalecía Hans Castorp y no sé qué tanto de eso soñé ni qué tanto ocurrió en serio). Rompecabezas, juegos, estiramientos, los millones de horas que pasamos conectados (así volví a estar con mis alumnos, mi niña con sus amigos y con esas heroínas angélicas que fueron sus maestras). Cada noche, al apagar las luces, yo veía a lo lejos las ventanas iluminadas del edificio de las Suites Bernini: llegó el momento en que creí identificar mensajes cifrados en la disposición de esas ventanas, premoniciones o advertencias. Y sabía que yo era el elegido para comprender eso que me decían y que sólo yo sabría. A otro día, el encierro continuaba.

        Las noticias: en el mundo y en la ciudad, el imperio imparable de la muerte. Los hospitales, los miles de tumbas excavadas previsoramente en los cementerios, la cacería de tanques de oxígeno, las imágenes de los pueblos que iban quedando desiertos, las grandes metrópolis vaciadas, las incontables formas del disparate que fue haciéndonos improvisar el temor, los millones de historias, las esperanzas y las oleadas que nos azotaban. Mi maestro David Huerta me decía, angustiado, como si hablara de una maldición bíblica: «¿Qué es esto que nos cayó encima?».            

Hace cinco años. Y de algún modo, también, es como si nunca hubiera pasado.

J. I. Carranza

Mural, 9 de marzo de 2025.

Cuestión de fe

Es, imagino, difícil de cuantificar, pero no podrá negarse que la fe ha tenido un peso decisivo en el curso de la pandemia en México. Hablo de la fe como principal inteligencia de la realidad que tiene buena parte de la población, y en la que se conjugan las interpretaciones de los hechos, la traducción de esa interpretaciones en creencias y las decisiones individuales de los individuos —y, por ende, de la masa que conforman— en función de esas creencias. Tal vez alguna encuesta tan extensa como acuciosa permitiría hacerse una idea de ese peso, pero los resultados que arrojara serían, como todos los otros datos de la realidad, susceptibles de tramitarse también por la fe, y entonces sería cuento de nunca acabar.

       Primero, fue cuestión de creer o no en la posibilidad de que el virus llegara aquí desde el otro lado del mundo; cuando llegó, lo que siguió fue creer o no en la magnitud destructiva que podría alcanzar; creer o no en los riesgos de contagiarse, creer o no en la eficacia de las medidas para evitarlo (del cubrebocas a la vacuna, de los amuletos del Presidente a las porquerías prescritas por homeópatas y curanderos de toda laya, de las condiciones óptimas de ventilación en los espacios cerrados a las reuniones multitudinarias que propiciarían la «inmunidad de rebaño»). A la par de eso, creer o no en las autoridades —lo que menos importa, pues su proceder está desentendido de lo que la población perciba, y así va dando tumbos entre el mero disparate y la absoluta negligencia criminal.

       A la vista del regreso a las aulas, se insiste en reforzar la fe: confíen, nos dicen. Y aunque la multiplicación de contagios parezca desaconsejar más que nunca esa fe, acaso sea precisamente el momento de proponérsela. Pero bien entendida: fe en que los docentes y sus estudiantes y los papás de éstos sabremos cómo comportarnos. No es imposible: conocemos las medidas que hay que tomar, hay que tomarlas.

       Al preparar los útiles de nuestra niña para que este lunes estrene salón y se reencuentre con sus amigos luego de año y medio, nos anima esa fe: en que haremos todo lo que se debe hacer. Y también sus maestras y sus amigos y los papás de sus amigos. No tendría por qué ser de otra manera.

J. I. Carranza

Mural, 26 de agosto de 2021.

(La fotografía la tuiteó @angelitoconchia, el 6 de junio de 2021, día de las elecciones federales. Anotó junto a ella: «Mi casilla está en una primaria y miren el pizarrón»).

La aflicción

En «La nueva amenaza en marcha», ensayo publicado hace casi quince meses en el periódico La Razón, el escritor y patólogo Francisco González Crussí se asomaba a la historia de las epidemias para facilitar a sus lectores —y, seguramente, también para tenerlo él mismo más claro— una noción cabal de la nueva aflicción que estaba azotando al mundo. Con la erudición y la lucidez que distinguen al autor como uno de los ensayistas vivos más apasionantes de este tiempo, tanto en el orbe de habla hispana como en el de la lengua inglesa, aquella primera aproximación no renunciaba a permitirse cierta melancolía, propiciada por la circunstancia personal: «No sé si saldré con vida de esta epidemia. Mi sistema inmunológico es viejo: de seguro sufre los achaques de la senescencia biológica. Pero mi vida es insignificante en el descomunal contexto de una pandemia».

      (Este ensayo, así como otras piezas recientes, está recogido en un libro que acaba de publicar la editorial mexicana Grano de Sal: Más allá del cuerpo).

      Ese talante melancólico está equilibrado con la objetividad del científico, y el conjunto lo preside una perplejidad sostenida —y, creo yo, del todo justificable—: en aquellos primeros meses de la pandemia aún eran inmensamente mayores que hoy nuestra ignorancia y nuestra incertidumbre, y si bien ninguna de las dos está cerca de quedar erradicada, lo que la humanidad ha vivido en estos meses ya nos permite, aunque sea un poco, hablar con algo más de conocimiento de causa. En todo caso, González Crussí se hacía preguntas absolutamente pertinentes, que desembocaban en sentencias como ésta: «Si bien improbable, la desaparición total de la especie humana no es imposible». Pero también como esta otra: «unas epidemias desaparecieron del mundo sin dejar rastro; no sabemos ni qué cosa eran, ni qué fue de ellas».

      ¿Cuándo sabremos que ya terminó esta pandemia? ¿O ya terminó, y aún no estamos listos para admitirlo? Acaso nos lo impida el temor supersticioso de enardecerla, de hacerla regresar y ensañarse, si afirmamos su inexistencia. Tal vez no debamos azuzarla con nuestra insolencia.            

Como sea, y para nuestra fortuna, el doctor González Crussí sigue aquí, y sigue escribiendo.

J. I. Carranza

Mural, 17 de junio de 2021

Mil 200 millones

Una semana antes de cumplir 91 años, el 9 de diciembre de 2020, Margaret Keenan debió experimentar, en el Hospital de la Universidad de Coventry, en Inglaterra, más o menos lo mismo que yo viví, casi cinco meses después, en el pabellón dispuesto por la Universidad de Guadalajara. A ella y a mí nos indicaron descubrirnos el hombro izquierdo y, de reojo, ambos alcanzamos a ver cómo sendas profesionales con el cabello recogido y ataviadas con batas azules y cubrebocas nos mostraban la jeringa con que enseguida nos iban a pinchar. 

      Todo sucedió muy deprisa, para Margaret y para mí: en cuestión de segundos, ella y yo, cada quien en su momento, nos encontrábamos ya en el lado de la humanidad que puede tener la esperanza fundada de no morir a causa de la enfermedad que ha venido diezmando a esa humanidad. Margaret, hace poco más de cinco meses, fue la primera en cruzar; a mí me habrá correspondido, según el conteo que lleva el Financial Times a partir de los registros de la Organización Mundial de la Salud y de la Universidad de Oxford, algún número alrededor de los mil ciento cincuenta millones. Hoy vamos en casi mil doscientos millones. En cinco meses.

      A Margaret la esperaban, a la salida del hospital, las cámaras y micrófonos que ansiaban transmitir la mejor noticia en muchísimo tiempo: no solamente la mejor del maldito 2020, sino quizás incluso la mejor desde el fin de la Segunda Guerra Mundial —yo qué voy a saber: lo único que tengo claro es que una de las fotos que le tomaron a Margaret la descargué y la atesoré con una alegría que todavía aflora ahora mismo que estoy contemplándola. A mí me ofrecieron una botellita de agua, un pan dulce, la música de un dueto que cantaba canciones de Madonna; me preguntaron varias veces cómo me sentía, me dieron una libretita de recuerdo, muchos jóvenes me dijeron adiós y me felicitaron cuando desfilé entre ellos para salir del pabellón en el que pasó todo.

Pocas ocasiones tendremos en la vida de experimentar tan intensamente, tan asombrosamente, lo que significa formar parte de la especie humana. No sé hasta dónde se haya permitido Margaret emocionarse; yo, ni modo, tuve que sacar el pañuelo y tenerlo a la mano, porque no podía dejar de llorar.

J. I. Carranza

Mural, 6 de mayo de 2021.

Aprendizajes

Mucho se insiste en que la pandemia tendría que dejarnos valiosos y perdurables aprendizajes. Luego de haber arrasado con millones de vidas y haber estropeado otros muchos millones, y al cabo de las incontables ocasiones que fue abriendo para que la humanidad demostrara toda su fragilidad, pero también los colmos de su ignorancia —algún día sabremos cuánta devastación se debe directamente a la enemistad de nuestra especie con la ciencia—, el virus y su propagación deberían (afirman muchos, de buena voluntad) recompensarnos con conciencias más afinadas y con razonamientos más agudos fraguados en los largos meses de encierro e introspección, en los días de las peores privaciones y miedos, en la vivencia de las adaptaciones que tuvimos que hacerle a nuestra vida para que lograra proseguir.

      Bueno, pues yo lo dudo. En todos los órdenes de la existencia, la necesidad ha tenido que abrirse paso y, conforme regresamos al mundo del que fuimos echados a principios de 2020, más bien queremos proseguir donde nos quedamos, perseverando en los mismos sinsentidos e incurriendo en las mismas necedades. Es significativo, me parece, que cada vez se oiga menos aquello de «la nueva normalidad». Nunca, en realidad, quisimos creer que llegaría algo así. Lo que nos urgía era volver a salir a la calle para ser iguales que siempre.

      Una prueba: las consecuencias peores de la pandemia se han debido a la errática, cuando no estúpida, cuando no perversa conducción de las autoridades en turno. De los gobernantes, de cualquier color y en cualquier lado. Bueno, pues todavía no se acaba esto cuando estamos ya absortos en la siguiente temporada del lamentable teatro electorero, refrendando con nuestra atención el crédito absoluto a los protagonistas de ese teatro. Ni siquiera la pandemia ha bastado para que sepamos tenerlos a raya con sus pendencias, sus desfiguros, sus abyecciones, sus desvergüenzas. ¿Aprendimos a hacer algo con nuestra deficiente democracia? No: y por eso seguimos y seguiremos padeciendo que esta ralea de farsantes o cínicos o bestias o todo junto siga haciendo de las suyas. Tal vez cuando alguna bomba atómica nos caiga sí aprendamos, por fin, a ya no confiar en ellos.

J. I. Carranza

Afición viciosa

Sobran motivos para que la contienda electoral en curso absorba toda nuestra atención, al grado de dejarnos resecos y sin ninguna reserva de interés para ponerlo en ninguna otra cosa. Habría que hacer el cálculo de la merma que sufre el Producto Interno Bruto por los millones de horas hombre que desperdiciamos en presenciar el teatro de nuestra pasmosa democracia. Pero semejante derroche no es para menos, ante la infinidad de hechos inverosímiles, dichos inauditos, excesos inimaginables, desfiguros prodigiosos, canalladas sobrehumanas, estupideces titánicas, vilezas de calibre mitológico y horrores abismales que los candidatos y sus partidarios despliegan todos los días.

Difícilmente el más audaz de nuestros novelistas podría dar curso a una imaginación equiparable a lo que, para nuestra desventura, es la realidad que habitamos. (Querría agregar esta impresión: la ficción literaria más celebrada del presente mexicano está más bien desentendida de servirse de dicho presente para indagar a fondo en sus causas y llevar al extremo sus posibilidades. A lo más que llega, en muchos casos, es a elaboraciones excesivas o timoratas o impostoras de las facetas más violentas de este tiempo, con ánimo más bien sensacionalista, o con cinismo, o con ingenuidad lamentable). De ahí que sea tan tentador perderse en la contemplación de este elenco integrado por tal multitud de imbéciles, desvergonzados, payasos, corruptos y criminales que compiten por los cargos de elección popular: ¿deveras es una competencia esta charada? ¿No están muchas veces ya las cosas decididas de antemano? ¿No aprendimos nada de Lagrimita?

Rendirse a una afición tan viciosa (la fascinación por los horrores electorales) seguramente tendrá consecuencias irreparables en la psique de cualquiera. Y, por último: aun si entre esas hordas llega a darse el caso de que figure algún candidato sincero, movido por el interés de servir al bien común y por las ganas de no acabar haciendo lo que todos, su papel es ya reprensible por el solo hecho de que participe en este juego. Parafraseando a Groucho Marx, mi candidato idóneo sería aquel que tuviera la decencia necesaria para nunca aceptar ser candidato en este lodazal.

J. I. Carranza

Descreídos

En los resultados de una encuesta publicados ayer por El Financiero se observa que el 86 por ciento de los mexicanos adultos cree en la existencia del coronavirus; el 14 restante se reparte entre los que no creen (9 por ciento) y los que no saben si creer o no (es decir, los que no creen pero no están seguros de que eso esté bien). Esta impresionante porción de descreídos se vuelve pasmosa cuando se ve cómo están repartidos: entre quienes tienen de 18 a 29 años, el 18 por ciento no creen, y entre quienes tienen más de 50 años, el 15 por ciento —en medio de ambas franjas temerarias estamos los timoratos de 30 a 49, que mayormente creemos, pero aun entre nosotros hay un 9 por ciento que ahora mismo debe estar burlándose de nuestra credulidad.

      Dicho de otro modo: entre quienes no creen, abundan los adultos jóvenes y los adultos mayores. (Sería interesante conocer qué piensan quienes están en la infancia o la adolescencia). Y uno pensaría: los jóvenes son quienes más y mejor acceso deberían tener a la información, así como los viejos deberían estar cargados de experiencia y sabiduría. Pero ambas figuraciones valen tanto como sus reversos: los jóvenes acaso sean quienes más fácilmente caigan en engaños, mientras que los viejos estarán lastrados por prejuicios y supersticiones. En cualquier caso, el hecho es que, en gran medida, la indefensión de la población en su conjunto ante el embate de la pandemia está directamente relacionada con el hecho de que se crea o no en ella.

      Y las creencias que mueven a una sociedad son materia maleable: en este caso concreto, por las políticas gubernamentales de generación y difusión de la información (de una ineptitud criminal, esas políticas), pero también por la negligencia de los medios que no han podido estar a la altura de la emergencia, facilitando que la gente sepa lo que tiene que saber y que crea lo que debe creer. Si a eso se suma la desconfianza creciente que han generado las erráticas disposiciones y los volantazos de los gobiernos rebasados por la emergencia, lo cierto es que quedan pocas razones para tratar de convencer a los descreídos. Así que estas cifras pueden dar idea del tamaño de la desgracia que todavía nos espera.

J. I. Carranza

Mural, 16 de julio de 2020

Cuestión de fe

Las manifestaciones de la fe entre la población de esta tierra a lo largo de los siglos son numerosas, constantes y muy diversas, y en su conjunto brindan indicadores fiables para saber cómo somos. El hecho, por ejemplo, de que cerca de dos millones de personas acompañen a la Virgen de Zapopan cada año, dice mucho de lo que verdaderamente mueve a la gente, y yo siempre he pensado (desde que una vez así me lo hizo ver don Mario Fregoso, el del puesto de periódicos de Morelos y Américas) que cualquier otra movilización social, cualquiera que sea su causa, hay que compararla con la Llevada de la Virgen, para saber en realidad de qué estamos hablando.

Ahora bien: la fe no sólo se materializa en demostraciones de carácter religioso. Éstas ilustran muy bien nuestra proclividad a dejar que nuestra conducta como sociedad la modulen, ante todo, nuestras creencias, y esto vale para todos los estratos socioeconómicos, todos los rumbos de la ciudad, y a cualquier escala: desde las fiestas familiares en torno a una ceremonia hasta las congregaciones internacionales y multitudinarias de La Luz del Mundo. Pero también es principalmente la fe la que explica —para traer a colación uno de los casos más pasmosos— que alguna vez se formaran miles de personas para pagar por ver a la famosa hadita que «se le apareció» a un listillo.

La fe o la falta de fe. Que es lo que estamos viendo, y puede que por ahí esté la razón de que, cuando la pandemia va recrudeciéndose y los contagios se multiplican a un ritmo cada vez más acelerado, sea cuando a la gente en general la tenga con menos cuidado. Mi hipótesis es ésta: en una ciudad donde cualquier día aparecen decenas (¿treinta y tantas, sesenta y tantas?) bolsas con pedazos de personas, y donde la locura más inconcebible, la maldad más salvaje, ya ni siquiera alcanzan a ser noticia, estamos tan habituados a la atrocidad que somos por completo incapaces de creer en una amenaza como la del coronavirus. Entre nuestra atrofia moral y el cinismo de los corruptos, en una realidad donde la ignorancia y el hambre y el miedo se apretujan en el transporte público que surca nuestras calles asesinas, ¿quién va a creer en un bichito que, además, es invisible?

 

J. I. Carranza

Mural, 25 de junio de 2020

Profetas

A finales de febrero pasado, cuando ya las alarmas por la proliferación del virus estaban pitando cada vez más fuerte, no sólo en China, sino ya también en Europa, el filósofo italiano Giorgio Agamben se apresuró a redactar su descreimiento: «Frente a las medidas de emergencia frenéticas, irracionales y completamente injustificadas para una supuesta epidemia debida al coronavirus, es necesario partir de las declaraciones del CNR [Consejo Nacional de Investigación], según las cuales […] “no hay ninguna epidemia de SARS-CoV2 en Italia”». Amparado en esas declaraciones, Agamben afirmaba también que en el 90 por ciento de los casos la enfermedad no pasaría de ser una gripita.

Más que el desatino del filósofo, lo que llama la atención es la prisa que entonces tuvo por meter la pata. Aducía, en aquel artículo, que la pandemia era una invención y que las medidas tomadas por los gobiernos para enfrentarla obedecían a fines de control similares a los que se persigue al denunciar la amenaza del terrorismo… Bueno, lo triste es que no son argumentos, los suyos, demasiado distintos de los que vienen dando Paty Navidad o el Cardenal Sandoval (¡ay, la prensa!, ¿por qué tiene que seguir yendo a preguntarle cosas a este sujeto?).

Cuando la masacre desatada ya era el argumento más contundente para demostrar que la pandemia no era invención, Agamben volvió a proferir sus admoniciones apocalípticas: en esta ocasión, a finales de mayo, acusaba a cuantos hemos participado de cualquier modalidad de educación a distancia (profesores, estudiantes, universidades) de colaborar en una conjura, de orden fascista, que pretende terminar para siempre con la educación universitaria. «Todo  esto, que había durado casi diez siglos, ahora termina para siempre». ¡Y uno habría pensado que nomás estaba batallando con Zoom, cuando en realidad se hallaba encaminando a las nuevas generaciones a desbarrancarse en la ignorancia y la barbarie!

Son risibles, los aspavientos del incrédulo y agorero Agamben —y de muchos otros. Pero el problema, con los profetas como él (y como Paty Navidad, y como el Cardenal), es que nunca es imposible que haya multitudes que les hagan caso. O, más bien, es lo más probable.

 

J. I. Carranza

Mural, 18 de junio de 2020

Otro mundo

La película Yesterday, de Danny Boyle, juega con la posibilidad pasmosa de que los Beatles jamás hubieran existido. O, más bien, de que sólo hubiera una persona en el mundo que conociera su música. La historia sigue los pasos de esa persona, un cantante más bien chafa que, gracias a que se sabe el repertorio del cuarteto, vertiginosamente alcanza el estrellato y ve al mundo rendirse a sus pies. Lo bueno que tienen los universos alternos al nuestro es que no podríamos percatarnos de su existencia, y que, si llegamos a hacerlo, nadie nos va a creer, y por tanto no son problema. Antes bien: quizás sea lo mejor, que no nos crean —y de ahí que el cantante de Yesterday pueda triunfar con esa música formidable y ajena.

Hay algunos momentos en la película que llegan a ser muy desasosegantes —o lo fueron para mí—, más incluso que la posibilidad de que nunca nadie hubiera oído aquellas canciones. No queda clara la razón —o no me lo quedó a mí—, pero el protagonista descubre, de pronto, que en ese mundo, la gente no fuma. Ni sabe qué es eso. O que no existe la Coca-Cola. No parecen obedecer, esos hechos, a ninguna necesidad de la historia. Pero descubrirlo imprime una extrañeza todavía más irremediable a la vivencia de esa ¿irrealidad? Como si, por esos detalles, ese mundo fuera más definitivo, más inapelable.

Algo así experimenté hace un par de días, al caer en cuenta, simultáneamente, de que ya mayo está por terminar, y, además, de que terminará sin que haya tenido lugar la Feria Municipal del Libro de Guadalajara. No sólo eso —son obvias las razones de que no se haya organizado este año—: lo más inquietante es que nadie haya parecido darse cuenta. Me puse a buscar información, algún aviso, alguna publicación en la prensa, o por parte de los organizadores. Y nada. Es, ¡ay!, como si nunca hubiera existido.

Ya en varias ocasiones he declarado aquí el cariño que le tengo a esa feria, la más antigua del país, y cómo le debo haberme vuelto lector. Ahora no sé qué hacer con este descubrimiento. Ya sé que no es así, y que seremos muchos los tapatíos que la extrañamos. Pero sí me sentí un poco como el cantante de la película: como si sólo yo en el mundo me acordara de ella.

 

J. I. Carranza

Mural, 28 de mayo de 2020

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