Mucho se insiste en que la pandemia tendría que dejarnos valiosos y perdurables aprendizajes. Luego de haber arrasado con millones de vidas y haber estropeado otros muchos millones, y al cabo de las incontables ocasiones que fue abriendo para que la humanidad demostrara toda su fragilidad, pero también los colmos de su ignorancia —algún día sabremos cuánta devastación se debe directamente a la enemistad de nuestra especie con la ciencia—, el virus y su propagación deberían (afirman muchos, de buena voluntad) recompensarnos con conciencias más afinadas y con razonamientos más agudos fraguados en los largos meses de encierro e introspección, en los días de las peores privaciones y miedos, en la vivencia de las adaptaciones que tuvimos que hacerle a nuestra vida para que lograra proseguir.

      Bueno, pues yo lo dudo. En todos los órdenes de la existencia, la necesidad ha tenido que abrirse paso y, conforme regresamos al mundo del que fuimos echados a principios de 2020, más bien queremos proseguir donde nos quedamos, perseverando en los mismos sinsentidos e incurriendo en las mismas necedades. Es significativo, me parece, que cada vez se oiga menos aquello de «la nueva normalidad». Nunca, en realidad, quisimos creer que llegaría algo así. Lo que nos urgía era volver a salir a la calle para ser iguales que siempre.

      Una prueba: las consecuencias peores de la pandemia se han debido a la errática, cuando no estúpida, cuando no perversa conducción de las autoridades en turno. De los gobernantes, de cualquier color y en cualquier lado. Bueno, pues todavía no se acaba esto cuando estamos ya absortos en la siguiente temporada del lamentable teatro electorero, refrendando con nuestra atención el crédito absoluto a los protagonistas de ese teatro. Ni siquiera la pandemia ha bastado para que sepamos tenerlos a raya con sus pendencias, sus desfiguros, sus abyecciones, sus desvergüenzas. ¿Aprendimos a hacer algo con nuestra deficiente democracia? No: y por eso seguimos y seguiremos padeciendo que esta ralea de farsantes o cínicos o bestias o todo junto siga haciendo de las suyas. Tal vez cuando alguna bomba atómica nos caiga sí aprendamos, por fin, a ya no confiar en ellos.

J. I. Carranza