• Afición viciosa

    Sobran motivos para que la contienda electoral en curso absorba toda nuestra atención, al grado de dejarnos resecos y sin ninguna reserva de interés para ponerlo en ninguna otra cosa. Habría que hacer el cálculo de la merma que sufre el Producto Interno Bruto por los millones de horas hombre que desperdiciamos en presenciar el teatro de nuestra pasmosa democracia. Pero semejante derroche no es para menos, ante la infinidad de hechos inverosímiles, dichos inauditos, excesos inimaginables, desfiguros prodigiosos, canalladas sobrehumanas, estupideces titánicas, vilezas de calibre mitológico y horrores abismales que los candidatos y sus partidarios despliegan todos los días.

    Difícilmente el más audaz de nuestros novelistas podría dar curso a una imaginación equiparable a lo que, para nuestra desventura, es la realidad que habitamos. (Querría agregar esta impresión: la ficción literaria más celebrada del presente mexicano está más bien desentendida de servirse de dicho presente para indagar a fondo en sus causas y llevar al extremo sus posibilidades. A lo más que llega, en muchos casos, es a elaboraciones excesivas o timoratas o impostoras de las facetas más violentas de este tiempo, con ánimo más bien sensacionalista, o con cinismo, o con ingenuidad lamentable). De ahí que sea tan tentador perderse en la contemplación de este elenco integrado por tal multitud de imbéciles, desvergonzados, payasos, corruptos y criminales que compiten por los cargos de elección popular: ¿deveras es una competencia esta charada? ¿No están muchas veces ya las cosas decididas de antemano? ¿No aprendimos nada de Lagrimita?

    Rendirse a una afición tan viciosa (la fascinación por los horrores electorales) seguramente tendrá consecuencias irreparables en la psique de cualquiera. Y, por último: aun si entre esas hordas llega a darse el caso de que figure algún candidato sincero, movido por el interés de servir al bien común y por las ganas de no acabar haciendo lo que todos, su papel es ya reprensible por el solo hecho de que participe en este juego. Parafraseando a Groucho Marx, mi candidato idóneo sería aquel que tuviera la decencia necesaria para nunca aceptar ser candidato en este lodazal.

    J. I. Carranza


  • Imaginar lo inimaginable


    Una de las enseñanzas que tendría que estar dejándonos la multiforme crisis que atravesamos (sanitaria, económica, política, moral) es que el futuro es imprevisible. A despecho de las proyecciones más lógicas que la ciencia pueda hacer, detrás del horizonte siempre estará acechando la posibilidad que faltó contemplar, o la que fue descartada por demasiado fantástica. Esta vez fue el virus que supuestamente emergió en un mercado en una ciudad china: nadie lo vio venir. ¿Nuestra imaginación debería esforzarse más?

    En un gesto muy significativo, la revista Wired (una muy respetable publicación dedicada a las innovaciones tecnológicas y culturales mediante cuyo conocimiento podemos ir anticipando lo que trae consigo el porvenir) dedica en su totalidad su número más reciente a contener el adelanto de una novela titulada 2034: A Novel of the Next World War, de la autoría de Elliot Ackerman en colaboración con el almirante James Stavridis, de la Marina estadounidense. Desarrolla, esta novela, el que podría ser el desenlace más catastrófico de las hostilidades actuales entre Estados Unidos y China: lo que hoy es competencia por el liderazgo mundial resuelta en un enfrentamiento de dimensiones apocalípticas. Como lo explican los editores de Wired, los autores de la novela se inspiraron en obras de ficción escritas durante la Guerra Fría: «Quizás una razón por la que ese conflicto no desembocó en la Tercera Guerra Mundial fue que tantos autores trabajaron meticulosamente en imaginar los peores escenarios, a fin de hacer lo impensable tan vívido como fuera posible».

    ¿La ficción evitó que el mundo se precipitara a una hecatombe nuclear? Dicen los editores de Wired a sus lectores, a propósito de la decisión de publicar el adelanto de esta novela: «Considéralo como otra vacuna contra el desastre» —en alusión a la esperanza que la vacunación contra el coronavirus ha despertado en un mundo sumergido en la incertidumbre. No fuimos capaces de imaginar la desgracia que nos ha acaecido como especie. De haberlo hecho —como lo hace esta novela con la guerra mundial de 2034—, tal vez habríamos conseguido detenerla. Acaso la literatura sea la mejor forma de conjurar y evitar los futuros peores.


  • Descreídos

    En los resultados de una encuesta publicados ayer por El Financiero se observa que el 86 por ciento de los mexicanos adultos cree en la existencia del coronavirus; el 14 restante se reparte entre los que no creen (9 por ciento) y los que no saben si creer o no (es decir, los que no creen pero no están seguros de que eso esté bien). Esta impresionante porción de descreídos se vuelve pasmosa cuando se ve cómo están repartidos: entre quienes tienen de 18 a 29 años, el 18 por ciento no creen, y entre quienes tienen más de 50 años, el 15 por ciento —en medio de ambas franjas temerarias estamos los timoratos de 30 a 49, que mayormente creemos, pero aun entre nosotros hay un 9 por ciento que ahora mismo debe estar burlándose de nuestra credulidad.

          Dicho de otro modo: entre quienes no creen, abundan los adultos jóvenes y los adultos mayores. (Sería interesante conocer qué piensan quienes están en la infancia o la adolescencia). Y uno pensaría: los jóvenes son quienes más y mejor acceso deberían tener a la información, así como los viejos deberían estar cargados de experiencia y sabiduría. Pero ambas figuraciones valen tanto como sus reversos: los jóvenes acaso sean quienes más fácilmente caigan en engaños, mientras que los viejos estarán lastrados por prejuicios y supersticiones. En cualquier caso, el hecho es que, en gran medida, la indefensión de la población en su conjunto ante el embate de la pandemia está directamente relacionada con el hecho de que se crea o no en ella.

          Y las creencias que mueven a una sociedad son materia maleable: en este caso concreto, por las políticas gubernamentales de generación y difusión de la información (de una ineptitud criminal, esas políticas), pero también por la negligencia de los medios que no han podido estar a la altura de la emergencia, facilitando que la gente sepa lo que tiene que saber y que crea lo que debe creer. Si a eso se suma la desconfianza creciente que han generado las erráticas disposiciones y los volantazos de los gobiernos rebasados por la emergencia, lo cierto es que quedan pocas razones para tratar de convencer a los descreídos. Así que estas cifras pueden dar idea del tamaño de la desgracia que todavía nos espera.

    J. I. Carranza

    Mural, 16 de julio de 2020


  • ¿FIL o no FIL?

    Es de suponerse que hay muchos factores en juego en la ponderación de posibilidades e impedimentos que la Feria Internacional del Libro de Guadalajara estará haciendo ahora mismo. Por un lado, y entre los aspectos más evidentes, está la necesidad de ventas que tienen los editores y su escasez de liquidez para costearse la presencia ahí: aunque la FIL brinda este año una rebaja en la renta del espacio, la crisis ha golpeado tanto a la industria que ni así podrá librar bien ese gasto.

          Esta zozobra está encuadrada en el desastre que ya están siendo las economías local, nacional y mundial, y serán muchos los que tengan razones sobradas para no asistir: lo mismo los editores arruinados, o casi, que los que no hayan publicado novedades suficientes como para que valga la pena, pero también el público que sencillamente no podrá pagar ni siquiera el boleto de ingreso (lo siento, pero hay que recordarlo siempre: que la FIL cobre la entrada es una flagrante incongruencia con sus fines como festival cultural organizado por una universidad pública en un país como México).

          Además, está la absoluta incertidumbre acerca del estado de la pandemia a finales de noviembre próximo, y esto no únicamente en cuanto a la situación que privará en Guadalajara y en México: las condiciones adversas en otros puntos del planeta y las dificultades para viajar amenazan con quitarle lo internacional a la FIL. No imaginamos ahora mismo el moridero inmenso en que se habrán convertido el mundo y este pobre país para entonces, ni cuáles serán las consecuencias de la masacre y de la miseria en la psique de millones.

                Por si fuera poco, en estas tierras, donde las decisiones últimas terminan tomándolas individuos que ven por sus intereses políticos y personales antes que por esa quimera que es el bien común, ¿qué tanto van a pesar las conveniencias del Gobernador, del Licenciado? La pandemia ha confirmado que aquí de poco valen las advertencias de la ciencia y las consideraciones fundadas en el mero sentido común: de ahí que las políticas públicas estén caracterizadas por los constantes volantazos, y que sus consecuencias estén siendo trágicas. ¿De aquí a la FIL las cosas serán distintas? Cómo saberlo.

    J. I. Carranza

    Mural, 9 de julio de 2020


  • La vileza

    La celeridad con que sobreviene lo imprevisto se ha incrementado últimamente tanto como eso imprevisto es inaudito. Aunque es imposible precisar lo que cabe en ese adverbio, «últimamente», podemos estar de acuerdo en que antes (otro: ¿qué tan «antes», «antes» de qué?) los hechos más escandalosos estaban más espaciados, y además no eran nunca tan escandalosos. Que un mamarracho como Trump, por ejemplo, ahora mismo avance alegremente a su reelección sin obstáculos a la vista —si nada ni nadie ha logrado hasta ahora pararlo, eso querrá decir que lo adoran—, por hablar del caudal inagotable de espanto que anega la realidad todos los días.

    Por tal celeridad y por lo descabellado que se ha vuelto el rumbo de la historia, no sólo el oficio de profeta es un atajo seguro al equívoco, sino también el de lector de los tiempos que corren. Hace unos días estuve echándole un ojo a El coraje de la desesperanza, de Slavoj Žižek, un libro que, para su desgracia, a tres años de haber sido publicado, ya ha quedado por completo desencaminado e inservible para entender lo que pasa (tan fantasiosas parecen sus conjeturas, sus razones). No será el único caso, desde luego: bien es sabido que la filosofía siempre llega tarde y es incapaz de advertir nada.

    Otro ejemplo, de ayer, apenas: ¿quién se habría imaginado que un componente esencial de la política hoy es la vileza? Si ya íbamos haciéndonos a la idea de que la verdad no sólo se ha vuelto inalcanzable, sino que además no importa, ¿ahora vemos que también cualquier apariencia de dignidad o de decencia es prescindible y que lo que importa es azuzar el encono, la ira? Ya no hablemos de compasión, esa virtud que es de suponerse en todo cristiano, y cristiano se dice el habitante de Palacio Nacional. Es vileza purísima lo mostrado ayer por la esposa de ese habitante, en su respuesta alevosa y cargada de sorna a quien preguntaba por la atención a los niños con cáncer cuyos tratamientos se han visto interrumpidos por las políticas de salud de la 4T. ¿Quién, al tratar de descifrar este presente, iba a suponer que la vileza —y lo que la explique: ¿por qué esa respuesta justo en el aniversario del triunfo?— era algo que debíamos tener en cuenta?

     

    J. I. Carranza

    Mural, 2 de julio de 2020


  • Cuestión de fe

    Las manifestaciones de la fe entre la población de esta tierra a lo largo de los siglos son numerosas, constantes y muy diversas, y en su conjunto brindan indicadores fiables para saber cómo somos. El hecho, por ejemplo, de que cerca de dos millones de personas acompañen a la Virgen de Zapopan cada año, dice mucho de lo que verdaderamente mueve a la gente, y yo siempre he pensado (desde que una vez así me lo hizo ver don Mario Fregoso, el del puesto de periódicos de Morelos y Américas) que cualquier otra movilización social, cualquiera que sea su causa, hay que compararla con la Llevada de la Virgen, para saber en realidad de qué estamos hablando.

    Ahora bien: la fe no sólo se materializa en demostraciones de carácter religioso. Éstas ilustran muy bien nuestra proclividad a dejar que nuestra conducta como sociedad la modulen, ante todo, nuestras creencias, y esto vale para todos los estratos socioeconómicos, todos los rumbos de la ciudad, y a cualquier escala: desde las fiestas familiares en torno a una ceremonia hasta las congregaciones internacionales y multitudinarias de La Luz del Mundo. Pero también es principalmente la fe la que explica —para traer a colación uno de los casos más pasmosos— que alguna vez se formaran miles de personas para pagar por ver a la famosa hadita que «se le apareció» a un listillo.

    La fe o la falta de fe. Que es lo que estamos viendo, y puede que por ahí esté la razón de que, cuando la pandemia va recrudeciéndose y los contagios se multiplican a un ritmo cada vez más acelerado, sea cuando a la gente en general la tenga con menos cuidado. Mi hipótesis es ésta: en una ciudad donde cualquier día aparecen decenas (¿treinta y tantas, sesenta y tantas?) bolsas con pedazos de personas, y donde la locura más inconcebible, la maldad más salvaje, ya ni siquiera alcanzan a ser noticia, estamos tan habituados a la atrocidad que somos por completo incapaces de creer en una amenaza como la del coronavirus. Entre nuestra atrofia moral y el cinismo de los corruptos, en una realidad donde la ignorancia y el hambre y el miedo se apretujan en el transporte público que surca nuestras calles asesinas, ¿quién va a creer en un bichito que, además, es invisible?

     

    J. I. Carranza

    Mural, 25 de junio de 2020


  • Profetas

    A finales de febrero pasado, cuando ya las alarmas por la proliferación del virus estaban pitando cada vez más fuerte, no sólo en China, sino ya también en Europa, el filósofo italiano Giorgio Agamben se apresuró a redactar su descreimiento: «Frente a las medidas de emergencia frenéticas, irracionales y completamente injustificadas para una supuesta epidemia debida al coronavirus, es necesario partir de las declaraciones del CNR [Consejo Nacional de Investigación], según las cuales […] “no hay ninguna epidemia de SARS-CoV2 en Italia”». Amparado en esas declaraciones, Agamben afirmaba también que en el 90 por ciento de los casos la enfermedad no pasaría de ser una gripita.

    Más que el desatino del filósofo, lo que llama la atención es la prisa que entonces tuvo por meter la pata. Aducía, en aquel artículo, que la pandemia era una invención y que las medidas tomadas por los gobiernos para enfrentarla obedecían a fines de control similares a los que se persigue al denunciar la amenaza del terrorismo… Bueno, lo triste es que no son argumentos, los suyos, demasiado distintos de los que vienen dando Paty Navidad o el Cardenal Sandoval (¡ay, la prensa!, ¿por qué tiene que seguir yendo a preguntarle cosas a este sujeto?).

    Cuando la masacre desatada ya era el argumento más contundente para demostrar que la pandemia no era invención, Agamben volvió a proferir sus admoniciones apocalípticas: en esta ocasión, a finales de mayo, acusaba a cuantos hemos participado de cualquier modalidad de educación a distancia (profesores, estudiantes, universidades) de colaborar en una conjura, de orden fascista, que pretende terminar para siempre con la educación universitaria. «Todo  esto, que había durado casi diez siglos, ahora termina para siempre». ¡Y uno habría pensado que nomás estaba batallando con Zoom, cuando en realidad se hallaba encaminando a las nuevas generaciones a desbarrancarse en la ignorancia y la barbarie!

    Son risibles, los aspavientos del incrédulo y agorero Agamben —y de muchos otros. Pero el problema, con los profetas como él (y como Paty Navidad, y como el Cardenal), es que nunca es imposible que haya multitudes que les hagan caso. O, más bien, es lo más probable.

     

    J. I. Carranza

    Mural, 18 de junio de 2020


  • Premio a la FIL

    La concesión del Premio Princesa de Asturias a la Feria Internacional del Libro de Guadalajara puede entenderse, por una parte, como el reconocimiento a una de las empresas culturales más importantes del orbe iberoamericano. Habría que precisar, sin embargo, en qué se funda esa importancia: ¿en el influjo que la feria ha podido tener en los rumbos del mercado editorial a lo largo de tres décadas y media? ¿En la población de lectores que, sin la presencia de la feria, jamás habría existido? ¿En la medida en que ha funcionado como un foro de discusión de las ideas, o propiciando que la literatura, otras artes, las ciencias, la comunicación, etcétera, descubrieran posibilidades que sin la feria serían impensables? ¿En su contribución al desarrollo cultural de esta ciudad, de este país, del continente?

    Mucho de todo lo anterior, seguramente. Por cuestionables que sean determinados aspectos de la FIL (sus modos de manejarse, la comprensión que tiene del público, los intereses a que sirve, etcétera), lo cierto es que el mundo del libro en Iberoamérica, y lo que hay en torno a él, no sería como es hoy, ni esta ciudad sería la misma, si estos treinta y tantos otoños no hubiéramos vivido lo que hemos vivido.

    Pero, por otra parte, el premio también puede verse como una afirmación de la necesidad que tiene la feria en estos tiempos de incertidumbre. En medio de una crisis sanitaria y económica que ha obligado a cancelar o posponer prácticamente todo, de los Juegos Olímpicos para abajo, es de temerse que la FIL esté enfrentando ya los más graves predicamentos de toda su historia. Aun cuando se haga todo lo posible porque tengamos feria este año, habrá que ver quiénes de sus participantes van a tener dinero para entrarle, y en qué condiciones será posible. Mucho de lo que da sentido a la FIL no entra, según los criterios oficiales, en la arbitraria definición de lo «esencial» a que nos ha orillado la pandemia: ante esa descalificación sumaria, ¿de qué tamaño es el desafío?

    Por eso tiene tanta relevancia este premio: porque está promulgando a los cuatro vientos la necesidad mayúscula de que la FIL se salve, que sobreviva. Ojalá que consiga remontar esta crisis del mejor modo.

     

    J. I. Carranza

    Mural, 11 de junio de 2020


  • Héctor Suárez

    Será cosa de discutirlo, pero yo pienso que los mejores momentos de Héctor Suárez quedaron en el cine. Dueño de una expresividad formidable, le bastaba curvar la boca para afirmar el carácter de sus personajes: la sonrisa maliciosa, cargada de intenciones, pronta a volverse un chiflido detrás del caminar de Leticia Perdigón («El Tirantes» de Lagunilla, mi Barrio, de Raúl Araiza), o bien la sonrisa triste, emblema del desvalimiento esperanzado —y por eso tristísimo de ver— en el campesino pobre que se aventura a la ciudad para llenarse la panza del modo que sea (Tránsito, en El Milusos, de Roberto G. Rivera). Y a veces ni siquiera eso: aun en las más pedestres películas de ficheras, a Suárez, con ese rostro esculpido para ser todos los rostros de México, le bastaba poner la quijada, mirar de reojo, alzar la barbilla, y todo quedaba clarísimo.

    Claro, seguramente ocupará más espacio en nuestra memoria su trabajo televisivo. Siempre es problemático que el arte se arrogue funciones de vigilante moral, que es lo que a Héctor Suárez lo tentó en programas como ¿Qué nos pasa? Sin embargo, su justificación está en el tiempo en que hizo lo que hizo —es decir: cuando brilló más como comediante, en el terreno de la crítica humorística de nuestros peores vicios. Luego del temblor del 85, fracasada la «renovación moral» de Miguel de la Madrid y como para darle la bienvenida a Salinas, ese programa vehiculó nuestra desesperación, nos la volvió risible y nos hizo manejables las nociones de «corrupción» e «impunidad» que tanto habrían de servirnos en los años venideros. (Poco antes, El Milusos había equivalido a un curso intensivo de sociología para toda una generación).

    Artífice de tipos tan innegables  como inolvidables (el taquero marrano, el vándalo sin motivo, el empleado negado y huevón, la señora hipócrita y mandona, el burócrata intragable), el genio de Héctor Suárez consistió en su comprensión profunda de la realidad. A veces daba la impresión de estar siempre subido al banquito de la superioridad al que les gusta subirse a quienes quieren corregir esa realidad. Pero lo disculpa toda ocasión —y fueron incontables— en que nos hizo soltar la carcajada y chillar de la risa.

     

    J. I. Carranza

    Mural, 4 de junio de 2020


  • Otro mundo

    La película Yesterday, de Danny Boyle, juega con la posibilidad pasmosa de que los Beatles jamás hubieran existido. O, más bien, de que sólo hubiera una persona en el mundo que conociera su música. La historia sigue los pasos de esa persona, un cantante más bien chafa que, gracias a que se sabe el repertorio del cuarteto, vertiginosamente alcanza el estrellato y ve al mundo rendirse a sus pies. Lo bueno que tienen los universos alternos al nuestro es que no podríamos percatarnos de su existencia, y que, si llegamos a hacerlo, nadie nos va a creer, y por tanto no son problema. Antes bien: quizás sea lo mejor, que no nos crean —y de ahí que el cantante de Yesterday pueda triunfar con esa música formidable y ajena.

    Hay algunos momentos en la película que llegan a ser muy desasosegantes —o lo fueron para mí—, más incluso que la posibilidad de que nunca nadie hubiera oído aquellas canciones. No queda clara la razón —o no me lo quedó a mí—, pero el protagonista descubre, de pronto, que en ese mundo, la gente no fuma. Ni sabe qué es eso. O que no existe la Coca-Cola. No parecen obedecer, esos hechos, a ninguna necesidad de la historia. Pero descubrirlo imprime una extrañeza todavía más irremediable a la vivencia de esa ¿irrealidad? Como si, por esos detalles, ese mundo fuera más definitivo, más inapelable.

    Algo así experimenté hace un par de días, al caer en cuenta, simultáneamente, de que ya mayo está por terminar, y, además, de que terminará sin que haya tenido lugar la Feria Municipal del Libro de Guadalajara. No sólo eso —son obvias las razones de que no se haya organizado este año—: lo más inquietante es que nadie haya parecido darse cuenta. Me puse a buscar información, algún aviso, alguna publicación en la prensa, o por parte de los organizadores. Y nada. Es, ¡ay!, como si nunca hubiera existido.

    Ya en varias ocasiones he declarado aquí el cariño que le tengo a esa feria, la más antigua del país, y cómo le debo haberme vuelto lector. Ahora no sé qué hacer con este descubrimiento. Ya sé que no es así, y que seremos muchos los tapatíos que la extrañamos. Pero sí me sentí un poco como el cantante de la película: como si sólo yo en el mundo me acordara de ella.

     

    J. I. Carranza

    Mural, 28 de mayo de 2020