Categoría: Negro y cargado (Página 2 de 7)

¿Jalisco?

No se diría que con más pena que gloria, pero sí con menos gloria que la que seguramente soñaba el gobernador, las celebraciones por los 200 años de Jalisco difícilmente habrán emocionado a la población. Más bien, habrá ganado la indiferencia, y eso en caso de quienes hayan llegado a enterarse de la efeméride y de los fastos (ni tan fastuosos) organizados por la administración estatal. ¿En esto quedó el entusiasmo de Alfaro por refundar Jalisco? ¿O a qué se habrá venido refiriendo, desde el principio de su mandato, cada que ha ondeado la bandera de la soberanía y del federalismo y de otras abstracciones de ésas que tanto les gustan a los políticos? 

       A propósito de abstracciones, quiero aventurar una conjetura que acaso sirva para explicar por qué a los jaliscienses más bien nos ha tenido sin cuidado este cumpleaños. Si uno puede sentir que pertenece a un lugar (en el que nació o donde han transcurrido los hechos principales de su vida) es gracias a que se trata de un lugar determinado, cuyo conocimiento está bien delimitado por la vivencia y que, por tanto, está preservado en la memoria y es reconocible a través de los afectos. Un barrio, un pueblo, incluso una ciudad pueden cumplir con esas condiciones y corresponder a ese sentimiento de pertenencia con la figuración de eso que identificamos como idiosincrasia: la singularidad de los modos de ser de quienes vivimos donde mismo, la afiliación a suposiciones, convicciones, querencias y prejuicios comunes, la detentación de aficiones compartidas o de manías supuestamente únicas que nos hacen distintos de quienes pertenecen a otro lugar. (Cuando digo que en una ciudad puede pasar esto, pienso en las ciudades pequeñas o medianas: las megalópolis, en su monstruosidad, son más bien amasijos de ciudades muchas veces radicalmente distintas entre sí, como va siendo el caso de Guadalajara, donde es casi impensable que tengan algo en común los habitantes de zonas muy distantes, y no sólo en el sentido geográfico).

       Ese sentimiento de pertenencia puede extenderse a una nación, en caso de necesidad (por ejemplo cuando uno está en el extranjero), quizá debido a la inoculación de la noción de patria desde las etapas más tempranas de la educación sentimental. Cuando hace falta, se activa el programa que nos hace sabernos mexicanos, y actuamos en consecuencia —lo bueno es que no lo traemos permanentemente encendido, porque sería muy deprimente o enloquecedor—. En cambio, el hecho de haber nacido o vivir en algo tan abstracto como una «entidad federativa» no cuenta más que como un dato en la documentación oficial y dudosamente pesa en la conformación de la identidad. Sirve de poco saberse, por ejemplo, jalisciense, porque en realidad quiere decir poco fuera de los clichés folclóricos o turísticos. Y, como sirve de poco, entonces esa abstracción tampoco cuenta gran cosa en nuestros corazoncitos. 

       ¿Que Jalisco nunca pierde, y cuando pierde arrebata? Ajá, y qué más. ¿Que Jalisco es el alma de México? Quién sabe qué quiera decir eso, fuera de que aquí haya mariachis y tequila y charreadas. ¿Que la música jalisciense, y la literatura jalisciense, y la cocina jalisciense, y el Canelo y el Checo Pérez y las Chivas y el Atlas? Bueno, sí, pero que cada una de esas cosas tenga el gentilicio es más bien accidental y, por lo mismo, podríamos adjudicárselo a otras cosas menos presumibles, de nuestra historia más vergonzosa a nuestro presente más escalofriante. En suma, lo que quiero decir es que la noción de «estado», referida a cada uno de los 32 pedazos en que está repartido el país, es emocionalmente poco manejable, y por eso, entre otras pruebas, los gentilicios que se desprenden de esas denominaciones es raro ver que alguien los porte con enjundia: aguascalentense, quintanarroense, bajacaliforniano… Y qué gordo nos cae cuando nos dicen «jalisquillos».

       Volviendo a las celebraciones, fueron de la solemnidad un poco ridícula a la chabacanería consabida: acarreo de niños para sacarlos de sus escuelas e ir a formarlos bajo el solazo en el homenaje a la bandera de Jalisco y a que cantaran ¡el himno de Jalisco!, baile popular en un parque rebautizado con el nombre de un prócer desenterrado del más profundo olvido, gasto en pendones y basura estampada con una gráfica horrible, un concierto de la Filarmónica en Bellas Artes —esto fue lo que encontré más irritante: ¿no que tanto orgullo y tanta soberanía, para ir a hacerle así caravanas al centralismo llevando a la OFJ a tocar en la Capital?—, una estatua de Prisciliano Sánchez en la Rotonda… Y cualquier otra cosa que se le antojara al nuevo Mariano Otero (Enrique Krauze dixit), afanoso como se le vio por que su reinado de pacotilla se viera engalanado con estas galas tan artificiosas y chafas.

Porque lo cierto, aparte de lo que signifique o no ser jalisciense para cada jalisciense, es que Jalisco se ha convertido en una desgracia y una vergüenza, con los récords de criminalidad que ostenta y el dolor y el miedo indecibles que hay detrás de esos récords para las decenas de miles de personas que viven afligidas porque nada puede parar esa criminalidad. Desapariciones, asesinatos, fosas clandestinas, bolsas y más bolsas con personas despedazadas todos los días. Y el cinismo de creer que todo eso puede hacerse a un lado y ponerse a festejar.

J. I. Carranza

Mural, 25 de junio de 2023.

Mano abierta

El nacimiento de un hijo es también el nacimiento de un padre, pero la vida que comienza para éste termina por superponerse a la vida de quien fuera ese hombre antes de volverse padre. Esa vida, sin embargo, ahí sigue, y el hijo, al descubrirla, enfrenta siempre un principio de incredulidad. Puede sobrevenir de súbito, ese descubrimiento, cuando el hijo se encuentra con alguna noticia que le revela una posibilidad inesperada de su padre. O bien es una constatación que se instila a lo largo de los años hasta que llega el momento, también súbito, de admitirla: antes de que el hijo llegara al mundo, el padre necesariamente tuvo que haber llevado un trecho recorrido. En cualquier caso, a partir de ese descubrimiento empieza a operar una extrañeza inevitable (¿cómo pudo haber estado él aquí sin que estuviera también yo?). Y porque es forzosa, la aceptación de que existe esa vida anterior se parece a la admisión de la muerte. Imaginar al padre en su juventud, cuando uno todavía no era ni siquiera una posibilidad —no hay hijo, por deseado que sea, que no sea contingencia—, es conferir definitividad a su ausencia.

       (Acaso la razón de que yo jamás visite la tumba de mi papá es que su vida anterior a la mía es infinitamente más vasta que su muerte). 

       En la imaginación o en el recuerdo, o en el territorio de indeterminaciones y conjeturas donde esas dos zonas se confunden, el padre, considerado como un hombre entre los hombres —y ya no como aquel cuyo vínculo con nosotros lo distinguía y lo volvía insustituible—, es un personaje cuyos defectos y virtudes se afinan en arreglo a la relación que hayamos sostenido con el original (ese hombre en su carácter de padre). Pero no deja de ser una invención. Se llega a ese personaje —a las decisiones que pudo tomar y a sus explicaciones, a sus temores y sus ambiciones, a sus actos y a la consideración de éstos— ensayando variaciones del individuo que fue en relación con nosotros. Pero queda siempre un amplio margen para la suposición infundada y para el equívoco: finalmente, es alguien a quien nunca llegamos a conocer, una figuración acaso verosímil, pero hecha sobre todo de una sostenida incomprensión.

     Escribir sobre el padre también es ratificar su ausencia: al escoger entre el amasijo de informaciones acerca de su vida se termina por fabricar el personaje a conveniencia de lo escrito, previendo los juicios que derivarán de la lectura —y no sólo los juicios acerca del padre, sino también de uno, que escribe: a lo largo de Patrimonio, la novela autobiográfica en la que Philip Roth da cuenta de la enfermedad, la agonía y la muerte de su padre (una historia dolorosísima, pero también urdida con profundo e inagotable amor), es imposible dejar de pensar: ¿por qué tuvo que ponerse a escribir todo esto?—. Mientras la escritura progresa, uno se percata de que tiene lugar una suplantación irremediable: al suprimir determinadas informaciones o enfatizar otras al servicio de lo que uno quiere decir, el padre que existía sin la intermediación de lo escrito va siendo borrado.

Tal vez por eso yo me he resistido a escribir sobre la vida de mi papá, una historia de la que he desprendido a veces algunas anécdotas para despacharlas apresuradamente, pero a la que quizá le cuadraría mejor un tratamiento novelesco. Al contemplar esas anécdotas ya escritas, las encuentro deformadas sin remedio por mis palabras, por el modo como éstas las acotan y las terminan, sin saber muy bien qué hacer con su sustancia; por otra parte, me insinúan sin cesar que esa sustancia continuará diluyéndose conforme la muerte de mi papá vaya quedándome más lejos y yo vaya acercándome a la mía. ¿Qué quedará entonces? ¿Y qué cabría esperar que preservara mi recuerdo? Recordar no es revivir: es reconocer que el olvido es invencible y sólo nos queda asomarnos por sus grietas para ahondar nuestra ignorancia y nuestra indefensión al tratar de hallar explicaciones.

Y ahora pienso en la mano lesionada de mi papá. Era la izquierda, cuya palma la recorría de lado a lado la cicatriz del corte profundo que se hizo con una sierra eléctrica cuando, muy joven, trabajaba en una carpintería. Contaba que, tras el accidente, apenas había atinado a sujetarse con la derecha los dedos, del índice al meñique, que casi se le habían desprendido, y así llegó a la Cruz Roja. La sierra seccionó los tendones, de manera que sólo hubo forma de salvarle los dedos dejándolos permanentemente rígidos: nunca pudo volver a cerrar la mano, aunque conservó la movilidad del pulgar. Hacía falta mirar de cerca para percatarse de la cicatriz, y la lesión ciertamente nunca le impidió hacer nada. Pero a mí, de niño, me asombraba que esa mano estuviera siempre abierta, y ahora intuyo que esa marca, en cierto modo secreta, era para mí el vestigio de las existencias atravesadas, el distintivo que vinculaba al hombre que yo conocí con el que vivió desde mucho tiempo antes que yo. Mi papá: la autoridad, el héroe, el modelo para mis juicios, y más adelante el contraejemplo a tener en cuenta cuando empecé a descubrir que podía abstenerme de replicar ciertas obstinaciones suyas. Y, también, el hombre que fue tantos hombres diferentes, cifrado en esa mano que, como mi empeño memorioso, no podía cerrarse sobre sí misma. 

J. I. Carranza

Mural, 18 de junio de 2023.

Involución

Una tarde cualquiera en un café cualquiera. De unas treinta personas distribuidas en las mesas, sólo cinco parecen estar solas y el resto se acompaña con alguien más: parejas, sobre todo, grupos de tres, alguno de cuatro. Cuento a veintitrés que tienen una pantalla delante: celulares, sobre todo, pero también computadoras y una tableta. Las otras siete personas (entre las que me incluyo: estas cuentas voy anotándolas en mi cuaderno) no estamos con la mirada puesta en un aparato, pero al menos tres tenemos el aparato a la vista. Yo he dejado el celular sobre la mesa, junto a mi café, más que para tenerlo a la mano, para estar yo a su alcance por si suena: estoy quedándome sordo, y si lo guardo en mi bolsillo o en la mochila ya sé que no voy a oírlo. Los cuatro últimos individuos, que no tienen ningún «dispositivo», ni encendido ni en reposo, son un niño pequeño, una señora mayor, un hombre de edad indefinible (y que está solo y no parece estar tomando nada, como si solamente hubiera pasado por aquí y hubiera decidido entrar y sentarse a una mesa sin consumir) y el que posiblemente sea el novio de la muchacha que está junto a él, absorta en su celular (él, el novio, se queda viendo hacia el frente, sin objeto, extraviado o melancólico o harto, es difícil decidirlo). La señora mayor se pasa de pronto al primer grupo: saca el teléfono de su bolso y se pone a leer un mensaje.

       En Sale el espectro, una de las últimas novelas de Philip Roth (2007), Nathan Zuckerman, el protagonista, regresa a la ciudad de Nueva York después de diez años de haberse retirado a una vida de aislamiento y desconexión en el campo (y vuelve únicamente debido a la necesidad de someterse a un procedimiento médico): «había dejado de habitar no sólo el gran mundo, sino también el momento presente. Mucho tiempo atrás había aniquilado el impulso de estar en él y formar parte de él». Y lo que más lo sorprende en ese reingreso es la proliferación de personas que van por las calles hablando por sus celulares. «Recordaba una Nueva York donde las únicas personas que iban por Broadway hablando al parecer consigo mismas estaban locas». Hay, claro, una diferencia enorme entre aquel paisaje atestado de conversaciones y el de hoy, en el que las personas que hablan con alguien por celular son minoría respecto a las que se ensimisman en silencio en la pantalla, o bien se encapsulan aún más radicalmente mediante el uso de audífonos. El desconcierto del personaje de Roth es causado por el hecho de que, de pronto, haya esa urgencia de comunicarse: «¿Qué había sucedido en aquellos diez años para que de repente hubiera tanto que decir, hubiera tanto tan apremiante que no pudiera esperar para ser dicho?». 

       En el café sólo he visto a una persona hacer una llamada y ponerse a conversar, aunque también —pero necesitaría ir a asomarme para fisgonear bien y poder asegurarlo— hay un muchacho posiblemente conectado a una videoconferencia, tal vez es profesor o estudiante, pues sobre todo se limita a escuchar por los audífonos y cuando habla lo hace como quien corrige o busca que se le entienda bien, quizás esté enseñando o aprendiendo un idioma. Los demás permanecen en silencio, haciendo que se desplace incesantemente la pantalla del celular delante de sus ojos, o encorvándose sobre la computadora (tres, y una tableta), de tal forma que aquella sobreabundancia de cosas que decir que aturdía a Zuckerman ha sido sustituida por un silencio de alguna forma estruendoso, acaso más temible y más irremediable, cuyas consecuencias estamos todavía lejos de calcular.

       Hay un enfoque de la antropología según el cual la evolución se detuvo con la comparecencia en el mundo del Homo sapiens, pues el trabajo que aquélla venía haciendo para la configuración de la vida en el mundo ahora está supeditado a nuestra voluntad —desde luego, estoy simplificándolo de un modo muy basto: el jesuita que me enseñó esto en la maestría estaría dándome de coscorrones—. No está claro, sin embargo, que nosotros mismos como especie hayamos llegado también a una culminación, o si en tal caso, y ante la imposibilidad de evolucionar todavía más, ya vamos en reversa, cediendo a cambio de nada las ventajas que habíamos alcanzado, permitiendo que se pierdan y sin esperanza de recuperarlas. Algo así me imagino que pasa cuando veo un panorama como el de esta tarde en este café. O en la calle. O en el salón de clases. O en la plaza. O en la sala de espera. O en un jardín. O en cualquier otro lugar por donde las masas urbanas van enfrascadas en las pantallas que sostienen delante de ellas, dejando que el mundo alrededor se extinga al mismo tiempo que cada individuo que atraviesa con su vacío todo ese vacío que va produciéndose.

En el café, de los siete que estábamos desconectados, ya a la señora mayor la perdimos definitivamente, pues no ha vuelto a guardar su celular; otro más lo ha consultado varias veces, como si estuviera esperando alguna noticia, y el novio de la muchacha se dio por vencido y ahora la ignora del mismo modo en que ella había estado ignorándolo a él. Hay alguien, una sola persona, que lee un libro. Yo estoy a punto de sacar la computadora para ponerme a escribir esto. Al niño pequeño hace rato que lo neutralizaron con una tableta, y no se ve feliz, pero al menos ya no está dando lata.

J. I. Carranza

Mural, 11 de junio de 2023.

Calor o frío

Por si a la sociedad mexicana le faltaran motivos para la división y el encono, para la discordia estéril y la proliferación de fanatismos histéricos, en las redes sociales va y viene, y viene y va, una discusión necia —o ni siquiera es discusión, pues los argumentos escasean y a cambio abundan las invectivas— entre quienes se definen como partidarios del frío y quienes están a favor de que haga calor. Cada bando, desde luego, tiende a hacer proselitismo, y por ello las celebraciones de sus preferencias se explican, en buena medida, como evangelización activa y escarnio y condena de los descreídos. En temporadas en que el frío o el calor arrecian, lo mismo pasa con la furia de los creyentes, que se rige por el sube y baja del termómetro, de tal modo que con los primeros vientecillos frescos los gélidos festejan y se sienten triunfantes, así como los cálidos no tardan en cantar los sudores que desata la primavera en cuanto llega.

       Que esta disputa irresoluble tenga lugar en esa extendida forma de existencia que son las redes dice mucho de la medida en que éstas atarean nuestra pobre atención con asuntos cada vez más deleznables. Pero, antes de ir sobre ese punto, lo que primero me interesa subrayar es de qué manera, como si cualquiera de los dos partidos pudiera tener razón, cada uno esgrime sus sentires —las formas de su fe— como verdades incontrovertibles, con tales ansias y virulencia que a menudo la confrontación pronto se impregna con saña. ¿No piensas como yo? Pues entonces eres digno de desprecio y por tanto te sobajo y te exhibo y te insulto y me burlo. Mi elección (el ventilador o la chimenea, el suéter o el short, el chiflón o el solazo, el chocolate hirviente o la cerveza helada) es mejor que la tuya, ante todo —o solamente— por ser mía, y puesto que estás del otro lado entonces eres mi enemigo y mi misión es aniquilarte. Sea la predilección por el frío o por el calor, o sea cualquiera otra materia de discrepancia, es distintivo de este tiempo que casi toda desavenencia tienda a convertirse en altercado y enseguida en lucha a muerte.

       Yo sospecho que esta rapidez que hemos ganado para la animosidad y la rabia está relacionada con la multiplicación de posibilidades a nuestro alcance para la manifestación de nuestros pareceres. O dicho de otro modo: las facilidades que hoy tenemos para expresarnos revelan cómo, más que tener la razón, lo que nos importa es demostrar que la tenemos. Nuestras experiencias y nuestros juicios, al estamparse en un post o un tuit, se truecan en afirmaciones sagradas de nuestro ser, y si alguien las ataca está atentando contra nuestros más macizos fundamentos. El otro día, en uno de los grupos de tapatíos nostálgicos que hay en Facebook —ya he contado que me gusta asomarme de vez en cuando para ver las fotos antiguas que ponen, a veces acompañadas de informaciones sorprendentes—, alguien colgó dos imágenes prácticamente idénticas de la fachada de un templo en el centro de Guadalajara, sólo que una estaba en blanco y negro y otra a colores, lo que sugería el paso del tiempo. Eso bastó para que, de inmediato, en los comentarios dos personas empezaran a pelearse; nunca entendí bien por qué, creo que el pleito era por demostrar en cuál foto el templo se veía más bonito (cuando se veía igual en ambas), pero se tiraban a matar. ¿Será que las redes van pareciéndose cada vez más a la vida?

       Estas ocasiones para la enemistad y la ojeriza motivadas por tonterías tienen, sin embargo, su lado positivo. Aunque ni los tropicales ni los glaciales puedan lograr nada con sus entusiasmos o sus aversiones, y aunque nunca lleguen a torcer el gusto de sus adversarios para que acepten las indemostrables bondades del clima que adoran, está bien que se entretengan así y no les queden energías para batirse por otras causas, como las políticas o las ideológicas. Sobrados estamos de antagonismos en estos terrenos. Lo malo, podría pensarse, es cuando, sin percatarnos, quienes querríamos permanecer al margen terminamos involucrándonos y tomando partido, distrayéndonos así en toda suerte de insensateces. ¿Pero no es peor enzarzarse en enfrentamientos más improductivos aún, como los suscitados por la marcha de este país enloquecido? Uno ve, por ejemplo, a los malquerientes y a los adoradores de quienes encabezan esa marcha, los desfiguros de que son capaces, sus afirmaciones demenciales o sus defensas alucinadas, las mentiras que gustosos se tragan y las elaboradas fantasías que componen, y se pregunta qué sentido tiene agregar más necedad y más sinrazón. De acuerdo: es posible que al elegir en cuáles jaleos participamos entren en juego implicaciones éticas o responsabilidades cívicas. Pero seamos sinceros: en el ambiente de gritería y sordera generalizadas que prevalece (y no sólo en las redes), ¿a fin de cuentas de qué sirve nuestra ínfima opinión?

¿Calor o frío? Yo diría, si alguien me lo preguntara, que el frío que llega a hacer en estas latitudes, por bravo que sea, casi siempre hay forma de que te lo quites de encima. El calor, en cambio, ni encuerándote. Pero eso pienso hoy, cuando escribo esto y estamos a 36 grados a la sombra, y me acuerdo del parlamento de un personaje en una novela de Bioy Casares, que para recordar un verano infernal y enloquecedor decía: «Hacía un calor que ya la gente se reía».

J. I. Carranza

Mural, 4 de junio de 2023.

Frivolidad

Hasta antes de la primera salida del PRI de Los Pinos, o tal vez más atrás, en los alrededores del fin del mandato de Salinas, el signo distintivo en las formas de la política mexicana era la solemnidad. El comportamiento en público de las figuras más visibles de todo el elenco estatal, del presidente de la República al síndico del municipio más remoto y olvidado, se regía tácitamente por unas ansias de compostura y respetabilidad —merecida o no—, y los rituales cívicos se cumplían a rajatabla, desde los honores a la bandera en la primaria rural de aquel mismo municipio hasta la ceremonia de traspaso de la banda presidencial, cada cambio de sexenio. Pensé en Salinas porque quizás el primer gran desfiguro inesperado que presenciamos tuvo lugar la noche en que lo vimos ponerse en huelga de hambre porque habían arrestado a su hermanito (traía una chamarra de velador y se había ido a pasar la noche a una colonia popular de Monterrey).

       Con Zedillo, sin embargo, todo quería ser todavía serio hasta el sopor, y las salidas de tono del presidente (como cuando calló a gritos a una señora que lo estaba interrumpiendo) eran excepcionales y vistas con incredulidad, pues aquello de la famosa «investidura presidencial» aún era una especie de dogma de fe, que no había sido puesto en duda ni siquiera con las excentricidades de López Portillo —galán descocado e histrión fallido, alguna vez se hizo filmar sin camisa haciendo lagartijas y levantando pesas, y se creía la reencarnación de Quetzalcóatl, pero su actuación mejor fue cuando se puso a chillar y nacionalizó la banca.

       Pero luego llegó Fox y pronto todo aquel envaramiento, el cuidado de las formas y de los símbolos, se canjeó por la frivolidad cada vez más incontenible. Dicharachero, bravucón, según él sarcástico, pero en realidad nomás payaso, ignorante y terco, con sus exhibiciones de superficialidad (y las de su esposa) no hacía sino tratar de envolver la formidable decepción histórica que les entregó a los millones de ilusos que pensaron que iba a servir de algo. ¿Para eso se había batallado tanto, al menos desde el 68? ¿Para que tuviéramos a semejante cabeza hueca al frente de la nación? (No sabíamos lo que nos esperaba, casi un cuarto de siglo después).

       Es cierto que mucho quiere decir de nuestra inmadurez democrática el hecho de que siempre estemos prestando tanta atención a los protagonistas más conspicuos de la vida pública del país. Al igual que pasa con esas estrellas de la farándula cuya fama se debe no a sus películas ni a sus canciones, sino sobre todo a sus correrías, a los chismes que levantan, a los aparatosos accidentes de sus vidas sentimentales o a las garras que se ponen, los gestos y los dichos de los políticos mexicanos terminan por importar más que sus hechos y sus razones, más que los intereses reales a los que sirven y más que las artimañas de que se valen para violar la ley sin ninguna consecuencia. Y estamos en tal medida embobados en la contemplación de sus modos de conducirse y de sus sandeces que olvidamos preguntarnos qué hay detrás: por qué quieren lo que quieren.

       Los aspavientos de autoridad y firmeza que quiso hacer Calderón degeneraron en una serie de arbitrariedades cuyas consecuencias sangrientas seguimos sufriendo, y aun así él mismo se permitía ir por la vida con una risita sarnosa, burlona, que le servía para vehicular su autosuficiencia y su arrogancia y su altanería. Y con Peña Nieto asistimos a un intento desesperado de restauración de la solemnidad, pero el presidente era tan rematadamente tonto (asustadizo, preverbal, incapaz de ninguna ironía) que todos sus esfuerzos por parecer honorable sólo redoblaban su ridiculez. Además, a propósito de aquello de la farándula, en su caso se había decidido abrazarla descaradamente, emparejándolo con una actriz que supuestamente habría de robarse el corazón del pueblo y convertirse ¿en una especie de Evita?, pero el guion era tan chafa, y los protagonistas tan insípidos, que toda la telenovela salió mal.

       Y así hasta que llegamos al triunfo absoluto de la frivolidad, la chapucería, la patraña, el cinismo —lo que resulta de revolver la impunidad con la desvergüenza— y la mera tontería estatuida como línea de gobierno. No se trata, hoy, solamente del cotidiano despliegue de disparates entremezclados con invectivas, mentiras, exageraciones, rencores, traumas y absurdos (la mezcolanza infaliblemente insólita de las «mañaneras»): a excepción de quienes sufren directamente las consecuencias más dramáticas y dolorosas del estropeado estado de las cosas, que son las víctimas de la violencia y de la criminalidad enloquecidas, a nadie parece extrañarle cómo se ha impuesto en nuestra atención un temario principalmente compuesto por las estupideces que el presidente, su partido, sus adversarios y —lo peor— la prensa quieren que nos absorban. La larguísima víspera de la jornada electoral de 2024, por ejemplo, con su tsunami de personajes grotescos, derroches obscenos, palabrerías inservibles, comisión de todo tipo de delitos y ostentación de vilezas. ¿Por qué tenemos que estar ocupándonos de las «corcholatas», de la ineptísima oposición, de todas sus miserias morales, mientras el país es un campo de exterminio y a la vez una fosa que crece incesantemente? La frivolidad puede ser perversa.

J. I. Carranza

Mural, 28 de mayo de 2023.

Extinción

Las transformaciones más radicales de las sociedades son, a veces, las que operan de modos más sutiles e inadvertidos: lentas pero consistentes e imparables mutaciones de las conductas de los individuos, a la postre imperantes en las masas, sólo nos percatamos de ellas cuando ya son irreversibles. Hacia finales del siglo XIX, por ejemplo, Oscar Wilde señaló —pero ya era demasiado tarde— cómo se había degradado el ejercicio de la mentira y era difícil encontrar quién mereciera el título de mentiroso con todas las de la ley: desde los políticos hasta los poetas, todo mundo estaba patéticamente abocado a la procuración de la verdad, con las lamentables consecuencias que semejante pretensión trajo consigo para la civilización al hacernos canjear los frutos mejores de la fantasía por «la pobre vida humana, verosímil y carente de interés». 

       No sé si será igualmente irreversible otra pérdida tremenda a la que estamos asistiendo hoy mismo, presenciándola pero sin reparar en ella, y que sólo lamentaremos hasta caer en la cuenta de sus más flagrantes estragos. La humanidad está quedándose sin idiotas (o, al menos, ese sector de la humanidad al que podemos sentirnos integrados cuando pensamos en la vida moderna, preferiblemente en sus vertientes urbanas). No quiero sonar demasiado alarmista, pero todos los días encuentro razones para convencerme de que la auténtica y mejor estupidez, aquella que otrora se materializaba y era evidente en hechos y dichos de incontables imbéciles incontestables ha entrado en un proceso de extinción, y la culpa es de la sociedad en su conjunto, que quién sabe cómo podrá seguir adelante sin la participación activa de sus más conspicuos tarados y sus descerebrados más sobresalientes. Y los idiotas son muy necesarios. Indispensables, diría yo, para saber quién no lo es.

       Si mis amables lectores tuvieron suerte —espero que sí—, en la semana habrán visto el video en el que se aprecia cómo, al dar un salto de una ventana a otra de Palacio de Gobierno, en Guadalajara, un joven se estrella bonitamente en el suelo, luego de haberse hecho, de seguro, uno o varios raspones en brazos y piernas y faz, cuando el pedazo de alféizar en el que aterrizaría se desmoronó bajo su peso y el saltarín no fue hábil para sujetarse de los barrotes —por lo visto, tener extremidades prensiles e incluso pulgares oponibles no es suficiente para que la evolución haya terminado de hacer su trabajo—, de modo que la fuerza de gravedad hizo lo suyo y produjo el soberbio costalazo, más admirable aún por el sonido seco y espeluznante del cráneo contra los adoquines, una piedra contra otra, luego de lo cual se alcanzaba a verlo medio incorporarse, más aturdido que adolorido —más adelante se habrán invertido las magnitudes de estos efectos: le habrá dolido más la vergüenza en el momento, tal vez, pero la vergüenza suele durar menos que el picor de una descalabrada sabrosa.

       Bueno, pues el intrépido —ni tanto— acróbata, practicante de esa aparatosa procuración del suicidio conocida como parkour (trapecistas de sí mismos que gustan de grabarse mientras libran vacíos y dan maromas, hasta que algo sale mal y entonces la épica se trueca en ridículo o en funeral), fue de inmediato identificado como  influencer, término que, entiendo, sirve para referirse a un famoso cuyos seguidores toman decisiones a partir de lo que el famoso dice o hace —aunque eso ha existido siempre, desde luego—, especialmente en la realidad suplementaria que son las redes sociales. No sé si en efecto lo era y si ya dejó de serlo: tal vez cerró sus redes luego del ranazo y del daño al patrimonio del pueblo de Jalisco (busqué sus cuentas y no las hallé). Pero el hecho de que perteneciera a ese gremio, el de los influencers, ya desactivaba automáticamente cualquier intento de tomarlo como un idiota rotundo e inequívoco. Pues la sola búsqueda de notoriedad y de fama cuenta como una justificación tácita de las más extremosas hazañas (físicas o morales) de cualquiera que se proponga asir, así sea por unos instantes, la atención y la devoción de las multitudes.

       Pongámoslo de este modo: nuestra embotada tramitación de la realidad presente está filtrada en gran parte (si no es que del todo, en muchos casos) por la urgente necesidad que redes y medios tienen de capturar nuestra cada vez más escasa atención, así sea por unos instantes. En la medida en que sirve a ese fin, lo más grotesco, lo más monstruoso, lo más repulsivo, lo más insensato es, también, lo más deseado, lo más procurado: por las redes, por los medios y por nosotros. Y así, cuando para triunfar (en casi cualquier ámbito en el que el triunfo depende del embeleso de las masas) lo que hace falta es hacer las mayores idioteces, resulta que nos vamos quedando impedidos de distinguir quiénes son los más esmerados y hazañosos idiotas, y entonces todos lo son, lo que equivale a decir que ya nadie lo es. Ya casi ninguno logrará azorarnos o escandalizarnos lo suficiente. Pero, además, en estos tiempos timoratos y neuróticos, también nos hemos ido privando de llamar a las cosas como son, y hace un buen rato que dejamos de decirles estúpidos a los estúpidos, con lo que también aceleramos su extinción casi definitiva.

       Dudo que pase, pero ojalá algún día los idiotas recuperen el lugar excepcional del que disfrutaban en otros tiempos.

J. I. Carranza

Mural, 21 de mayo de 2023.

Un profesor

Un hombre, ya entrado en años, pero no viejo, a paso lento, pero no cansado, avanza por el pasillo vacío de una escuela. Usa un traje gris de tres piezas y sólo lleva consigo el portafolios de piel en la mano derecha; la otra mano va guardada en su bolsillo, la mirada parece ir reconociendo ya las visiones que convocará unos minutos más adelante, se diría que va al mismo tiempo concentrado y distendido. Entra al aula: por sus dimensiones y por la disposición del espacio es una suerte de anfiteatro, de los que se destinan en las universidades a las clases más importantes. Todas las butacas están ocupadas y el barullo de las conversaciones no se interrumpe con la aparición del profesor, en lo alto. Baja unos escalones, ya está dentro, y es entonces cuando su voz resuena, fuerte y clara, y termina de materializar su presencia. «Damas y caballeros», dice, mientras sigue bajando hacia el lugar donde lo esperan el escritorio y el pizarrón, «hay dos millones de palabras en este curso: las obras de las que nos ocuparemos contienen un millón de palabras, y ustedes van a leer cada una de esas obras dos veces…». Sobre el murmullo de risas nerviosas, el profesor obsequia todavía un par de bromas más, acerca del nacimiento de la literatura, y entonces acomete su asunto: «Franz Kafka y La metamorfosis», anuncia, con una mezcla de reverencia y exultación, y el silencio se afirma y todos los estudiantes empiezan a tomar notas.

       El profesor es Vladimir Nabokov, interpretado por el actor Christopher Plummer en un cortometraje que recrea una de las clases que impartió en la Universidad de Cornell entre 1948 y 1959 (el título es Nabokov on Kafka y está en YouTube). Basada en los libros que recogerían esas clases sobre literatura europea y rusa, la película despliega algunas de las ideas más importantes del autor de Lolita acerca del escritor checo y, también, acerca de lo que la experiencia de encuentro con el arte y la literatura puede hacer con nosotros: «Belleza más piedad», afirma Nabokov antes de entrar a la disección de la historia del hombre convertido en insecto: «es lo más cerca que podemos llegar a una definición del arte […] Donde hay belleza, hay piedad, por la sencilla razón de que la belleza tiene que morir. La belleza siempre muere…». Conforme la clase avanza, la voz del profesor conduce a sus estudiantes a la confrontación con verdades sobrecogedoras, facilitándoles una comprensión profunda de la obra de Kafka que, de otra forma, seguramente jamás habrían podido tener.

       Desde que descubrí este corto, yo quedé impresionado, sí, por las ideas de Nabokov, pero también por su desempeño como profesor —de creer, claro, que esta adaptación cinematográfica sea leal con la realidad histórica, pero no encuentro motivo para no creerlo—: el poderío histriónico de su voz, dotada con las inflexiones precisas para la intensificación del significado de cada palabra, y el modo en que sujetaba la atención de sus alumnos y cómo compensaba esa atención con revelaciones insospechadas. Y su determinación evidente de que el examen de la obra de arte —esa exposición en que consistía su clase— fuera, a su vez, una forma de arte, abriendo en la emoción de los estudiantes/espectadores un acceso privilegiado al conocimiento. Poseedor, como novelista, de todos los atributos que Harold Bloom exigía para la fuerza estética (originalidad, dominio del lenguaje metafórico, poder cognitivo, sabiduría, exuberancia en la dicción), el profesor Nabokov también ponía esas destrezas al servicio de la tarea importantísima de que sus alumnos supieran de qué fue capaz Kafka y qué tendría que significar eso para cada quien.

       Y he pensado —y lo voy a decir con todo el candor que resulta de declarar nuestras más sinceras ilusiones—: así como nada me habría gustado más, en mi vida como estudiante, que tener un profesor así, del mismo modo nada me gustaría más, en mi vida como profesor, que acercarme a ser un profesor así. Evidentemente, ante la imposibilidad cósmica de ser Nabokov, a lo que me refiero es sólo a una aproximación. Y lo cierto es que, en el elenco de quienes alguna vez tuvieron la responsabilidad de hacerme saber algo que no sabía, hubo quienes se aproximaron también a este ideal: más de alguna vez habré experimentado algo parecido a lo que debió de pasarles a los estudiantes de Nabokov —para no ir más lejos, cuando tuve como profesor a Juan José Arreola hablando de Borges y «El aleph»—. Pero vuelvo a lo que me ocurre hoy, cuando delante de un grupo a mi cargo yo tengo presente el ejemplo del ruso y no dejo de preguntarme cómo hacer para lograr siquiera un reflejo de esa hechicería, de ese prodigio que habrá sido tener clases con él.

No sé qué tanto de anacrónica tenga esta ilusión, ni en qué medida la vuelven irrealizable las condiciones imperantes hoy en la enseñanza. Vengo de cerrar uno de los cursos más deprimentes que recuerdo en mi trayectoria, en el que no sólo no pude suscitar la curiosidad de la mayoría de mis estudiantes ni alentar su participación ni mitigar su indolencia ni su tedio, sino que ni siquiera logré hacer que prendieran las malditas cámaras de sus computadoras casi nunca (¿qué habría hecho Nabokov dando clases por Zoom?). Habrá que perseverar, supongo, en este tiempo en que la atención es un recurso natural ya casi inexistente.

J. I. Carranza

Mural, 14 de mayo de 2023.

Maldonado

No hace mucho descubrí que el vigilante de una librería a la que suelo ir era idéntico a Maldonado. El descubrimiento cobró forma de súbito, un día que llegué y el vigilante me dio la bienvenida y me ofreció gel. Desde entonces no pude dejar de preguntarme: ¿Es Maldonado? Tengo tantas razones para creerlo como para no creerlo: ninguna.

Habré visto por última vez a Maldonado hace unos treinta y siete años, cuando salimos de la secundaria técnica. Estábamos en el taller de Torno. Casi cuatro décadas vuelven casi indistinguibles los recuerdos de lo que antes fue cotidiano, empezando por la dificultad de hacer corresponder los rostros con los nombres. Los primeros son más persistentes que los segundos: rasgos y gestos que preservamos con nitidez aunque ignoremos a quiénes pertenecieron. Los nombres, en cambio, se traspapelan, acaso porque fueron siempre más prescindibles que los individuos que los portaban. Cuando creemos reconocer una cara, nos preguntamos enseguida dónde la hemos visto, y sólo si damos con este dato obtendremos pistas para reconstruir nuestro vínculo con esa cara, y si el vínculo fue lo bastante significativo llegará el nombre para certificarlo: ¡Claro, tú eres Maldonado, de la secundaria, del taller de Torno!

En mi hallazgo, misteriosamente, di a la vez con el lugar y el nombre. El portador de éste, sin embargo, no tenía la importancia de ciertos amigos o ciertos profesores cuya impronta en mi recuerdo sería más duradera. Pese a ello, puedo rehacer con todo detalle la estampa de un muchacho achaparrado y movedizo en las filas delanteras de pupitres, mientras el profesor daba la parte teórica de la clase —luego pasábamos al taller propiamente dicho, para operar los tornos, las fresadoras, los taladros, los esmeriles, o para ocupar nuestro sitio delante de los tornillos donde desbastábamos y pulíamos piezas de fierro dulce con limas y lijas de agua—. Aunque fuéramos uniformados —camisa blanca, pantalón y bata de trabajo en color beige, zapatos negros—, lo diferencio del resto del grupo por su estatura, pero también por un dejo de insolencia en los ojos grandes y bromistas, y sobre todo por su voz, nasal, burlona: la voz del payaso de la clase. Le veo una cicatriz sobre el pómulo, un rizo indócil en la frente como indicio de su carácter atrabiliario. Y pienso ahora que en su conducta privaba un deseo desesperado de divertir: la socarronería con que buscaba las risas del grupo, las muecas que subrayaban sus gracejadas, su propia risa, algo desamparada si no hallaba eco. No dudo que el profesor no lo soportara. Era un compañero desagradable.

O, en todo caso, a mí me parecía desagradable. Yo tenía, naturalmente, mis amigos, el pequeño enjambre de quienes nos procurábamos, tácitamente en guardia ante los otros enjambres que hacían lo propio. En la secundaria vamos afiliándonos más soberanamente con quienes mejor nos parece: por la espontaneidad con que nos entendemos, porque descubrimos cómo reír en compañía por los mismos motivos o atribularnos también en compañía. Así que si Maldonado me resultaba desagradable era, sobre todo, porque no formaba parte de mi enjambre. Sus muecas y sus chistes sin gracia me causaban una mezcla de perplejidad irritada y desdén: yo prefería no llevarme con él. ¿Tenía él sus propios amigos? Quiero creerlo, pero no acierto a ubicarlos. Los imagino tolerándolo apenas, celebrándole alguna ocurrencia, quizás ensañándose al alentarlo en su papel de bufón, y enseguida desentendiéndose y dejándolo solo. ¿Y qué pensaba él de mí? Cómo saber si pude inspirarle la perplejidad y el desdén que, treinta y siete años más tarde, veo que se resolvían en un sentimiento horrible: lástima.

 Tal vez, de haber obrado el azar de otro modo, habríamos podido entendernos. A fin de cuentas, éramos más parecidos que diferentes, empezando por nuestra edad y por el desvalimiento propio de quienes atraviesan esa etapa, por nuestra pertenencia al mismo presente en el que nos internábamos sin saber muy bien qué hacer, como no fuera adivinar qué se esperaba de nosotros. Íbamos siendo librados a la relativa independencia de una adolescencia que cobraba forma en los rituales de la secundaria y en la transgresión de dichos rituales. Ambos teníamos que pasar por similares constataciones de nuestras respectivas individualidades, camino de las alegrías o las desdichas que fueran a tocarnos, y eso nos igualaba de un modo que, pasado tanto tiempo, ahora me parece conmovedor. Éramos apenas un par de variaciones del mismo niño en trance de dejar de serlo, tan solos e ignorantes y azorados como el resto de nuestros compañeros.

El vigilante de la librería desapareció hace algunas semanas; habrá renunciado o lo movieron a otro lugar. O habrá muerto. ¿Era Maldonado? Seguramente ya nunca lo sabré. Pero he quedado pensando esto: la memoria sólo sabe operar según los juicios que vamos haciendo sobre los demás. Tal vez, sí, durante el trecho que recorrimos juntos, Maldonado fue el individuo desagradable que recuerdo que fue. Pero, cuando dejamos de vernos, quién sabe en qué se habrá convertido. Y el hecho de que siguiera siéndolo en mi memoria acaso signifique que nadie merece nunca nuestro olvido, pero menos merece nuestro recuerdo. Ojalá que yo me encuentre por completo borrado del suyo.

J. I. Carranza

Mural, 7 de mayo de 2023.

El Licenciado

¿Eran previsibles las reacciones al suicidio del Licenciado? Tal vez no tenga sentido planteárselo así, en vista de lo imprevisible del hecho. Transcurrida una semana, y por más que hayamos ido asimilando la noticia, ésta no deja de parecer inverosímil y así la recordaremos siempre, con su brutalidad inapelable. Toda muerte es un escándalo y también el refrendo puntual de nuestra inagotable trivialidad: tanto poder para terminar así…

       Resulta útil, sin embargo, examinar el tono general de esas reacciones, pues acaso así nos acerquemos a la explicación de que una figura como la del Licenciado haya sido posible en nuestra aturdida realidad. Entre las declaraciones concretas de gratitud —por ejemplo las de sus colaboradores directos— y los elogios desmedidos y arrebatados —como las cursis florituras de escritores frecuentemente agasajados en la FIL, llorosos tal vez porque presienten el fin de esos días de vino y rosas—, la despedida se ha decantado por la celebración de los logros del Licenciado en el campo de la cultura, en primer lugar, y enseguida por lo que hizo para extender las capacidades de la Universidad de Guadalajara, desde que fue rector y a lo largo de todo el tiempo en que siguió comandando al grupo cuya fuerza y perdurabilidad se asentaron desde aquel rectorado. El gestor cultural capaz de proezas de las que todos nos hemos beneficiado, por un lado, y por otro el universitario visionario bajo cuyas conducción y vigilancia amorosas la institución creció y prosperó.

       Esas dos facetas le tienen asegurada al Licenciado la canonización laica que suele otorgarse a quienes acaban por quedar limpios de todo pecado: en el bronce de todo prócer se funden en partes iguales la memoria y el olvido. No es de extrañar, por eso, que las numerosas recordaciones que hemos leído estos días hagan el recuento de las obras y repitan lo importantes que son para la vida cultural de Guadalajara y de México y del universo entero, y al mismo tiempo admitan que el hombre detrás de esas obras pudo tener «claroscuros» o tener un «estilo» particular de ejercer su poder, pero como rebajando esos claroscuros y ese estilo a meras circunstancias incidentales y restándoles importancia. Sí, bueno, parecen decirnos esas recordaciones: el Licenciado provenía de un pasado turbio, hizo y deshizo valiéndose de una considerable opacidad, se granjeó lealtades y las puso al servicio de sus intereses (de su «visión») mediante un sistema de componendas y favores y castigos en el que muchos aceptaron participar por así convenir a sus propias carreras y fines, y él y los suyos dispusieron de la Universidad de Guadalajara como si se tratara de una empresa familiar, además de todo lo cual la vida pública del estado de Jalisco ha estado en gran medida supeditada a las conveniencias y a los contubernios y a las disputas de los querientes y malquerientes del Licenciado… ¡pero creó la FIL! ¡Qué sería de Guadalajara sin la FIL! ¡Quién como él, con esa altura de miras! Etcétera.

       Es cierto que la actuación del Licenciado —su astucia, su intuición, su laboriosidad— fue decisiva para el desarrollo de todo eso que hoy se le reconoce. Pero conviene preguntarse por qué esa actuación hubo de configurar un sistema absolutista en cuyo centro ese solo hombre debía ser obedecido —y temido y reverenciado—, so pena de quedar radicalmente fuera de dicho sistema —poco se ha recordado estos días la intentona de Carlos Briseño de romper con los usos y costumbres de la UdeG—. En el ya largo conflicto entre la Universidad y el gobierno de Enrique Alfaro, el rector Villanueva no tuvo empacho en declarar, a mediados de 2021, que el Licenciado no tenía el control de la UdeG, y fue seguramente una de las cumbres de la simulación a que estamos tan habituados en esta tierra. Muchas veces, con muchos universitarios, la plática abordaba la gran interrogante: ¿y qué va a pasar cuando el Licenciado ya no esté? ¿«Después de mí, el diluvio»? Como bien ha observado Hermenegildo Olguín, junto con unos cuantos periodistas tapatíos un buen conocedor de toda esta historia, el suicidio del Licenciado fue su último acto político. ¿Por qué se ha planteado con toda naturalidad si debió dejar un heredero o las instrucciones precisas para que sus sobrevivientes supieran qué hacer?

El sentimiento de orfandad que sobrevuela se corresponde bien con la inmadurez democrática de esta sociedad, de la que la Universidad de Guadalajara es una maqueta, que precisa dejarse tutelar por líderes o caudillos o caciques —Federico Campbell, otro consentido de la FIL, llamó al Licenciado «el Cacique Bueno»—, a cuya voluntad se pliega y a los que retribuye con embeleso y veneración y sumisión, haciéndose de la vista gorda e ignorante, o a propósito desentendida, de que las cosas podrían ser distintas. De que, por ejemplo, buena parte de la Universidad de Guadalajara no debería malvivir en condiciones de indignidad, mientras al mismo tiempo prospera el legado del Licenciado. ¿Irá a cambiar algo de aquí en adelante? Habrá que ver, primero, en qué para la rebatinga que se va a desatar: el mensaje de unidad que se ha querido enviar suena un poco a aquella declaración de Villanueva: a simulación o a candor. O tal vez estén esperando todavía las órdenes de ultratumba. ¿Quién nos dice que no van a llegar?

J. I. Carranza

Mural, 9 de abril de 2023.

Adiós, Chabelo

Es posible que la fe que profesábamos en la inmortalidad de Chabelo se debiera principalmente a que nuestra imaginación resolvía así el incesante enigma que hay en un niño que dejó de crecer. ¿Estaba impedido de hacerlo por alguna razón sobrehumana, o se trataba de una decisión deliberada, como la del personaje de Günter Grass? Del Judío Errante al Conde de Saint Germain, pasando por Fidel Velázquez y otros no tan líricos prófugos del cementerio, las explicaciones de la inmortalidad suelen ser oscuras y se pierden en la noche de los tiempos. En el caso de Xavier López, sin embargo, no hay mayor misterio: todo parece indicar que esa niñez eterna se originó en un chiste de su pareja cómica, Ramiro Gamboa (quien sería más tarde el Tío Gamboín). O sí hay misterio, como en toda epifanía: ¿cómo supo el joven actor que la genialidad consistía en conservar la voz tipluda y vestir para siempre con chorcitos?

       Aquella fe, sin embargo, era peculiarmente consciente de su carácter ilusorio. Sabíamos que Chabelo era inmortal de mientras, y con el paso de los años fue cobrando forma el juego nacional consistente en ver quiénes iban cayendo antes que este campeón del azaroso deporte de la supervivencia. Por eso, cuando ayer le tocó el turno fue como una interrupción odiosa, el final que ya sabemos que llegará pero no nos gusta creerlo. La cuenta de Twitter @chabeloviviomas, dedicada a llevar el puntual registro de los famosos que se le adelantaron a nuestro héroe, se vio obligada a emitir su último tuit, a la vez absurdo y cargado de sentido: «Chabelo vivirá más que Xavier López Chabelo…». Y el duelo, previsiblemente, ha transcurrido como una incontenible profusión de chistes y memes, en una amplia gama que cubre desde la bobería hasta la crueldad, pero creo que en general impregnados de un azoro que mucho tiene de cariño y de sentimiento común de pérdida. Está bien que haya tanto chiste, no sólo porque es un comediante el que así extrañamos, sino también porque, cuando la inundación baje y otras cosas nos ocupen en nuestra frenética tramitación de la actualidad, quedará el arte: el trabajo del inusitado y dotadísimo creador que fue Chabelo, o Xavier López, uno y el mismo, a tal grado fundidos que no había forma de saber quién era Jekyll y quién Hyde —era muy desconcertante verlo fuera del personaje, con su voz de señor, en papeles como el del genio en Pepito y la lámpara maravillosa, o el del coronel en El complot mongol.

       Hay algo injusto en el hecho de que gran parte del recuerdo que una o dos generaciones tienen de Chabelo provenga sobre todo de su programa En familia. Es cierto que tenía su mérito esa feria dominical hecha de rituales no por reiterados menos eficaces, fórmulas probadas para la incantación de un público de niños y adultos. Dejando a un lado la medida en que alentó, durante casi medio siglo, el consumo desmesurado de porquerías entre los mexicanos, es preciso reconocer que la fabricación de una tradición no es poca cosa, y más si esa tradición está hecha con los materiales de la payasada insulsa, el entretenimiento pedestre, la humillación de la gente y las ansiedades no siempre satisfechas de una vida amueblada por Troncoso y alimentada por Marinela. Pero En familia, insisto, es lo que menos va a terminar importando de lo logrado por Chabelo. Porque por encima de eso está su admirable capacidad para hacer reír, cosa que estoy seguro de que siempre logró, tanto en el cine como en la televisión.

       Van a estar saliéndonos estos días, por ejemplo, los videos de aquella escena de El extra en la que Chabelo hace de niño manchado y abusivo y Cantinflas trata de ponerlo en paz, pero con miedo, claro. O el sketch de un programa llamado El show de los cotorros, de 1972, en el que Chabelo está terco en que quiere que Héctor Lechuga le venda un boleto para ir a Disneylandia. O el de otro programa, quién sabe cómo se llamaría o de qué año habrá sido, en el que Chabelo es un niño llamado Pitoytoy y hace desatinar a sus tíos y a la visita (Lechuga, El Borras, El Comanche). O sus apariciones como Pujitos sobre las rodillas de César Costa, o los empujones y los zapes con Alejandro Suárez, en La carabina de Ambrosio… O las escenas en que hacía berrinche y se privaba… No hace mucho, se hizo viral un video del tiktokero @Jezzinien el que contaba cómo, cuando le preguntaron en Londres quién sería el equivalente mexicano de la reina Isabel II, él pensó de inmediato en Chabelo (y tuvo que explicar: un señor que se viste de niño); poco después alguien más quiso saber quién sería la figura más importante de la televisión mexicana, y entonces Jezzini pensó en El Chavo del Ocho (y tuvo que explicar: un señor que se viste de niño). Yo quisiera confiar en que está garantizado que las generaciones venideras sigan enterándose, y riéndose, de lo que fue tan importante para quienes ya casi vamos pidiendo la cuenta.

Es triste cuando el oficio de columnista se vuelve, cada vez más a menudo, el de redactor de necrológicas. Hace una semana estaba acordándome de López Tarso, hoy de Chabelo. Supongo que no hay más remedio, y en todo caso estas despedidas sirven para recrear los mundos que se borran con ellas. Tal vez por eso necesitamos continuamente inmortales, así sean provisionales: para no ir borrándonos tan pronto nosotros también.

J. I. Carranza

Mural, 26 de marzo de 2023

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