• Dos veces

    Dos veces

    Me ha pasado dos veces en un lapso de, aproximadamente, tres meses. Tal frecuencia es escandalosa, opino.

    La primera vez me pasó por pendejo y la segunda vez me pasó por pendejo.

    Éste es el cuadro: pido un café para llevar, me es servido con toda diligencia, ya estoy saboreándomelo, lo endulzo con primor —lo siento: soy de los que edulcoran el recio brebaje, a despecho de las admoniciones pedantes de sibaritas que hallan deleitoso el amargor—, bato con pajilla si las hay, y, si no, con una cucharita, y al momento de colocar la tapa —son vasos de cartón, se supone que han de embonarles las tapas de plástico tan bien que uno no se queme los dedos al tomar camino, si bien el agujerito de las tapas siempre deja escapar algunas gotas que escuecen las yemas… y ¡ojo!, dicho sea de paso, tal agujerito es conveniente usarlo con precaución llegado el momento de dar el primer sorbo, si no quiere uno quemarse el hocico—…

    Al momento de colocar la tapa, ¡mierda!, vuelco el vaso y hago un charco ardiente y de inmediato inmundo sobre la barra, todo chorrea y por todos lados, y pasado el instante de pasmo —sostengo la tapa inútil y presencio el tsunami enloquecido, trato quizás de levantar el vaso pero en vano: ya dejó ir hasta la última gota del café que me saboreaba y desde luego había pagado: alrededor de veintiocho pesos vueltos un lodo lamentable ya que el escurrimiento va jalando el charco hasta el piso—, ya que la marcha cruel del mundo se reanuda y estoy manoteando con las primeras servilletas a mi alcance y los circunstantes que podrían verse salpicados se alejan de mi desastre y el charco sobre la barra y el charco en el piso no hacen sino crecer y arrasar con las reservas de dignidad que pudieron haberme hecho levantarme esa mañana en que no preví lo que se avecinaba llegada la hora fatal de ir a comprarme un café, se me revuelven dos sentimientos (o bien tres), parejos en lo muy apropiados que son para experimentarlos en situación semejante: uno, la desdicha de haberme quedado sin el rico café que ya no me espera en el horizonte hostil de esa tarde aborrecida; dos, la vergüenza poderosa que me lleva a pedir «un trapito» para tratar de erradicar la conflagración asquerosa que causé; tres, la autoincriminación —pues si me pasó eso fue por pendejo, no porque el vaso o la tapa estuvieran mal hechos, ni tampoco por ninguna otra razón atribuible a nada que no fuera mi inoperancia como tapador de vasos de café para llevar.

    Despojado, avergonzado y odiándome intensamente —por pendejo—, en ambas ocasiones hube, sin embargo, de presenciar el mismo prodigio, un acceso directo a la renovación de mi fe en la humanidad (no tanto en la mía, pues nada me asegura, lo pienso ahora, que más temprano o más tarde no vuelva a pasarme lo mismo que esas dos veces, tirar el café recién comprado, por pendejo y nada más que por pendejo). El dependiente, la primera vez, un muchacho que hasta entonces habría tenido por huraño, y luego ya nunca, y la dependiente, la segunda vez, una muchacha que si bien no era huraña tampoco me habría parecido un dechado de bonhomía, me dijeron, una vez y otra: «No se preocupe: déjelo, yo limpio», y acto seguido ya estaban preparándome otra vez un café, y extendiéndoselo de nuevo a mis pendejos dedos, y al preguntarles en cada ocasión cuánto les debía, respondieron —y resplandecían—: «No, no es nada, no se preocupe» (otra vez «no se preocupe», consolándome y alentándome, y cómo no voy a preocuparme, si tan dado soy a aceptar cómo el mundo está podrido y ellos vienen a demostrarme qué equivocado estoy: ¿qué va a ser, con gente así como ellos, de los roñosos que vamos por la vida convencidos de que los semejantes sólo podrían darnos más y más motivos para nuestras tirrias ridículas y nuestra ansia de lo calamitoso en cada trato con ellos?).

    JIC


  • Scherezada en el consultorio

    Oliver Sacks

    «Hablar de enfermedades es una especie de entretenimiento de Las mil y una noches», reza la cita de William Osler elegida por Oliver Sacks para usarla como epígrafe de uno de sus libros más célebres, que lleva un título insuperable: El hombre que confundió a su mujer con un sombrero. Osler, como Sacks, era médico (y es considerado, de hecho, el padre de la medicina moderna): ¿qué tienen que hacer estos dos nombres, pues, en el ámbito de la literatura? ¿De dónde ha sacado Sacks, neurólogo, un título tan descabellado? ¿Cómo, en fin, es que el mundo de las enfermedades puede ser comparado con el arte de contar historias que salvó la vida de Scherezada? «La imaginación de la naturaleza», comenzaría a explicar Sacks, «es más rica que la nuestra»: de ahí que él se haya hecho cargo de consignar un vasto repertorio de los hallazgos que le ha deparado el estudio de la naturaleza en libros donde el interés científico va de la mano con la pasión por relatar el drama humano: libros en que constan sus trabajos sobre la investigación de la mente, que se proponen la divulgación del conocimiento al respecto y que, sobre todo, conducen la lectura al ejercicio de la compasión. Los libros de Sacks no son, ciertamente, novelas ni cuentos, pero como las novelas y los cuentos —y, en muchos casos, de modo más incontrovertible—, exponen los misterios más insondables y las maravillas más extraordinarias del espíritu a través de sus protagonistas, que no son otros que los propios pacientes del Dr. Sacks.

    Nacido en 1933, en Londres, Sacks se mudó a los Estados Unidos al comienzo de los años 60, y ahí se especializó en neurología, en la Universidad de California en Los Ángeles. Desde 1965 es profesor en el Colegio Albert Einstein de Medicina y en la Universidad de Nueva York, y cada martes atiende un consultorio de las Hermanitas de la Caridad. La fama, como suele ocurrir en los casos de quienes no la buscan, le vino de Hollywood, cuando en 1990 la película Despertares, de Penny Marshall y protagonizada por Robin Williams y Robert De Niro, fue nominada para recibir tres óscares. Basada en un libro suyo del mismo título, la cinta contaba la historia de un médico que experimentaba con un grupo de enfermos de encefalitis letárgica, a los que «despertaba» luego de décadas de inmovilidad y postración. Ese médico no era otro que Sacks: un heterodoxo de la clínica psiquiátrica que consiguió, al menos, que sus pacientes recuperaran un atisbo de la vida que les habían negado los procedimientos tradicionales. Tal actitud audaz ha caracterizado también la obra del escritor: El hombre que confundió a su mujer con un sombrero expone, con la emoción y la delicadeza del mejor novelista, los historiales de 20 pacientes aquejados por trastornos absolutamente insólitos —incluso para la ciencia médica—: un joven que despierta aterrado al descubrir un objeto extraño en su cama (su propia pierna), un viejo marinero para el que el tiempo se ha detenido, un amable profesor de música que, al terminar la consulta a la que acudió por insistencia de su mujer, intenta tomar a ésta para colocársela en la cabeza…

    Los laberintos de la mente surten las historias fascinantes que Sacks ha recogido también en otros libros, como Un antropólogo en Marte (título que resume la aflicción de una autista), Veo una voz (sobre el mundo de los sordos) o La isla de los ciegos al color: materia inagotable para la perplejidad, pero también para la mejor comprensión de lo humano. La obra de Sacks va siempre en pos de las manifestaciones más sorprendentes de la naturaleza, como lo demuestra su Diario de Oaxaca: un entrañable testimonio de curiosidad cultural que el autor redactó a lo largo de un viaje a esa tierra cuyo objetivo tenía la observación de helechos. En su sitio de internet (www.oliversacks.com) hay una colección de los temas de que se ha ocupado en sus libros: «envejecimiento», «agnosia», «daño cerebral», «Alzheimer», desde luego; pero también «música», «fantasmas», «historia precolombina», «natación» o «sífilis». En suma, un autor que con sobrada pericia narrativa y con profundidad admirable, en cada una de sus páginas se ocupa infaliblemente de mostrarnos cómo los enigmas más estimulantes y las revelaciones más sorprendentes sobre la vida residen, nada menos, en cada uno de nosotros.

    J. I. Carranza
    Publicado en Magis.

  • El privilegio de oír voces

    Antonio Tabucchi

    Lo que sería motivo de preocupación para un psiquiatra (y ante todo para el paciente que acude a consultarlo, desde luego), para el escritor Antonio Tabucchi es el principio operativo de su trabajo literario: oír voces. Y no es sólo que éstas lleguen inadvertidamente a su imaginación, a susurrar por encima de su hombro para que las deposite en la página en blanco: él mismo anda a la búsqueda de ellas, y por eso los lugares donde mejor trabaja son los cafés que encuentra en cualquier ciudad, en cualquier país. Atento al bullicio, más temprano que tarde conseguirá atrapar al vuelo una frase, una palabra o, al menos, una inflexión, y en ese hallazgo tendrá el punto de partida para que la imaginación continúe por su cuenta. Lo declara en el arranque de la primera historia de El ángel negro: «A veces puede empezar por un juego, un pequeño juego secreto y casi infantil que sólo tú conoces y que por pudor no dirías nunca a nadie […], basta una frase y decides que es ésa, la extraes de la conversación como un cirujano que coge con las pinzas un jirón de tejido y lo aísla…».

    Ahora bien: no se trata sólo de las voces obtenidas de las conversaciones ajenas, sino también de las que sobreviven a la precariedad de los sueños: voces que llegan hasta las playas de la vigilia y es posible recoger cuando se ha alejado ya la marea de esa sustancia inaprehensible. Tabucchi cuenta que, cierta mañana parisina, al dar con un café y disponerse a obedecer la costumbre que le manda sacar la pequeña libreta y la pluma que siempre lleva consigo, recuperó la voz de su padre muerto, que había escuchado en un sueño la noche anterior. De esa experiencia surgió Réquiem, su novela más celebrada —aunque no la más célebre—: el delicado registro de un día en Lisboa, una jornada hacia cuyo final se prevé que el protagonista sostenga un encuentro fantástico (pero indudable) con el fantasma de Fernando Pessoa. Escrita en portugués, precisamente, Réquiem es el resultado del sostenido deslumbramiento que la obra de Pessoa ha significado para Tabucchi desde que, en la adolescencia, leyera el poema «Tabaquería» a bordo de un tren. Pero en las voces estábamos: su padre, laringectomizado a causa del cáncer, le habla a Tabucchi en el sueño, y éste entiende que ahí está la clave de una novela: la que recogerá esa voz junto con las que Pessoa distribuyó entre los distintos nombres con que firmaba sus poemas: «¡Si fuera posible traducir en palabras las emociones que suscitaron en nosotros las voces de aquellos a quienes amamos en el curso de nuestras vidas!», se sorprenderá Tabucchi varios años después, en un ensayo a propósito de aquel descubrimiento. Pero lo cierto es que en esta novela, y en el conjunto de su obra, ha triunfado en esa empresa: traducir en palabras cuanto le ocurre por oír voces. En palabras que forman relatos y novelas de delicadeza incomparable, además. (Tabucchi también ha escuchado, y aprovechado, las voces de los sueños de Dédalo, de Ovidio, de Rabelais, de Debussy, de Freud o de García Lorca, en el libro Sueños de Sueños).

    La novela más célebre de Tabucchi es Sostiene Pereira (en buena medida gracias a la película de Roberto Faenza: la última en que actuó Marcello Mastroianni): el testimonio que rinde un hombre oscuro y triste que, en un momento decisivo, decidió correr el riesgo del compromiso político. Examen a fondo de la contradicción humana, las respuestas que Pereira va dando a sus interrogadores demuestran que Tabucchi no sólo oye voces, sino que posee además una propia, clara y poderosa, y que está dispuesto a alzarla siempre que no le parezca cómo van las cosas en su país, en Europa o en el mundo, ya que la función del intelectual es «desasosegar, poner a dudar a las personas» y sólo los políticos y los militares se conforman con certezas. Por ello mismo, prefiere que los personajes que pueblan sus libros parezcan perdidos, pues sólo así podrán tener la oportunidad de encontrarse. Lo mismo que sus lectores: «Cuanto más dudes, mejor. Prefiero el insomnio a la anestesia».

    La obra de Tabucchi es vasta. Se puede visitarla como se visita un café concurrido, y aplicarse a escuchar. Sin falla, la imaginación y la emoción se verán enormemente recompensadas.

     

    J. I. Carranza

    Publicado en Magis.

  • Lechuga

    Lechuga

    Pocos como él. O, más bien, nadie. Pero sí, pocos, muy pocos, de los que quedan, muertos ya Enrique Cuenca, Leonorilda Ochoa, ‘El Borras’, ‘Borolas’, desde luego Chucho Salinas, Amparito Arozamena, ‘Pompín’ Iglesias, Polo Ortín, ‘El Comanche’, Pepe Gálvez… Y el enorme Mauricio Kleiff, que no actuaba, pero escribía lo que muchos de éstos hacían. Entre esos pocos que quedan, claro, están Alejandro Suárez y ‘El Loco’, por supuesto, y Eduardo Manzano, ‘Zamorita’, ‘Chabelo’, la insuperable María Victoria… ¿Quiénes más, quiénes menos? Héctor Lechuga llevaba el oficio esculpido en los rasgos, y nomás con que pusiera la carota le bastaba, pero, además, su comicidad, como en los mejores casos, radicaba en buena medida en una astucia suprema y un sentido agudísimo de la oportunidad. Lo mismo como niño baboso vestido de marinerito que como una de las ‘Hermanitas Mibanco’ (bucles, vestido floreado y las patas peludas con calcetines), o bien al encarnar al ciudadano cualquiera bajo cuya resignada seriedad operaba siempre la sagacidad necesaria para soltar alguna genialidad mordaz, para deslizar algún doble sentido tan sutil como certero, para componer la mueca precisa y desternillante. Puro ingenio, el de Lechuga y el de esos pocos como él. Y pura risa. Y pura tristeza que ya no haya quienes nos atesten así la memoria (esa memoria que termina por definir quiénes somos) con semejante felicidad.

    JIC


  • La perplejidad de ser uno mismo

    La perplejidad de uno mismo

    Enrique Vila-Matas

    En persona, el escritor Enrique Vila-Matas (Barcelona, 1948) da la impresión contradictoria de ser alguien empeñado en desconcertar a los demás al mismo tiempo que luce notablemente desconcertado por no poder evitarlo. Por la gravedad de sus gestos, la estudiada compostura de su presencia y la seriedad que busca imprimir a sus palabras (en una presentación en público, digamos, o en una entrevista) parece querer someter todo asomo de perplejidad, pero consigue el efecto contrario: una apariencia de excentricidad que crece conforme se propone conservar el equilibrio y el sosiego. Como si todo el tiempo quisiera encontrarse en otro lugar.

    Autor de una novela construida sobre la añoranza impostora de la música y los colores de Veracruz, de otra en la que el azar se retira a descansar para que dos personajes no lleguen a encontrarse (como habría ocurrido si las casualidades hubieran seguido funcionando como saben hacerlo), de una más que mata a quien la lee y de los recuerdos atroces de un ventrílocuo que ha perdido su voz, Vila-Matas es también un coleccionista de casos perdidos: lo apasionan lo mismo los suicidas que aquellos que han decidido no dejar hijos y los escritores que se quedan sin tener nada que escribir. Entre sus distinciones destaca la de ser el cronista más acucioso de lo que se conoce como la Conspiración Shandy: una sociedad secreta que, sin embargo, reúne nombres tan conocidos como los de Walter Benjamin, Marcel Duchamp, García Lorca y Scott Fitzgerald, y para formar parte de la cual hace falta que la propia obra sea estrictamente portátil (que no ocupe más de una maleta), además de reunir los siguientes rasgos: «espíritu innovador, sexualidad extrema, ausencia de grandes propósitos, nomadismo infatigable, tensa convivencia con la figura del doble, simpatía por la negritud, cultivar el arte de la insolencia». Una novela que asesina, un ventrílocuo despojado de su voz, escritores en blanco, suicidas, hijos sin hijos, el azar en huelga, conspiraciones portátiles, la luna que brilla sobre el mar en Veracruz… El responsable de todo esto, por lo demás, declara que nunca va al cine, y no porque no le guste, sino porque hace muchos años tuvo la ocurrencia de titular un libro precisamente así, Nunca voy al cine, y una de las cosas que más lo preocupan es la posibilidad de que alguien lo descubra entrando en una sala y lo tome por un farsante.

    «Si existiera en esta vida un colosal y extraordinario encanto, éste para mí consistiría en estar donde no estoy para desde allí poder desear dónde estar, que sería en ninguna parte», declara el protagonista de Lejos de Veracruz: el deseo de ser otro cualquiera, la zozobra incesante que hay en ser uno mismo, es una de las constantes más atractivas de una obra a cuyo influjo la imaginación conviene en dejar que lo inesperado acontezca. Porque infaliblemente ha de acontecer: la escritura de Vila-Matas, a lo largo de más de tres décadas, ha ido configurando una singular y elegante estética del desconcierto. «Con cada nuevo libro doy un paso más en el abismo», respondió cuando, en su participación en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, en 2004, alguien le preguntó hacia dónde se dirigía su escritura. Hacía poco que había ganado el Premio Herralde con la novela Mal de Montano («La historia de una bella fuga mínima, llena de desvíos que llevan al abismo y al vértigo de la escritura y la vida», según el propio Vila-Matas), y traía bajo el brazo sus dos nuevos títulos: París no se acaba nunca —una recreación memoriosa de sus tiempos en esa ciudad— y El viento ligero en Parma —una miscelánea que bien puede tomarse como un ideario del autor al tiempo que como un manual de sobrevivencia para quienes tienden a confundir realidad y literatura—: prolífico y diverso, imparable, en uno de los ensayos de este libro anotó: «Antes se aprende a morir que a escribir»: acaso por ello persevere y admita que cada nuevo título depare un derrotero completamente nuevo a su imaginación.

    La sofisticación intelectual de Vila-Matas tiene la virtud de acrisolarse en historias e instantáneas de delicada nitidez. Por eso leerlo, además de ser un gozo, lleva frecuentemente a descubrir cómo arreglárselas ante la perplejidad de ser quienes somos: rindiéndonos a ella sin oponer precauciones excesivas.

    J. I. Carranza

    Publicado en Magis.

  • La dignidad de la disidencia

    La dignidad de la disidencia

    Cabrera Infante

    La reciente muerte del cubano Guillermo Cabrera Infante ha sellado el destino literario y político de un autor cuya voz estará ya definitivamente vinculada a esa forma de identidad indeseable que es el exilio. Aunque su obra deberá esperar todavía para reencontrarse con sus lectores naturales, el Premio Cervantes de 1997 conoció el prestigio que le ganaron el genio creador, la fiereza crítica y la plausible intransigencia.

    Nacido en Gibara, en 1929, Cabrera Infante pasó por el periodismo y el activismo partidista, la crónica y la crítica de cine, y pronto tomó el rumbo de la literatura al tiempo que las circunstancias lo lanzaban en un viaje sin regreso hacia la disidencia. La Habana, en 1959, lo veía moverse con optimismo entre la dirección de una revista cultural y los mejores augurios para la Revolución triunfante; espectador deslumbrado del desconcierto que estaba transformando su mundo, publicó en 1960 su primer libro, Así en la paz como en la guerra, pero en 1961 recibió el primer golpe: la revista que dirigía, Lunes de Revolución, fue suprimida, precisamente, en nombre del control revolucionario de la cultura. Optó por la vida diplomática, y en Bruselas, en 1963, concluyó Vista del amanecer en el trópico, que habría de convertirse en su más célebre novela, Tres tristes tigres. El golpe decisivo vino en 1965, cuando regresó a La Habana por la muerte de su madre: «Cuba ya no era Cuba», recordaría después, «había dado un gran salto adelante, pero había caído atrás…». Siguieron la prisión, el estigma, la censura y, finalmente, la partida: Madrid, primero, y luego Londres, hasta que la muerte lo encontró ahí el 21 de febrero pasado.

    En Tres tristes tigres está la esencia de una ciudad amada, La Habana, en una nostálgica, apasionada, vertiginosa, gozosa, amarga y musical elaboración del recuerdo. A ciertos pasajes de esta noche calurosa, interminable pero ya terminada, bien pueden atribuírseles propiedades alucinatorias, pero en otros muchos refulgen la delicadeza del virtuoso, el humor corrosivo o la sofisticación intelectual, siempre en el barullo de la fiesta que no deja escapar de ella.

    Otros títulos indispensables de Cabrera Infante son Cine o sardina(sus amores con la gran pantalla), Puro humo (sus amores con el tabaco), La Habana para un infante difunto y Mea Cuba. El Fondo de Cultura Económica, en México, publicó una vasta antología suya: Infantería.

    Su viuda ha afirmado que sus cenizas aguardarán en las islas británicas el momento de regresar a la otra isla: la suya.«Espero, amigos, que esta charla haya aumentado en ustedes la afición por mis libros hasta hacerla hábito, como droga suave o pornografía dura […]. Pero si no he conseguido su aprecio, por lo menos concédanme su desprecio. O su odio. Todo me es indiferente. Menos, por supuesto, la indiferencia. O el aburrimiento. Sé sin embargo que no hay nada más cercano a una carcajada que un bostezo —la diferencia consiste en hacer o no hacer ruido al abrir la boca. Hablando de bocas, gracias por prestar oído a mi lengua. Perdonen, por favor, que haya hablado con la boca llena».

    GCI, «Cómo escribir en un trapecio sin red»

     

    J. I. Carranza

    Publicado en Magis, junio de 2005

  • La importancia de decir que no

    Saramago

    Alguna vez, en una entrevista, José Saramago respondió que su palabra favorita es “no”. La explicación a esa respuesta económica y contundente puede encontrarse en el hecho de que el portugués es un pesimista (que lo es, y de los mejores), un comunista en activo que trabaja por la revolución y, en cualquier caso, un intransigente. Pero la predilección por el “no” quizás se deba, mejor, al poder mágico de tal palabra: un “no” oportuno y firme puede cambiar el curso de la historia, como lo demostró el propio Saramago en una de sus novelas más celebradas, Historia del cerco de Lisboa.

    El corrector de estilo Raimundo Bienvenido Silva, cincuentón y triste, solitario y sin embargo todavía capaz de alguna osadía, se encuentra trabajando en la revisión de un libro que recrea históricamente el año 1147, cuando fuerzas lusas y cruzadas sitiaron la capital portuguesa, entonces en manos árabes. Sin pensarlo demasiado (o tal vez habiéndose preparado para ese momento toda su vida), el corrector decide intervenir en lo que habría tenido que dejar intacto, e instala un “no” decisivo: “…con mano firme sujeta el bolígrafo y añade una palabra a la página, una palabra que el historiador no escribió, que en nombre de la verdad histórica no podría haber escrito nunca, la palabra No, ahora lo que el libro ha pasado a decir es que los cruzados No auxiliarán a los portugueses a conquistar Lisboa, así está escrito y, en consecuencia, ha pasado a ser verdad”. Lo que ocurre en la novela luego de esa decisión, para Raimundo Bienvenido Silva y para el curso de la historia, es (como en el conjunto de la obra de Saramago) una apasionada meditación sobre la libertad y la voluntad.

    Nacido en Azhinaga en 1922, el ganador del Premio Nobel en 1998 publicó su primera novela a los 25 años, pero ninguna otra página dio a la imprenta sino hasta 20 años después: dos libros de poemas. En esas décadas de silencio practicó diversos oficios, entre otros los de cerrajero, mecánico y editor. A partir de 1977, con su siguiente novela, Manual de pintura y caligrafía, iría convocando cada vez más indiscutiblemente el reconocimiento de la crítica y la fidelidad de los lectores, y se convertiría en uno de los dos novelistas portugueses más importantes del siglo xx (el otro es António Lobo Antunes). Adscrito a posiciones políticas radicales, razón por la cual su nombre suele asociarse a movimientos como la Revolución de los Claveles, que puso fin a la dictadura portuguesa en 1974, o el zapatismo en México, Saramago ha figurado como una voz que, con la notoriedad que le dio el Premio Nobel, sabe hacerse oír allá donde la llamen: en Angola o en Timor Oriental, por ejemplo. Pero por eso mismo no es infrecuente que el dueño de esa voz suscite polémicas, como cuando “rompió” públicamente con el régimen de Fidel Castro. Como sea, el hecho es que Saramago también ha tomado partido por un uso personalísimo del lenguaje en su escritura de ficción: una prosa torrencial, pero navegable; una imaginación incontenible, pero organizada mediante sistemas de ingeniería narrativa que hacen de cada novela una notable experiencia de sofisticada sencillez.

    Entre sus títulos más sonados están, por supuesto, El Evangelio según Jesucristo (una versión inusitada de la Pasión y sus antecedentes), El año de la muerte de Ricardo Reis (donde Saramago salda deudas con el poeta Fernando Pessoa en un conmovedor encuentro de su fantasma) y Ensayo sobre la ceguera (el paso de un inesperado apocalipsis ante los ojos de una mujer). La identidad, la soledad y la crítica de la sociedad son temas que marcan sus entregas más recientes (Todos los nombres, La caverna, El hombre duplicado y Ensayo sobre la lucidez), fábulas en las que va advirtiéndose un desencanto creciente que en el fondo, sin embargo, tiene un sentido de la esperanza: la que se obtiene de la misma libertad que se gana con saber decir que no, pues como dijo el escritor en su discurso de recepción del Nobel, “nadie se engaña mejor que cuando consiente que lo engañen otros”.

     

    J. I. Carranza
    Publicado en Magis, octubre de 2005