Tuvo que ser a principios de los ochenta, cuando yo iba en tercero o cuarto de primaria y un día fui a comer a la casa de mi amigo Luis Cornejo. Los recuerdos más decisivos tienen tal nitidez que se vuelven sospechosos, pero cuando identificamos en ellos presencias que podemos nombrar con certeza, podemos confiar mejor en que no serán meras elaboraciones de nuestra fantasía. Mientras ya estábamos sentándonos a la mesa, para mi asombro imborrable, Luis encendió el televisor —no sé si le pidió permiso a su mamá, yo creo que no— y entonces descubrí dos cosas que hasta ese momento jamás habría sospechado: que había casas donde la televisión era invitada a la hora de la comida y, lo más increíble, que había algo ya transmitiéndose a esa hora: concretamente el programa de Sixto, en el Canal 6.

       Yo había vivido en la creencia de que la televisión sólo empezaba a existir después de comer, porque era hasta entonces cuando me dejaban verla, y como además degustaba exclusivamente las caricaturas del Canal 5 —hasta la hora en que mi mamá ponía sus telenovelas, y luego mi papá su noticiario—, esa señal, como otras que se transmitían desde la Capital, no llegaba a Guadalajara por las mañanas: eran tiempos en que la tele tenía horarios de apertura y cierre. Así que culpo al títere azul por haber sembrado en mi existencia, aquella vez, la semilla de lo que años más tarde, cuando no tendría que pedirle permiso a nadie para prender la tele a la hora que me diera la gana, se me volvió una pésima costumbre: al mediodía, entre el momento de poner la mesa y llevar los refrescos, buscar dónde quedó el control remoto, pues es casi más importante dar con él que evitar que se quemen las tortillas. (Encima, la tele de Luis Cornejo era a colores, y ya he contado que en mi casa sobrevivimos durante mucho tiempo con una vetusta Philco en blanco y negro, cosa que seguramente hizo que aquellos descubrimientos fueran todavía más memorables: de qué modo desfachatado brillaba Sixto al revelarme que había infancias muy distintas a la mía).

       Por esa maldita costumbre, en la semana tuve un disgusto enorme. En un tonto programa de chismes faranduleros de la tonta televisión local, los tontos conductores abrieron —mientras estábamos comiendo, y se nos atoró la comida con la noticia— dando a conocer, a lo largo de varios minutos, la «muerte» de José Luis Perales. Espero que las comillas que acabo de usar sirvan para que a nadie que no haya estado al tanto vaya a pasarle lo mismo que nos pasó: Perales no se murió, era un estúpido rumor. Pero aquellos melolengos se extendieron como si la noticia fuera verdadera, incluso adoptaron un tono de lamentación, pasaron videos de recordación del cantautor… Y ya que su broma cretina no daba para más, la desmintieron. ¡Maldita sea!, bramé (no con esas palabras: con otras más aptas para manifestar el macizo encabronamiento), qué falta de respeto al público (y ya no digamos al no-muerto), una jugarreta de tal mal gusto como ésta —y aquí tendría que decir que no es que yo tenga un póster de José Luis Perales encima de mi escritorio ni tampoco que sea el presidente de su club de fans, pero sí, como ocurre con al menos tres generaciones de hispanohablantes en el mundo, tengo incrustadas su lírica y sus tonadas en las cavernas más empalagosas de la psique, y ni modo.

       Luego pensé: quién me manda ver ese programa de porquería. Y luego pensé: no es que nadie me mande, sino que hay en la vida inercias dañosas a las que quedamos sujetos sin darnos apenas cuenta, como ésta que consiste en sintonizar la tele a la hora de la comida, o incluso sintonizar la tele (me refiero a la televisión abierta en México, en especial la de carácter local), a sabiendas de que casi toda su oferta, o toda, es  repelente y nociva, prescindible por lo tanto y evitable en todo caso. ¿Estoy generalizando? Lo siento, pero es tan abrumadora la masa de inmundicia por la que hay que ir abriéndose camino que, si alguna producción amerita excepcionalmente nuestra atención, entre la multitud de producciones de baja estofa, chabacanas o estúpidas, será muy difícil dar con ella. ¿Qué ha tenido que pasar, por ejemplo, para que los noticieros compitan de tal modo por dramatizar las noticias más atroces, explotando con obscenidad el dolor de las víctimas, musicalizando el horror con melodías lacrimosas o supuestamente impactantes y haciendo que los pobres reporteros se comporten como payasos? (Hablo de los noticieros porque eso es lo que principalmente veo en la televisión local, amén del mencionado programa farandulero, que ya quedó vetado en casa por los siglos de los siglos).

No tenemos forma de afirmar que las cosas fueran mejores antes quienes, procedentes de ese antes, somos damnificados directos de la televisión mexicana, con nuestra educación sentimental modelada por Valentín Pimstein, nuestra formación estética decidida por Raúl Velasco y la idea que íbamos haciéndonos de la realidad sociopolítica suministrada por Jacobo Zabludovsky. Pero sí hay algo hoy que antes no parecía tan sencillo: la posibilidad inmensa de apagar la televisión y, especialmente, no volver a asomarse nunca a la televisión local. Porque hay un mundo de alternativas para informarse y divertirse. En aquel triste antes, Sixto y similares era casi lo único que teníamos.

J. I. Carranza

Mural, 13 de agosto de 2023.