Autor de una novela construida sobre la añoranza impostora de la música y los colores de Veracruz, de otra en la que el azar se retira a descansar para que dos personajes no lleguen a encontrarse (como habría ocurrido si las casualidades hubieran seguido funcionando como saben hacerlo), de una más que mata a quien la lee y de los recuerdos atroces de un ventrílocuo que ha perdido su voz, Vila-Matas es también un coleccionista de casos perdidos: lo apasionan lo mismo los suicidas que aquellos que han decidido no dejar hijos y los escritores que se quedan sin tener nada que escribir. Entre sus distinciones destaca la de ser el cronista más acucioso de lo que se conoce como la Conspiración Shandy: una sociedad secreta que, sin embargo, reúne nombres tan conocidos como los de Walter Benjamin, Marcel Duchamp, García Lorca y Scott Fitzgerald, y para formar parte de la cual hace falta que la propia obra sea estrictamente portátil (que no ocupe más de una maleta), además de reunir los siguientes rasgos: «espíritu innovador, sexualidad extrema, ausencia de grandes propósitos, nomadismo infatigable, tensa convivencia con la figura del doble, simpatía por la negritud, cultivar el arte de la insolencia». Una novela que asesina, un ventrílocuo despojado de su voz, escritores en blanco, suicidas, hijos sin hijos, el azar en huelga, conspiraciones portátiles, la luna que brilla sobre el mar en Veracruz… El responsable de todo esto, por lo demás, declara que nunca va al cine, y no porque no le guste, sino porque hace muchos años tuvo la ocurrencia de titular un libro precisamente así, Nunca voy al cine, y una de las cosas que más lo preocupan es la posibilidad de que alguien lo descubra entrando en una sala y lo tome por un farsante.
«Si existiera en esta vida un colosal y extraordinario encanto, éste para mí consistiría en estar donde no estoy para desde allí poder desear dónde estar, que sería en ninguna parte», declara el protagonista de Lejos de Veracruz: el deseo de ser otro cualquiera, la zozobra incesante que hay en ser uno mismo, es una de las constantes más atractivas de una obra a cuyo influjo la imaginación conviene en dejar que lo inesperado acontezca. Porque infaliblemente ha de acontecer: la escritura de Vila-Matas, a lo largo de más de tres décadas, ha ido configurando una singular y elegante estética del desconcierto. «Con cada nuevo libro doy un paso más en el abismo», respondió cuando, en su participación en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, en 2004, alguien le preguntó hacia dónde se dirigía su escritura. Hacía poco que había ganado el Premio Herralde con la novela Mal de Montano («La historia de una bella fuga mínima, llena de desvíos que llevan al abismo y al vértigo de la escritura y la vida», según el propio Vila-Matas), y traía bajo el brazo sus dos nuevos títulos: París no se acaba nunca —una recreación memoriosa de sus tiempos en esa ciudad— y El viento ligero en Parma —una miscelánea que bien puede tomarse como un ideario del autor al tiempo que como un manual de sobrevivencia para quienes tienden a confundir realidad y literatura—: prolífico y diverso, imparable, en uno de los ensayos de este libro anotó: «Antes se aprende a morir que a escribir»: acaso por ello persevere y admita que cada nuevo título depare un derrotero completamente nuevo a su imaginación.
La sofisticación intelectual de Vila-Matas tiene la virtud de acrisolarse en historias e instantáneas de delicada nitidez. Por eso leerlo, además de ser un gozo, lleva frecuentemente a descubrir cómo arreglárselas ante la perplejidad de ser quienes somos: rindiéndonos a ella sin oponer precauciones excesivas.
J. I. Carranza