A lo largo del sexenio, el Presidente Andrés Manuel López Obrador se rio mucho. Y quiso, también, que los mexicanos riéramos con él, como lo prueba el buen humor que por lo general exhibe en público (en privado, dicen, puede ser un volcán colérico), además de su propensión a colar siempre dichos, juegos de palabras y chistes, así como su ingenio para la imposición de apodos, la destreza casi siempre infalible que tiene para la carrilla y su talento asombroso para la producción de absurdos, y también su recio blindaje contra todo sentido del ridículo (dos veces se puso a balar como borrego en las «mañaneras»). Nunca se ha quedado riéndose solo: seguramente al tanto de que eso es propio de dementes, cada vez que ha soltado la carcajada o ha desplegado sin más una ocurrencia insospechable (como cuando dedicó parte de la mañanera a ver las peripecias de Benito Bodoque), sonriente y divertido, tuvo la certeza absoluta de que su hilaridad era compartida de inmediato, y no sólo por sus numerosos y deplorables paleros y lamebotas, sino también por millones de mexicanos que todos los días le beben las gracejadas, y aun por aquellos (entre los que me cuento) que, sin tener el mínimo afecto por el individuo, nos sorprendemos a veces incapaces de aguantar la risa por su última payasada —a muchos les pesa, me imagino, y querrían que esa risa no interrumpiera su rabia y su aborrecimiento.
Esa risa, compartida e infalible, ha colaborado activamente en la conformación del discurso del presidente, y a la par de sus decisiones más razonadas, ha sido un componente fundamental en la fabricación cotidiana de sí mismo que ha tenido a López Obrador atareado durante estos años, lo mismo en los cientos de sus «mañaneras» que en todas las demás producciones de su figura al frente de la llamada «transformación» que encabeza. Sus dichos, sus ingeniosidades, sus gestos, sus muecas, sus burlas de otros, sus ironías y sus sarcasmos, hasta sus balidos de borrego, han contribuido a imprimir continuamente más coherencia al personaje, y así, al contrario de Juárez, adusto siempre, ceñudo, grave, no será extraño que las estatuas y las estampitas de López Obrador lo representen sonriente, o al menos mirando al horizonte como si acabara de recordar un chiste.
Pero esa risa es también un indicio muy fiable de su percepción de la realidad y de su comprensión acerca de lo que cabe hacer con ella (o dejar de hacer, como en la más emblemática de omisiones y sus traiciones a sí mismo, que es el caso Ayotzinapa). El presidente se ha reído todo lo que le da la gana, y nos ha invitado a acompañarlo en su contento, porque entiende, y espera que entendamos, que reír es posible. Y, además, que es lícito: al reír él, en el ejercicio de su función como responsable de conducir el destino de la nación, la risa de la nación toda está siendo no solamente alentada, sino autorizada. Si el presidente puede reírse, todos tendríamos que poder hacerlo también. Y es que esa risa del presidente ha buscado ser, al mismo tiempo, señal de inocencia y prueba de claridad moral. Inocencia: al permitirse reír, ha cultivado una imagen de hombre bienintencionado y despreocupado que, precisamente, se permite reír porque no encuentra obstáculo para ello: porque nada puede estar tan mal, en este presente que atraviesa el país, como para no consentirse al menos algún momentito de chacoteo. Claridad moral: es la risa de los probos, de los justos, ha de verse como su recompensa por haber vencido sobre la tentación (la corrupción, la codicia, el autoritarismo y demás vilezas); intocado por la depravación en la que suelen enfangarse quienes participan en política, y dotado de un esplendor inextinguible, el hombre puro es el que más derecho tiene a reír. Pues en su risa se condensa su virtud: si el presidente puede reírse, estando las cosas como están, de pie sobre el charco de sangre o sobre la fosa clandestina o en medio del fuego cruzado o en el ojo del huracán de hambre, ignorancia y miedo que hace volar por los aires toda afirmación proveniente del gobierno («Vamos muy bien» ha sido el mantra más socorrido del sexenio, en boca del primero en saber lo mal que vamos); si el presidente puede reírse ante el incesante muro de rostros de desaparecidos y sobre los aullidos de dolor de sus madres, que excavan todo el país para, al menos dar con sus huesos; si el presidente puede reírse frente a las ansias de reventar que tienen la desesperación y la violencia, y ante la impunidad inconcebible con que el crimen ha ido enseñoreándose de áreas cada vez más grandes del país donde sencillamente el Estado dejó de existir y donde únicamente imperan el pavor y el exterminio, entonces eso quiere decir que está más allá (más arriba, más lejos) de todo mal, pues esa risa pura, de niño alegre o abuelito satisfecho, no podría jamás prestarse a ningún malentendido ni esconder ninguna intención aviesa. ¿Qué de malo puede tener? Es la risa de quien tiene la conciencia limpia.
Este martes, cuando traspase la banda presidencial, López Obrador va a reír mucho. Es difícil pronosticar cuánto tiempo seguiremos oyendo el eco de esa risa, y también si, a partir del miércoles, Claudia Sheinbaum encontrará igual de chistoso eso a lo que el poeta Javier Sicilia se ha referido como «administrar el infierno».
J. I. Carranza
Mural, 29 de septiembre de 2024.