No hace falta auxiliarse con un profuso andamiaje teórico para convenir en que, aunque son siempre abundantes las malas noticias que hallamos al echar un vistazo a la prensa —o a las redes con contenidos noticiosos—, ello no implica necesariamente que todo sea así. Que los medios prefieran poner más atención —y, por tanto, orillarnos a ponerla— en hechos que juzgamos lamentables, reprobables o repugnantes se debe a que por lo general esos hechos son también fascinantes: de un modo retorcido o hasta sórdido nos deleitamos en conocerlos y nos resultan así irresistibles, por intolerables que en realidad sean. Pero aunque no sea así la totalidad de la vida que pretenden resumir esas condensaciones de lo cínico, lo vil, lo estúpido y lo siniestro de sus protagonistas, lo cierto es que cada día se baten récords y se producen combinaciones inéditas de lo malo con lo peor, al grado en que parece innegable que estamos fracasando como especie.
Digo lo anterior al tratar de pensar en lo que significan las noticias recientes acerca de grupos de jóvenes —casi niños o niños— que, supuestamente, habrían dado en empastillarse con ansiolíticos hasta ponerse en riesgo de morir, según esto en aras de responder a un «reto» circulante en redes (se acusa a TikTok, principalmente). De una imbecilidad pasmosa, el juego consistiría en tomar pastillas para dormir y no dormirse, el ganador sería el que caiga al último y, supongo, también estaría contemplada como parte de la recompensa la notoriedad que ganarían los participantes al grabarse en video y subirlo a esa red (u otras, no sé).
Deliberadamente, en la descripción anterior utilicé el condicional simple que a mí me enseñaron que en periodismo se usa siempre que se quiere dar cuenta de algo todavía no comprobado. Porque el hecho es que no he podido dar con un un solo video del reto famoso, lo que me hace sospechar de que las intoxicaciones recientes se expliquen como han querido explicárnoslas. Y tampoco he encontrado informaciones de casos similares en otros países, cosa bastante rara cuando se habla de un fenómeno «viral», adjetivo que se desentiende de nacionalidades y fronteras. Admito, naturalmente, la posibilidad de que mis hábitos de navegación en internet, y en particular en las redes, me hayan excluido de los alcances de los algoritmos que acaso sí han puesto cerca de los jóvenes empastillados el desafío de marras, incitándolos para que lo hagan suyo y premiándolos si participan. Tal vez por mi edad, por mis intereses, por el conjunto de mi circunstancia vital —las máquinas saben de nuestras vidas más que nosotros mismos—, ese mundo me quede infinitamente lejos. Pero el hecho es que el tono general de las noticias y las interpretaciones que adjuntan (conclusiones apresuradas, económicas: los grupos de secundarianos vieron un video baboso y quisieron emularlo sin calcular las consecuencias) es parejo en la prensa mexicana —tal vez también el algoritmo me esté privando de lo que se dice, si se dice algo, en la prensa de otros países: cuando mucho, me he topado con repeticiones de lo que se informa desde México—. Y tampoco he encontrado con ningún indicio de que nadie, ni periodistas ni autoridades, vaya a querer profundizar.
¿Y entonces? ¿El reto del clonazepam existe o no? Yo, al menos, no he tenido forma de comprobarlo. No digo, desde luego, que hayan sido mentira los reportes de los jóvenes, casi niños, desmayados, temblorosos o vomitados, sus padres alarmados, sus profesores atarantados y temerosos, etcétera —por suerte, hasta donde sé, no ha habido muertos—. Pero sí creo que es cada vez más difícil enterarse de las causas verdaderas de los hechos, y que en lugar del trabajo que entrañaría proponerse un esclarecimiento puntual de esas causas y de su entramado, se termina por preferir un puñado de suposiciones suficientemente macizas como para ponerlas en duda, pues además hay que pasar cuanto antes a la siguiente noticia hecha de estupidez o maldad, de desvergüenza o miseria, de depravación o ridiculez, y quién va a tener tiempo de detenerse en averiguar qué es lo que realmente sucedió cada vez.
A lo anterior hay que sumar lo conveniente que puede ser, para diferentes actores de la vida pública de este país aturdido, aquello de lo que estamos ocupándonos todo el tiempo, en nuestra atolondrada tramitación de lo que acapara los titulares, así sea sólo por unos cuantos días (el sabor de la semana o el mes, vamos). Ya deberíamos tenerlo aprendido desde la época del Chupacabras, al menos. Pero se nos olvida. ¿De qué hemos estado dejando de hablar por hablar del famoso reto viral? Acaso una forma más provechosa de leer los periódicos y escuchar los noticieros consista en identificar todo aquello que, a veces de un día para otro, desapareció de sus contenidos injustificablemente. ¿Por qué cambiamos de tema así, con tanta celeridad? ¿Cuáles asuntos serios o graves de los últimos meses han sido hechos a un lado, con qué fines, con qué consecuencias, en beneficio de quién? ¿Y vamos a seguir atareándonos únicamente con lo que la actualidad noticiosa decide ponernos enfrente?
Será, supongo, cuestión de proponerse estar lo más despiertos posibles Porque —y esto sí es innegable, y no solamente en un reto tarado— siempre el que se duerme primero pierde.
J. I. Carranza
Mural, 5 de febrero de 2023.