Por si a la sociedad mexicana le faltaran motivos para la división y el encono, para la discordia estéril y la proliferación de fanatismos histéricos, en las redes sociales va y viene, y viene y va, una discusión necia —o ni siquiera es discusión, pues los argumentos escasean y a cambio abundan las invectivas— entre quienes se definen como partidarios del frío y quienes están a favor de que haga calor. Cada bando, desde luego, tiende a hacer proselitismo, y por ello las celebraciones de sus preferencias se explican, en buena medida, como evangelización activa y escarnio y condena de los descreídos. En temporadas en que el frío o el calor arrecian, lo mismo pasa con la furia de los creyentes, que se rige por el sube y baja del termómetro, de tal modo que con los primeros vientecillos frescos los gélidos festejan y se sienten triunfantes, así como los cálidos no tardan en cantar los sudores que desata la primavera en cuanto llega.
Que esta disputa irresoluble tenga lugar en esa extendida forma de existencia que son las redes dice mucho de la medida en que éstas atarean nuestra pobre atención con asuntos cada vez más deleznables. Pero, antes de ir sobre ese punto, lo que primero me interesa subrayar es de qué manera, como si cualquiera de los dos partidos pudiera tener razón, cada uno esgrime sus sentires —las formas de su fe— como verdades incontrovertibles, con tales ansias y virulencia que a menudo la confrontación pronto se impregna con saña. ¿No piensas como yo? Pues entonces eres digno de desprecio y por tanto te sobajo y te exhibo y te insulto y me burlo. Mi elección (el ventilador o la chimenea, el suéter o el short, el chiflón o el solazo, el chocolate hirviente o la cerveza helada) es mejor que la tuya, ante todo —o solamente— por ser mía, y puesto que estás del otro lado entonces eres mi enemigo y mi misión es aniquilarte. Sea la predilección por el frío o por el calor, o sea cualquiera otra materia de discrepancia, es distintivo de este tiempo que casi toda desavenencia tienda a convertirse en altercado y enseguida en lucha a muerte.
Yo sospecho que esta rapidez que hemos ganado para la animosidad y la rabia está relacionada con la multiplicación de posibilidades a nuestro alcance para la manifestación de nuestros pareceres. O dicho de otro modo: las facilidades que hoy tenemos para expresarnos revelan cómo, más que tener la razón, lo que nos importa es demostrar que la tenemos. Nuestras experiencias y nuestros juicios, al estamparse en un post o un tuit, se truecan en afirmaciones sagradas de nuestro ser, y si alguien las ataca está atentando contra nuestros más macizos fundamentos. El otro día, en uno de los grupos de tapatíos nostálgicos que hay en Facebook —ya he contado que me gusta asomarme de vez en cuando para ver las fotos antiguas que ponen, a veces acompañadas de informaciones sorprendentes—, alguien colgó dos imágenes prácticamente idénticas de la fachada de un templo en el centro de Guadalajara, sólo que una estaba en blanco y negro y otra a colores, lo que sugería el paso del tiempo. Eso bastó para que, de inmediato, en los comentarios dos personas empezaran a pelearse; nunca entendí bien por qué, creo que el pleito era por demostrar en cuál foto el templo se veía más bonito (cuando se veía igual en ambas), pero se tiraban a matar. ¿Será que las redes van pareciéndose cada vez más a la vida?
Estas ocasiones para la enemistad y la ojeriza motivadas por tonterías tienen, sin embargo, su lado positivo. Aunque ni los tropicales ni los glaciales puedan lograr nada con sus entusiasmos o sus aversiones, y aunque nunca lleguen a torcer el gusto de sus adversarios para que acepten las indemostrables bondades del clima que adoran, está bien que se entretengan así y no les queden energías para batirse por otras causas, como las políticas o las ideológicas. Sobrados estamos de antagonismos en estos terrenos. Lo malo, podría pensarse, es cuando, sin percatarnos, quienes querríamos permanecer al margen terminamos involucrándonos y tomando partido, distrayéndonos así en toda suerte de insensateces. ¿Pero no es peor enzarzarse en enfrentamientos más improductivos aún, como los suscitados por la marcha de este país enloquecido? Uno ve, por ejemplo, a los malquerientes y a los adoradores de quienes encabezan esa marcha, los desfiguros de que son capaces, sus afirmaciones demenciales o sus defensas alucinadas, las mentiras que gustosos se tragan y las elaboradas fantasías que componen, y se pregunta qué sentido tiene agregar más necedad y más sinrazón. De acuerdo: es posible que al elegir en cuáles jaleos participamos entren en juego implicaciones éticas o responsabilidades cívicas. Pero seamos sinceros: en el ambiente de gritería y sordera generalizadas que prevalece (y no sólo en las redes), ¿a fin de cuentas de qué sirve nuestra ínfima opinión?
¿Calor o frío? Yo diría, si alguien me lo preguntara, que el frío que llega a hacer en estas latitudes, por bravo que sea, casi siempre hay forma de que te lo quites de encima. El calor, en cambio, ni encuerándote. Pero eso pienso hoy, cuando escribo esto y estamos a 36 grados a la sombra, y me acuerdo del parlamento de un personaje en una novela de Bioy Casares, que para recordar un verano infernal y enloquecedor decía: «Hacía un calor que ya la gente se reía».
J. I. Carranza
Mural, 4 de junio de 2023.