• Adiós, Chabelo

    Adiós, Chabelo

    Es posible que la fe que profesábamos en la inmortalidad de Chabelo se debiera principalmente a que nuestra imaginación resolvía así el incesante enigma que hay en un niño que dejó de crecer. ¿Estaba impedido de hacerlo por alguna razón sobrehumana, o se trataba de una decisión deliberada, como la del personaje de Günter Grass? Del Judío Errante al Conde de Saint Germain, pasando por Fidel Velázquez y otros no tan líricos prófugos del cementerio, las explicaciones de la inmortalidad suelen ser oscuras y se pierden en la noche de los tiempos. En el caso de Xavier López, sin embargo, no hay mayor misterio: todo parece indicar que esa niñez eterna se originó en un chiste de su pareja cómica, Ramiro Gamboa (quien sería más tarde el Tío Gamboín). O sí hay misterio, como en toda epifanía: ¿cómo supo el joven actor que la genialidad consistía en conservar la voz tipluda y vestir para siempre con chorcitos?

           Aquella fe, sin embargo, era peculiarmente consciente de su carácter ilusorio. Sabíamos que Chabelo era inmortal de mientras, y con el paso de los años fue cobrando forma el juego nacional consistente en ver quiénes iban cayendo antes que este campeón del azaroso deporte de la supervivencia. Por eso, cuando ayer le tocó el turno fue como una interrupción odiosa, el final que ya sabemos que llegará pero no nos gusta creerlo. La cuenta de Twitter @chabeloviviomas, dedicada a llevar el puntual registro de los famosos que se le adelantaron a nuestro héroe, se vio obligada a emitir su último tuit, a la vez absurdo y cargado de sentido: «Chabelo vivirá más que Xavier López Chabelo…». Y el duelo, previsiblemente, ha transcurrido como una incontenible profusión de chistes y memes, en una amplia gama que cubre desde la bobería hasta la crueldad, pero creo que en general impregnados de un azoro que mucho tiene de cariño y de sentimiento común de pérdida. Está bien que haya tanto chiste, no sólo porque es un comediante el que así extrañamos, sino también porque, cuando la inundación baje y otras cosas nos ocupen en nuestra frenética tramitación de la actualidad, quedará el arte: el trabajo del inusitado y dotadísimo creador que fue Chabelo, o Xavier López, uno y el mismo, a tal grado fundidos que no había forma de saber quién era Jekyll y quién Hyde —era muy desconcertante verlo fuera del personaje, con su voz de señor, en papeles como el del genio en Pepito y la lámpara maravillosa, o el del coronel en El complot mongol.

           Hay algo injusto en el hecho de que gran parte del recuerdo que una o dos generaciones tienen de Chabelo provenga sobre todo de su programa En familia. Es cierto que tenía su mérito esa feria dominical hecha de rituales no por reiterados menos eficaces, fórmulas probadas para la incantación de un público de niños y adultos. Dejando a un lado la medida en que alentó, durante casi medio siglo, el consumo desmesurado de porquerías entre los mexicanos, es preciso reconocer que la fabricación de una tradición no es poca cosa, y más si esa tradición está hecha con los materiales de la payasada insulsa, el entretenimiento pedestre, la humillación de la gente y las ansiedades no siempre satisfechas de una vida amueblada por Troncoso y alimentada por Marinela. Pero En familia, insisto, es lo que menos va a terminar importando de lo logrado por Chabelo. Porque por encima de eso está su admirable capacidad para hacer reír, cosa que estoy seguro de que siempre logró, tanto en el cine como en la televisión.

           Van a estar saliéndonos estos días, por ejemplo, los videos de aquella escena de El extra en la que Chabelo hace de niño manchado y abusivo y Cantinflas trata de ponerlo en paz, pero con miedo, claro. O el sketch de un programa llamado El show de los cotorros, de 1972, en el que Chabelo está terco en que quiere que Héctor Lechuga le venda un boleto para ir a Disneylandia. O el de otro programa, quién sabe cómo se llamaría o de qué año habrá sido, en el que Chabelo es un niño llamado Pitoytoy y hace desatinar a sus tíos y a la visita (Lechuga, El Borras, El Comanche). O sus apariciones como Pujitos sobre las rodillas de César Costa, o los empujones y los zapes con Alejandro Suárez, en La carabina de Ambrosio… O las escenas en que hacía berrinche y se privaba… No hace mucho, se hizo viral un video del tiktokero @Jezzinien el que contaba cómo, cuando le preguntaron en Londres quién sería el equivalente mexicano de la reina Isabel II, él pensó de inmediato en Chabelo (y tuvo que explicar: un señor que se viste de niño); poco después alguien más quiso saber quién sería la figura más importante de la televisión mexicana, y entonces Jezzini pensó en El Chavo del Ocho (y tuvo que explicar: un señor que se viste de niño). Yo quisiera confiar en que está garantizado que las generaciones venideras sigan enterándose, y riéndose, de lo que fue tan importante para quienes ya casi vamos pidiendo la cuenta.

    Es triste cuando el oficio de columnista se vuelve, cada vez más a menudo, el de redactor de necrológicas. Hace una semana estaba acordándome de López Tarso, hoy de Chabelo. Supongo que no hay más remedio, y en todo caso estas despedidas sirven para recrear los mundos que se borran con ellas. Tal vez por eso necesitamos continuamente inmortales, así sean provisionales: para no ir borrándonos tan pronto nosotros también.

    J. I. Carranza

    Mural, 26 de marzo de 2023


  • López Tarso

    López Tarso

    ¿Quién queda? Mucho tiene de desolador y algo de desalmado esta pregunta, habitual cuando un grande termina de faltar. A veces empiezan a faltar antes, cuando la vida los ha obligado a hacer mutis y sólo llegamos a saber qué fue de ellos al barrer el olvido. No fue el caso de Ignacio López Tarso, presente a lo largo de unas siete décadas en la cultura nacional (popular y de la otra). Desde los cincuenta del siglo pasado, cuando era bracero y el destino lo tumbó de una escalera para hacerlo volver y cambiar de nombre y de rumbo, y hasta no hace mucho, cuando la enfermedad por fin lo puso en paz. (El periodista Héctor de Mauleón recordaba que, según el testimonio del propio actor, el Tarso se lo puso Xavier Villaurrutia, y que la lectura de los Nocturnos le habría salvado la vida mientras convalecía de la caída que le rompió la espalda: Saulo de Tarso, una caída, una revelación, el origen de una vocación).

          ¿Quién queda? Cada despedida deja más despoblado el escenario de nuestra memoria, que algún día quedará vacío del todo, o será más bien que ya no reconoceremos a nadie. Lo cierto es que el tiempo no pasa en balde y más difícil se nos hace cada vez admitir a nuevos figurantes. No me gusta hablar de «mi generación» porque nunca sé qué quiere decir eso, pero sí puedo asegurar que los mexicanos que pasamos buena parte de la infancia en las inmediaciones de un televisor en los años setenta llevamos en lo hondo de la psique el momento traumático en que López Tarso se salía del personaje en la película Cri-Cri, el Grillito Cantor, y pedía un aplauso para el auténtico Francisco Gabilondo Soler, cuya vida había venido interpretando hasta ese momento (y entonces veíamos que Cri-Cri era en realidad un señor de patillas algodonosas y gruesos anteojos, muy distante de la envarada apostura de su intérprete en la cinta).

          A partir de esa evocación, a lo largo de toda la semana no he dejado de repasar mi memoria particular de López Tarso, que no se termina; al contrario, se amplifica y me obsequia constantemente con inesperadas revelaciones. Caí en la cuenta, por ejemplo, de que el actor hizo pareja con la prodigiosa Pina Pellicer en dos de sus mejores películas: la justamente celebrada Macario, de 1960, y Días de otoño, de 1963, ambas de Roberto Gavaldón. ¿Qué pasaba en México en ese tiempo para que pudieran concebirse y ejecutarse semejantes obras maestras? Es lo que a uno le da por preguntarse —o bueno, a mí— cuando las evocaciones desembocan en comparaciones, pero eso sólo ocasiona que uno quede más pronto proscrito del presente. Mejor, en cambio, recordar lo que acaso no recordábamos. Como esto: el crítico Ernesto Diezmartínez tuiteó: «Si pudiera elegir sólo un personaje de López Tarso, sería el crístico Don Jesús de Los albañiles. El torcido mesías que vino a cargar todos nuestros pecados y será traicionado y crucificado. Y resucitará al tercer día para ser sacrificado de nuevo».

          Y ahí fui a ver de nuevo la película de Jorge Fons, de 1976. Seguramente tiene uno de los repartos más asombrosos en la historia del cine mexicano, pero, además, se antoja pensar que la audacia creadora del católico Vicente Leñero no ha tenido a nadie que se le acerque. Eso era transgresión, y no payasadas. Y el turbio personaje de López Tarso, el rengo velador de la obra en construcción, cuya ambigüedad siniestra es causa de que cualquiera hubiera podido matarlo, es en efecto absolutamente fascinante: qué capacidad tenía el actor para encarnar personajes inconcebibles, marginales radicales en el fondo de cuyos intrincados laberintos existenciales o mentales hay una afirmación inesperada de humanidad —y eso es lo que los hace sobrecogedores—. Pienso, por ejemplo, en el tragafuegos de Cayó de la gloria el diablo (1972), que se enamora del personaje de cabaretera de Claudia Islas («¡No te metas con Popea!», les responde a quienes tratan de hacerlo entrar en razón), o en el perturbado asesino de mujeres Ángel Peñafiel, de El Profeta Mimí (1973), con Ofelia Guilmáin, Carmen Montejo, Ana Martin… Ambas películas son de José Estrada, y de nuevo me pregunto: ¿qué directores hay ahora capaces de filmar algo así? O El hombre de papel (1963), del gigantesco Ismael Rodríguez, donde López Tarso hace de un indigente mudo que, la única vez en la vida que tiene suerte y se encuentra un billete, es estafado por un ventrílocuo borracho (Luis Aguilar) que le vende a Titino haciéndole creer que de verdad puede hablar (es como una retorcida variación de la historia de Pinocho, sólo que aún más espeluznante).

                Así me la he llevado. Incluso me puse a oír las grabaciones de corridos recitados por López Tarso, y me acordé de su parodia que hacía Héctor Kiev en el noticiario de Jacobo, un personaje llamado Tacho que, vestido de charro, declamaba una eficaz forma de cartón político oral que al final siempre merecía el «Buena rima, Tacho, buena rima» de Jacobo. (Titino, Jacobo: nombres que cada vez seremos menos quienes los recordemos sin necesidad de explicaciones). No tiene fin, digo, y si bien es cierto que la senda de la melancolía y la añoranza suele acabar en la barranca baldía de los supuestos tiempos mejores, también su decurso es una forma de felicidad. Qué bueno que nos tocó compartir un pedazo del presente con alguien como el titán que acaba de irse. 

    J. I. Carranza

    Mural, 19 de marzo de 2023.

    (En la foto, López Tarso y Ana Martin en El profeta Mimí).


  • Dar nota

    La víspera del 8 de marzo, para responder por qué una vez más se blindó Palacio Nacional con una muralla metálica ante la llegada de los contingentes de mujeres que marcharían hacia el Zócalo, el Presidente respondió como suele, con socarronería y haciéndose la víctima, abriendo mucho los brazos y pelando los ojos, y también con la sonrisa ladeada que subraya su convicción de estar diciendo algo muy obvio, muy evidente. «¡Magínense! Lo que quisieran…», dijo , refiriéndose a las feministas. (Bueno, él dice «femenistas»: tan guango le viene el asunto que ni siquiera le interesa nombrarlo bien). «Esteee… Destruir el Palacio. ¡Lo toman! ¡Para que haya nota! Nacional e internacional». En este punto, hubo varios segundos de balbuceos que podrían transcribirse así: «Enton noecesist; el guales tiuyola sirs». Por asombroso que sea, parece que a nadie le llaman la atención esos posibles indicios de afasia. «¡No!», siguió, «¡logran su propósito! De que ya nadie hable del narcoestado de la derecha…».

          Nos hemos habituado a tal grado a esta mezcla de payasadas y sandeces que pocas ganas dan ya de escudriñarla a ver qué significa. Y, sin embargo, puesto que hemos consentido que la realidad se centre en tal medida en los dichos y los actos del presidente, la exhibición cotidiana de su discurso es ineludible si queremos hacernos una idea de lo que pasa (y de lo que puede pasar). En sus borucas del 7 de marzo se traslucen, pues, varias cosas que conviene tomar en cuenta, como por ejemplo la dificultad cada vez mayor que tiene para dar forma a sus obsesiones y a sus supuestas preocupaciones, entre ellas que se deje de hablar «del narcoestado de la derecha». ¿Será que íntimamente lo tortura el prurito de la originalidad, la ansiedad de hallar todo el tiempo nuevos modos de decir lo mismo que dice siempre? ¿En su fuero interno sabrá que debe proponerse continuamente no aburrir a su audiencia, y por eso luego se le hace bolas el engrudo, farfulla y masculla, y por no hallar la salida acaba desembocando en un redondo disparate? Según él —creo que es lo que había que entenderle—, el propósito de las feministas es que hablemos de otra cosa, y ya no de García Luna y de Calderón.

          Pero lo que en realidad lo alarma —y, por lo visto, vive en una constante zozobra por eso— es que sus adversarios «den nota». (Y entre sus adversarios se cuentan, desde luego, las feministas). Dicho de otra manera, tiene una misteriosa fijación con la necesidad de lo que en tiempos prehistóricos se llamaba «tener buena prensa», y digo que es misteriosa porque el Presidente goza y seguirá gozando de unos niveles de adoración con los que ningún otro mandatario podría soñar jamás. ¿Por qué le horroriza tanto que los periódicos y los medios noticiosos empañen su imagen? Es curioso que la prensa, particularmente en México, enfrentada a diario a adversidades y calamidades que la amenazan por todos lados, por falta de público que quiera seguir pagando por ella, por los riesgos que corren los periodistas (empezando por el riesgo de ser asesinados), por la competencia desigual que tiene en las redes, etcétera, en la imaginación de presidente siga siendo tan poderosa como pudo serlo en otras épocas ya idas. Tal vez el último presidente que tuvo tan presente lo que se decía en los periódicos de él fue Echeverría.  

          Un par de días después, vimos cómo una reportera acorraló a López Obrador y lo hizo desatinar vergonzosamente al interrogarlo acerca del espionaje militar a un defensor de derechos humanos y un par de periodistas. Ante las pruebas y, sobre todo, ante la exposición de las incongruencias entre lo que el Presidente siempre machaca («¡No somos iguales!») y lo que hacen sus subalternos castrenses, recurrió al repertorio de acusaciones, infundios, denuestos, insultos y reproches que siempre acaba haciéndole a la prensa, fue perdiendo piso, se contradijo, se encabronó. Y, acto seguido, luego de esa revolcada que le pusieron, le dio la palabra a otra «reportera», burdamente colocada ahí para ensalzarlo y tratar de alisarle las arrugas del traje.

          Ahora bien: más importante que todo esto es el hecho de que la causa de las mujeres en México no le importa al Presidente. En su distorsionada visión de la realidad, presidida por él mismo, lo que está por encima de todo es su turbio ideario y la determinación de perpetuarlo a como dé lugar, y no tienen cabida las exigencias de justicia y de paz de millones de mexicanas hartas de que se siga abusando de ellas, discriminándolas, maltratándolas, violándolas, desapareciéndolas y asesinándolas. Eso no es nota. Que en este país maten al menos a once mujeres al día por el solo hecho de ser mujeres no es nota. O, si llegara a serlo, para el Presidente significaría que ha sido gracias a maquinaciones y conspiraciones que buscan desplazar la atención a otros asuntos, lejos de los que a él le interesan.

          Lo platicaba el otro día con mis alumnas universitarias: ¿cómo es que no estamos hablando solamente de la causa de las mujeres en México? Día y noche, no tendría por qué ocuparnos ninguna otra materia, hasta que el exterminio y el terror cesen y todas y cada una puedan vivir en paz. Pero no, claro: eso nos distraería de hablar del «narcoestado de la derecha». O de cualquier otra cosa que mañana se le antoje al señor Presidente.

    J. I. Carranza

    Mural, 12 de marzo de 2023.


  • ¿Sólo solo?

    En días pasados, la Real Academia Española hizo un anuncio que no anunciaba lo que muchos quisieron creer, pero que bastó para revivir una polémica que de cuando en cuando retoña, hecha sobre todo de obstinaciones y exageraciones, ociosa y patética en el fondo pero al mismo tiempo entretenida, como esos videos que a veces circulan de automovilistas que tuvieron un percance y se bajan, dizque muy prendidos y listos para agarrarse a golpes, pero sólo (con tilde) hacen amagos y fintas y pasitos de danza, enrabiados pero sacatones, queriendo lucirse pero en realidad haciendo el ridículo, ineptos para de veras trenzarse. El anuncio, pues, esparcido por el periódico madrileño ABC con sensacionalismo, era que la Academia estaría por hacer un ajuste en la redacción de la entrada del Diccionario panhispánico de dudas relativa a las palabras solo/sólo, dejando, según el diario, «a juicio del hablante que escribe la necesidad o no de utilizar la tilde».

    La famosa tilde diacrítica. Como es sabido, desde que en 2010 los académicos reales dispusieron que se suprimiera la tilde diacrítica del adverbio sólo, y también de los pronombres demostrativos éste, ése y aquél y sus formas femeninas y plurales, el mundo hispanohablante quedó dividido en dos bandos irreconciliables: el de los solotildistas, renuentes a la remoción de la tilde y determinados a seguir utilizándola siempre que la palabra sólo fuera usada como adverbio (equivalente a solamente o, en buena parte del español que se habla fuera de España, a nomás), y los antisolotildistas, tozudos exterminadores de la infestación de tildes y para quienes el uso adverbial se distingue del adjetival (cuando solo es equivalente a solitario, único, vacío, impar, despoblado, etcétera) siempre por el contexto. Pensándolo bien, el mundo hispanohablante está dividido en realidad en tres: los ya referidos antagonistas, defensores y detractores de la tilde, y la inmensa mayoría a la que el asunto la tendría sin cuidado si llegara a enterarse de su existencia.

    Argumentos hay para un bando y para otro, algunos atendibles y otros necios. Incapaz de resolverse de una vez por todas para dejar parejamente contentos a partidarios y objetores, la RAE sólo (con tilde) ha reforzado la confusión, desde el principio, admitiendo que del juicio del escribiente dependerá siempre la decisión final, pues corresponderá a éste (con tilde) decidir si en lo que escribe hay o no riesgo de ambigüedad. Y es lo mismo que ha venido a decir ahora —no se echó para atrás, como afirmaba el ABC en su escandaloso y falsario titular: «La RAE rectifica y devuelve la tilde a sólo trece años después»—. Para decirlo pronto: un cambio en la ortografía que no tuvo mucha razón de ser, cuyos alcances nunca han quedado del todo claros, trece años más tarde sólo (con tilde) ha sido formulado de modo distinto. Y eso solo (sin tilde) bastó para desatar el furor de estos días: la infundada celebración de los fanáticos de la tilde y la desesperación de sus odiadores, unos y otros demasiado acelerados como para leer a fondo el anuncio y darse cuenta de que fue un giro en redondo que nos ha dejado donde mismo.

    Un poco ridículo todo. Por ejemplo, el académico Arturo Pérez-Reverte, muy dado a los exabruptos y a las aparatosas exhibiciones de belicosidad infantiloide que animan a sus personajes, bramó: «El pleno del próximo jueves será tormentoso», refiriéndose a la futura sesión en que él y sus pares afrontarán la controversia desatada. Si Pérez-Reverte apoya la tilde, casi cuenta como razón para rehuirla, así sea solo (ahora sin tilde) por antipatía. Pero lo más bochornoso de todo es la medida en que tanta gente acepta tácitamente someterse a la autoridad despótica y repelente de una institución que podrá hacer muchas cosas, pero no mandarnos cómo usar el idioma. Norma, sí, pero no ordena. Sólo (con tilde) eso nos faltaba.

    Yo soy solotildista, sobre todo porque así aprendí a escribir y porque ya estoy viejo para proponerme ser lo contrario nomás porque a alguien le dio la gana. Para mi suerte, en este periódico jamás me han quitado las tildes que he puesto, ni he recibido ninguna advertencia por mi empecinamiento; imagino que el estilo en las publicaciones de Grupo Reforma no aceptó plegarse en 2010 a las disposiciones de la RAE , o si aceptó hacerlas suyas preservó un saludable margen de libertad del que nos beneficiamos quienes aquí escribimos. Sí, en cambio, en otros lados —revistas nacionales, principalmente, editadas en la capital, acaso por ello muy virreinales y atentas a lo que quiere Madrid— me han despojado con maniático escrúpulo, y hasta con alguna saña, de todas las tildes que encontraron inadmisibles (o indeseables), y en cada ocasión sentí como un tirón de greñas: el sobresalto al ver que había un solo que yo quería que fuera sólo me ha llevado, siempre, a pensar fugazmente que ya no sabía escribir, que me había quedado tonto, que estaba borracho o sonámbulo cuando envié el texto… hasta que caigo en la cuenta de que la publicación de marras ha querido ser obediente y aplicada y no hacer enojar a los reales académicos, y a rajatabla hace siempre poda de tildes tercas y anticuadas, aun en los casos en que asome el famoso riesgo de ambigüedad.

    Lo bueno es que no existen todavía las multas por exceso de tildes.

    J. I. Carranza

    Mural, 5 de marzo de 2023.


  • Tachaduras

    Tachaduras

    Hace unos años, antes de que lo convirtieran casi por completo en un órgano de propaganda del régimen, el Canal Once incluía en su programación infantil varias maravillas: producciones mexicanas y extranjeras que mostraban formas de vida distintas, que abrían generosos accesos a la curiosidad científica, que alentaban a los pequeños televidentes a la vivencia del arte, que promovían reflexiones sobre la justicia, la libertad, la solidaridad… Era evidente que esa programación tenía su eje en un respeto absoluto por la inteligencia de niñas y niños. Algo sobrevive, es cierto: veo que aún se transmite, por ejemplo, la serie mexicana Kipatla, orientada a hacer ver la importancia de que todas las personas tengan los mismos derechos, o la británica Operación Ouch, sobre medicina, salud, cuidado de uno mismo y de los demás). Pero el programa que recuerdo con más admiración era Historias horribles.

           Se trataba de una producción también británica que enseñaba Historia, pero centrándose en sus aspectos más repulsivos, descarnados, sangrientos y mortíferos. Los protagonistas de los relatos (es decir, los protagonistas de la Historia) eran exhibidos con especial atención en sus defectos más odiosos o temibles, en toda su maldad o su ridiculez, orates o monstruos o imbéciles poseídos por la codicia, por la locura que da el poder, por la superstición o por la sed de venganza. Las recreaciones de los episodios históricos, a cargo de un elenco muy dotado, estaban urdidas con un humor renegrido e infalible y no escatimaban datos sobre todo tipo de vilezas de que es capaz el ser humano. En fin, una chulada que nos encantaba ver con nuestra niña, que para entonces tenía unos seis o siete años. (A veces, su mamá y yo nos preguntábamos si aquello no estaba demasiado manchado, para decirlo con toda propiedad. Pero la risa de la criatura nunca se trocó en espanto).

           He estado acordándome de Historias horribles a raíz de lo que ha pasado recientemente con los libros de Roald Dahl (¡otro británico!). Lo cuento rápido para quien no se haya enterado —los escándalos en literatura son siempre relativos y rara vez tienen mucha resonancia—: resulta que la editorial de esos libros (Puffin), entre los que se cuentan Charlie y la fábrica de chocolateMatildaLas brujas, entre muchos otros, se puso a espulgar las expresiones o palabras que puedan considerarse ofensivas y a reemplazarlas por otras más aceptables. O a suprimirlas. Términos que aluden a características corporales de los personajes, principalmente: quien era «fea» ya no lo será más; quien era «gordo» ahora será «enorme», etcétera. Luego de que saliera a la luz, la noticia activó los previsibles debates en torno a los límites de la paranoia y los excesos de la llamada corrección política, así como acerca del menosprecio de la inteligencia de los lectores más jóvenes, la hipocresía de los adultos que pretenden proteger a esos lectores de un mundo que esos mismos adultos envilecen todos los días, o ese malentendido recurrente que es la supuesta inviolabilidad de las obras de arte.

          Autores como Salman Rushdie (quien algo sabe de libros considerados ofensivos) se manifestaron pronto contra lo que estaba haciendo la editorial —con la anuencia de los herederos de Dahl, hay que precisarlo: ¿quieren asegurar que el autor siga siendo legible de acuerdo con la sensibilidad de los tiempos que corren?—. Y la cosa creció hasta que la reina Camila tronó y exclamó, luego de darle un traguito al té en su club de lectura y de componer una sonrisa terminante y seguramente escalofriante: «Ya estuvo bueno», expresión que para sus súbditos debe de equivaler a una colérica conminación a ponerle un alto a la censura. Porque de eso se trata, a fin de cuentas: de una nueva erupción de lo que J. M. Coetzee ha definido como «la pasión por censurar», sólo que hoy esa pasión ya está abrazándola ventajosamente el mercado, tanto como siempre habían venido haciéndolo los políticos y los fanáticos de cualquier signo. Y, para censurar mejor, las editoriales —y algunos angustiados autores también: la peor forma de la censura es la autocensura— contratan «sensitivity readers» para que adviertan a tiempo sobre cualquier contenido potencialmente majadero, cruel, susceptible de ser leído como injurioso o humillante: son los nuevos inquisidores, pero a sueldo (en la estupenda serie sueca Amor y anarquía —en Netflix— se puede apreciar cómo funcionan).

    Sospecho que en estos debates suele perderse de vista que ningún libro es inatacable del todo y siempre habrá lecturas que le encuentren algo objetable o reprobable, pero al mismo tiempo todo libro, desde el momento mismo en que sale a la luz, es definitivo: ya dijo lo que dijo, y no hay remedio. La censura siempre apuesta contra la memoria y por eso es siempre preocupante e inadmisible, pues lo único que somos es memoria —aunque esté hecha de barbaridades—. Historias horribles incluía un segmento llamado «Muertes estúpidas» que contaba los finales absurdos o grotescos de personajes célebres y acababa con una cancioncita inolvidable: «Muertes estúpidas, / ¡y el próximo eres tú!». Eso siempre acaba por poner todo en su sitio: no hay muerte que no sea estúpida, y para allá vamos todos, pese a nuestra arrogancia y nuestras ansias de pureza. Mejor entenderlo desde chiquitos.

    J. I. Carranza

    Mural, 26 de febrero de 2023.


  • Artificios

    Artificios

    Como un anticipo de lo que todavía tardaría algo más en asombrarnos (estábamos muy entretenidos sobreviviendo a la pandemia), en 2019 se estrenó en varias ciudades del mundo la versión «completada» de la Sinfonía inconclusa de Schubert (que, evidentemente, ya no podría llamarse así). El logro corrió por cuenta de un smartphone inspirado que, aun cuando pudo idear por sí solo los motivos principales para lo que «faltaba», necesitó sin embargo de la colaboración de un compositor no artificial (humano). Más que otra cosa un alarde publicitario que buscaba alabar las virtudes del aparatejo y de su fabricante, para la «composición» de lo que Schubert ya no quiso o no pudo hacer —suele aducirse que se lo impidió la sífilis— hubo que alimentar el algoritmo (creo que así se dice) con abundante información acerca de los patrones del compositor y también de aquellos otros músicos cuyas obras pudieron influir en alguna medida en la del austriaco; con todo y eso, la partitura que el telefonito produjo debió pulirse y ajustarse para que el resultado fuera pasable.

           Ignoro si se ha intentado de nuevo, pero, si no ha sido así, seguramente es porque no valdría la pena. Como se ha podido ver en los últimos meses, las aplicaciones de la llamada inteligencia artificial van extendiéndose a cada vez más campos, pero el del arte no parece ser particularmente relevante. Sí, claro: podríamos jugar a descubrir qué poesía habría escrito Ramón López Velarde de no haberse abreviado su vida a la edad de Cristo, pero no se ve que tenga mucho sentido proponérselo, más allá de una curiosidad ociosa y morbosa. O no faltará quien ya esté suministrándole a la máquina los insumos necesarios para que regurgite el segundo libro de la Poética de Aristóteles, aquella obra cuyo asunto habría sido la comedia y la risa y que, precisamente por ocuparse de eso, habría sido proscrita radicalmente por la Iglesia católica —uno de los asuntos centrales de ese prodigio de novela que es El nombre de la rosa, de Umberto Eco—. Muy bien, si así es, y también si hay computadoras que ya estén pintando lo que no pintó cualquier gran pintor o trazando los planos que ya no se le ocurrieron al irrepetible arquitecto. Pero la pregunta que sigue siendo difícil de responder es: ¿para qué? 

           No habría que preocuparse, tampoco, de que, al margen de cuanto puedan hacer a partir de lo que hicieron los creadores del pasado, las máquinas vayan también proponiéndose toda la creación artística que les venga en gana. Si va a venderse en la glorieta Chapalita, a mí me da mismo que la pintura del payasito triste y repelente la haya hecho una señora o un robot. Creo que no tiene caso temer que la tecnología sea capaz, algún día, de imaginar algo más acabado, más conmovedor, más deslumbrante y más perdurable que lo que hayan concebido las generaciones a lo largo de los siglos: si eso pasa, bienvenido sea. Después de todo, a lo mejor ya es hora de que vuelva a haber un Bach, y qué importa que surja facilitado por una computadora: sería muy necio lamentarlo y abstenerse de oír la música que compusiera nomás porque ésta no salió de un señor de carne y hueso.

           Una de las inquietudes frecuentes a este respecto —sigo pensando en lo que se supone que tendría que ser cualidad indispensable de la creación artística— tiene que ver con la posibilidad de que la inteligencia artificial llegue o no a experimentar algo parecido a las emociones humanas. ¿Y si así pasa, qué consecuencias podría haber? Sólo, quizá, tendríamos más ocasiones de quejarnos de los demás, nomás que ahora esos «demás» serían robots o estarían flotando en el éter informático. Se ampliarían nuestras capacidades de enojarnos, impacientarnos, ofendernos o apenarnos, y tal vez también las de perdonar, soportar, admirar y hasta amar. ¿Y? Alguna vez, cuando voy en el coche y le pido al teléfono (no, no se lo pido: se lo ordeno) que toque música, no sé, de Lorenzo de Monteclaro, y se tarda algunos segundos y vuelvo a pedírselo, el teléfono (o la voz de quien vive dentro) me responde algo así como «¡Estoy en eso!», con un tono de fastidio, si no es que de odio ancilar, y al fin termina por desistir de seguir buscando o bien pone cualquier otra cosa que le suena (algo de Cornelio Reyna, por ejemplo). Ya me he sorprendido reprendiendo al aparato o insultándolo («¡Ah! Bueno, pon lo que quieras, inútil»), y eso me reafirma que todo trato que sostengamos con la inteligencia artificial por fuerza tendrá que seguir siendo humano. Miserablemente.

    Es posible que una de las aplicaciones mejores que podrían idearse para la inteligencia artificial sea la que reemplace a nuestras deficientes prácticas de eso que entendemos por democracia, en especial en cuanto se refiere a los procesos electorales. Se alimenta el algoritmo con las necesidades de una nación, se lo pone enseguida a escoger a los individuos idóneos para satisfacer esas necesidades, condicionándolo a que se abstenga de considerar a los corruptos y los imbéciles (va a estar difícil, pero mejor que hacerlo a mano), y santo remedio: lo que nos ahorraríamos no sólo de dinero para pintar bardas y pagar bots, sino también de disgustos y vergüenzas. Tengo confianza en que así pasará: seguramente ya la inteligencia artificial está trabajando para descubrir de qué podrá servirnos en verdad.

    J. I. Carranza

    Mural, 19 de febrero de 2023.


  • La Alemana

    La Alemana

    Hace unos días me salió al paso la fotografía del restaurante La Alemana que alguien publicó en una red: algo empañada, pero no demasiado antigua, seguramente tomada en los penúltimos tiempos de ese restorán que, creo, muchos tapatíos de las generaciones penúltimas y antepenúltimas reconocemos al instante con el solo nombre —quienes ahora estén en las inmediaciones de la mayoría de edad difícilmente tendrán un recuerdo del lugar, acaso los llevaron de muy niños, o si llegaron a ir púberes o adolescentes y se acuerdan, esa memoria se habrá borrado por infausta o inservible—. La publicación estaba en uno de esos foros de conversaciones muy ociosas a veces, a menudo crispadas (nunca falta el majadero), y de cuando en cuando ilustrativas (nombres, fechas, explicaciones, curiosidades), que son los grupos de tapatíos memoriosos o nostálgicos, gente dedicada a hojear incesantemente el álbum de lo que fue y ya no es (y con seguridad nunca volverá a ser).

        Alguien, pues, evocó La Alemana, y la mayoría de las respuestas pronto hicieron eco a esa evocación, coincidiendo en celebrar los encantos desaparecidos y en deplorar la decadencia que desembocó en el cierre del negocio y el abandono del local. ¿Cuándo fue ese cierre? La última vez que anduve por ahí fue en diciembre, cuando aprovechamos las vacaciones para ir a atestiguar cómo estaba alzándose El Palomarde Barragán en 16 de Septiembre y Leandro Valle, y para ir hasta ahí caminamos desde el estacionamiento del Woolworth (me gusta usar estas contraseñas de tapatiez intrincada), de modo que tras pasar junto a Aranzazú (acento en la última sílaba) el descubrimiento fue ciertamente abrupto e impresionante: ventanas rotas, basura, mugre, una ruina que ya parecía haber estado acumulándose desde hacía tiempo, pero en esta ciudad no se sabe: de una semana para otra un lugar puede quedar devastado, arrasado, como si hubieran pasado años.

        Penúltimos y antepenúltimos pudimos disfrutar ahí de lo que ofrecía un establecimiento que, sin ser lujoso ni espectacular, sí se sostenía en una elemental dignidad cuyos cimientos tenían cerca de un siglo de profundidad. Llamado alguna vez Kunhardt, el tramo de Miguel Blanco donde se ubicaba La Alemana permitía a sus comensales tener un paisaje enriquecido por las formas de Aranzazú y San Francisco (la acera de éste poblada por unos frondosos laureles de la India que en mala hora talaron), y también por las casonas vecinas de los tequileros que, según me contaba mi papá, habían competido por ver quién construía la más elegante: en una funciona una recaudadora, y tal vez sólo gracias a eso se ha salvado de que la tumben, y en la otra estaba El Lido, otro restaurante entrañable, especialmente para desvelados y crudos —cada que nos encontramos, o sea cada mil años, mi amigo Daniel de la Fuente, periodista de Monterrey, se acuerda siempre de las veces que recalamos ahí en las altas horas, cuando venía a cubrir la FIL—: otra dicha clausurada, salvo para esa extraña forma de la ilusión que es el recuerdo.

        La milanesa, los tacos de sesos, el filete Mignon, los champiñones al ajillo, los hígados de pollo con tocino… Y las chabelas, desde luego, con su espuma y los brillos que les metía el sol de la tarde, una vez que despegaban de la magnífica barra de madera negra labrada (¿dónde habrá quedado?). ¡Y las ahogadas! Era fama que en La Alemana podía encontrarse la ahogada más aproximada a la original, y aunque no fuera estrictamente así, lo cierto es que yo, al menos, no he conocido nada que se acerque a su singularidad exquisita. No sé si siempre estuvieron, pero al menos en los penúltimos tiempos hubo un dúo conformado por un pianista (un piano desafinado y afónico) y un chelista que a mí me daban la impresión de que se aborrecían pero no tenían más remedio que soportarse para que mal que bien les salieran los valses. En fin: mi propia evocación por fuerza tiene que interrumpirse cuando fue claro que La Alemana ya había entrado en sus últimos tiempos: la cocina empeoró trágicamente, el servicio se envileció, hicieron algunas reformas para «modernizar» el local (hicieron terraza la planta alta) y acabaron convirtiéndolo en una cantina rascuache, cochina, ruidosa y vergonzante. Aquella dignidad se había esfumado mucho antes. Y la clientela seguramente se fue desterrando. O muriendo. De modo que parece natural el final cuyos restos ahora se ven al pasar por ahí.

        Por diversas razones, entre las que se cuentan la historia de ese restorán y, también, cómo funcionó durante tanto tiempo como un espacio propicio para esas felicidades concretas que son comer rico, encontrarse, brindar (y penúltimos y antepenúltimos atesoramos las ocasiones en que tuvimos ahí esas felicidades), La Alemana era un elemento indispensable de la vivencia de Guadalajara, significativo para los oriundos y presumible a los fuereños. Hasta que no lo fue más: algo tuvo que salir mal y no hubo ya modo de remediarlo. Supongo que nada es para siempre. Pero pienso si el hecho de que haya pérdidas como ésta —que nadie lamentó con la suficiente enjundia como para tratar de impedirla— no será también una parte constitutiva de lo que significa vivir hoy en esta ciudad. Tal vez Guadalajara, ultimadamente, no quiera saber gran cosa de lo que fue. Y, si es así, ojalá sepa bien lo que puede ser.

    (Sobre la foto: mejor una imagen de El Lido, pues lo que queda de La Alemana es muy triste de ver).

    J. I. Carranza

    Mural, 12 de febrero de 2023.


  • No dormirse

    No dormirse

    No hace falta auxiliarse con un profuso andamiaje teórico para convenir en que, aunque son siempre abundantes las malas noticias que hallamos al echar un vistazo a la prensa —o a las redes con contenidos noticiosos—, ello no implica necesariamente que todo sea así. Que los medios prefieran poner más atención —y, por tanto, orillarnos a ponerla— en hechos que juzgamos lamentables, reprobables o repugnantes se debe a que por lo general esos hechos son también fascinantes: de un modo retorcido o hasta sórdido nos deleitamos en conocerlos y nos resultan así irresistibles, por intolerables que en realidad sean. Pero aunque no sea así la totalidad de la vida que pretenden resumir esas condensaciones de lo cínico, lo vil, lo estúpido y lo siniestro de sus protagonistas, lo cierto es que cada día se baten récords y se producen combinaciones inéditas de lo malo con lo peor, al grado en que parece innegable que estamos fracasando como especie.

           Digo lo anterior al tratar de pensar en lo que significan las noticias recientes acerca de grupos de jóvenes —casi niños o niños— que, supuestamente, habrían dado en empastillarse con ansiolíticos hasta ponerse en riesgo de morir, según esto en aras de responder a un «reto» circulante en redes (se acusa a TikTok, principalmente). De una imbecilidad pasmosa, el juego consistiría en tomar pastillas para dormir y no dormirse, el ganador sería el que caiga al último y, supongo, también estaría contemplada como parte de la recompensa la notoriedad que ganarían los participantes al grabarse en video y subirlo a esa red (u otras, no sé).

           Deliberadamente, en la descripción anterior utilicé el condicional simple que a mí me enseñaron que en periodismo se usa siempre que se quiere dar cuenta de algo todavía no comprobado. Porque el hecho es que no he podido dar con un un solo video del reto famoso, lo que me hace sospechar de que las intoxicaciones recientes se expliquen como han querido explicárnoslas. Y tampoco he encontrado informaciones de casos similares en otros países, cosa bastante rara cuando se habla de un fenómeno «viral», adjetivo que se desentiende de nacionalidades y fronteras. Admito, naturalmente, la posibilidad de que mis hábitos de navegación en internet, y en particular en las redes, me hayan excluido de los alcances de los algoritmos que acaso sí han puesto cerca de los jóvenes empastillados el desafío de marras, incitándolos para que lo hagan suyo y premiándolos si participan. Tal vez por mi edad, por mis intereses, por el conjunto de mi circunstancia vital —las máquinas saben de nuestras vidas más que nosotros mismos—, ese mundo me quede infinitamente lejos. Pero el hecho es que el tono general de las noticias y las interpretaciones que adjuntan (conclusiones apresuradas, económicas: los grupos de secundarianos vieron un video baboso y quisieron emularlo sin calcular las consecuencias) es parejo en la prensa mexicana —tal vez también el algoritmo me esté privando de lo que se dice, si se dice algo, en la prensa de otros países: cuando mucho, me he topado con repeticiones de lo que se informa desde México—. Y tampoco he encontrado con ningún indicio de que nadie, ni periodistas ni autoridades, vaya a querer profundizar.

           ¿Y entonces? ¿El reto del clonazepam existe o no? Yo, al menos, no he tenido forma de comprobarlo. No digo, desde luego, que hayan sido mentira los reportes de los jóvenes, casi niños, desmayados, temblorosos o vomitados, sus padres alarmados, sus profesores atarantados y temerosos, etcétera —por suerte, hasta donde sé, no ha habido muertos—. Pero sí creo que es cada vez más difícil enterarse de las causas verdaderas de los hechos, y que en lugar del trabajo que entrañaría proponerse un esclarecimiento puntual de esas causas y de su entramado, se termina por preferir un puñado de suposiciones suficientemente macizas como para ponerlas en duda, pues además hay que pasar cuanto antes a la siguiente noticia hecha de estupidez o maldad, de desvergüenza o miseria, de depravación o ridiculez, y quién va a tener tiempo de detenerse en averiguar qué es lo que realmente sucedió cada vez.

           A lo anterior hay que sumar lo conveniente que puede ser, para diferentes actores de la vida pública de este país aturdido, aquello de lo que estamos ocupándonos todo el tiempo, en nuestra atolondrada tramitación de lo que acapara los titulares, así sea sólo por unos cuantos días (el sabor de la semana o el mes, vamos). Ya deberíamos tenerlo aprendido desde la época del Chupacabras, al menos. Pero se nos olvida. ¿De qué hemos estado dejando de hablar por hablar del famoso reto viral? Acaso una forma más provechosa de leer los periódicos y escuchar los noticieros consista en identificar todo aquello que, a veces de un día para otro, desapareció de sus contenidos injustificablemente. ¿Por qué cambiamos de tema así, con tanta celeridad? ¿Cuáles asuntos serios o graves de los últimos meses han sido hechos a un lado, con qué fines, con qué consecuencias, en beneficio de quién? ¿Y vamos a seguir atareándonos únicamente con lo que la actualidad noticiosa decide ponernos enfrente?

           Será, supongo, cuestión de proponerse estar lo más despiertos posibles Porque —y esto sí es innegable, y no solamente en un reto tarado— siempre el que se duerme primero pierde.

    J. I. Carranza

    Mural, 5 de febrero de 2023.


  • Bailar y leer

    Bailar y leer

    Hace cerca de veinte años, en mayo de 2003, el escritor Alessandro Baricco pronunció en la Feria del Libro de Turín un discurso titulado «Queridos jóvenes, es mejor no leer». No se trataba de soliviantar a los jóvenes bajo el supuesto, siempre infundado, de que son seres elementales que reaccionan con automatismos predecibles e invariables: si les dices que hagan algo, harán lo contrario, suelen pensar muchos adultos obtusos (y elementales y predecibles), y nunca es así. «No tengo ninguna duda que el placer de leer», empezaba diciendo Baricco, «así como la cultura del libro, está fuertemente relacionado a una derrota. A una herida y a una derrota. […] Leer es siempre la revancha de alguien que en la vida fue ofendido, herido. Me parece que leer libros es una manera inteligentísima de perder […] Sé que la gente de libros es, por lo general, gente que sufre». Había, pues, que tomar en un sentido literal esa conminación del novelista y ensayista.

           El martes pasado, en la visita que hizo al ITESO para conversar nuevamente con jóvenes que leen, le pregunté a Baricco por qué había dicho aquello. Es un asunto que me importa particularmente, como le dije entonces, porque da la casualidad de que ese discurso es, nada menos, el punto de partida de los cursos de literatura que imparto en esa universidad: cada semestre, me sirvo de las palabras de Baricco para promover una reflexión acerca de la importancia de descargar a la literatura de responsabilidades que no le corresponden (esas preconcepciones «advenedizas y espurias» ante las que Antonio Alatorre recomendaba estar alertas). La respuesta del italiano fue: «Lo que pensaba es que si tienes 16 años, es mejor si vas a bailar. Sólo esto. Yo a los 16 leía libros, pero era un error. Lo ideal sería saber leer y bailar. Pero, en la duda, mejor bailar». Agregó que más adelante, cuando tienes 22, 25 años, si sigues sólo bailando, ahí hay un problema, pues «los libros ayudan a entrar a la vida». 

           En su discurso de 2003, la sugerencia de Baricco se desprendía de una reflexión que, me parece, hoy es aún más relevante que entonces, vista la velocidad con que ha cambiado el mundo y lo irreversibles que son determinados cambios en nuestra forma de percibir la realidad y entendernos, a nosotros mismos o entre todos. La transmisión de lo que juzgamos importante a quienes van llegando a este mundo vertiginoso frecuentemente fracasa debido a que somos incapaces, quienes estamos aquí desde antes, de reconocer la nueva «geografía del sentido» que los recién llegados descubren por su cuenta, y también porque nos aferramos a creer que aquello que nos resulta vital e indudable bien puede no serlo para los habitantes de esa nueva geografía. Esa incapacidad, tal vez una forma de la fatalidad en el decurso de las generaciones, también termina por condenarnos a comprender menos lo que ocurre: el salitre del prejuicio y la necedad estropea nuestras mejores convicciones, y así nos encaminamos a la salida sin entender ya gran cosa, perdiéndonos además de quién sabe cuáles posibilidades que ya nunca vamos a saber descubrir.

           «Cuando, en resumidas cuentas, no puedo explicar a los jóvenes […] por qué creo que El hombre sin atributos, de Musil, es un libro que hay que leer», agregaba Baricco; «cuando advierto que me canso cada vez más, que cada vez tengo menos credibilidad, y que no logro convencerlos, no sólo quiere decir que no soy lo suficientemente bueno. Sugiere también que, en la nueva geografía que está naciendo, El hombre sin atributos no es un libro importante». No es imposible, desde luego. ¿Y qué es lo importante ahora?

           Hace poco me encontré en TikTok con @lufloro1; en Twitter es @lufloro, Lufloro Panadero, «escritor, locutor de radio y decimero», según reza ahí. Conocedor avezado de la versificación en lengua española (no en balde lo de «decimero»), tiene una considerable cantidad de videos publicados en los que se dedica a explicar, con claridad asombrosa, admirable capacidad de síntesis, agradecible sentido del humor y, sobre todo, con agudeza y sensibilidad, las complejas operaciones intelectuales y artísticas que hay detrás de la concepción de poemas y canciones, desde Sor Juana y Xavier Villaurrutia hasta Shakira o Los Tucanes de Tijuana, o desde Juan Gelman y San Juan de la Cruz hasta el examen acucioso de los secretos técnicos de «Chilanga Banda», de Jaime López, o de «Una gatita que le gusta el mambo». Con cientos de miles de interacciones y likes (el de la gatita tiene casi medio millón), cada video es una explicación al mismo tiempo rigurosa y fascinante de algo que tal vez muchos usuarios de TikTok difícilmente llegarían a encontrarse de no ser así. Y algo sin duda importante, si convenimos en que la poesía lo es —@lufloro1 y sus seguidores parecen estar de acuerdo en eso—. (Hay otros casos, como el de @nochaveznada, ensayista y lingüista de gran lucidez y pertinencia, que me inclinan a pensar que TikTok está haciendo más por la juventud de los mexicanos que lo que ha hecho la Secretaría de Educación Pública en toda su existencia).

           En su plática del martes, Baricco también se puso a hablar de la Ilíada. Y el silencio maravillado del público que lo escuchaba era la demostración, quise creer, de que lo verdaderamente importante siempre encontrará la forma de prevalecer.

    J. I. Carranza

    Mural, 29 de enero de 2023.


  • ¿Un cigarrito?

    ¿Se van a extinguir los fumadores? Más de alguna vez, ante la multiplicación y endurecimiento de las medidas con que la autoridad —a veces con autoritarismo— busca inhibir el consumo de tabaco, he pensado que los fumadores son la única plaga que se extermina a sí misma, por lo tanto sólo basta tener algo de paciencia para que el mundo termine por verse liberado de ellos. Entiendo, naturalmente, que esta solución se ve impedida por el surgimiento de nuevas generaciones de fumadores, e imagino que tal surgimiento es incesante y seguramente creciente: de ahí que las medidas en cuestión parezcan insuficientes siempre y tengan que ser reforzadas por otras, cada vez más drásticas.

           No sé si será ya una consecuencia directa de las restricciones más recientes, que han entrado en vigor estos días, pero tengo la impresión de que hay cada vez más personas fumando por las calles, mientras caminan, mientras van de un lugar donde no pueden fumar a otro donde tampoco podrán. De la parada del camión a la puerta del trabajo, por ejemplo; desde la salida de una oficina donde hicieron algún trámite hasta el estacionamiento donde dejaron el coche; mientras salen por unos tacos, en la pausa del mediodía, de ida y vuelta. Fumadores en movimiento constante, apresurados y solos, o en grupos que no conversan, pues se ha vuelto ya sumamente difícil disfrutar de un cigarro y, al mismo tiempo, de un momento de quietud, de sosiego: es como si fueran huyendo, máquinas impulsadas por la ansiedad y la angustia, arrojando el humo de su inmerecido avergonzamiento.

           Y además están, claro, las dificultades que se han impuesto a los fumadores, y a quienes los surten, para el comercio de «productos de tabaco» —un comercio, hay que recordarlo, que no es ilegal, aunque ahora deba ser casi clandestino—. Evidentemente, no se calcularon las consecuencias que los vendedores padecerán al tener que ocultar así su mercancía. Y no estoy pensando en las tiendas que mueven grandes volúmenes: don Mario, del puesto de periódicos de Morelos y Américas, me decía el domingo pasado cuánto le va a perder por el simple hecho de ya no poder tener a la vista las cajetillas para vender cigarros sueltos: una parte muy importante de sus ingresos diarios. Esta economía de la vergüenza va a hacer estragos en tienditas y minoristas como mi amigo. Pero, además, si al entorpecer así las vidas de quienes quieren comprar cigarros se busca disuadirlos por hartazgo, eso es por lo menos una ingenuidad ridícula: no habrá fastidio suficiente que haga a un fumador desistir de conseguir lo que necesita. Si lo sabré yo, que en mis tiempos más alarmantes de fumador fui capaz de recorrer kilómetros, en la noche, bajo la lluvia y gripiento, con tal de hallar una maldita tienda abierta. Y nunca me di por vencido.

           Ante este panorama de creciente proscripción, persecución, hostigamiento y castigo moral, me han entrado unas ganas locas de volver a fumar, nomás para poder oponerme con todo derecho a tanto pavor y tanta insensatez. Se me quitan enseguida, debo decir, apenas recuerdo la suerte que tuve de haber podido abandonar el vicio de un día para otro, unos meses antes de que empezara la pandemia, y al ver el desasosiego enorme que enfrenta una amiga por el solo hecho de estar proponiéndose dejar de fumar en un futuro ya no tan lejano. Todavía me aviento, de vez en cuando, un puro (cuando me planteé volverme fumador de puros, lo consulté con mi esposa y me respondió en el acto con dos argumentos estupendos e inobjetables: «Pues viejo ya estás y hocicón siempre has sido»), pero, al margen de eso, creo que he cumplido con el propósito de no dar jamás la espalda a mis antiguos compañeros de esclavitud, de no volverme un virtuoso del aire puro (que en eso se convierten muchos exfumadores: gente odiosa) y de no contribuir a envenenarles la vida con el desprecio, la condena y el reproche que la sociedad suele depararles, a mi modo de ver excesiva e injustamente: ya bastante tiene un fumador para sufrir.

           Como toda conducta humana, el tabaquismo es susceptible de juzgarse en términos morales, pero malamente es ésa la perspectiva que tiende a prevalecer, por encima de cualesquiera otras razones. Y la acusación más recurrente en estos términos procede de quienes, sin ser fumadores, dicen verse obligados a respirar el humo de quienes sí fuman. Es comprensible, esa acusación, y relativamente sencilla de remediar su causa: con algo de elemental sentido común, los fumadores y los no fumadores pueden estar siempre separados. Pero la supresión casi absoluta de las zonas de fumar ha llevado las cosas demasiado lejos, y es un indicio de la hipocresía o la esquizofrenia que priman en el supuesto cuidado de la salud pública: aunque también mate gente, y envilezca el trato social, y además genere múltiples violencias e incuantificables pérdidas económicas, arruine las vidas de las personas y sus efectos en la sociedad sean, en suma, más catastróficos que los que tiene el tabaco, el alcohol goza de una aceptación incomparable y está lejos de enfrentar semejantes histerias.

           Es triste, es cruel. No voy a prender un cigarro ahorita, pero qué ganas. Es, supongo, una causa perdida. Pero en este presente descabellado y cada vez más insufrible, quizá las causas perdidas sean las únicas que valga la pena defender.

    J. I. Carranza

    Mural, 22 de enero de 2023.