• Alguien quiere leer (II)

    Puede que, sin saberlo, quien quiere leer lo que busque sea literatura. En este punto pueden pasar varias cosas: que tenga suerte y se encuentre en su camino un libro que le recomienden; que la recomendación provenga de alguien cuyo juicio sea digno de tenerse en cuenta (alguien con cierto nivel de educación, vamos); que la lectura confirme que la recomendación fue buena… En cualquiera de estas posibilidades, hay el riesgo de que la cosa se estropee: si el recomendador es un orate o tiene pésimo gusto, o, si no lo es, quizás la lectura que recomiende no sea la idónea (por una infinidad de factores que sería imposible calibrar a la hora de decir: «Lee este libro, a mí me encantó»).

    O bien esto: quien quiere leer se abstiene de pedir recomendaciones y se dirige por su cuenta a una librería o a una biblioteca. ¿Qué va a guiarlo en sus elecciones? Se querría creer que los libros mismos van a llamarlo, o que quizás reconocerá algún eco de su propia educación para saber por dónde irse («Como que me acuerdo de que mi maestra en la secundaria nos hablaba de un libro que la entusiasmaba mucho…»). Pero lo más probable es que, si entró a una librería, sean la mercadotecnia y la publicidad quienes le pongan los libros en las manos —en una biblioteca, me imagino, debe de ser mucho más difícil abrirse camino por primera vez… y me temo que esa primera vez frecuentemente terminará siendo la única.

    ¿Y qué va a acabar leyendo así? Lo que el mercado mande. Los libros famosos, las novedades más rentables, las páginas sensacionales que se supone que todo el mundo está o debería estar leyendo. Así que, si alguien quiere leer, será muy fortuito que llegue a las obras verdaderamente indispensables. Los buenos maestros (que, además, sean confiables) ayudan, los amigos con cierta experiencia también, muy rara vez la prensa, y no se diga la especializada (que casi no existe), y, quizás de modo todavía más excepcional, los editores y los libreros (de la literatura que vale la pena, se entiende), que, en el fondo de este laberinto, con muy escasa visibilidad y las penurias de siempre, tienen complicadísimo hacer las señales debidas a los potenciales lectores para que lleguen hasta ellos.

    J. I. Carranza

    Mural, 22 de noviembre de 2018


  • Del Paso

     

    No es fácil deshacerse de un cierto sentimiento de orfandad cuando muere un autor como Fernando del Paso. ¿Quién nos queda?, nos preguntamos, como en la necesidad de dar cuanto antes con alguien que pueda llenar el vacío que queda, y también sumariamente decidimos que no hay quién. Es cierto: al extinguirse un creador de tal potencia y de tal singularidad, lo que hizo queda concluido, es definitivo, y se vuelve también definitivamente irrepetible. Pero también habría que reparar en que, en el caso de los titanes como Del Paso, la muerte es siempre menos decisiva que lo que suele ser para cualquier otro mortal: la obra la niega, la desmiente, y el hecho de que ya no contemos a su autor entre los vivos no quiere decir que haya desaparecido.

    En todo caso, vamos, será un pretexto para insistir en que los lectores que no lo hayan hecho se acerquen a ese prodigio que es Noticias del Imperio: una hazaña de la imaginación fervorosa para cuya realización Del Paso debió convertirse en uno de los hombres más profundamente informados. Pero no es sólo que haya hecho la gran novela histórica: es que en ella hizo algo de la más grande literatura que puede proponerse el idioma español, y también le confirió eternidad al tiempo del que se ocupa y a sus protagonistas. Motivos de maravilla también abundan en Palinuro de México y en José Trigo: yo me quedo con el monólogo de Carlota.

    En el año 2000, Fernando del Paso expuso en el Cabañas 2 mil rostros que había dibujado. Para anunciar la exhibición, en este periódico hicimos un trabajo especial que nos llevó a la casa del escritor, donde le pedimos que posara para una sesión fotográfica. Gustoso, aceptó quedarse en camiseta (él, que debe de haber sido el hombre más elegante del último siglo en México), dibujó un rostro más con pasta de dientes en el espejo de su baño, se llenó la cara de espuma, se afeitó delante de la cámara, al final le regalamos la navaja. Estaba muy divertido. Ahora he estado recordándolo así: como un tipo absolutamente genial.

    (Hoy tocaba seguir escribiendo acerca de lo que empecé la semana pasada, lo que pasa con alguien que quiere leer. Ya será para la otra: ahora, lo que yo quiero es leer a Fernando Del Paso).

    J. I. Carranza

    Mural, 15 de noviembre de 2018


  • Alguien quiere leer (I)

    Alguien, por alguna misteriosa razón, quiere empezar a leer. (Pienso en quien nunca lo ha hecho más que cuando ha sido inevitable, por ejemplo en la escuela, y que más o menos repentinamente un día se dice: «Me gustaría leer»). Para que surja ese deseo ha de cumplirse, al menos, una condición: que haya tiempo disponible, con el que no se sabe bien qué hacer. También habrá lectores para los que no será impedimento la escasez de tiempo, pero son rarísimos. El hecho es que, en gran medida, la lectura es vista como una actividad recreativa; además, siempre se dice que uno se la pasa muy bien, que se disfruta mucho, que puede ser no sólo divertido, sino hasta apasionante. De manera que el deseo de leer generalmente está relacionado con la ociosidad.

    Alguien, pues, quiere leer, y dado que pretende invertir gozosamente así sus ratos libres, lo natural es que lo que quiera leer sea literatura. Para todo hay gente, claro, y habrá almas retorcidas o por lo menos exóticas que hallen placentero sumergirse en la Miscelánea fiscal, pero serán minoría. Así que, quien quiere leer, a lo que aspira es a dar con novelas y cuentos, principalmente: quiere historias (y los libros de historia y las biografías califican bien para satisfacer ese apetito, por lo que la distinción casi no es relevante; además, para muchos lectores en ciernes, tampoco hay gran diferencia entre la ficción y lo que no lo es, pues su experiencia de lectura está supeditada, la mayor parte de las veces, a la convicción de que todo lo que llega a las páginas de un libro sucedió en realidad). Ahora bien: no siempre —o, quizás, casi nunca— está claro que lo que se busca es literatura. De ahí que a un lector incipiente pueda atravesársele otra cosa que lo parezca (historia, ya dije, pero también psicología, filosofía —sobre todo si no es demasiado espesa—, reportajes convertidos en libros y, principalmente, autoayuda), y lo lea, con sincero interés, con innegable deleite, aunque alejándose cada vez más —si llega a seguir leyendo— de la posibilidad de dar con la literatura, que quién sabe qué será.

    (Estas observaciones sobre los modos en que se conducen quienes tienen el misterioso deseo continuarán la próxima semana).

    J. I. Carranza

    Mural, 8 de noviembre de 2018


  • Nueva «tradición»

    Hicieron falta la película de James Bond, primero, y luego Coco, para que la celebración del Día de Muertos cobrara una vistosidad que no había tenido antes y se convirtiera en una nueva «tradición». Es cierto que, desde que Posada descubrió la riqueza alegórica de los esqueletos para criticar su tiempo, la muy católica conmemoración de los fieles difuntos en México se aprovechó con alguna singularidad idiosincrásica para revivir —la Muerte siempre revive— formas medievales de plantar cara a nuestra finitud mediante el jolgorio; también para asimilar de un modo más bien inofensivo las raíces prehispánicas enredadas alrededor del tzompantli, de modo que, desde el siglo pasado, cada 2 de noviembre fuera encontrando su sentido la recordación de los que se adelantaron, todo ello mezclado con manifestaciones autóctonas de mayor o menor autenticidad.

    Sin embargo, de unos años para acá, lo que se ve es la explotación excesiva de un supuesto rasgo de identidad nacional en aras de un folclor hechizo que, si bien ha pegado (profusión de cempasúchil, gente pintarrajeada como presumibles calacas —en realidad parecen panditas—, pan de muerto en el súper desde agosto), en su frivolidad recalca nuestra esquizofrenia cotidiana. ¿En México de qué hablamos cuando hablamos de la muerte? Quieren, los entusiastas de las catrinas, que con sus desfiles y papeles picados y altares y humaredas de copal y calaveritas de azúcar y de versitos se reafirme nuestro trato confianzudo con «la huesuda», que en el país donde la vida no vale nada vendría a hacernos los mandados. También, seguramente, que se vea en esta fiesta una reivindicación cultural ante la amenaza del Halloween. Todo eso podrá estar muy bien, como lo estará el sentimiento de cada quien al desempolvar la foto del abuelo y ponerle una veladorcita. Pero algo hay de muy siniestro en el hecho de que tal alboroto se haga en un presente atestado de asesinados y asesinos, donde no se sabe qué hacer con la abundancia de cadáveres y donde todos los días se rellenan más y más fosas clandestinas. No sé: no quiero ser aguafiestas. Nomás que, al ver tanta fiesta por la muerte, me pregunto qué es lo que tendríamos en realidad que festejar.

     

    J. I. Carranza

    Mural, 1 de noviembre de 2018


  • Tres ferias

    En días pasados fui a dos ferias del libro, y, a poco más de un mes de que empiece la de Guadalajara, hice algunas comparaciones. O, más bien, casi ninguna, porque en general funcionan de modos idénticos, según ciertas inercias por lo visto inevitables. Acaso las diferencias más notorias tengan que ver con las dimensiones de los espacios y con las cantidades de gente que los recorre, aunque las proporciones entre unos y otras deben de ser parecidas. (¿Por qué será que las ferias grandes en México son en el otoño, y casi al mismo tiempo? ¿No representará eso una dificultad logística para quienes participan en ellas —editoriales, libreros, autores—, que en un corto período han de desplazarse de una ciudad a otra y a otra? Por otro lado, si la oferta estuviera repartidita a lo largo del año, quizás podría tener una mayor diversidad. Pero yo qué voy a saber: el mundo del libro es una selva llena de misterios irresolubles para los mortales).

    Ambas ferias (la del Zócalo, en la Ciudad de México, y la de Monterrey) tienen sendos programas de actividades muy nutridos, lo mismo que la de Guadalajara, lo que haría pensar en ellas como festivales culturales. Pero lo cierto es que los programas de las tres están dominados por presencias que tienen garantizada la atención de las multitudes por dos razones: porque cuentan con una gran proyección mediática (estrellas de la farándula —incluso de la farándula literaria—, booktubers, políticos que «escriben» libros), o bien porque el público da por hecho que aquello que reconoce sin problemas indudablemente vale la pena. Y así vemos triunfar una y otra vez a la periodista supuestamente beligerante, al autor supuestamente asombroso, a la escritora supuestamente indispensable y al firmante supuestamente sorprendente de un nuevo best-seller que supuestamente será interesantísimo. En cualquiera de las tres ferias, sin falla.

    También: en las tres importa que vaya mucha gente. Y mucha gente va. Y se la pasa, tengo la impresión, muy contenta. Lo cual no deja de parecerme siempre un poco misterioso, dado el escaso margen que desde hace mucho tiempo ha quedado para la novedad y para el descubrimiento de algo verdaderamente insospechable.

     

    J. I. Carranza

    Mural, 25 de octubre de 2018


  • Entrevista a JIC, Canal 40

    Entrevista a JIC, Canal 40

    José Israel Carranza es entrevistado en el programa Es de mañana, de Canal 40, el 14 de octubre de 2018, en el marco de la Feria Internacional del Libro del Zócalo en la Ciudad de México, por la presentación de su primera novela Tromsø en dicha feria.

    A continuación la entrevista completa, junto a Benjamín Anaya, Dir. de Divulgación Cultural de la Ciudad de México, y los anfitriones del programa Es de mañana.


  • Entrevista a JIC, El Norte

    Entrevista a JIC, El Norte

    Aborda en su obra la incomunicación

    Daniel de la Fuente

     

    Monterrey, México (19 octubre 2018).- No pensaba escribir una novela. Lo que sucedió, explica José Israel Carranza, fue que estaba escribiendo un ensayo acerca de la identidad y, sin que lo hubiera visto venir, el protagonista de Tromsøllegó y no pudo sino observarlo detenidamente.

     

    «Me puse, pues, a observar y a contar la historia que se me mostraba, y la reflexión que se extiende a lo largo de esa historia fue entreverándose en ella como una consecuencia inevitable, pues lo que más me importaba era saber qué diablos le pasaba a este individuo», comenta Carranza (Guadalajara, 1972), autor de libros de cuentos y de ensayos.

     

    «Así, terminó siendo una novela armada fundamentalmente con conjeturas y tentativas de razonar ese destino que me resultaba tan enigmático».

     

    Novela excéntrica en torno a un hombre que poco a poco descubre que no se entiende lo que dice, Tromsø fue publicada por Malpaso y será presentada mañana en la Feria Internacional del Libro por el autor y por el escritor Alejandro Vázquez Ortiz.

     

    – Tu historia ronda en torno a la incomunicación, ¿no es también una reflexión sobre la imposible que es el diálogo con el otro, lo poco que nos importa el otro, su voz y silencios?

     

    «Creo que es una de las lecturas posibles», comenta. «Si bien las filosofías del siglo 20 han dado primacía al diálogo como la forma óptima de acercarse a la realidad, por una parte, y, por otra, en la vida republicana se apela siempre al diálogo como la mejor posibilidad que tenemos para no acabar despedazándonos unos a otros, lo cierto es que confiamos demasiado, y muy ingenuamente, en que las palabras que utilizamos precisan lo que realmente queremos decir; ilusos -o quizás porque no nos queda otro remedio-, creemos también en que el otro entenderá lo que queremos que entienda.

     

    «Como eso sólo sucede por milagro, o más bien nunca, la consecuencia es la confusión imparable y el barullo incesante en que vivimos sumergidos, y, enseguida, el desprecio por la voz de los otros, y más adelante el odio, y, finalmente, la imposibilidad de saber qué diablos estamos diciendo nosotros mismos. El silencio quizás sea una forma mejor de entendernos».

     

    La novela será presentada mañana sábado, a las 19:30 horas, en la Sala 104 de Cintermex.

     

    – Apelas a un compromiso mayor del lector dada la estructura rizomática de la narración, sin duda una paradoja muy afortunada para contar la vida un hombre al que nadie entiende.

     

    «En algún momento de la escritura me percaté de que las formas que adoptaba la prosa (laberíntica, hasta tortuosa, una saturación de subordinadas y de paréntesis y de digresiones) podía hacer que la experiencia de lectura correspondiera a la experiencia vital del personaje. Es decir, que los lectores acaso podrían sentir aquello que al personaje estaba pasándole. Así que me atuve a esa intuición. Sé que el resultado puede ser desafiante, pero me pareció que esta historia no podía contarse de otro modo. Por lo demás, descubrí la línea de J. M. Coetzee que instalé como uno de los epígrafes: ‘Limítate a suministrar los detalles, y permite que los significados emerjan por sí solos’, y entonces tuve una auténtica iluminación: es una idea que bien resume la poética de esta novela».

     

    – ¿Cuáles fueron los mayores retos narrativos en este libro?

     

    «Lo escribí a lo largo de tres años, y, por los cinco años siguientes, estuve regresando una y otra vez a él, obsesivamente, neuróticamente. Hubo un momento en que decidí cambiar todos los tiempos verbales, y entonces tuve un atisbo de lo que debe de ser el infierno. Hasta que recibí la invitación de la editorial, y, al entregárselo al editor, finalmente me vi liberado. De manera que el mayor reto fue deshacerme de él».

     

    – Te diste a desear por años con una novela. ¿Te bastaban el cuento y el ensayo? ¿Qué te han dado como autor?

     

    «El cuento fue un camarada de juventud con el que sólo me he reencontrado -y pasamos ratos más bien amargos- muy de vez en cuando, y el ensayo sigue siendo el género en el que más confío para hacerme cargo de mis preocupaciones. Pero creo que, sobre todo, soy lector de novelas, y me ha maravillado saber lo que la gente puede llegar a imaginar a partir de la que yo he escrito».

     

    – ¿Qué proyectos tienes para el corto plazo? ¿Otra novela?

     

    «Sigo escribiendo ensayos (misceláneos, personales). Por lo pronto. Otra novela, no sé: yo querría creer que sí. A mí me intriga mucho cómo hay escritores que ya tienen en el horizonte todos los libros que van a sacar en los próximos 10 años. Luego por qué tuvimos que terminar teniendo un Carlos Fuentes. Así que más bien me abstengo de semejantes predicciones».

     


  • ¡El trenecito no!

    Qué celeridad asombrosa ha mostrado la autoridad para dar con los grafiteros de los vagones del Tren Ligero. Qué diligencia se vio, qué bien funcionó la «inteligencia» policiaca para ubicarlos, agarrarlos, entregarlos. Cómo se movió el secretario de Gobierno, con qué prontitud y esmero respondió a su instrucción la Fiscalía, qué capacidad de reacción. A ese trabajo tan eficaz hay que sumar la atención que puso al asunto el Gobernador, vigilante siempre de que no queden impunes semejantes perturbaciones de la vida pública, crímenes tan horrendos y que exigen urgentísimas soluciones. Qué satisfechos y tranquilos debemos sentirnos de que la justicia obre así, cuando alguien atenta de este modo infame contra la paz de nuestra idílica existencia como sociedad.

    ¿Que, mientras tanto, se estaba excavando en al menos tres nuevas fosas clandestinas, de las que habrían salido 16 cadáveres? ¿Y que, también mientras se cazaba a los grafiteros y se les daba escarmiento ejemplar, sigue sin cumplirse la palabra del Gobernador respecto al trato que debía darse a las decenas de cadáveres que un tráiler paseó de un lado a otro de la ZMG hace un mes? ¿Y que también están aventándoles granadas a la policía, están atropellando y matando y asaltando y violando estudiantes, y que durante el último año ha habido al menos una balacera cada dos días en esta ciudad? ¡Qué importa! ¡Ya pusimos a los vándalos grafiteros a reparar su fechoría!

    Hace poco más de un año, la sociedad que habita en esta ciudad basurienta, grafiteada, cada vez más invivible, y, además, asesina, mostró su ferocidad y su crueldad contra quienes rayonearon las columnas del Degollado. Y ya entonces quedó claro que sólo podremos indignarnos ante lo que menos cuenta. La misma Línea 3: ¿cuánto nos ha costado, por qué se ha tardado tanto en concluirla, cómo ha estropeado la vida de la ciudad que vino a rajar? Los grafiteros son un blanco fácil: ¡sobre ellos! Y, claro, que sólo sepamos prendernos por eso le conviene enormemente al Gobernador y compañía. Que pueden estar tranquilos: ninguna otra cosa de las miles de cosas que hacen mal llegará a sacudirnos tanto como que nos vengan a pintarrajear nuestro trenecito hermoso.

    J. I. Carranza

    Mural, 18 de octubre de 2018


  • ¡El desfile!

    ¿Treinta años habrán pasado sin que volviera a ver el desfile inaugural de las Fiestas de Octubre? Más, seguramente. Tanto tiempo, en todo caso, para saber por qué importaba que fuera el Tío Carmelo la estrella insuperable cada vez… y para saber quién era el Tío Carmelo; luego, ese lugar lo ocupó Kippy Casado, y la ausencia de ésta no ha podido ser rellenada por ninguna otra figura que tenga tanto jale con la gente. Además de esas presencias, había acrobacias de los motociclistas de Tránsito (a la Pedro Infante), tablas gimnásticas, coches antiguos, mucha música…

    ¿O será que la memoria de la infancia siempre se figura más razones para la alegría que las que realmente había? Este año volvimos porque no hubo más remedio: la hijita vio el anuncio en la tele, supo que el desfile pasaría a una cuadra de la casa, toda negociación para hacerla desistir había fracasado antes de empezar. Y me quedó claro algo: la gente se alboroza y acaba feliz con cualquier cosa. Como seguramente le pasaba al público del que formé parte en aquellos tiempos. ¿Qué vimos? Una grúa gigante que pitaba horrendamente, varios carros iluminados, y bastante malhechos, con unos como monstruos y otros motivos misteriosos (uno no sabíamos si representaba a Santa Claus, a Dios Padre, a Sócrates o al Yeti), un contingente de «americanos» —como se les dice en tapatío a los gringos— vestidos de blanco y con sombreritos canotier, miles de niños y niñas disfrazados de cavernícolas, de fridaskahlos, de cosas galácticas que danzaban y ocasionalmente daban saltitos, una banda de tuba y trompetas ensordecedoras, dos conductores de anuncios de la televisión, un caballo (ajá: UN caballo, con su charro a cuestas), tres chamacos en bici, una banda de guerra, la reina de las Fiestas, y ningún mariachi… Había lagunas eternas entre un carro y otro, que los desfilantes aprovechaban para desacalambrarse y descansar: ¡los traían desde la 64, por todo Javier Mina-Juárez-Vallarta!, de manera que, ya por llegar a la Minerva, era dolorosísimo ver lo cansados que iban.

    Total: muy deprimente todo. Salvo para toda la gente que estaba ahí, y que quedó encantadísima. La hijita, para no ir más lejos, se la pasó muy divertida.

     

    J. I. Carranza

    Mural, 11 de octubre de 2018


  • Tromsø en La Tempestad: Reseña

    Tromsø en La Tempestad: Reseña

    Haz de cuenta que las teclas hablaban

    Por Guillermo Núñez Jáuregui

    La Tempestad

     

    Por su atención a las idiosincrasias de la clase media pero también a las discretas batallas que debe enfrentar (como el cáncer), Las mutaciones (2016), de Jorge Comensal, se lee como una novela que recuerda, en muchos aspectos, a una institución fácil de reconocer: la narrativa realista norteamericana. Sí ofrece, claro, algunos comentarios sobre la singularidad de la clase media mexicana, específicamente la citadina, y ecos al humor de Ibargüengoitia, como se escuchan en la de muchos narradores mexicanos contemporáneos (Sheridan, Villoro, Ortuño y Villalobos, por mencionar algunos). ¿Por qué nos da risa que alguien coma sopes de chorizo, gansitos o tortas de chilaquil? ¿No es extraño? Y aunque la novela no trata sólo sobre eso, también da para comentar la manera en que aparece la palabra muda en la narrativa mexicana reciente. En esta novela el fenómeno se da, digamos, a través de un acercamiento inmunológico: la excusa para rodear o narrar el silencio es un tumor de lengua. Y no una mera lengua, sino una que depende económicamente de la labia (el personaje en cuestión, el que porta y deja de portar dicha lengua, es un abogado carismático al que le extirpan el órgano). Como la literatura tiene la gracia de poder hablar en silencio y no sólo emular formas de hablar, los momentos más interesante de esta novela (desde este punto de vista, el de la mudez) es cuando se permite quitarle la palabra al hecho o a la anécdota (y son muchas) para otorgársela a los soliloquios.

     

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