Temer por nuestro rastro digital no es muy distinto de temer por el Juicio Final.

 

No sé quién, de niño, me hizo el obsequio atroz de esta descripción del Juicio Final: llegado ese momento, todos los individuos que en el mundo hemos sido seremos reunidos en un mismo lugar, donde presenciaremos una a una todas nuestras existencias, de principio a fin, en detalle. «Todos» había que entenderlo en sentido estricto, desde Adán hasta el último de sus descendientes, si bien para mi imaginación infantil esa multitud comprendía apenas la suma de mis compañeros de escuela y las maestras («¿Vamos a ver qué hace la seño Chencha cuando entra al baño?»), mi familia y los parientes, el de la tienda, el de la carnicería, los borrachines del barrio, la señora de la papelería, los pacientes de mi papá, los amigos de mis hermanos… La humanidad entera en una especie de estadio gigantesco, presidido por una pantalla descomunal en la que se proyectarían, a lo largo de un tiempo que equivaldría al tiempo transcurrido desde la Creación hasta el Juicio mismo (pues para eso es la eternidad: para que no se acabe), nuestras vidas completas, a fin de que todos supiéramos cuánto habíamos pecado y el Pantocrátor fuera decidiendo si merecíamos la bienaventuranza a Su lado o el castigo incesante de las llamas donde irían cayendo los réprobos.

El corolario de esta visión era sencillo: pórtate bien, porque al final todo se sabrá. Por todos. Era escalofriante —sigue siéndolo: uno nunca acaba de deshacerse de esas enseñanzas— porque afirmaba que la privacidad no existe. Dios no sólo está registrando todo lo que haces, piensas y sientes, sino que además lo exhibirá. Y tus papás lo van a ver, y tus amigos, y la seño Chencha…

Creo que un terror parecido es el que han activado las revelaciones recientes sobre lo que Zuckerberg y compañía son capaces de hacer con lo que saben de nosotros. Ahora bien: ni que no supiéramos. Lo he leído varias veces estos días y ya no sé quién lo dijo primero: si el producto es gratis, es que tú eres el producto. Pero el hecho es que en nuestro pasado está siempre nuestra condena. ¿Y qué vamos a hacer? ¿Borramos ese pasado? ¿Servirá de algo? ¿Cómo nos las arreglamos para ya no ir dejando trazas? ¿Y cómo le quitamos las cámaras y los micrófonos a Dios?

 

@JI_Carranza

 

Publicado el 29 de marzo de 2018. Sección Cultura, Periódico Mural