Las tortas ahogadas malas no existen. O, si llegan a existir, desaparecen enseguida, no pueden durar más allá de unos cuantos instantes. La causa es simple: al haber una oferta tan abundante y esparcida en toda la ciudad, los primeros clientes que encuentren deficientes o decepcionantes las tortas de un determinado puesto o local correrán de inmediato la voz, y al mismo tiempo empezarán a abrir la brecha hasta el siguiente local, a unas cuadras, donde quedarán grandemente resarcidos por el disgusto sufrido. Habrá unas mejores que otras, tal vez, pero todas son deleitosas sin falla; por ello, también, es que en Guadalajara no hay negocio de tortas ahogadas nuevo. Todos tienen décadas de experiencia y sabiduría. Aunque se hayan inaugurado ayer.

      ¿Habría que precisar qué decide la excelencia de una ahogada? Es difícil, o acaso imposible, porque, como está visto, las malas no existen. ¿Por qué el agua, la luz y el aire son buenos? Porque están meramente ahí, para sostener la vida, impensable de otra forma, tanto así que el agua impotable, la luz cegadora o el aire emponzoñado nos repelen y les huimos. Así, de una ahogada repulsiva o simplemente desagradable nos apartaríamos en el acto, no tendríamos motivo alguno para catarla siquiera, habiendo, como está visto también, tantísimas otras oportunidades de dar con la torta correcta, inobjetable, suculenta sin duda y memorable y eterna. Uno podría, desde luego, enumerar las condiciones indispensables, empezando por la calidad de los ingredientes, las combinaciones justas de destreza, esmero, sabiduría y prodigio en la preparación, y llegando a minucias tan enormes como el corte justo de los limones, la importancia de que haya o no tacos dorados en las inmediaciones, la muy celebrable presencia triunfal de la jericalla y hasta la decoración del local (Atlas o Chivas). Pero todo ello resulta, en el fondo, superfluo (bonito oxímoron), pues la experiencia se basta a sí misma, y mientras tiene lugar no es concebible otra cosa.

      Misterio: cada torta ahogada que comemos es siempre la mejor que hemos comido: mejor que la de la semana pasada, mejor que la que comeremos el próximo sábado. Y éstas, a su vez, habrán sido las mejores también. A la vez, cada torta ahogada es siempre digna de un agradecimiento conmovido y profundo, y su recuerdo gratísimo queda así alojado en la recámara sublime que nuestra memoria reserva para las experiencias por las que vivir habrá valido la pena. Pero si el hambre aprieta y ya van a dar las dos y no vaya a ser que se acaben hoy más pronto las tortas de Lety, y si andamos muy lejos y calculamos que no podríamos llegar a tiempo, ninguna memoria valdrá y nos avendremos a recalar en el primer puesto a la pasada, con la inadvertida pero poderosa certeza de que el milagro habrá de repetirse.

      Otra paradoja, que debemos reconocer: aunque no necesitan defensa alguna, lo cierto es que son indefendibles. Sus detractores —que los hay, son intratables— les reprochan absolutamente todo, desde su consistencia y su sabor, su composición o su carga calórica, hasta las violentas exigencias que imponen a los paladares desprevenidos o timoratos y las incómodas o de plano asquerosas concesiones que hay que hacer a la ridiculez o a la indignidad a la hora de comerlas: atascarse, chorrearse, salpicarse, salpicar a los demás, escurrir, moquear, chillar, pujar, bufar, mancharlo todo, chuparse al fin los dedos, poco menos que hozar y gruñir y babear. (Cabe, desde luego, ahorrarse estos y otros desfiguros procediendo con cuchara y mucho cuidado. Y también están las tortas en bolsita, como las afamadas de don José, el de la Bicicleta, que merecen un estudio aparte, pues son casi un innombrado estado de la materia: sólido, líquido, gaseoso, condensado de Bose-Einstein, plasma y torta ahogada en bolsita) . Pero las cosas como tienen que ser. Como acaso nos lo recuerdan aquellos enigmáticos y sobrecogedores anuncios de negocios de carnitas donde se ve a un simpático puerquito sonriendo mientras se fríe a sí mismo en el cazo, al comer tortas ahogadas uno tiene que ser un poco cochino, ni modo. Esos detractores, pues, tienen toda la razón. Pero ninguna de sus razones importa lo más mínimo.

      La taxonomía es sencilla: en Guadalajara no hay tortas que no sean ahogadas (salvo las Tortas Lokas de San Juan de Dios). Todo lo demás son lonches, preferiblemente de pierna. Hay, sin embargo, lonches bañados. Que no son tortas. Y las ahogadas bien pueden servírtelas sin ahogar —es decir, ahogadas sólo en salsa de jitomate, no en salsa picante—. Es sencillo, pero sólo a los tapatíos nos es dado comprenderlo en todas sus intrincadas implicaciones identitarias. Por lo mismo, carece de sentido querer comerlas en otro lado que no sea aquí. Se ha aludido con frecuencia a la altitud del Valle de Atemajac como condición decisiva para la cocción perfecta del virote salado (y virote va con v, otro día nos aventamos ese round). Pero yo creo más bien que en ningún otro lugar se entendería nada de esto.

      Las de Sears, las Sánchez de Santa Tere, unas en la Estancia que no tienen nombre, las de las Carnitas Uruapan, en las Nueve Esquinas… Y unas que había en el Batán, y que yo juro por mis muertos que son las mejores que ha habido, y nunca he vuelto a encontrar. O bien a las que vamos a ir al ratito. Y nada más.

J. I. Carranza

Mural, 19 de mayo de 2025.