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Tormentón

Las revelaciones más perturbadoras son las que nos enfrentan a las mayores obviedades. Por ejemplo: el viernes pasado, luego de haber dejado a la creatura en la escuela, cuando llegué a la universidad y ya que estaba dándole el primer sorbo al cafecito para acabar de despertar (yo no sé qué gana la humanidad haciendo que las creaturas se desmañanen de modo tan brutal, y con ellas sus padres; la civilización se habrá deshecho de sus peores taras cuando dejemos de madrugar a lo loco), caí en la cuenta de que había hecho el camino sin contratiempos, bajo un cielo despejado y sin que nada me recordara el apocalipsis de la noche anterior. No sólo había dejado de llover en algún momento de la noche del jueves, sino que además los caudalosos ríos que impuso la tormenta habían desaparecido y estaban secas las calles que unas horas antes habían desaparecido bajo el agua.

       Lo que quiero decir —y esto es lo pasmoso de esa revelación de lo obvio— es que la lluvia para, el agua baja, las calles terminan por volver a ser transitables y la vida sigue. Siempre. Y eso, en esta ciudad tan aficionada a las tempestades destructoras, puede ser profundamente significativo… siempre y cuando lo tengamos en cuenta. Porque vamos a ver: salvo ciertas zonas, principalmente en la periferia, donde la lluvia intensa puede dejar inundaciones por varios días, lo cierto es que aun en los puntos más conflictivos de la Zona Metropolitana de Guadalajara, preferidos por el agua para hacer brotar encharcamientos que en cuestión de minutos crecen hasta convertirse en violentos mares, toda esa agua termina yéndose al cabo de algunas horas: corre hasta las entrañas de la ciudad y sigue su camino, y al día siguiente lo más seguro es que ya no quede rastro, aunque por lo general es cuestión de horas para que el nivel descienda y no sea una temeridad insensata cruzar la avenida, a pie o en coche.

       Lo malo de las obviedades es que reparar en ellas a veces conduce a proclamar una ingenuidad. Lo digo por si se toma por tal esto que voy a decir enseguida. En Guadalajara, vamos aceptándolo de una vez, jamás va a dejar de llover con furia vengativa, y lo más probable es que cada año sea peor que los anteriores, no solamente por las consecuencias que, aseguran los expertos, trae consigo el cambio climático, sino también por el esmero que nos caracteriza para tomar las peores decisiones (crecimiento desmesurado de torres estúpidas por todos los rumbos, sobreproducción de basura, interrupción de los cauces naturales, deforestación, elección de los peores gobernantes, etcétera), y que agravará los estragos causados por el agua. Tampoco, dicho sea de paso, vamos nunca a dejar de mostrarnos sorprendidos por el hecho de que llueva como llueve —ni renunciaremos al retorcido deleite que nos provoca deplorar cada tormenta: si no, de qué platicaríamos al día siguiente—. Y menos habrá jamás autoridad que nos asista en el momento del diluvio ni gobierno que encuentre mínimamente rentable aventurar ninguna solución duradera —en la tarde-noche del jueves, en dos horas y media de ir para allá y para acá en el coche buscando evadir las aguas crecidas y los embotellamientos, jamás vi una maldita patrulla, solamente un desvalido camión de bomberos sumergido en el pantano, como un emblema rotundo de la desesperanza. 

       Estamos condenados, pues, y nada va a impedir que llueva otra vez. Habría que volver a edificar la ciudad, llevársela completa a otro lugar, o irnos y dejarla aquí, hasta que el agua acabe con ella, para ponernos del todo a salvo. Sin embargo —y ésta es la obviedad acaso ingenua que había anunciado—, la evitación de la desgracia, en cada tormenta, pasa por la modificación de las conductas individuales y colectivas, y estará a nuestro alcance siempre que recordemos que la lluvia va a parar y el agua se va a ir. Dicho de otra forma: es cuestión de esperar. Un rato. O un par de horas. O toda la tarde. Lo que sea, pero esperar, antes de lanzarnos a arrostrar la calamidad con toda nuestra atolondrada indefensión y nuestra inservible audacia. Como el célebre tinaco que tan bien nos representa (a mí me gustaría ver que lo instalen en lugar del elefante del Centro Magno, el que se llevó la lluvia y que ya nunca volvió), sin pensarlo demasiado los tapatíos nos arrojamos a la corriente y a sus diversos peligros: que nos aplaste un árbol o nos fulmine un rayo, o que caigamos en un socavón o nos absorba una alcantarilla. Y en muchos casos se entiende, claro, como con las multitudes que se mueven en transporte público, que quieren llegar cuanto antes porque luego no habrá camión o tren y los desgraciados taxistas van a empezar a cobrar trescientos pesos. Pero, por ejemplo, los automovilistas particulares, ¿por qué encontramos preferible quedarnos atorados en Lázaro Cárdenas como tontos, por horas, con riesgo de que otra vez los cielos se abran y el agua se trague los coches? ¿Por qué corremos a zambullirnos a Plaza del Sol, al paso a desnivel de Ocho de Julio, a Higuerillas, a donde sea que ya sabemos que corremos el riesgo de la pérdida total?

«La paciencia», cantaba el rockero Guillermo Briseño, «es un recurso natural no renovable». Habría que cuidarla y tener reservas para cuando se suelta el aguacero. A fin de cuentas, como pasa siempre, tarde o temprano el agua va a bajar.

J. I. Carranza

Mural, 3 de septiembre de 2023.

Un emblema

Pasandito el Tapatío empezó a lloviznar, y poco después ya era un tormentón normal, es decir, desquiciado. Sospecho que ahí dio inicio la rabia del taxista —ya estaría imaginándose el trayecto tortuoso de regreso: eran las cuatro de la mañana y ya se le había estropeado el día—, pero luego razoné que es una rabia de años, que seguramente expresa cada vez de formas parecidas: con sorna y con maldiciones, renegando y quejándose, pero también, conforme el taxi va acercándose a su destino, buscando inocular en sus pasajeros una decisión que, según él, les facilitará a todos la vida. Me explico: cuando ya estábamos haciendo la cola kilométrica para tomar el acceso al aeropuerto, el taxista empezó a insinuar que podría irse por la vía que conduce a una glorieta (como quien va hacia donde antes funcionaba la terminal de los aviones chiquitos: hacia la derecha, vamos). Así, seguía diciendo, tendríamos que caminar «unos sesenta metros», pero a cambio llegaríamos antes que todos los demás, pues por esa vía no había embotellamiento. Y aceleraba y frenaba con más rabia mientas sugería esto («Si ustedes quieren me voy por allá, pero como vean»).

       Habría sido una tontería hacerle caso, pues nos habría largado no a sesenta metros, sino mucho más lejos, y habríamos tenido que caminar con las maletas y con la angustia bajo la lluvia y sorteando las obras interminables, y además entre los cientos de personas que estaban ya formadas, a la intemperie, en otra cola kilométrica para ingresar a las salas de abordar. Lo que el taxista mañoso quería era ahorrarse el atorón, pensé, pero sólo en su beneficio. Y no lo culpo: debe de ser enloquecedor enfrentar todos los días el suplicio de llevar gente al aeropuerto, como lo es seguramente también para los taxistas que de allá salen, como nos lo demostró la decisión que tomó el que nos trajo a casa, una vez que volvimos. Por alguna razón, para llegar a Lázaro Cárdenas apostó a que sería más rápido y directo tomar por el llamado nuevo Periférico, que fue a sacarnos a la autopista a Zapotlanejo, en lugar de venirse por la carretera a Chapala (según él porque había un accidente). He repasado muchas veces el rodeo demencial que dio y no le encuentro sentido. Pero en realidad pocas cosas lo tienen cuando hay la necesidad de usar el maldito aeropuerto tapatío, ese vórtice de todas las malechuras y estupideces que comprueban la inveterada incapacidad de gobierno e iniciativa privada para lograr que nada funcione bien.

       Esa cola para entrar a las salas de abordar, es decir, para pasar por la revisión de seguridad, aquel día (y no me imagino que otros días sea de otro modo) salía de la terminal y serpenteaba hasta perderse en la distancia, pero además, en el amontonamiento de gente sobre la banquetita, todo mundo tenía que ingeniárselas para descubrir que había que formarse ahí, pues no había más que una empleada para dar indicaciones. Más de una hora nos tomó llegar a la revisión, y eso después de recorrer como ratas acaloradas un retorcidísimo caminito de ésos en los que a cada vuelta uno va sintiéndose más y más estúpido. Por fin alcanzamos las bandas a las que subimos las maletas, la bandeja con los tiliches que traíamos encima, y nos sometimos a la inspección. Ya sabemos que, gracias a Osama Bin Laden, ése es uno de los puntos más bajos que han alcanzado las sociedades modernas, pues sirve principalmente para materializar la profunda desconfianza que nos tenemos como especie. O bien es la condensación de nuestras peores posibilidades. Lo que a estas alturas es inexplicable es por qué la tecnología no ha avanzado lo suficiente como para que los tarados escáneres no sepan más pronto y más claramente quiénes llevan bombas o drogas o diamantes de contrabando y quiénes nomás llevamos champú y bloqueador solar porque allá donde vamos los venden carísimos.

       Total, que aun cuando nos habíamos dado el parón de la cama a las tres de la mañana para no andar a las carreras, tuvimos que correr para alcanzar a subirnos al camioncito que nos depositaría junto al avión. No faltará quien diga que lo aconsejable es siempre irse con más tiempo. Y yo mismo me propongo que así sea para la siguiente vez (¿unas siete horas, en lugar de tres?), pero ello no quita que el aeropuerto tapatío sea la porquería que es. Atestado, cochino, confuso, con un acceso pésimamente diseñado y que a nadie, por lo visto, se le ha ocurrido siquiera corregir (el taxista fúrico tenía razón en algo: lo que sobra  es espacio para abrir más carriles), inalcanzable para el transporte público (hasta en el AICM puedes ir y venir en metro), caro, feo, peligroso y lleno de zancudos —un buen enjambre hizo el viaje con nosotros en el avión—. ¿Y hay alguna esperanza de que las obras en proceso no sólo terminen algún día, sino que sirvan efectivamente de algo?

Yo no soy viajero frecuente, y con este aeropuerto ni ganas. Y tampoco es que conozca muchísimos aeropuertos, pero sí estoy seguro de que éste es el peor que conozco. No recuerdo una sola vez en que no haya tenido que enfrentar en él contrariedades de toda índole, y por ello creo que en su existencia caótica y en la poca voluntad de remediarla, es un estupendo emblema de esta tierra, de esta sociedad, de la forma en que se hacen las cosas aquí: como a propósito para que todo salga mal.

J. I. Carranza

Mural, 30 de julio de 2023.

Extinción

Las transformaciones más radicales de las sociedades son, a veces, las que operan de modos más sutiles e inadvertidos: lentas pero consistentes e imparables mutaciones de las conductas de los individuos, a la postre imperantes en las masas, sólo nos percatamos de ellas cuando ya son irreversibles. Hacia finales del siglo XIX, por ejemplo, Oscar Wilde señaló —pero ya era demasiado tarde— cómo se había degradado el ejercicio de la mentira y era difícil encontrar quién mereciera el título de mentiroso con todas las de la ley: desde los políticos hasta los poetas, todo mundo estaba patéticamente abocado a la procuración de la verdad, con las lamentables consecuencias que semejante pretensión trajo consigo para la civilización al hacernos canjear los frutos mejores de la fantasía por «la pobre vida humana, verosímil y carente de interés». 

       No sé si será igualmente irreversible otra pérdida tremenda a la que estamos asistiendo hoy mismo, presenciándola pero sin reparar en ella, y que sólo lamentaremos hasta caer en la cuenta de sus más flagrantes estragos. La humanidad está quedándose sin idiotas (o, al menos, ese sector de la humanidad al que podemos sentirnos integrados cuando pensamos en la vida moderna, preferiblemente en sus vertientes urbanas). No quiero sonar demasiado alarmista, pero todos los días encuentro razones para convencerme de que la auténtica y mejor estupidez, aquella que otrora se materializaba y era evidente en hechos y dichos de incontables imbéciles incontestables ha entrado en un proceso de extinción, y la culpa es de la sociedad en su conjunto, que quién sabe cómo podrá seguir adelante sin la participación activa de sus más conspicuos tarados y sus descerebrados más sobresalientes. Y los idiotas son muy necesarios. Indispensables, diría yo, para saber quién no lo es.

       Si mis amables lectores tuvieron suerte —espero que sí—, en la semana habrán visto el video en el que se aprecia cómo, al dar un salto de una ventana a otra de Palacio de Gobierno, en Guadalajara, un joven se estrella bonitamente en el suelo, luego de haberse hecho, de seguro, uno o varios raspones en brazos y piernas y faz, cuando el pedazo de alféizar en el que aterrizaría se desmoronó bajo su peso y el saltarín no fue hábil para sujetarse de los barrotes —por lo visto, tener extremidades prensiles e incluso pulgares oponibles no es suficiente para que la evolución haya terminado de hacer su trabajo—, de modo que la fuerza de gravedad hizo lo suyo y produjo el soberbio costalazo, más admirable aún por el sonido seco y espeluznante del cráneo contra los adoquines, una piedra contra otra, luego de lo cual se alcanzaba a verlo medio incorporarse, más aturdido que adolorido —más adelante se habrán invertido las magnitudes de estos efectos: le habrá dolido más la vergüenza en el momento, tal vez, pero la vergüenza suele durar menos que el picor de una descalabrada sabrosa.

       Bueno, pues el intrépido —ni tanto— acróbata, practicante de esa aparatosa procuración del suicidio conocida como parkour (trapecistas de sí mismos que gustan de grabarse mientras libran vacíos y dan maromas, hasta que algo sale mal y entonces la épica se trueca en ridículo o en funeral), fue de inmediato identificado como  influencer, término que, entiendo, sirve para referirse a un famoso cuyos seguidores toman decisiones a partir de lo que el famoso dice o hace —aunque eso ha existido siempre, desde luego—, especialmente en la realidad suplementaria que son las redes sociales. No sé si en efecto lo era y si ya dejó de serlo: tal vez cerró sus redes luego del ranazo y del daño al patrimonio del pueblo de Jalisco (busqué sus cuentas y no las hallé). Pero el hecho de que perteneciera a ese gremio, el de los influencers, ya desactivaba automáticamente cualquier intento de tomarlo como un idiota rotundo e inequívoco. Pues la sola búsqueda de notoriedad y de fama cuenta como una justificación tácita de las más extremosas hazañas (físicas o morales) de cualquiera que se proponga asir, así sea por unos instantes, la atención y la devoción de las multitudes.

       Pongámoslo de este modo: nuestra embotada tramitación de la realidad presente está filtrada en gran parte (si no es que del todo, en muchos casos) por la urgente necesidad que redes y medios tienen de capturar nuestra cada vez más escasa atención, así sea por unos instantes. En la medida en que sirve a ese fin, lo más grotesco, lo más monstruoso, lo más repulsivo, lo más insensato es, también, lo más deseado, lo más procurado: por las redes, por los medios y por nosotros. Y así, cuando para triunfar (en casi cualquier ámbito en el que el triunfo depende del embeleso de las masas) lo que hace falta es hacer las mayores idioteces, resulta que nos vamos quedando impedidos de distinguir quiénes son los más esmerados y hazañosos idiotas, y entonces todos lo son, lo que equivale a decir que ya nadie lo es. Ya casi ninguno logrará azorarnos o escandalizarnos lo suficiente. Pero, además, en estos tiempos timoratos y neuróticos, también nos hemos ido privando de llamar a las cosas como son, y hace un buen rato que dejamos de decirles estúpidos a los estúpidos, con lo que también aceleramos su extinción casi definitiva.

       Dudo que pase, pero ojalá algún día los idiotas recuperen el lugar excepcional del que disfrutaban en otros tiempos.

J. I. Carranza

Mural, 21 de mayo de 2023.

La Alemana

Hace unos días me salió al paso la fotografía del restaurante La Alemana que alguien publicó en una red: algo empañada, pero no demasiado antigua, seguramente tomada en los penúltimos tiempos de ese restorán que, creo, muchos tapatíos de las generaciones penúltimas y antepenúltimas reconocemos al instante con el solo nombre —quienes ahora estén en las inmediaciones de la mayoría de edad difícilmente tendrán un recuerdo del lugar, acaso los llevaron de muy niños, o si llegaron a ir púberes o adolescentes y se acuerdan, esa memoria se habrá borrado por infausta o inservible—. La publicación estaba en uno de esos foros de conversaciones muy ociosas a veces, a menudo crispadas (nunca falta el majadero), y de cuando en cuando ilustrativas (nombres, fechas, explicaciones, curiosidades), que son los grupos de tapatíos memoriosos o nostálgicos, gente dedicada a hojear incesantemente el álbum de lo que fue y ya no es (y con seguridad nunca volverá a ser).

    Alguien, pues, evocó La Alemana, y la mayoría de las respuestas pronto hicieron eco a esa evocación, coincidiendo en celebrar los encantos desaparecidos y en deplorar la decadencia que desembocó en el cierre del negocio y el abandono del local. ¿Cuándo fue ese cierre? La última vez que anduve por ahí fue en diciembre, cuando aprovechamos las vacaciones para ir a atestiguar cómo estaba alzándose El Palomarde Barragán en 16 de Septiembre y Leandro Valle, y para ir hasta ahí caminamos desde el estacionamiento del Woolworth (me gusta usar estas contraseñas de tapatiez intrincada), de modo que tras pasar junto a Aranzazú (acento en la última sílaba) el descubrimiento fue ciertamente abrupto e impresionante: ventanas rotas, basura, mugre, una ruina que ya parecía haber estado acumulándose desde hacía tiempo, pero en esta ciudad no se sabe: de una semana para otra un lugar puede quedar devastado, arrasado, como si hubieran pasado años.

    Penúltimos y antepenúltimos pudimos disfrutar ahí de lo que ofrecía un establecimiento que, sin ser lujoso ni espectacular, sí se sostenía en una elemental dignidad cuyos cimientos tenían cerca de un siglo de profundidad. Llamado alguna vez Kunhardt, el tramo de Miguel Blanco donde se ubicaba La Alemana permitía a sus comensales tener un paisaje enriquecido por las formas de Aranzazú y San Francisco (la acera de éste poblada por unos frondosos laureles de la India que en mala hora talaron), y también por las casonas vecinas de los tequileros que, según me contaba mi papá, habían competido por ver quién construía la más elegante: en una funciona una recaudadora, y tal vez sólo gracias a eso se ha salvado de que la tumben, y en la otra estaba El Lido, otro restaurante entrañable, especialmente para desvelados y crudos —cada que nos encontramos, o sea cada mil años, mi amigo Daniel de la Fuente, periodista de Monterrey, se acuerda siempre de las veces que recalamos ahí en las altas horas, cuando venía a cubrir la FIL—: otra dicha clausurada, salvo para esa extraña forma de la ilusión que es el recuerdo.

    La milanesa, los tacos de sesos, el filete Mignon, los champiñones al ajillo, los hígados de pollo con tocino… Y las chabelas, desde luego, con su espuma y los brillos que les metía el sol de la tarde, una vez que despegaban de la magnífica barra de madera negra labrada (¿dónde habrá quedado?). ¡Y las ahogadas! Era fama que en La Alemana podía encontrarse la ahogada más aproximada a la original, y aunque no fuera estrictamente así, lo cierto es que yo, al menos, no he conocido nada que se acerque a su singularidad exquisita. No sé si siempre estuvieron, pero al menos en los penúltimos tiempos hubo un dúo conformado por un pianista (un piano desafinado y afónico) y un chelista que a mí me daban la impresión de que se aborrecían pero no tenían más remedio que soportarse para que mal que bien les salieran los valses. En fin: mi propia evocación por fuerza tiene que interrumpirse cuando fue claro que La Alemana ya había entrado en sus últimos tiempos: la cocina empeoró trágicamente, el servicio se envileció, hicieron algunas reformas para «modernizar» el local (hicieron terraza la planta alta) y acabaron convirtiéndolo en una cantina rascuache, cochina, ruidosa y vergonzante. Aquella dignidad se había esfumado mucho antes. Y la clientela seguramente se fue desterrando. O muriendo. De modo que parece natural el final cuyos restos ahora se ven al pasar por ahí.

    Por diversas razones, entre las que se cuentan la historia de ese restorán y, también, cómo funcionó durante tanto tiempo como un espacio propicio para esas felicidades concretas que son comer rico, encontrarse, brindar (y penúltimos y antepenúltimos atesoramos las ocasiones en que tuvimos ahí esas felicidades), La Alemana era un elemento indispensable de la vivencia de Guadalajara, significativo para los oriundos y presumible a los fuereños. Hasta que no lo fue más: algo tuvo que salir mal y no hubo ya modo de remediarlo. Supongo que nada es para siempre. Pero pienso si el hecho de que haya pérdidas como ésta —que nadie lamentó con la suficiente enjundia como para tratar de impedirla— no será también una parte constitutiva de lo que significa vivir hoy en esta ciudad. Tal vez Guadalajara, ultimadamente, no quiera saber gran cosa de lo que fue. Y, si es así, ojalá sepa bien lo que puede ser.

(Sobre la foto: mejor una imagen de El Lido, pues lo que queda de La Alemana es muy triste de ver).

J. I. Carranza

Mural, 12 de febrero de 2023.

López Mateos

Cada día hábil he de verme en las mismas, como otros miles: un trayecto de ida y otro de regreso por la avenida López Mateos, por lo general en horas de gran afluencia de vehículos —aun cuando me proponga eludir esa saturación, casi siempre acaba alcanzándome—, y a veces también en días inhábiles, cuando por fuerza hay que tomar esa vía porque elegir otra lleva a un desvío excesivo o simplemente es imposible —y esos días inhábiles la aglomeración suele empeorar, supongo que debido a que la avenida es ingreso y salida de la ciudad—. De la Minerva al Periférico, a veces más para allá o más para acá, y desde que volvió a acelerarse el ritmo que había ralentizado la pandemia, los trayectos van sumando minutos sin que parezca que pueda ser de otra forma.

       Debo reconocer, antes de continuar, que cualquier queja de mi parte en este asunto queda de inmediato desactivada y es ridícula y odiosa por el hecho de que esa vivencia cotidiana de la avenida la hago en mi coche, solo, como un cretino egoísta que ha sido incapaz de organizarse con ningún colega para compartir el auto, reacio además a dar aventón, de tal forma que mi ir y venir de cada día agrega un vehículo más al caos, cosa que acaso podría evitar (no sé si la neurosis sea excusa suficiente para no hacerlo, creo que es mi caso, pero no voy a extenderme sobre ello). Al ver a las pequeñas multitudes de personas que esperan el camión, o que ya van a bordo, con todo lo que de torturante tiene en esta ciudad desventurada el uso del perverso sistema de transporte público que millones padecen cada día, cualquier estúpida incomodidad que yo experimente al ir en mi coche se vuelve insignificante y de pretender expresarla más me valdría callarme el hocico y dar gracias. Y pienso que lo mismo vale para cualquier otro automovilista particular: somos los que menos tendríamos que quejarnos.

       Y ahora voy a decir otra cosa que también puede sonar detestable —otra vez veo a la gente en la parada del camión, temprano, bajo la lluvia, y el camión que no llega, y cuando llegue va a venir atestado—: yo renunciaría al uso cotidiano del automóvil si el transporte público no fuera el horror que es, que siempre ha sido, el que sufrí toda la vida hasta que pude tener mi primer coche. Si tuviera la certeza de que voy a llegar a tiempo, de que el viaje será confortable y seguro —y ahora veo a la gente al mediodía, bajo el solazo, esperando el camión, que vendrá otra vez tarde y otra vez atestado, e irá jugando carreritas con otros camiones y con la muerte—. Así que voy y vengo en mi coche, principalmente, porque puedo hacerlo. Y pienso en cuántos de quienes esperan el camión bajo el sol o en la lluvia también lo harían si pudieran. Creo que esto, por deplorable que sea, es también muy obvio: el desastre diario de la movilidad de López Mateos tiene una causa evidente, que es el exceso de vehículos particulares, y este exceso se debe a la inexistencia de un sistema de transporte colectivo verdaderamente público, suficiente, confiable, seguro, cómodo, digno, práctico y accesible.

       Dicho lo anterior, lo cierto es que ese desastre es más desesperante en la medida en que uno cobra conciencia de que es a la vez víctima y culpable del problema. Peor que perder el tiempo atascado en un embotellamiento es la certidumbre de que esa pérdida, ese desperdicio de vida, tiene solución, pero no existe la voluntad de ponerla en práctica por parte de las autoridades en turno, que antes piensan en aprovechar para sacar tajada, medrando por la vía de afianzar «ideas» que terminarán beneficiando económicamente a unos cuantos coludidos (como un segundo piso: la mejor forma de que el embotellamiento se duplique). Qué ganas dan de ver a esas autoridades sudando en un camión a las dos de la tarde, con el coche descompuesto en el túnel, involucrados en un choque laminero o esperando a que avance la fila kilométrica para terminar de hacer en ochenta minutos lo que debería tomar sólo veinte; qué bonito sería ver a esas autoridades a pie por donde no hay banquetas, o en bici, jugándose la vida al lado de los tráileres enloquecidos, o con la camioneta arruinada en una inundación o esperando para poder cruzar de una acera a otra, con la criatura de la mano, sorteando los bólidos en una dirección y otra, ya tarde y con la angustia de quien sabe que ya no alcanzó a llegar… Etcétera.

       Por eso dan también ganas, en la consulta pública en curso —supuesta iniciativa del gobierno del estado para, supuestamente, dar con soluciones al problema en esa avenida—, de proponer ideas radicales o desorbitadas: que se vacíe la avenida para siempre, por ejemplo, y se excave en su totalidad, de tal manera que en su lugar corra un canal, desde la glorieta de Colón y hasta San Agustín, si acaso con algunas trajineras y lanchitas, para ir a pescar; que la vuelvan pista de baile, o pista de carreras de caballos, o una gigantesca pista de boliche; que sea poblada solamente por árboles, un enorme bosque alargado hecho con el silencio que quedará en lugar de la gente y de los coches y los camiones. En cualquier caso, aun las ocurrencias más descabelladas parecen más probables que las que deberían ponerse en práctica: lo que tendría que ser es, por lo general, lo último en lo que se piensa. O lo último que se tiene verdadera intención de hacer.

J. I. Carranza

Mural, 15 de enero de 2023.

Abandono

Tal vez todo empiece con el vidrio de una ventana rota; luego, un agujero en una cortina metálica, en una puerta, en un muro, al mismo tiempo que la progresiva infestación del grafiti, esa hiedra en aerosol que va creciendo y cubriendo las fachadas día tras día, como emergiendo de la mugre y la basura y confundiéndose con la maraña de árboles, arbustos y hierbas, en una proliferación paulatina de tierra, charcos, ratas, mierda, más basura, ante la que hay que pasar sobre banquetas despedazadas, una finca tras otra, cuadra tras cuadra, por todos los rumbos. Casas, comercios, talleres, fábricas, bodegas, locales que ya no puede saberse qué fueron, baldíos que parecen generarse espontáneamente, de un día para otro, y tener ya años ahí; bardas que están por caerse o ya se cayeron, hacia la calle o hacia dentro, edificios que es imposible saber cómo se sostienen, eviscerados y repletos de soledad y oscuridad y peligro…

      ¿Cómo se explica el triunfo de la ruina en el paisaje tapatío? Imagino que habrá causas bien identificadas, y que principalmente tendrán que ver con las dificultades económicas de los últimos años (una de las huellas más perdurables de la pandemia es la cantidad de negocios que no pudieron sobrevivir) , pero también con los mecanismos del miedo que obligan al desplazamiento de las personas y de la actividad comercial: cuando está claro que ya no se puede seguir trabajando en un lugar y hay que salir cuanto antes de ahí. Pero lo que no es tan sencillo de comprender, creo, es nuestra habituación insensible a toda esa desolación imparable, siniestra y sobrecogedora, que afantasma la ciudad desde sus avenidas más anchas y desde ahí se riega por las calles que poco a poco van secándose y muriendo —pienso, por ejemplo, en López Cotilla, de Tepic a Tolsa (bueno, de Francisco Javier Gamboa a Enrique Díaz de León), no hace mucho celebrada como un bullente corredor gastronómico y donde ahora sólo parece prosperar el abandono—. ¿No vemos, o vemos pero no nos importa? ¿Y qué será peor?

      La historia de Guadalajara está marcada por sucesivas imposiciones, brutales y traumáticas, de cambios en el paisaje: el entubamiento del río San Juan de Dios y la cicatriz perenne que fue desde entonces la Calzada Independencia; las destrucciones del centro para ensanchar avenidas como Alcalde-16 de Septiembre o Federalismo, para abrir plazas y cumplir caprichos de arquitectos desorbitados y gobernantes imbéciles, o bien como consecuencia de negligencias criminales (las explosiones del 22 de abril)… La multiplicación y la engorda de vialidades que sólo han servido para que cada vez más automóviles espesen la consistencia pastosa del tráfico ha vuelto, también, intransitables vastas zonas, y por ello —porque ya casi nadie va a pie por ahí— la vida va extinguiéndose: López Mateos a partir de que se convirtió en un viaducto, por ejemplo. A esto hay que sumar las pretensiones desmesuradas que los gobernantes de tiempos recientes y no tan recientes tienen de crear una ciudad que nunca ha existido, olvidándose de la que en realidad habría que dejar emerger y vivir: la Plaza Tapatía, el Paseo Alcalde… Y no hablemos de la construcción enloquecida de torres y más torres vacías y por tanto estúpidas, la explosión desmesurada de nuestro peor sinsentido.   

      Ahora bien: a esos cambios, debidos principalmente a una tarada idea del progreso, y también a la colusión entre la codicia, la corrupción y la ignorancia de quienes toman las decisiones, hay que agregar ahora esto que ocurre: el triunfo de la devastación y la ruina. Anímese el lector a proponerse, aprovechando estos días de vacaciones, una caminata por cualquier avenida principal de la ciudad: Washington, por ejemplo, o Avenida México, o Circunvalación División del Norte, o Revolución. ¿Cómo se habita el abandono? Posiblemente, los únicos que van descubriéndolo son quienes integran la población creciente de indigentes, que al menos logran guarecerse en los cascarones de las casas, los edificios, los locales que van quedando solos. La desgracia de tantas personas que han llegado a habitar esa realidad dice mucho acerca de los extremos de vileza que hemos alcanzado como sociedad.

      ¿Y se tratará de un proceso cíclico, que desembocará algún día en un resurgimiento de Guadalajara? El caso de Federalismo hace temer lo contrario: en casi medio siglo no se ha logrado erradicar el abandono que dejó la destrucción que le dio origen. Lo mismo el tramo de 16 de Septiembre que va desde Revolución hasta la estación del ferrocarril, por más que lleguen entusiastas descocados a querer vendernos la idea de que eso podrá revivir, por ejemplo con la cacareada extensión del Paseo Alcalde. Javier Mina, Mariano Otero, Hidalgo… Ir a pie, insisto, facilita descubrir una ciudad estragada y temible.

      Tal vez haya que admitir que las ciudades también se extinguen, como lo demuestra la historia. Pero quizás eso tampoco nos sirva de mucho consuelo. Roma es eterna a condición de ser una ruina, y lo malo es que Guadalajara no sólo no es Roma, sino que tampoco ha sabido nunca qué hacer con su historia y ni siquiera las ruinas sabemos dejarlas en pie. Y si no sabemos qué hacer con el pasado, ya ni siquiera tiene caso preguntarnos por el futuro, y menos por el presente: está cayéndose a pedazos y no lo podemos ver.

J. I. Carranza

Mural, 18 de diciembre de 2022

Invisible

Como no soy hotelero, no vendo artesanías ni preparo tostadas, no es que me preocupe mucho una posible escasez de turistas en el centro de Guadalajara; sin embargo, al verlos por los rumbos de San Juan de Dios, por ejemplo, sí me intrigan poderosamente sus motivos para haber elegido este destino, las figuraciones que pudieron hacerse antes de llegar y sus impresiones al conocer eso que les habían platicado o vendido. Deben de ser unos artistas de la ilusión, los agentes de viajes y los promotores turísticos que consiguen ilusionar a esa parejita joven de Minnesota, a esos señores mayores de Canadá que habrían podido elegir el Caribe y optaron por pasear en calandria, al grupo de franceses que se espantan las moscas y sufren por la asoleada mientras van camino del Cabañas, en plena Plaza Tapatía: ¡qué capacidad de fantasía! Y qué tremenda ha de ser la decepción que se llevan los engatusados, una vez que están aquí y ven la distancia entre la realidad y aquello que les ofrecieron.

      Desde luego, si esas maquinaciones llegan a fallar algún día, o si a los turistas potenciales les da por buscar fotos reales de lo que van a ver o se encuentran con los testimonios de quienes ya vinieron y anduvieron por el centro tapatío, la merma consecuente en los ingresos de hoteleros, artesanos y vendedores de tostadas podría ser trágica. No parece, sin embargo, que esa posibilidad sea muy temible: las condiciones que harían cundir la mala imagen de Guadalajara tienen décadas arraigadas en el ser tapatío, y aun así sigue viniendo gente todo el tiempo. ¿Por qué? Seguramente porque las suposiciones que el mundo puede hacerse acerca de lo que ofrece este rincón del mundo son muy singulares, y habrá millones de turistas entusiasmados por corroborarlas: la estridencia de nuestro folclor más vendible, así como el hecho de que pasear por aquí no sea tan caro como hacerlo en otros lados, son razones suficientes para garantizar que no dejará de haber autobuses repletos de turistas que trabajosamente se abren paso para meter pequeñas multitudes en el Centro Joyero.

      Así pues, no me apura tanto lo que cuenten sobre Guadalajara los turistas que hayan sobrevivido a la experiencia. Por ejemplo, antier: por Juárez, entre Molina y Degollado, quienes iban en el Tapatío Tour y podían apreciar, a su derecha, la magnífica fachada del Edificio Norman —un buen anticipo, ciertamente, de las maravillas arquitectónicas que quedan a lo largo de todo Juárez-Vallarta—.  Supongo que esos paseantes venían del mercado de San Juan de Dios, que habrán alcanzado a conocer con dificultades debido a la aglomeración de comerciantes instalados provisionalmente en las afueras gracias a que aún no terminan de repararse los estragos ocasionados por el incendio de hace cuatro meses. Bueno, pues lo que podían ver a su izquierda era un cerro de basura acumulado encima, por debajo y a los lados de unas papeleras atestadas; unos pasos más adelante —perdón— una guacareada monstruosa esparcida sobre buena parte de la acera, casi frente a la entrada de un hotel, y más adelante otro cerro de basura y —perdón otra vez— una mierda pantagruélica que alguien (no un perro, no un caballo: un ser humano) tuvo a bien deponer asimismo en la banqueta.

      Digo que no me apuran tanto los turistas porque lo que me consterna, en realidad, es lo que los habitantes de esta ciudad somos capaces de ya no ver, de ya no percibir. Pues aquella guacareada y aquella basura y aquella mierda —perdón y más perdón— estaban al paso del gentío que se mueve y hace su vida por ahí, que entra y sale de las tiendas, cargando bultos, tomando un tejuino, llevando a las criaturas de la mano, de prisa o calmudamente, viendo escaparates o el celular, esquivando los coches y la gente, comiéndose un vaso de fruta con chile, platicando, riendo, pensando en sus cosas… Y, por una suerte de capacidad de supervivencia desarrollada como adaptación al medio, cada quien evadiendo por reflejo la inmundicia y los charcos y las deyecciones, fijándose sin fijarse en dónde pisa. 

      (Por Pedro Moreno, dicho sea de paso, están llevándose a cabo unas obras de cambio de adoquinado, y parece una zona de guerra. Pero además hay esto: en la Plaza Pablo Neruda —donde están las tiendas de novias; por El Farolito, vamos—, inaugurada en ocasión del centenario del poeta en 2004, el desastre es pasmoso. De milagro no han terminado de romper a pedradas la doble escultura de vidrio en la que hay inscritos versos de Neruda. Y yo me preguntaba, ingenuamente: ahora que Guadalajara es Capital Mundial del Libro —whatever that means—, ¿no sería ocasión de rescatar ese lugar, supuestamente significativo para la cosa literaria?).            

Evidentemente, las causas de que el centro de Guadalajara sea un asco inagotable se reducen a dos: la conducta de la sociedad marrana, sin más, que produce tanta porquería, y la mezcla de indolencia, ineptitud y cinismo de la autoridad que sencillamente se desentiende de limpiar. No tiene mucha ciencia, quiero creer. Al Alcalde Lemus, que le gusta tanto usar el centro como escenografía cuando se viste de charrito, y que a la mejor provocación suelta su porra: «¡Ánimo, Guadalajara!», ¿no le da vergüenza? O tal vez padece también de esa insensibilidad que ha ido apoderándose de toda la población y que nos impide ver. Y oler.

Mural, 31 de julio de 2022.

Donitas

Primero, la información vital: para tranquilidad del público conocedor y para dicha de las generaciones venideras, enfrente de Catedral sigue jalando el local de Nieves Fiestas, que seguramente venderá el doble tras el cierre del de Pedro Moreno y 16 de Septiembre. Ante la zozobra generada por la noticia de este cierre, el anuncio circuló desde la página de Facebook de ese negocio, y, quien dio con él y fue a visitar esa página, pudo enterarse de diversas ofertas, también de que se pueden pedir donitas a domicilio. Y lo más asombroso: de que Nieves Fiestas tiene 75 años.

       Espero que el párrafo anterior no sea visto como un comercial, pues poca falta le hace a un establecimiento de presencia tan arraigada en las preferencias de los tapatíos. Ciertamente, tiene mucho de enigmático, ese arraigo: el solo hecho de que las donitas sean conocidas como «donitas apestosas» sugiere un misterio. El olor del aceite en que son fritas, que por décadas ha impregnado los portales y es característico del centro de Guadalajara, está lejos de ser un indicio del sabor que tienen. Incluso puede ser disuasivo para mucha gente: yo no he conseguido que mi hijita, por ejemplo, se anime a probar las donitas, por más que le juro que las va a encontrar deliciosas. Por otra parte, también es fascinante el hecho de que la oferta del local y su funcionamiento no hayan tenido que cambiar en tanto tiempo: en una ciudad que muchas veces se aloca proponiéndose figuraciones de modernidad y progreso con las que luego no sabe qué hacer, esa permanencia es un triunfo.

       ¿Qué va a pasar con el Edificio Plaza y con los portales, y con los locales que han sido desalojados? ¿Lo van a tumbar, van a dejar que se caiga? Cuántas desgracias le trajo a Guadalajara la malhadada construcción de la línea 3 del Tren Ligero: por mencionar dos de las más graves, que siguen sin remediarse, en el tramo de la Normal a Aranzazú, ahí están el templo de San Francisco y la Casa de los Perros, de cuyos daños nadie parece acordarse. El Ayuntamiento ya dijo que va a apoyar a los comerciantes afectados… para que le reclamen a la SCT. ¿Van a estar echándose la bolita? Así se destruye la ciudad: con irresponsabilidades y ocurrencias sin fin.

J. I. Carranza

Mural, 1 de julio de 2021.

Avenida ¿Del Toro?

Sería necio criticar las razones por las que Guillermo del Toro se ha ganado el aprecio del público. Por una parte, sus logros como cineasta exitoso; al margen de la ponderación crítica que pueda hacerse de su obra, sus triunfos son levadura para la alegría nacional, cosa que siempre se agradece, y Del Toro ha podido poner su reconocimiento al servicio de causas que importan: por ejemplo al figurar como productor del documental Ayotzinapa, el paso de la tortuga, su nombre ahí lo blindó contra las amenazas que enfrentaban sus hacedores. O bien ahora que aprovechó la colocación de su estrella en Hollywood para hablar por los migrantes mexicanos en Estados Unidos.

También están sus gestos de solidaridad y filantropía: al becar estudiantes, al entrarle con su lana para pagar la biopsia de una mujer, al ofrecerse a pagar los boletos para que la selección mexicana se lanzara a las Olimpiadas Matemáticas en Sudáfrica… Al mostrar esa buena voluntad, Del Toro se granjea el cariño de la gente, sobre todo en este país donde la realidad puede ser tan adversa para quienes buscan oportunidades. Hablando particularmente de Guadalajara, muchos tapatíos han podido disfrutar de la exposición de los monstruos, y de los conciertos, de las clases abiertas. Y, encima, por muy oscareado que esté, sigue yendo a desayunar gorditas en Santa Tere.

Todo eso está muy bien, y explica que circule una iniciativa para ponerle su nombre a Federalismo. Pero, más allá de que las causas promovidas en redes se puedan tomar en serio —yo me apunté para la resurrección de Juan Gabriel, pero no alcancé a ir (ni tampoco Juan Gabriel)—, nunca falta el político oportunista que pueda abrazar esta causa, y entonces ya no es tan improbable que prospere. Además, habría que pensar que hay muchos otros ilustres pendientes de honrar así (faltan una avenida Juan José Arreola, un parque Luis Barragán, un aeropuerto Juan Rulfo), y, también, que siempre es prematuro dedicarle una calle a alguien vivo, pues siempre cabe la posibilidad de que nos arrepintamos. Podrá no ser el caso de Del Toro, pero mejor será esperarse a que Diosito lo llame. Mientras, que siga chambeando, y que la gente siga disfrutando lo que hace.

 

J. I. Carranza

Mural, 8 de agosto de 2019

Arco y espada

 

Un amigo tenía la costumbre de visitar lo más pronto posible el mercado principal de cualquier lugar adonde llegara por primera vez. Apenas dejaba las maletas en el hotel, preguntaba por dónde irse y agarraba camino. Nos reíamos un poco de él —dicha costumbre la completaba el ritual de tomarse un chocomil en el mercado—, pero sus motivos eran muy razonables. La idea era que sólo en un lugar así podía encontrar el carácter auténtico de la ciudad o el pueblo que iba a conocer, su vida de todos los días, la gente que la hace. Como si el viaje al mercado fuera un atajo para dar cuanto antes con lo que más valía la pena conocer ahí.

Yo tardé en aceptar esos motivos. Pensaba, quizás, que los mercados en México son todos iguales. No lo son, pero sí se parecen mucho, y eso me disuadía de buscar nada en ellos. Y también, claro, me daba pereza esa búsqueda: seguramente prefería eludir sus ajetreos, sus ruidos, sus cochineros, el gentío. En todo caso, recientemente he tenido ocasión de ir reconociendo cuánta razón tenía mi amigo, a raíz de una serie de visitas al nuevo Mercado Corona, desde poco después de que lo inauguraron y parecía todavía la implantación de un capricho con el que se había resuelto disparatadamente la muerte por fuego del mercado que durante años hubo ahí.

En el Corona, qué duda cabe, se lee claramente qué es y cómo es Guadalajara. Por ejemplo, ahora que reinstalaron el arco de cantera que había sido removido luego del incendio. Está muy bien que quede ahí ese testigo de lo que había, pues algo que nos ha hecho mucho daño es la desmemoria. Además, su presencia tiene algo de insólito, y eso la vuelve encantadora. Pero, a unos pasos, a la estatua del Amo Torres sigue faltándole la espada, y, además, muchas letras de la placa están borradas, de manera que se vuelve incomprensible lo que dicen. Es, creo, una estampa muy elocuente de Guadalajara: por un acierto que hay, una vergüenza que debemos pasar. Qué trabajo cuesta arreglar eso, no sé: menos que el que implicó levantar el arco. Pero no se hace —así como tampoco se limpia el mercado como se debe, que qué tanto costaría darle una trapeadita. ¿Así somos? Se aprende mucho yendo. Mi amigo tenía razón.

 

J. I. Carranza

Mural, 16 de agosto de 2018

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