Con tantos vehículos que deja varados la lluvia estos días, imagino que el gruyero tendrá mucho trabajo: quizás esté doblando turnos, haciendo horas extras, listo en todo momento para salir disparado por todos los rumbos de esta ciudad que con el temporal se desquicia —y también antes y después, sin tregua y por lo visto sin remedio; a ver qué milagros obra la inminencia del Mundial, pero es de temerse que sean chapuceros y fugaces—. El gruyero: capitán y único tripulante de una máquina majestuosa, dotada como una hormiga ciclópea con la capacidad de cargar varias veces su propio peso, y dedicada a mover vehículos de toda laya impedidos de seguir rodando, chocados o descompuestos, o caprichosamente renuentes a explicar qué les pasa, a justificar su negativa a seguir andando, y que de manera imperativa hay que retirar de donde se quedaron, para que los arreglen y también para que no se queden estorbando, para que no terminen de convertirse en edificios ruinosos donde halle alojamiento algún vivo, o para que no les crezca un árbol en medio, reventando el chasis primero y luego el toldo —pues bajo ese árbol puede ir afincándose una aldea, luego un pueblo y al final una metrópoli en toda forma: tal vez Guadalajara no la fundó Beatriz Hernández, sino que creció alrededor de un coche abandonado tras quedar estropeado por la inundación en una crecida imposible del río San Juan de Dios.
El gruyero, pues, que acudió cuando la camioneta se quedó sin batería. Fue una suerte, ahora que lo pienso, que nuestro encuentro con el gruyero ocurriera en esas circunstancias, y no en otras más aparatosas o aun trágicas. Porque, en realidad, fue bastante simple la causa y no pasó de un mínimo contratiempo, incomparable con los que sufren quienes se quedan hundidos en el caudal que crece con velocidad asesina en Plaza del Sol, o quienes son arrastrados por el mar imprevisto en Isla Raza, o quienes se ven repentinamente arrojados a los rápidos de Patria, o quienes flotan a la deriva en la inmensidad de los lagos de R. Michel y Salvador López Chavez, o quienes son revolcados (y no sólo con sus coches, sino con sus casas y sus vidas enteras) en El Mante o en el interminable etcétera del desastre pluvial que cada año nos cae como si no supiéramos que otra vez va a suceder. No: el contratiempo fue meramente que la camioneta ya no quiso prender, apenas hacía un pujidito desganado que nos permitió conjeturar la causa y obrar en consecuencia: la compramos hace apenas tres meses, había que apelar a la garantía, llamar al servicio de asistencia indicado, sentarse en la banqueta y esperar.
Y llegó. Uno —y con «uno» quiero decir «yo», pues se supone que a esto me dedico— debería anotar siempre con todo escrúpulo los detalles: de qué empresa era la grúa, de qué modelo y qué la singularizaba en términos técnicos, cuáles son los principios mecánicos de su operación. Pero no tuve cuidado o paciencia. El gruyero, no obstante, fue obsequiando algunas informaciones sumamente interesantes, por ejemplo que para un caso como el de nuestra camioneta, de transmisión automática y por lo tanto automáticamente trabada, había dos procedimientos disponibles: uno lícito y otro, si no ilícito, sí más bien un hackeo mal visto por aseguradoras y agencias. A ver si me explico con la claridad del gruyero: el procedimiento lícito es colocar bajo las llantas del vehículo por arrastrar una especie de esquíes, para no comprometer la garantía con el antedicho hackeo, que es sin embargo preferible, porque los estúpidos esquíes se salen y hay que estar batallando con ellos. El gruyero, entonces, se ahorró problemas, me pidió autorización, se la di y procedió con el hackeo, que consiste en destrabar una especie de botoncito cuya ubicación ya sabía sabiamente al abrir el cofre, y entonces todo fue más sencillo y la camioneta subió sin problemas a la grúa. Y luego nosotros. Y entonces empezó lo mejor.
Al tanto de lo emocionante de la aventura, lo primero que nos dijo el gruyero (íbamos mi esposa y yo, que retrepamos a las alturas de la cabina como si estuviéramos subiéndonos a la montaña rusa) fue: «¡Foto pa’l Face!», con lo que quiso dar a entender su anuencia para que preserváramos el momento con el celular. Por supuesto. Me simpatizó grandemente que el gruyero estuviera al tanto de cómo eso, que para él es lo rutinario, debe de ser extraordinario para la mayoría de sus imprevistos pasajeros. Arrancó, pues, y todo el camino fue como si nos llevara en una góndola y Circunvalación División del Norte fuera el Gran Canal de Venecia: anécdotas, reflexiones (al rebasarnos una moto, por ejemplo: «Mi jefe toda la vida anduvo en moto. Y era bien borracho, pero nunca se cerraba ni se metía entre carriles, y nunca tuvo un accidente. Ya se murió. Pero de cirrosis, no en la moto»), ilustraciones técnicas sobre el funcionamiento de la grúa. Nomás le faltaba cantar. Porque el hecho es que iba muy contento. Natural y espontáneamente alegre.
Y es lo que me maravilló. Un trabajo tan pesado, que hay que hacer con tanto cuidado y destreza, y que entraña gran responsabilidad, y el gruyero estaba alegre, de buenas, empeñado en hacernos pasar un buen rato. Lo que no le habrá tocado ver, y aún así. Lo importante que es trabajar con gusto y de buenas, caray. Malamente, no supe cómo se llamaba.
J. I. Carranza
Mural, 29 de junio de 2025.