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Banquetazo

El otro día me caí. Una caída más aparatosa que dramática, pues no me rompí ningún hueso, aunque al dar contra el suelo pensé que me había reventado una rodilla; una caída más bien teatral o incluso operática, ya que entoné un lamento sonoro cuando giré para quedar de espaldas, mirando al Sol —una urgencia de dignidad me hizo entender que ese giro atenuaba la degradación sufrida, que permanecer boca abajo no sólo era indecoroso y patético, sino que además parecería más alarmante y catastrófico—. Tantos segundos duré cayéndome que alcancé a imaginar 1) que podría salvarme en el último momento, que sólo habría sido un tropezón; 2) que disponía de tiempo para acomodarme del mejor modo; 3) que el punto 2 era absurdo, no había mejor modo, me golpearía en varias partes de lo que en la nota roja llaman «la economía corporal»; 4) que qué vergüenza con la gente que me veía, y 5) que al menos no iba a romperme el hocico. El rodillazo, al final, fue lo de menos: todo mi peso se concentró en el codo izquierdo, que raspó largamente el cemento de la banqueta y quedó asimismo pelado, con aspecto de camote del cerro, y en el hombro —como que se desacomodó, no he querido pensar mucho en eso.

      Llegado a este punto, debo advertir que tengo disponible una justificación para platicar aquí de mi percance, y que esa justificación no es otra que hacer notar una carencia que sufrimos como sociedad y, en lo posible, animar algunas consideraciones al respecto. Hace mucho, una noche estábamos viendo un noticiero y salió un editorialista que dedicó su colaboración a hablar del mal estado de las banquetas en su ciudad. «Otro que se quedó sin tema», me dijo mi esposa, no sin sorna, al tanto de la penosa circunstancia de quienes debemos ocuparnos cada semana de algo que sea de la incumbencia del público. Por eso me la había pensado para venir aquí a hablar del banquetazo que me di: no vaya a parecer que me quedé sin tema… Pero bueno: el caso es que hoy le doy la razón a aquel editorialista: bien está que las banquetas reclamen nuestra atención y aviven nuestra perplejidad y conciten nuestra más pura indignación: por estar estropeadas, rotas o despedazadas, o bien erizadas de irregularidades y filos y bordes, llenas de estorbos y de amenazas, o interrumpidas por agujeros y trampas, o reducidas o inexistentes o asquerosas, resbalosas, encharcadas, untadas de excrementos animales o humanos, etcétera, pueden ser la causa de que uno se caiga tontamente como yo, o más feamente —ni lo mande Dios—, o incluso de que se mate en la caída, y ello por no hablar de los incesantes modos en que dificultan la vida de las personas en sillas de ruedas o de los viejos o de los ciegos…

      (Leo, en un artículo del extrañado José de la Colina, que en México se dice «banquetas», y no «aceras» o «veredas», como en otros lados, debido a la costumbre añeja de tomarlas como asiento, frecuentemente para beber un vaso de pulque o un refresco o una cerveza: «bancas públicas y democráticas» para ver la vida pasar).

      Pronto un hombre más o menos de mi edad se acercó a darme una mano para levantarme, entre pujidos y con algunos trabajos; un muchacho fue a recoger el audífono que se me salió volando; mientras me sacudía la barriga y comprobaba que no tenía fracturas, vi algunos semblantes consternados. Estábamos en la Vía RecreActiva. Bien me dijo a otro día una amiga: la juventud se extinguió para siempre cuando te caes y ya nadie se ríe, y más bien alcanzas a oír: «Ay, se cayó el señor». Luego de ir cojeando hasta una banca (no banqueta) del Parque de la Revolución para reflexionar sobre mi vida mientras me sobaba, regresé a ver el borde malvado que me tumbó. Tal vez es un punto donde la raíz de un árbol ha levantado el piso, tal vez meramente una malhechura; como sea, algo que nadie se ha preocupado de arreglar.

      Entiendo que, con algunas particularidades que varían de un municipio a otro, la responsabilidad del mantenimiento de las banquetas es compartida entre los propietarios de los inmuebles y los ayuntamientos. Pero esa fórmula, que en teoría suena muy cívica, también puede significar que tanto las autoridades como los ciudadanos (propietarios, pero también viandantes en general: todos los que usamos las banquetas) nos desentendemos por igual, visto el estado que guarda la mayor parte de las banquetas tapatías. Da la impresión de que sólo las recién hechas son del todo transitables, y van dejando de serlo conforme pasa el tiempo, como si eso fuera lo natural. El Reglamento de Imagen Urbana para el Municipio de Guadalajara se refiere solamente a lo que debe tomarse en cuenta al proyectar banquetas nuevas o al solicitar permisos para modificar las existentes. Pero ¿a quién le toca en rigor barrerlas, lavarlas, resanarlas, allanarlas, librarlas de hoyancos, ver que se conserven completas? Cuidar, en suma, que se pueda caminar por ellas con seguridad y tranquilidad. A veces, sí, se ven obras de rehabilitación, pero nunca cubren más que unas cuantas cuadras. Y aquel programa llamado Banquetas Libres, del que tanta alharaca se hizo en su momento, ¿en qué quedó? ¿Nomás se extinguió sin pena ni gloria? Uno querría que Guadalajara fuera una ciudad más caminable. Pero parece que las condiciones para que eso sea posible nos tienen sin cuidado.

Ya se me está cayendo la costra del raspón.

J. I. Carranza

Mural, 24 de marzo de 2024.

¿Un tejuino?

En el delicado equilibrio entre la sencillez de sus componentes y la sabiduría ancestral necesaria para su preparación, el tejuino en Guadalajara depende de un ingrediente clave para que beberlo no sólo sea sabroso, sino además una rotunda e inconmutable forma de la felicidad: el hallazgo. En toda felicidad auténtica hay siempre misterio —obra alguna fuerza sobrenatural, quizás, o es más bien que nos urge saborear el primer trago antes que ponernos a buscar la explicación de ningún enigma—, y es así que uno suele darse cuenta de que quiere un tejuino sólo en el momento en que un tejuinero le sale al paso. Es una aparición providencial, pero también paradójica: de no haber ocurrido, ¿el deseo se habría producido? ¿Y si es más bien que las ganas secretas de tomarse un tejuino son las que producen al tejuinero?

      Pasa también, y será tal vez la otra cara del mismo misterio, que el antojo puede prosperar sin ningún tejuinero a la vista. Vamos, pongamos, por la Vía RecreActiva, bajo el solazo, luego de haber comprado el periódico con los Hermanos Ceniza; hace rato que se acabó el agua que llevábamos, renunciamos a comprar un refresco o un juguito en la Farmacia Guadalajara, animados por la confianza de encontrar la moto angélica, verde o azul o naranja, tal vez junto al templo de La Soledad, o en la esquina del Centro Magno, o en las inmediaciones de la Minerva… Pero nada: vamos hasta allá y volvemos y no se manifiesta nunca ninguna moto, la esperanza aquella va quedando defraudada, la sed crece y el sol cala con crueldad, y al final nos resignamos a que el domingo quede incompleto, sin causa aparente. Ojalá hubiéramos comprado el juguito, nos lamentamos: demasiado tarde.

      Sí, para poner remedio a la desolación uno podría ir a una tejuinería establecida, por ejemplo la afamada de Marcelino, en el mercado de la Capilla de Jesús. (Cada que vamos ahí mi hijita y yo, luego del frontenis, todos chamagosos y ya cansados como para esperar a que el azar nos ponga un tejuinero ambulante en el camino, recuerdo cómo en vacaciones mi mamá me llevaba los miércoles al tianguis en el Mercado Alcalde, y yo esperaba esos días con especial emoción porque siempre le comprábamos a un don que ponía su triciclo en la esquina de Angulo y Alcalde —no recuerdo que en ese tiempo hubiera tejuineros motorizados—: pocas cosas me hicieron más feliz de niño). Pero, sin ser mejor o peor, sí es distinto de la ocurrencia inesperada y simultánea de la sed y del hallazgo.

      No se trata, sin embargo, sólo de que la sed se sacie: sospecho que el gusto por el tejuino tiene que ver también con la inadvertida satisfacción de hacerlo de un modo ciertamente insólito, con esa bebida de orígenes remotos que, a lo largo de las generaciones, ha sido un vínculo de identidad con esta tierra —aunque se bebe tejuino en otros lados, sospecho que es en Guadalajara donde goza de más arraigo—. Eso insólito se relaciona también con lo mucho que tomar tejuino tiene de transgresión o de temeridad, y no sólo porque se trata de una bebida fermentada (más de alguna vez he oído a fuereños azorados reprochar que nos guste algo hecho con «maíz echado a perder»), sino también por las audaces combinaciones de lo dulce y lo salado y lo ácido, y la consistencia, la espesura, el color… Como pasa con ciertos quesos o con carnes dejadas añejar, la descomposición controlada obra un milagro de reconfiguración molecular merced al cual tiene lugar la ocurrencia de lo insospechablemente delicioso. Y estamos tal vez tan hechos ya a la asepsis y la insipidez de lo que consumimos, que por eso resulta comprensible que adquiera gustos como éste quien no los ha tenido antes. Por cierto, hay algo que me intriga: aunque parecería indisoluble la afortunadísima alianza entre el tejuino y la nieve de limón, uno de esos descubrimientos gracias a los cuales la humanidad merece salvarse de la destrucción, ¿por qué el tejuinero siempre abre la posibilidad de servir el tejuino sin su compañera perfecta? Yo nunca he respondido «Sin nieve» cuando me pregunta si lo quiero sin o con. Y, aunque imagino que habrá gente que así lo prefiera —si no, por qué preguntaría el tejuinero—, ¿no parece una renuncia injustificable o demasiado desalmada?

      Afortunadamente, no parece posible —seguramente porque no sería rentable— la industrialización de la producción de tejuino, ni que se embotelle ni se almacene. No ha sido víctima del escaso ingenio de chefs sin ideas que podrían proponerse reinventarlo o reinterpretarlo, y por suerte no se ha hipsterizado ni gentrificado. No le hace falta ponerse de moda, y bien podemos seguir arreglándonoslas con la impredecible y arcana organización de los tejuineros (¿cómo deciden dónde ponerse, a qué horas, cuándo esfumarse?). Mi esposa ha pensado en la utilidad de una app que marque por dónde van las motos tejuineras tapatías, para que sea uno quien les salga al paso… Pero no sé: insisto en que el azar es un ingrediente tan importante como la nieve de limón y la sal.

Hoy, entiendo, se celebra el Día Municipal del Tejuino. Me cae gordo siempre que se pretende institucionalizar una querencia, pero seguramente estará bien para la gente que pueda gorrear un vaso. Total: la sola razón para agradecer la llegada del calor a Guadalajara es la existencia del tejuino. Y calor no nos va a faltar. 

J. I. Carranza

Mural, 17 de marzo de 2024.

Segundos

Fue hace un par de semanas, en un centro comercial antaño —pero muy antaño— favorecido por el público y ahora más bien desolado, no abandonado del todo pero sí frecuentado sólo por quienes encontramos práctico ir al supermercado ahí y, de paso, a la peluquería, a ponerle pila a un reloj, a la farmacia. Antes había dos o tres neverías, pero ya no queda ninguna. También cerró hace mucho el café adonde me gustaba ir a escribir —y cerró porque no iba nadie, y porque no iba nadie me gustaba, entonces me siento un poco culpable—. En sus inicios tuvo dos cines, luego estuvieron inservibles muchos años, y hace poco volvieron a servir: se ven siempre desiertos, no sé cómo se sostienen. Está también la sucursal de una cadena de librerías: al gerente y a uno de los empleados los conozco desde hace siglos y les tengo gran estima, son seguramente los integrantes más atentos y serviciales y sabedores de su oficio en todo el gremio librero local, y ya sólo el hecho de que ahí trabajen vale la visita a ese centro comercial («plaza», se dice en Guadalajara). En cuanto a la peluquería supradicha, alguna vez platiqué aquí algo acerca de ella: es un espacio fantástico, fuera del tiempo, hecho con espejos y reflejos de los espejos, luces de hospital, música de Daniela Romo, donde se desempeña admirablemente un staff de experimentadas y muy diestras artistas de la tijera, comprometidas en la misión de mantener a raya la fealdad del mundo: su clientela la constituimos sobre todo hombres orillados a ir ahí para quedar un poco menos pavorosos.

      Pero decía: uno visita esa plaza sobre todo para comprar el súper en el súper, que es grande y suficientemente bien surtido, y que no está puerco, si bien adolece a menudo de escasez de carritos, o, si hay, todos tienen lo que David Foster Wallace identificó bien como la «rueda loca»: ese desquiciante defecto que vuelve torturante recorrer los pasillos porque el estúpido carrito se atora o se va para donde uno no quiere. En el súper no siempre hay vendedoras dando muestras de quesito, de salchichas o de granola, lo que es triste; sin embargo, sí hay un tanque transparente con langostas o bogavantes, para que uno escoja un ejemplar y se lo lleve vivo para cocinarlo vivo, lo que es aún más triste, aunque también fascinante —otra vez DFW: siempre que paso junto al tanque tengo presente su crónica «Hablemos de langostas», uno de los más formidables frescos de la demencial realidad a nuestro alcance—. Por años he creído que una vez vi, en las cajas de ese supermercado, trabajando como cerillita de la tercera edad, a la cantante que en un pasado muy remoto era dueña del bar donde ella misma servía las copas y cobraba al tiempo que cantaba boleros acompañada por un pianista fantasmal: Mary Tere, la de El Gato Verde —dudé en nombrarla, ahora mismo, porque nunca tuve absoluta certeza de que hubiera acabado sus días empacando abarrotes; si me confundí, pido disculpas a su memoria imborrable para tantos noctámbulos tapatíos de hace tres o al menos dos décadas.

      Mentí, pero rectifico: de unos meses para acá, la gente va a esa plaza no sólo por el súper, sino también atraída por una colosal tienda que vende un universo de cosas chinas, una inconcebible profusión de artículos insospechables, variedades infinitas de todo lo que uno pueda imaginar y también de lo que no, la materialización monstruosa del sueño más desaforado del más desmedido fabulista chino. Así, pues, que el estacionamiento se llena.

      Y lleno, aunque no del todo, estaba el estacionamiento un día en que, al salir del súper, hice lo que dice DFW (estoy hablando de su ensayo «Esto es agua»): «Entonces tienes que colocar tus bolsas plásticas de comida, desagradables y endebles, en el carrito con su rueda loca que lo lleva alocadamente hacia la izquierda durante todo el trayecto a través del estacionamiento lleno de tierra y de baches, y tratar de cargar las bolsas para colocarlas de forma que las cosas no se salgan y rueden por la cajuela durante todo el camino a la casa». Cerré la cajuela y, los tres (o cuatro) segundos que me tomó dar dos pasos y abrir la puerta del coche para cargarme yo también en él, bastaron para que el conductor de otro coche, que quería estacionarse al lado del mío, y ya se había embrocado para acomodarse ahí, sonara su claxon para apremiarme. Le estorbaba la puerta que yo acababa de abrir. Le estorbaba yo. Perdón, lo voy a decir como me lo dicta la perplejidad que entonces experimenté: estaba ya abriendo mi puerta, prácticamente estaba subiéndome, y un cabrón me pitó para apurarme. En ese momento, sobresaltado e incrédulo, interrumpí mi movimiento dos, tres segundos: más se iba a impacientar el pitador. Me quedé viéndolo, no era un conocido que quisiera saludarme, era meramente un imbécil con prisa. Y le hice la seña universal de «Espérate tantito», juntando pulgar e índice, para luego subirme por fin, ahora sí deliberadamente calmudo, a propósito para hacerlo rabiar. Como observó Jorge Ibargüengoitia, pensé cuando ya el tonto caminaba hacia la entrada del súper, musitando seguramente alguna maldición: quien se sirve del claxon pone en evidencia «la hediondez que brota de lo más profundo de su alma detestable».            

Los atardeceres en el estacionamiento de esa plaza son hipnóticos. A veces me entretengo tomándoles fotos.

J. I. Carranza

Mural, 18 de febrero de 2024.

Dos Hidalgos

Gracias a la tiktokera @gingerale_tonic (Virginia Arenas, o Gin), el otro día me enteré de que el Hidalgo de la Plaza de la Liberación es en realidad el segundo, pues antes hubo otro, desde la inauguración de ese espacio y hasta unos veintitrés años después. El que conocemos, atribuido al escultor Santiago Flores, desplazó al primero, cuya autoría no está clara —dice Gin que posiblemente fue obra de Ignacio Díaz Morales, autor de la Cruz de Plazas a la que pertenece la Plaza de la Liberación, y también, en complicidad con el desorbitado gobernador González Gallo, el destructor más tenaz del patrimonio en Guadalajara, que arrasó con siglos de construcciones para abrirles cancha a sus nunca muy brillantes ideas y aun así es venerado de modo casi unánime por muchos hijos de esta tierra olvidadiza y cuachalota (todo esto ya no lo dice Gin, sino que lo digo yo)—. Era, aquel primer Hidalgo, una figura lamentable, contrahecha y mal proporcionada, risible sobre todo por su expresión, como con puchero (Gin dice: «Parece que sus papás son hermanos»), y la sociedad tapatía tuvo que soportarlo hasta que, de repente, como suele pasar aquí, fue removido para poner el de Flores, que se desgañita o parece rugir, clama al cielo y alza los brazos poderosos que han roto las cadenas de la esclavitud, está dando un paso al frente, desafiante y encendido, y aunque no precisamente hermoso, sí es preferible al otro, que acabó desterrado en el Parque de la Liberación, o El Deán, donde será siempre más difícil toparse con su fealdad.

       Toda esta historia, que yo ignoraba por completo (es decir: ignoraba que la ignoraba), pude conocerla en algo más de dos minutos gracias a la bien informada y ágilmente dispuesta narración de Gin, pero también gracias al algoritmo, o como haya que llamar al dios que cablea e interconecta la información del universo con mis aficiones e intereses, mis obsesiones o mis distracciones, mis tirrias y mis embelesos, mi curiosidad polimorfa o monomaniaca: con mi cerebro, en suma. Algún rastro debo de haber dejado, en mis pesquisas y en mis ratos ociosos en línea, que el dios en cuestión —es tal vez Hermes, sabedor de nuestras pulsiones y de lo que las sacia— detectó lo oportuno de enviarme el video de los dos Hidalgos. Y, además de atender a ese rastro, supo, el dios, que mi saber estaba imperdonablemente incompleto, pues le faltaba ese dato, que hoy ya tengo por crucial e invaluable y que no olvidaré jamás, mientras este cerebro mío no se desbiele y truene.

       Se diría que los hallazgos como éste son atribuibles a la suerte, y es tentador pensar que ésta, en los tiempos que corren, se ve potenciada por las dinámicas de los medios en que estamos inmersos, en las caudalosas y vertiginosas corrientes de información que nos revuelcan todo el tiempo. Pero en realidad la suerte ha operado siempre, es parte constitutiva de nuestra existencia y, por tanto, un factor que jamás deberíamos desdeñar al ponderar nuestras posibilidades de felicidad o de sabiduría. Para seguir hablando, en concreto, de las formas en que va sumándose y adquiriendo sentido el conocimiento del pasado (los motivos de lo que somos), esa suerte puede manifestarse en casualidades y contingencias que a la postre encontraremos agradecibles: la buena suerte.

       Por ejemplo: estoy seguro de que saber de historia me gusta, y me importa, gracias a la estupenda suerte que tuve de tener, en el tercer año de primaria, a la profesora que tuve: Gloria Guerra Villanueva. Ya lo he contado: nos dejaba tirarnos en el suelo mientras nos platicaba de los aztecas y de la Conquista y de la Independencia y demás, y aquellas horas de maravilla están entre las más dichosas de mi niñez. «Saber de historia», escribí, pero no se crea que sé nada: al contrario, mi ignorancia es enciclopédica. A lo que me refiero es a la emocionante ocurrencia de ese infinitivo, descubrimiento o revelación, especialmente cuando se trata de una noticia inaudita, insospechable. Como una que conocí en un ensayo de mi amiga Teresa González Arce («La fragilidad de los héroes», incluido en el libro Días hábiles, UNAM, 2012): que Morelos usaba lentes oscuros —y no por coquetería ni por ansias de glamour, sino porque padecía migrañas y así se evitaba la luz torturante; tiempo después fui a Morelia a corroborar que, como afirmaba el ensayo de Teresa, esos lentes se conservan en el museo sito en la casa que el propio Morelos construyó con sus manos… y también entonces supe que, cuando iban a fusilarlo, el autor de los Sentimientos de la Nación llevaba consigo un diccionario francés-español que le había regalado y dedicado Hidalgo: mientras hacía la guerra, el cura Morelos estaba aprendiendo francés.

      Imagino, sí, que esas ocasiones para la buena suerte de saber algo que no sabíamos se multiplican hoy gracias a TikTok o similares. Pero entiendo que, para ello, hay que mostrarse propicio a los designios del dios, absteniéndose de perder el tiempo en porquerías y estupideces y procurando que el propio rastro se trace, sin demasiadas desviaciones, por rumbos donde sea más posible que salgan al paso quienes traen algo valioso o sorprendente (como me pasó con Gin, con su historia de los dos Hidalgos). El dios, así, tendría que premiarnos obsequiándonos con lo que, mejor que nosotros, sabe que nos falta saber.

J. I. Carranza

Mural, 10 de septiembre de 2023.

Tormentón

Las revelaciones más perturbadoras son las que nos enfrentan a las mayores obviedades. Por ejemplo: el viernes pasado, luego de haber dejado a la creatura en la escuela, cuando llegué a la universidad y ya que estaba dándole el primer sorbo al cafecito para acabar de despertar (yo no sé qué gana la humanidad haciendo que las creaturas se desmañanen de modo tan brutal, y con ellas sus padres; la civilización se habrá deshecho de sus peores taras cuando dejemos de madrugar a lo loco), caí en la cuenta de que había hecho el camino sin contratiempos, bajo un cielo despejado y sin que nada me recordara el apocalipsis de la noche anterior. No sólo había dejado de llover en algún momento de la noche del jueves, sino que además los caudalosos ríos que impuso la tormenta habían desaparecido y estaban secas las calles que unas horas antes habían desaparecido bajo el agua.

       Lo que quiero decir —y esto es lo pasmoso de esa revelación de lo obvio— es que la lluvia para, el agua baja, las calles terminan por volver a ser transitables y la vida sigue. Siempre. Y eso, en esta ciudad tan aficionada a las tempestades destructoras, puede ser profundamente significativo… siempre y cuando lo tengamos en cuenta. Porque vamos a ver: salvo ciertas zonas, principalmente en la periferia, donde la lluvia intensa puede dejar inundaciones por varios días, lo cierto es que aun en los puntos más conflictivos de la Zona Metropolitana de Guadalajara, preferidos por el agua para hacer brotar encharcamientos que en cuestión de minutos crecen hasta convertirse en violentos mares, toda esa agua termina yéndose al cabo de algunas horas: corre hasta las entrañas de la ciudad y sigue su camino, y al día siguiente lo más seguro es que ya no quede rastro, aunque por lo general es cuestión de horas para que el nivel descienda y no sea una temeridad insensata cruzar la avenida, a pie o en coche.

       Lo malo de las obviedades es que reparar en ellas a veces conduce a proclamar una ingenuidad. Lo digo por si se toma por tal esto que voy a decir enseguida. En Guadalajara, vamos aceptándolo de una vez, jamás va a dejar de llover con furia vengativa, y lo más probable es que cada año sea peor que los anteriores, no solamente por las consecuencias que, aseguran los expertos, trae consigo el cambio climático, sino también por el esmero que nos caracteriza para tomar las peores decisiones (crecimiento desmesurado de torres estúpidas por todos los rumbos, sobreproducción de basura, interrupción de los cauces naturales, deforestación, elección de los peores gobernantes, etcétera), y que agravará los estragos causados por el agua. Tampoco, dicho sea de paso, vamos nunca a dejar de mostrarnos sorprendidos por el hecho de que llueva como llueve —ni renunciaremos al retorcido deleite que nos provoca deplorar cada tormenta: si no, de qué platicaríamos al día siguiente—. Y menos habrá jamás autoridad que nos asista en el momento del diluvio ni gobierno que encuentre mínimamente rentable aventurar ninguna solución duradera —en la tarde-noche del jueves, en dos horas y media de ir para allá y para acá en el coche buscando evadir las aguas crecidas y los embotellamientos, jamás vi una maldita patrulla, solamente un desvalido camión de bomberos sumergido en el pantano, como un emblema rotundo de la desesperanza. 

       Estamos condenados, pues, y nada va a impedir que llueva otra vez. Habría que volver a edificar la ciudad, llevársela completa a otro lugar, o irnos y dejarla aquí, hasta que el agua acabe con ella, para ponernos del todo a salvo. Sin embargo —y ésta es la obviedad acaso ingenua que había anunciado—, la evitación de la desgracia, en cada tormenta, pasa por la modificación de las conductas individuales y colectivas, y estará a nuestro alcance siempre que recordemos que la lluvia va a parar y el agua se va a ir. Dicho de otra forma: es cuestión de esperar. Un rato. O un par de horas. O toda la tarde. Lo que sea, pero esperar, antes de lanzarnos a arrostrar la calamidad con toda nuestra atolondrada indefensión y nuestra inservible audacia. Como el célebre tinaco que tan bien nos representa (a mí me gustaría ver que lo instalen en lugar del elefante del Centro Magno, el que se llevó la lluvia y que ya nunca volvió), sin pensarlo demasiado los tapatíos nos arrojamos a la corriente y a sus diversos peligros: que nos aplaste un árbol o nos fulmine un rayo, o que caigamos en un socavón o nos absorba una alcantarilla. Y en muchos casos se entiende, claro, como con las multitudes que se mueven en transporte público, que quieren llegar cuanto antes porque luego no habrá camión o tren y los desgraciados taxistas van a empezar a cobrar trescientos pesos. Pero, por ejemplo, los automovilistas particulares, ¿por qué encontramos preferible quedarnos atorados en Lázaro Cárdenas como tontos, por horas, con riesgo de que otra vez los cielos se abran y el agua se trague los coches? ¿Por qué corremos a zambullirnos a Plaza del Sol, al paso a desnivel de Ocho de Julio, a Higuerillas, a donde sea que ya sabemos que corremos el riesgo de la pérdida total?

«La paciencia», cantaba el rockero Guillermo Briseño, «es un recurso natural no renovable». Habría que cuidarla y tener reservas para cuando se suelta el aguacero. A fin de cuentas, como pasa siempre, tarde o temprano el agua va a bajar.

J. I. Carranza

Mural, 3 de septiembre de 2023.

Un emblema

Pasandito el Tapatío empezó a lloviznar, y poco después ya era un tormentón normal, es decir, desquiciado. Sospecho que ahí dio inicio la rabia del taxista —ya estaría imaginándose el trayecto tortuoso de regreso: eran las cuatro de la mañana y ya se le había estropeado el día—, pero luego razoné que es una rabia de años, que seguramente expresa cada vez de formas parecidas: con sorna y con maldiciones, renegando y quejándose, pero también, conforme el taxi va acercándose a su destino, buscando inocular en sus pasajeros una decisión que, según él, les facilitará a todos la vida. Me explico: cuando ya estábamos haciendo la cola kilométrica para tomar el acceso al aeropuerto, el taxista empezó a insinuar que podría irse por la vía que conduce a una glorieta (como quien va hacia donde antes funcionaba la terminal de los aviones chiquitos: hacia la derecha, vamos). Así, seguía diciendo, tendríamos que caminar «unos sesenta metros», pero a cambio llegaríamos antes que todos los demás, pues por esa vía no había embotellamiento. Y aceleraba y frenaba con más rabia mientas sugería esto («Si ustedes quieren me voy por allá, pero como vean»).

       Habría sido una tontería hacerle caso, pues nos habría largado no a sesenta metros, sino mucho más lejos, y habríamos tenido que caminar con las maletas y con la angustia bajo la lluvia y sorteando las obras interminables, y además entre los cientos de personas que estaban ya formadas, a la intemperie, en otra cola kilométrica para ingresar a las salas de abordar. Lo que el taxista mañoso quería era ahorrarse el atorón, pensé, pero sólo en su beneficio. Y no lo culpo: debe de ser enloquecedor enfrentar todos los días el suplicio de llevar gente al aeropuerto, como lo es seguramente también para los taxistas que de allá salen, como nos lo demostró la decisión que tomó el que nos trajo a casa, una vez que volvimos. Por alguna razón, para llegar a Lázaro Cárdenas apostó a que sería más rápido y directo tomar por el llamado nuevo Periférico, que fue a sacarnos a la autopista a Zapotlanejo, en lugar de venirse por la carretera a Chapala (según él porque había un accidente). He repasado muchas veces el rodeo demencial que dio y no le encuentro sentido. Pero en realidad pocas cosas lo tienen cuando hay la necesidad de usar el maldito aeropuerto tapatío, ese vórtice de todas las malechuras y estupideces que comprueban la inveterada incapacidad de gobierno e iniciativa privada para lograr que nada funcione bien.

       Esa cola para entrar a las salas de abordar, es decir, para pasar por la revisión de seguridad, aquel día (y no me imagino que otros días sea de otro modo) salía de la terminal y serpenteaba hasta perderse en la distancia, pero además, en el amontonamiento de gente sobre la banquetita, todo mundo tenía que ingeniárselas para descubrir que había que formarse ahí, pues no había más que una empleada para dar indicaciones. Más de una hora nos tomó llegar a la revisión, y eso después de recorrer como ratas acaloradas un retorcidísimo caminito de ésos en los que a cada vuelta uno va sintiéndose más y más estúpido. Por fin alcanzamos las bandas a las que subimos las maletas, la bandeja con los tiliches que traíamos encima, y nos sometimos a la inspección. Ya sabemos que, gracias a Osama Bin Laden, ése es uno de los puntos más bajos que han alcanzado las sociedades modernas, pues sirve principalmente para materializar la profunda desconfianza que nos tenemos como especie. O bien es la condensación de nuestras peores posibilidades. Lo que a estas alturas es inexplicable es por qué la tecnología no ha avanzado lo suficiente como para que los tarados escáneres no sepan más pronto y más claramente quiénes llevan bombas o drogas o diamantes de contrabando y quiénes nomás llevamos champú y bloqueador solar porque allá donde vamos los venden carísimos.

       Total, que aun cuando nos habíamos dado el parón de la cama a las tres de la mañana para no andar a las carreras, tuvimos que correr para alcanzar a subirnos al camioncito que nos depositaría junto al avión. No faltará quien diga que lo aconsejable es siempre irse con más tiempo. Y yo mismo me propongo que así sea para la siguiente vez (¿unas siete horas, en lugar de tres?), pero ello no quita que el aeropuerto tapatío sea la porquería que es. Atestado, cochino, confuso, con un acceso pésimamente diseñado y que a nadie, por lo visto, se le ha ocurrido siquiera corregir (el taxista fúrico tenía razón en algo: lo que sobra  es espacio para abrir más carriles), inalcanzable para el transporte público (hasta en el AICM puedes ir y venir en metro), caro, feo, peligroso y lleno de zancudos —un buen enjambre hizo el viaje con nosotros en el avión—. ¿Y hay alguna esperanza de que las obras en proceso no sólo terminen algún día, sino que sirvan efectivamente de algo?

Yo no soy viajero frecuente, y con este aeropuerto ni ganas. Y tampoco es que conozca muchísimos aeropuertos, pero sí estoy seguro de que éste es el peor que conozco. No recuerdo una sola vez en que no haya tenido que enfrentar en él contrariedades de toda índole, y por ello creo que en su existencia caótica y en la poca voluntad de remediarla, es un estupendo emblema de esta tierra, de esta sociedad, de la forma en que se hacen las cosas aquí: como a propósito para que todo salga mal.

J. I. Carranza

Mural, 30 de julio de 2023.

Extinción

Las transformaciones más radicales de las sociedades son, a veces, las que operan de modos más sutiles e inadvertidos: lentas pero consistentes e imparables mutaciones de las conductas de los individuos, a la postre imperantes en las masas, sólo nos percatamos de ellas cuando ya son irreversibles. Hacia finales del siglo XIX, por ejemplo, Oscar Wilde señaló —pero ya era demasiado tarde— cómo se había degradado el ejercicio de la mentira y era difícil encontrar quién mereciera el título de mentiroso con todas las de la ley: desde los políticos hasta los poetas, todo mundo estaba patéticamente abocado a la procuración de la verdad, con las lamentables consecuencias que semejante pretensión trajo consigo para la civilización al hacernos canjear los frutos mejores de la fantasía por «la pobre vida humana, verosímil y carente de interés». 

       No sé si será igualmente irreversible otra pérdida tremenda a la que estamos asistiendo hoy mismo, presenciándola pero sin reparar en ella, y que sólo lamentaremos hasta caer en la cuenta de sus más flagrantes estragos. La humanidad está quedándose sin idiotas (o, al menos, ese sector de la humanidad al que podemos sentirnos integrados cuando pensamos en la vida moderna, preferiblemente en sus vertientes urbanas). No quiero sonar demasiado alarmista, pero todos los días encuentro razones para convencerme de que la auténtica y mejor estupidez, aquella que otrora se materializaba y era evidente en hechos y dichos de incontables imbéciles incontestables ha entrado en un proceso de extinción, y la culpa es de la sociedad en su conjunto, que quién sabe cómo podrá seguir adelante sin la participación activa de sus más conspicuos tarados y sus descerebrados más sobresalientes. Y los idiotas son muy necesarios. Indispensables, diría yo, para saber quién no lo es.

       Si mis amables lectores tuvieron suerte —espero que sí—, en la semana habrán visto el video en el que se aprecia cómo, al dar un salto de una ventana a otra de Palacio de Gobierno, en Guadalajara, un joven se estrella bonitamente en el suelo, luego de haberse hecho, de seguro, uno o varios raspones en brazos y piernas y faz, cuando el pedazo de alféizar en el que aterrizaría se desmoronó bajo su peso y el saltarín no fue hábil para sujetarse de los barrotes —por lo visto, tener extremidades prensiles e incluso pulgares oponibles no es suficiente para que la evolución haya terminado de hacer su trabajo—, de modo que la fuerza de gravedad hizo lo suyo y produjo el soberbio costalazo, más admirable aún por el sonido seco y espeluznante del cráneo contra los adoquines, una piedra contra otra, luego de lo cual se alcanzaba a verlo medio incorporarse, más aturdido que adolorido —más adelante se habrán invertido las magnitudes de estos efectos: le habrá dolido más la vergüenza en el momento, tal vez, pero la vergüenza suele durar menos que el picor de una descalabrada sabrosa.

       Bueno, pues el intrépido —ni tanto— acróbata, practicante de esa aparatosa procuración del suicidio conocida como parkour (trapecistas de sí mismos que gustan de grabarse mientras libran vacíos y dan maromas, hasta que algo sale mal y entonces la épica se trueca en ridículo o en funeral), fue de inmediato identificado como  influencer, término que, entiendo, sirve para referirse a un famoso cuyos seguidores toman decisiones a partir de lo que el famoso dice o hace —aunque eso ha existido siempre, desde luego—, especialmente en la realidad suplementaria que son las redes sociales. No sé si en efecto lo era y si ya dejó de serlo: tal vez cerró sus redes luego del ranazo y del daño al patrimonio del pueblo de Jalisco (busqué sus cuentas y no las hallé). Pero el hecho de que perteneciera a ese gremio, el de los influencers, ya desactivaba automáticamente cualquier intento de tomarlo como un idiota rotundo e inequívoco. Pues la sola búsqueda de notoriedad y de fama cuenta como una justificación tácita de las más extremosas hazañas (físicas o morales) de cualquiera que se proponga asir, así sea por unos instantes, la atención y la devoción de las multitudes.

       Pongámoslo de este modo: nuestra embotada tramitación de la realidad presente está filtrada en gran parte (si no es que del todo, en muchos casos) por la urgente necesidad que redes y medios tienen de capturar nuestra cada vez más escasa atención, así sea por unos instantes. En la medida en que sirve a ese fin, lo más grotesco, lo más monstruoso, lo más repulsivo, lo más insensato es, también, lo más deseado, lo más procurado: por las redes, por los medios y por nosotros. Y así, cuando para triunfar (en casi cualquier ámbito en el que el triunfo depende del embeleso de las masas) lo que hace falta es hacer las mayores idioteces, resulta que nos vamos quedando impedidos de distinguir quiénes son los más esmerados y hazañosos idiotas, y entonces todos lo son, lo que equivale a decir que ya nadie lo es. Ya casi ninguno logrará azorarnos o escandalizarnos lo suficiente. Pero, además, en estos tiempos timoratos y neuróticos, también nos hemos ido privando de llamar a las cosas como son, y hace un buen rato que dejamos de decirles estúpidos a los estúpidos, con lo que también aceleramos su extinción casi definitiva.

       Dudo que pase, pero ojalá algún día los idiotas recuperen el lugar excepcional del que disfrutaban en otros tiempos.

J. I. Carranza

Mural, 21 de mayo de 2023.

La Alemana

Hace unos días me salió al paso la fotografía del restaurante La Alemana que alguien publicó en una red: algo empañada, pero no demasiado antigua, seguramente tomada en los penúltimos tiempos de ese restorán que, creo, muchos tapatíos de las generaciones penúltimas y antepenúltimas reconocemos al instante con el solo nombre —quienes ahora estén en las inmediaciones de la mayoría de edad difícilmente tendrán un recuerdo del lugar, acaso los llevaron de muy niños, o si llegaron a ir púberes o adolescentes y se acuerdan, esa memoria se habrá borrado por infausta o inservible—. La publicación estaba en uno de esos foros de conversaciones muy ociosas a veces, a menudo crispadas (nunca falta el majadero), y de cuando en cuando ilustrativas (nombres, fechas, explicaciones, curiosidades), que son los grupos de tapatíos memoriosos o nostálgicos, gente dedicada a hojear incesantemente el álbum de lo que fue y ya no es (y con seguridad nunca volverá a ser).

    Alguien, pues, evocó La Alemana, y la mayoría de las respuestas pronto hicieron eco a esa evocación, coincidiendo en celebrar los encantos desaparecidos y en deplorar la decadencia que desembocó en el cierre del negocio y el abandono del local. ¿Cuándo fue ese cierre? La última vez que anduve por ahí fue en diciembre, cuando aprovechamos las vacaciones para ir a atestiguar cómo estaba alzándose El Palomarde Barragán en 16 de Septiembre y Leandro Valle, y para ir hasta ahí caminamos desde el estacionamiento del Woolworth (me gusta usar estas contraseñas de tapatiez intrincada), de modo que tras pasar junto a Aranzazú (acento en la última sílaba) el descubrimiento fue ciertamente abrupto e impresionante: ventanas rotas, basura, mugre, una ruina que ya parecía haber estado acumulándose desde hacía tiempo, pero en esta ciudad no se sabe: de una semana para otra un lugar puede quedar devastado, arrasado, como si hubieran pasado años.

    Penúltimos y antepenúltimos pudimos disfrutar ahí de lo que ofrecía un establecimiento que, sin ser lujoso ni espectacular, sí se sostenía en una elemental dignidad cuyos cimientos tenían cerca de un siglo de profundidad. Llamado alguna vez Kunhardt, el tramo de Miguel Blanco donde se ubicaba La Alemana permitía a sus comensales tener un paisaje enriquecido por las formas de Aranzazú y San Francisco (la acera de éste poblada por unos frondosos laureles de la India que en mala hora talaron), y también por las casonas vecinas de los tequileros que, según me contaba mi papá, habían competido por ver quién construía la más elegante: en una funciona una recaudadora, y tal vez sólo gracias a eso se ha salvado de que la tumben, y en la otra estaba El Lido, otro restaurante entrañable, especialmente para desvelados y crudos —cada que nos encontramos, o sea cada mil años, mi amigo Daniel de la Fuente, periodista de Monterrey, se acuerda siempre de las veces que recalamos ahí en las altas horas, cuando venía a cubrir la FIL—: otra dicha clausurada, salvo para esa extraña forma de la ilusión que es el recuerdo.

    La milanesa, los tacos de sesos, el filete Mignon, los champiñones al ajillo, los hígados de pollo con tocino… Y las chabelas, desde luego, con su espuma y los brillos que les metía el sol de la tarde, una vez que despegaban de la magnífica barra de madera negra labrada (¿dónde habrá quedado?). ¡Y las ahogadas! Era fama que en La Alemana podía encontrarse la ahogada más aproximada a la original, y aunque no fuera estrictamente así, lo cierto es que yo, al menos, no he conocido nada que se acerque a su singularidad exquisita. No sé si siempre estuvieron, pero al menos en los penúltimos tiempos hubo un dúo conformado por un pianista (un piano desafinado y afónico) y un chelista que a mí me daban la impresión de que se aborrecían pero no tenían más remedio que soportarse para que mal que bien les salieran los valses. En fin: mi propia evocación por fuerza tiene que interrumpirse cuando fue claro que La Alemana ya había entrado en sus últimos tiempos: la cocina empeoró trágicamente, el servicio se envileció, hicieron algunas reformas para «modernizar» el local (hicieron terraza la planta alta) y acabaron convirtiéndolo en una cantina rascuache, cochina, ruidosa y vergonzante. Aquella dignidad se había esfumado mucho antes. Y la clientela seguramente se fue desterrando. O muriendo. De modo que parece natural el final cuyos restos ahora se ven al pasar por ahí.

    Por diversas razones, entre las que se cuentan la historia de ese restorán y, también, cómo funcionó durante tanto tiempo como un espacio propicio para esas felicidades concretas que son comer rico, encontrarse, brindar (y penúltimos y antepenúltimos atesoramos las ocasiones en que tuvimos ahí esas felicidades), La Alemana era un elemento indispensable de la vivencia de Guadalajara, significativo para los oriundos y presumible a los fuereños. Hasta que no lo fue más: algo tuvo que salir mal y no hubo ya modo de remediarlo. Supongo que nada es para siempre. Pero pienso si el hecho de que haya pérdidas como ésta —que nadie lamentó con la suficiente enjundia como para tratar de impedirla— no será también una parte constitutiva de lo que significa vivir hoy en esta ciudad. Tal vez Guadalajara, ultimadamente, no quiera saber gran cosa de lo que fue. Y, si es así, ojalá sepa bien lo que puede ser.

(Sobre la foto: mejor una imagen de El Lido, pues lo que queda de La Alemana es muy triste de ver).

J. I. Carranza

Mural, 12 de febrero de 2023.

López Mateos

Cada día hábil he de verme en las mismas, como otros miles: un trayecto de ida y otro de regreso por la avenida López Mateos, por lo general en horas de gran afluencia de vehículos —aun cuando me proponga eludir esa saturación, casi siempre acaba alcanzándome—, y a veces también en días inhábiles, cuando por fuerza hay que tomar esa vía porque elegir otra lleva a un desvío excesivo o simplemente es imposible —y esos días inhábiles la aglomeración suele empeorar, supongo que debido a que la avenida es ingreso y salida de la ciudad—. De la Minerva al Periférico, a veces más para allá o más para acá, y desde que volvió a acelerarse el ritmo que había ralentizado la pandemia, los trayectos van sumando minutos sin que parezca que pueda ser de otra forma.

       Debo reconocer, antes de continuar, que cualquier queja de mi parte en este asunto queda de inmediato desactivada y es ridícula y odiosa por el hecho de que esa vivencia cotidiana de la avenida la hago en mi coche, solo, como un cretino egoísta que ha sido incapaz de organizarse con ningún colega para compartir el auto, reacio además a dar aventón, de tal forma que mi ir y venir de cada día agrega un vehículo más al caos, cosa que acaso podría evitar (no sé si la neurosis sea excusa suficiente para no hacerlo, creo que es mi caso, pero no voy a extenderme sobre ello). Al ver a las pequeñas multitudes de personas que esperan el camión, o que ya van a bordo, con todo lo que de torturante tiene en esta ciudad desventurada el uso del perverso sistema de transporte público que millones padecen cada día, cualquier estúpida incomodidad que yo experimente al ir en mi coche se vuelve insignificante y de pretender expresarla más me valdría callarme el hocico y dar gracias. Y pienso que lo mismo vale para cualquier otro automovilista particular: somos los que menos tendríamos que quejarnos.

       Y ahora voy a decir otra cosa que también puede sonar detestable —otra vez veo a la gente en la parada del camión, temprano, bajo la lluvia, y el camión que no llega, y cuando llegue va a venir atestado—: yo renunciaría al uso cotidiano del automóvil si el transporte público no fuera el horror que es, que siempre ha sido, el que sufrí toda la vida hasta que pude tener mi primer coche. Si tuviera la certeza de que voy a llegar a tiempo, de que el viaje será confortable y seguro —y ahora veo a la gente al mediodía, bajo el solazo, esperando el camión, que vendrá otra vez tarde y otra vez atestado, e irá jugando carreritas con otros camiones y con la muerte—. Así que voy y vengo en mi coche, principalmente, porque puedo hacerlo. Y pienso en cuántos de quienes esperan el camión bajo el sol o en la lluvia también lo harían si pudieran. Creo que esto, por deplorable que sea, es también muy obvio: el desastre diario de la movilidad de López Mateos tiene una causa evidente, que es el exceso de vehículos particulares, y este exceso se debe a la inexistencia de un sistema de transporte colectivo verdaderamente público, suficiente, confiable, seguro, cómodo, digno, práctico y accesible.

       Dicho lo anterior, lo cierto es que ese desastre es más desesperante en la medida en que uno cobra conciencia de que es a la vez víctima y culpable del problema. Peor que perder el tiempo atascado en un embotellamiento es la certidumbre de que esa pérdida, ese desperdicio de vida, tiene solución, pero no existe la voluntad de ponerla en práctica por parte de las autoridades en turno, que antes piensan en aprovechar para sacar tajada, medrando por la vía de afianzar «ideas» que terminarán beneficiando económicamente a unos cuantos coludidos (como un segundo piso: la mejor forma de que el embotellamiento se duplique). Qué ganas dan de ver a esas autoridades sudando en un camión a las dos de la tarde, con el coche descompuesto en el túnel, involucrados en un choque laminero o esperando a que avance la fila kilométrica para terminar de hacer en ochenta minutos lo que debería tomar sólo veinte; qué bonito sería ver a esas autoridades a pie por donde no hay banquetas, o en bici, jugándose la vida al lado de los tráileres enloquecidos, o con la camioneta arruinada en una inundación o esperando para poder cruzar de una acera a otra, con la criatura de la mano, sorteando los bólidos en una dirección y otra, ya tarde y con la angustia de quien sabe que ya no alcanzó a llegar… Etcétera.

       Por eso dan también ganas, en la consulta pública en curso —supuesta iniciativa del gobierno del estado para, supuestamente, dar con soluciones al problema en esa avenida—, de proponer ideas radicales o desorbitadas: que se vacíe la avenida para siempre, por ejemplo, y se excave en su totalidad, de tal manera que en su lugar corra un canal, desde la glorieta de Colón y hasta San Agustín, si acaso con algunas trajineras y lanchitas, para ir a pescar; que la vuelvan pista de baile, o pista de carreras de caballos, o una gigantesca pista de boliche; que sea poblada solamente por árboles, un enorme bosque alargado hecho con el silencio que quedará en lugar de la gente y de los coches y los camiones. En cualquier caso, aun las ocurrencias más descabelladas parecen más probables que las que deberían ponerse en práctica: lo que tendría que ser es, por lo general, lo último en lo que se piensa. O lo último que se tiene verdadera intención de hacer.

J. I. Carranza

Mural, 15 de enero de 2023.

Abandono

Tal vez todo empiece con el vidrio de una ventana rota; luego, un agujero en una cortina metálica, en una puerta, en un muro, al mismo tiempo que la progresiva infestación del grafiti, esa hiedra en aerosol que va creciendo y cubriendo las fachadas día tras día, como emergiendo de la mugre y la basura y confundiéndose con la maraña de árboles, arbustos y hierbas, en una proliferación paulatina de tierra, charcos, ratas, mierda, más basura, ante la que hay que pasar sobre banquetas despedazadas, una finca tras otra, cuadra tras cuadra, por todos los rumbos. Casas, comercios, talleres, fábricas, bodegas, locales que ya no puede saberse qué fueron, baldíos que parecen generarse espontáneamente, de un día para otro, y tener ya años ahí; bardas que están por caerse o ya se cayeron, hacia la calle o hacia dentro, edificios que es imposible saber cómo se sostienen, eviscerados y repletos de soledad y oscuridad y peligro…

      ¿Cómo se explica el triunfo de la ruina en el paisaje tapatío? Imagino que habrá causas bien identificadas, y que principalmente tendrán que ver con las dificultades económicas de los últimos años (una de las huellas más perdurables de la pandemia es la cantidad de negocios que no pudieron sobrevivir) , pero también con los mecanismos del miedo que obligan al desplazamiento de las personas y de la actividad comercial: cuando está claro que ya no se puede seguir trabajando en un lugar y hay que salir cuanto antes de ahí. Pero lo que no es tan sencillo de comprender, creo, es nuestra habituación insensible a toda esa desolación imparable, siniestra y sobrecogedora, que afantasma la ciudad desde sus avenidas más anchas y desde ahí se riega por las calles que poco a poco van secándose y muriendo —pienso, por ejemplo, en López Cotilla, de Tepic a Tolsa (bueno, de Francisco Javier Gamboa a Enrique Díaz de León), no hace mucho celebrada como un bullente corredor gastronómico y donde ahora sólo parece prosperar el abandono—. ¿No vemos, o vemos pero no nos importa? ¿Y qué será peor?

      La historia de Guadalajara está marcada por sucesivas imposiciones, brutales y traumáticas, de cambios en el paisaje: el entubamiento del río San Juan de Dios y la cicatriz perenne que fue desde entonces la Calzada Independencia; las destrucciones del centro para ensanchar avenidas como Alcalde-16 de Septiembre o Federalismo, para abrir plazas y cumplir caprichos de arquitectos desorbitados y gobernantes imbéciles, o bien como consecuencia de negligencias criminales (las explosiones del 22 de abril)… La multiplicación y la engorda de vialidades que sólo han servido para que cada vez más automóviles espesen la consistencia pastosa del tráfico ha vuelto, también, intransitables vastas zonas, y por ello —porque ya casi nadie va a pie por ahí— la vida va extinguiéndose: López Mateos a partir de que se convirtió en un viaducto, por ejemplo. A esto hay que sumar las pretensiones desmesuradas que los gobernantes de tiempos recientes y no tan recientes tienen de crear una ciudad que nunca ha existido, olvidándose de la que en realidad habría que dejar emerger y vivir: la Plaza Tapatía, el Paseo Alcalde… Y no hablemos de la construcción enloquecida de torres y más torres vacías y por tanto estúpidas, la explosión desmesurada de nuestro peor sinsentido.   

      Ahora bien: a esos cambios, debidos principalmente a una tarada idea del progreso, y también a la colusión entre la codicia, la corrupción y la ignorancia de quienes toman las decisiones, hay que agregar ahora esto que ocurre: el triunfo de la devastación y la ruina. Anímese el lector a proponerse, aprovechando estos días de vacaciones, una caminata por cualquier avenida principal de la ciudad: Washington, por ejemplo, o Avenida México, o Circunvalación División del Norte, o Revolución. ¿Cómo se habita el abandono? Posiblemente, los únicos que van descubriéndolo son quienes integran la población creciente de indigentes, que al menos logran guarecerse en los cascarones de las casas, los edificios, los locales que van quedando solos. La desgracia de tantas personas que han llegado a habitar esa realidad dice mucho acerca de los extremos de vileza que hemos alcanzado como sociedad.

      ¿Y se tratará de un proceso cíclico, que desembocará algún día en un resurgimiento de Guadalajara? El caso de Federalismo hace temer lo contrario: en casi medio siglo no se ha logrado erradicar el abandono que dejó la destrucción que le dio origen. Lo mismo el tramo de 16 de Septiembre que va desde Revolución hasta la estación del ferrocarril, por más que lleguen entusiastas descocados a querer vendernos la idea de que eso podrá revivir, por ejemplo con la cacareada extensión del Paseo Alcalde. Javier Mina, Mariano Otero, Hidalgo… Ir a pie, insisto, facilita descubrir una ciudad estragada y temible.

      Tal vez haya que admitir que las ciudades también se extinguen, como lo demuestra la historia. Pero quizás eso tampoco nos sirva de mucho consuelo. Roma es eterna a condición de ser una ruina, y lo malo es que Guadalajara no sólo no es Roma, sino que tampoco ha sabido nunca qué hacer con su historia y ni siquiera las ruinas sabemos dejarlas en pie. Y si no sabemos qué hacer con el pasado, ya ni siquiera tiene caso preguntarnos por el futuro, y menos por el presente: está cayéndose a pedazos y no lo podemos ver.

J. I. Carranza

Mural, 18 de diciembre de 2022

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