Encuentro, o creo encontrar, a cada vez más jóvenes que leen un libro. La visión probablemente cobra forma a partir de la certeza indeliberada (es decir, el prejuicio) de que eso, ver a un joven leyendo un libro, es una excepcionalidad: en un paisaje donde yo había dado por hecho que los jóvenes no leen libros, hallar a uno que lee uno viene a resultarme una rareza. Habría que reparar en esto: si uno da por hecho tal cosa —que son incompatibles los conceptos “joven” y “libro”—, puede ser principalmente por dos razones: porque es fácil y cómodo sumarnos a suposiciones generalizadas, sin prestar atención a lo que realmente sucede, y también porque uno suele olvidar que también fue joven y que lo propio de ese tiempo es conducirse de modos más bien secretos o en todo caso inalcanzables para la comprensión de adultos y viejos.
En cuanto a las suposiciones generalizadas, hay que reconocer que en este país perdido, donde la educación básica es un fracaso inveterado e irreparable de aquí a muchas generaciones, ciertamente hay una gran parte de la población para la que jamás habrá condiciones de encontrarse con un libro. Una desgracia cuyas causas, además del supradicho fracaso, están en la prevalencia de la desigualdad y de la injusticia, amén de cuanto conviene a quienes detentan el poder, sea éste del signo que sea, que los jóvenes sigan sin leer. Una muchacha nacida en las circunstancias más desfavorecedoras, sitiada desde el primer momento por la pobreza, la violencia, el machismo, y para quien la vida es apenas supervivencia y miedo y extenuación y aflicción y dolor y hambre, en el mejor de los casos habrá podido ir a la primaria, probablemente sin concluirla, y pronto habrá empezado a trabajar (también en el mejor de los casos); o el muchacho que ya no pudo seguir en la secundaria por razones parecidas a la de aquella muchacha, y que en su desesperación respondió al anuncio que le salió en las redes y fue reclutado forzosamente para ser sicario, o asesinado si no fue capaz: una y otro, y hay millones como ellos, ¿por que iban a leer jamás?
Así que, al pensar en jóvenes que no leen, se obvian esos millones que jamás habrían podido hacerlo, y se piensa más bien en los que, pudiendo hacerlo, no lo hacen: quienes han recibido la educación indispensable para saber qué es un libro y cómo se usa —no es tan sencillo, y se puede llegar a Presidente de la República sin haberlo aprendido, como el asno inverosímil Vicente Fox, que recomendaba no leer para ser más felices—; quienes disponen de un poco de tiempo sobrante (el que no hay que dedicar a la escuela, a chambear en algo, a andar con el novio, a irse de fiesta, a jugar futbol, etcétera) y, sobre todo, tienen al alcance un mínimo de libertad para omitirse del mundo por un rato y adentrarse en las páginas de un libro —leer es sustraerse del mundo y volverse invisible, cosa fantástica cuando uno es joven y el mundo, para decirlo con propiedad, no hace más que chingar—. Y se piensa, en fin, en jóvenes que podrían dejar a un lado el maldito celular para ponerse a leer.
Creo que por aquí está la causa del prejuicio: el bosque de quienes viven absortos en sus pantallas no deja ver a las lectoras y los lectores jóvenes que deambulan con un libro o lo abren a la sombra de un árbol o se toman un café en esa maravillosa soledad elegida o se reúnen para platicar de lo que están leyendo, o quedan de verse en las librerías y ahí platican más, o se encuentran en línea y siguen platicando y siguen leyendo, o entran y salen de las bibliotecas y acaso también vayan haciendo las suyas, privadas, en sus dispositivos pero sobre todo en las estanterías donde van ordenando los ejemplares que compran —el auge del libro electrónico entre los nuevos públicos no ha sido tal, los libros impresos tienen garantizada su existencia y su prosperidad, y por eso las lamentaciones habituales de la industria editorial, la hegemónica y la independiente, son evidencias de su cortedad de miras y de su falta de imaginación—, o que van leyendo en el tren o en el camión, o entre una clase y otra, o en los ratos muertos de sus aburridos trabajos, o en una banca del camellón una mañana de domingo, etcétera. Que es así como he ido encontrándolos, cada vez más, y es increíble y a la vez no, pues por qué iba a ser de otro modo —y para eso trabajo como profesor de literatura, entre otras cosas, y por eso cuando hace poco me crucé con una exalumna y me reveló que estaba por acabar Moby Dick sentí que mi paso por este mundo estaba así justificado de sobra.
Siempre que se habla del libro, así en abstracto, por ejemplo ahora que se celebrará el Día Internacional del Libro, o cuando Guadalajara fue Capital Mundial del Idem (y para lo que sirvió), o en las ferias o en las campañas en que se lo promociona, en realidad se está hablando de la lectura de literatura. Los libros que se espera que la gente lea, pero sobre todo los que se busca que compre, son básicamente ficción literaria, sobre todo novelas, y en muy mínima medida poesía, ensayo y teatro. Sospecho que se evitarían muchos malentendidos si eso se hiciera más explícito. Pero también sospecho que no importa tanto: los jóvenes están leyendo literatura a pesar de cualquier figuración ilusoria que nos hagamos respecto a ellos. Y eso es lo que cuenta, quiero creer.
J. I. Carranza
Mural, 20 de abril de 2025.