¡Al fin! Como el calendario escolar para la educación básica en México lo cumple quien quiere y como quiere, se vuelve cada vez más difícil anticipar en qué momento se terminarán las clases, y por eso el comienzo de las vacaciones termina siempre tomándonos desprevenidos. Por anheladas que sean, llegan como el temporal y de pronto lo inundan todo y tenemos que arreglárnoslas para navegar por ellas sin demasiados sobresaltos ni peligros.

      Hablo, claro, de las vacaciones que tienen niñas y niños, desde los grados más pirruñitas hasta los más labregones, antes de entrar a la prepa. El rango de edades, vamos, en que la escuela es —entre otras muchas cosas, no vaya a pensarse que sólo así la veo— una suerte de paquetería donde se puede confiar que las criaturas estarán a salvo y entretenidas mientras uno trabaja. Las vacaciones, pues, que son ese tiempo extraño en que la paquetería permanece cerrada y hay que conseguir que las criaturas no se aburran, no se aloquen, no se depriman y no se apendejen. Pocas cosas tan admirables y envidiables como las sonrisas de las maestras que nos despiden luego de habernos entregado la boleta, con la satisfacción inocultable de que hallarán por fin respiro tras tantos meses de lidiar con las hordas salvajes: apenas unas horas después de esa entrega, la Miss Chayo ya debe de estar en Chamela o en Guayabitos, o de perdida en las Bahamas, sorbiendo la primera de las ciento veinte margaritas que se piensa tomar en la semana. ¿Y uno?

      Si tiene suerte, uno podrá hacer coincidir algunos días de sus propias vacaciones con las de las criaturas, y si además de suerte ha sido bendecido con algún ahorrito (si algo quedó luego de pagar la colegiatura de la paquetería y la reinscripción, y tras haber apartado lo que costarán libros y útiles: ya mandaron la lista), la perspectiva de un viaje facilita las cosas, aunque sea ilusoriamente. Jerry Seinfeld decía que, para un padre de familia, las vacaciones empiezan en el momento en que ya terminó de cargar maletas en la camioneta y de meter en ella a toda su prole, y duran lo que duran los segundos que pasan mientras cierra la portezuela del copiloto, rodea la camioneta por detrás, abre su propia puerta y se pone al volante. Aun así, la procuración de una mínima aventura, la ruptura de unos cuantos días con lo consabido y lo rutinario, la posibilidad de ir a un lugar lejano a cansarse de distinto modo, justifican sencillamente la ocurrencia de las vacaciones. Pero cuando no hay modo de salir, entonces hay que ingeniárselas.

      Antes no era así. (Siento que incurro cada vez con más frecuencia en las observaciones de esta naturaleza, comparando el tiempo presente con el pasado, por lo general a favor de este último y de tal forma que no parece que esté dispuesto a transigir. Pero creo que es inevitable: después de todo, lo natural es que el propio juicio parta de la propia experiencia, contrastando lo que hay con lo que hubo o había, y conforme uno se vuelve más viejo hay menos escapatoria). Las vacaciones entrañaban, antes que otra cosa, que a uno lo pusieran a hacer quehacer. Además, tenías que acompañar a tu mamá a un montón de lugares insólitos (a abonar en Mayco, al tianguis del Mercado Alcalde, a traer estambre de El Gato, a la tintorería, a la carnicería, al Banco Refaccionario, a la relojería, a las pollerías del Mercado Corona, a Maxi, al Nuevo Mundo, a La Cotijense), así como a casas de parientes donde, con suerte, podías aburrirte un buen rato junto a tus primos. Quizá podías ver más horas de tele en la tarde, y tantán. Al otro día, a trapear pisos y lavar ventanas, más tías, más salidas a mandados, más tele, y aquello parecía una forma de la eternidad. Hoy, en cambio, está extendida la suposición de que las vacaciones tienen que aprovecharse y es imperativo buscarles actividades a niñas y niños: cursos de verano, campamentos, prácticas deportivas; que hay que organizarles salidas, pijamadas, fiestas, idas al cine o a alguna plaza, etcétera. Y esto pasa, creo, principalmente por dos motivos: en primer lugar, mamás y papás de hoy están (estamos) más atareados, las dinámicas laborales y las configuraciones familiares han cambiado enormemente, y los dos meses de vacaciones se vuelven difícilmente manejables para gran parte de la población que tiene hijos y trabaja.

      Pero, además, hay la idea de que la ociosidad es perniciosa y se debe evitársela a toda costa a quienes vienen de batallar todo un año con la escuela, con lo agotador que puede ser ir a clases, estudiar, hacer tareas, pasar exámenes, entregar trabajos, atender a las ocurrencias de los maestros, madrugar, hacer deportes y tener seguramente alguna clase extracurricular, echar desmadre, etcétera. Tal vez sea porque la ociosidad hoy consiste, básicamente, en scrollear infinitamente en el celular o en pasarse noche y día en un videojuego, y entonces a papás y mamás nos alarman ese pasmo y esa inmovilidad. O tal vez lo que ocurre es que nos da envidia y así quisiéramos vivir, echados infinitamente, viendo mensada y media y sin hablar con nadie. También han ido cambiando las formas de la felicidad.

      Pero siempre será mejor que haya vacaciones, como quiera que sean. Lo he dicho antes: las vacaciones son la vida real; todo lo demás es simulacro, sueño o pesadilla, exceso de la imaginación.

J. I. Carranza

Mural, 6 de julio de 2025.

Foto de la exposición Tile by Tile I Exist, de Esra Gülmen, en Plataforma. Arte Contemporáneo.