Descubrí la palabra en la obra de Javier Marías, llena de personajes insomnes o para quienes la lucidez parece siempre más al alcance cuando refulge en la oscuridad de la noche. Fue en la novela Mañana en la batalla piensa en mí, primero cerca del principio, sólo como equivalencia de «la mitad de la noche», más adelante enunciada con explicación adjunta: «aquello era lo que los autores clásicos llamaban el conticinio, un latinajo, la hora de la noche en que todo guarda silencio de mutuo acuerdo». (Marías aprovecha, enseguida, para hacer algo que en él era tic o manía: despotricar contra su país o contra su ciudad con cualquier pretexto y muchas veces sin que viniera a cuento. Esas invectivas nutrían muchas veces sus artículos periodísticos, en especial los de tonalidades cascarrabias y pocas pulgas —o sea, la mayoría—, y era un rasgo un poco patético o tedioso, aunque insignificante al apreciar las evoluciones asombrosas de su prosa torrencial, cómo practicaba en todo momento la «exuberancia en la dicción» que Harold Bloom estatuyó como uno de los cinco componentes de la fuerza estética de las obras literarias. Dice, pues, Marías, después de explicar qué es el conticinio: «aunque esa hora en Madrid no exista», es decir, que su narrador se queja, inopinadamente, de lo ruidoso de su ciudad, incapaz de paz y silencio).

      Sólo he vuelto a encontrar otra vez el término en otra novela de Marías, Tu rostro mañana, publicada ocho y diez y trece años luego de aquélla, es decir que se publicó en tres partes: Fiebre y lanzaBaile y sueño y Veneno y sombra y adiós—: en la primera parte se lee «en la noche cerrada y en la hora que los latinos llamaban conticinio y que ya ha olvidado mi lengua» (anglófilo radical y a la vez integrante de la Real Academia Española, Marías también solía pronunciar juicios duros y lamentaciones —no siempre atendibles— acerca de los usos actuales del español, sus supuestas omisiones y sus no siempre inexplicables olvidos; el español, herramienta y razón de ser de su trabajo y cuyo funcionamiento conocía de modo admirable, como sustancia viva de la siempre mutante sociedad le causaba sin embargo perplejidades y ofuscaciones frecuentes, de las que daba cuenta en artículos a menudo intemperantes o malhumorados: de viejo rancio, se diría hoy. Tristemente). Y en la tercera parte: «la hora que los romanos llamaban el conticinio y que en realidad ya no existe en nuestras ciudades, pues no hay en ellas hora alguna en que todo esté quieto en silencio» (vuelve a quejarse, ahora de todas las ciudades, aunque, en realidad, las que ese narrador puede llamar «nuestras» son sólo Madrid y Londres, acaso Oxford también).

      Necesito regresarme unos pasos porque tres digresiones están zumbándome al oído y no puedo soslayarlas. Primero: aun cuando escribo este artículo lejos del librero donde tengo esas novelas, pronto he caído en la cuenta de que también las tengo aquí, en dos bibliotecas en mi computadora, de tal forma que ha sido cuestión de segundos dar con las citas citadas, que sólo recordaba vagamente aunque con la certeza de los títulos de los que proceden. No sé qué implique para el cableado cerebral de un lector de este tiempo poder disponer así, instantáneamente, de todo lo que ha leído, sin espacios para la desmemoria y el yerro y el extravío. Me alarma un poco, pero no sé por qué. Segunda digresión: el oficio de columnista es arduo porque, a las dos o tres semanas de haberse iniciado en él, uno se queda irremediablemente sin tema, y hay que pasar los siguientes veinte o treinta años rompiéndose la cabeza cada ocho días. Por eso veo con simpatía las obsesiones o fijaciones de Marías, su tirria recurrente contra los políticos españoles (y contra los españoles), sus amaneramientos y reincidencias. Hace unos días, a propósito de los sinsabores de este oficio, la columnista argentina Leticia Martin publicó en la revista Perfil un artículo titulado «Nadie lee nada» en el que deploraba lo poco que se lee la prensa hoy y, además, acusaba a ese medio de pagarle mal y tarde; tanto tino tuvo que sus editores no leyeron el artículo y así fue que lo publicaron y cuando se dieron cuenta ya se había vuelto viral… Muy divertido, todo, y muy desdichado también). La tercera digresión tiene que ver con Bloom, figura otrora imperante sobre el panorama mundial de la crítica literaria, y cuyo influjo ha menguado al punto en que parece anacronismo o ingenuidad recurrir a él. Pero yo siempre lo tengo presente (y los otros componentes de esa fuerza estética, por cierto, son: originalidad, poder cognitivo, dominio del lenguaje metafórico y sabiduría). 

      Conticinio: existe todavía, para nuestra fortuna. Quizá no sólo en Guadalajara, pero indudablemente en Guadalajara. A veces lo atraviesa el silbato del tren. A veces lo envuelve el rumor de la lluvia, o lo rasga el fragor de un trueno. O lo revienta un loco que grita en la calle. Pero luego todo se acalla y ese momento dura lo suficiente para que podamos explorar su magnífica imposición sobre el universo. El reloj suele registrarlo alrededor de las tres de la mañana. Algo llegamos a entender entonces, o a creer que entendemos. Ese silencio y esa quietud que el mundo acuerda son sólo para nosotros, en esa hora increíble y fugaz en que terminan y empiezan los mejores sueños.

J. I. Carranza

Mural, 25 de mayo de 2025.