En Venezuela la Navidad lleva ya un mes y cacho, pero nosotros no queremos quedarnos muy atrás: todavía no arrancaba noviembre y ya estaban poniendo los puestos del tianguis navideño de Las Águilas. Supongo que el del Refugio también ya ha de estar, no hemos ido todavía, estamos calculando cuándo será sensato comprar el arbolito para que aguante y desquite lo que costará. El caso es que no nos hace falta un Nicolás Maduro: como a buena parte del mundo occidental, nos basta con que Mariah Carey se descongele y lance su chillido: «It’s time!» —sospecho que cada año lo hace más temprano, y considero una incomprensible falta de visión empresarial que las integrantes de Pandora no hagan otro tanto con sus peces en el río.
En esto estaba pensando mientras contemplaba el otro día los cempasúchiles desfallecientes en la Minerva, que ya pronto tendrán que largarse para dejar espacio a las nochebuenas… y mientras transcurrían los interminables veinticinco minutos que estuve atorado como tonto en la glorieta, en el tráfico de las dos de la tarde, sin que pareciera posible que nada deshiciera el amasijo de vehículos que no avanzaban o avanzaban poquito nomás para taparles mejor el paso a otros, tan inmóviles todos como impacientes y tercos, pitando incluso algún tarado que creía que serviría de algo, aventándose todos entre sí la lámina para ganar unos centímetros, y librando por milímetros los rozones de las motos temerarias que, ellas sí, se abrían paso en el caos. Sin que pareciera que aquello acabaría alguna vez, y, desde luego, sin tránsitos que pusieran orden —ya parece que van a ir a meterse, qué ganarían, mejor se quedan en la sombrita a la caza de alguien sin engomado de verificación para caerle ahora que todavía pueden, sería un milagro de Navidad si alguna vez llegamos a verlos en un embotellamiento sirviendo de algo.
La Minerva, ya sabemos, es espacio socorrido para las celebraciones de la ciudad, a veces más o menos espontáneas, como las futboleras, pero por lo general impuestas por algún ocurrente en el gobierno. Aunque ciertamente nunca tuvo vocación de espacio público para la vida a pie: como distribuidor vial, siempre ha estado al servicio de los coches, razón por la cual es tan bonito reclamarla cada domingo, en la Vía RecreActiva, como si de verdad ese cielo amplísimo le perteneciera a la gente que pasea o va en bici o en patines, y por eso también es triste que den las dos y la ilusión se termine cuando el tráfico se reanuda con toda su vulgaridad. En todo caso, es significativo que sea también el epicentro de la tapatiez en una de sus más penosas manifestaciones, que es la incivilidad extrema al manejar.
No es sólo la asombrosa capacidad que tenemos de cometer toda suerte de imprudencias al volante, sino también la mera y llana estupidez por la que nuestra inobservancia de la ley y nuestra falta de respeto por los prójimos nos acarrean complicaciones sin fin, que bien podríamos evitarnos. Porque los embotellamientos en la Minerva se deben a que un montón de conductores deciden, como si importaran más que todos los demás, pasarse un alto; al mismo tiempo, en el siguiente semáforo, hay otro montón que también se lo pasarán, y así hasta que se sincronicen en el marasmo todos los que quisieron ganarles a los otros, en cada uno de los seis semáforos de la glorieta. (Ya sé: nada de esto sucedería si en Guadalajara no hubiera tantos coches, pero para eso tendríamos que borrar toda la historia de la ciudad en el último medio siglo, al menos, y empezar de nuevo, ahora sí bien).
El día en que contemplaba yo los cempasúchiles, además, y como consecuencia de esa obtusa costumbre de que todo el mundo se pase el alto y enseguida se atore, habían chocado un camión y un coche. Alguno de los dos no quiso dejarse y aceleró y se le atravesó al otro y muchas gracias, ahí se quedaron esperando a sus seguros, el típico tarado choque laminero y las taradas disposiciones que impiden hacerse a un lado para no estorbar. De manera que la situación había empeorado gracias a que aquella incivilidad se materializó en lo que cada día vemos por cada calle de esta noble y leal ciudad: la creencia de que uno siempre tiene más derecho que los otros, razón por la cual rebasamos por la derecha, nos le pegamos al de adelante como queriendo pasarle por encima, damos vueltas prohibidas porque son los otros los que tienen que detenerse y no yo, no toleramos que algún peatón se cruce, aceleramos para que un ciclista inoportuno se quite, y que nadie se nos atraviese si no se quiere morir.
Como está claro que los semáforos de la Minerva no sirven, quizá convendría quitarlos, para que la glorieta opere del mismo modo que las glorietas sin semáforos en Guadalajara: te metes cuando puedas, y ya dentro tienes prelación hasta que tengas que salirte. Y es que a lo mejor eso es lo que no nos gusta: que, con los semáforos, tengamos que ir deteniéndonos mientras rodeamos, al modo chilango. O bien: que se vuelva zona peatonal ya para siempre, y que la fuente la conviertan en una alberca pública, o que cambien para allá la Plaza de los Mariachis, y que pongan un tianguis navideño todo el año, y que Alfaro antes de irse decrete que la Navidad empieza en agosto y se acaba en abril, y haya siempre nochebuenas y cempasúchiles y todo sea felicidad.
J. I. Carranza
Mural, 10 de noviembre de 2024.