La historia de Estados Unidos, desde la llegada de los primeros colonos, sirve para explicar meridianamente el nivel de abyección que ha alcanzado la vida pública en ese país. Las realidades particulares de los individuos quedan aparte, y entre esas realidades caben las que han dado origen a algunos de los productos culturales y de los desarrollos científicos y tecnológicos más deslumbrantes. Pero la realidad colectiva que construyen esos mismos individuos como ciudadanía, y dentro de ésta la clase política, constituye un colmo de depravación y de estupidez difícilmente concebible si no estuviéramos viéndola. Tal vez sea injusto decirlo así, por la sencilla razón de que el tiempo pasa, las generaciones se suceden, las sociedades se reconfiguran y, en fin, el mundo cambia, pero el hecho es que la nación que hizo posible alcanzar la Luna es la misma que va a volver a elegir este martes a Donald Trump.

      Todo el párrafo anterior, evidentemente, es una obviedad. Y, en cuanto a la afirmación que lo cierra, me parece difícilmente inaceptable. Aquí tocaría pronunciar el ensalmo que suelen hacer los agoreros para dejarle un respiradero al optimismo: «Ojalá me equivoque». Pero me lo impide el hecho palmario de que, independientemente de lo que sugiera la estadística y de la división más bien ilusoria entre partidarios y simpatizantes de un bando u otro, la sociedad estadounidense adora a Trump: lo necesita, le urge que vuelva, le quiere entregar el mando absoluto sobre sus vidas, jamás va a negarle nada. No lo ha hecho: nada ha sido suficiente para detenerlo, aun los detractores más tenaces han sido incapaces de sacarlo de la jugada (no se diga de meterlo a la cárcel), lo hemos visto proferir las peores vilezas e incurrir en los actos más repulsivos a toda noción de decencia elemental, y ahí sigue. Y ocurre que la contienda en el fondo es una fantasía: si en realidad los millones de votantes que no votarán por Trump quisieran negarle toda posibilidad de llegar a la Casa Blanca, no estarían esperando a este martes, no se conformarían con la creencia ingenua de que bastará votar contra él, no estarían esperando a que las sumas de su lunático sistema electoral les hagan el favor. Así que no es cierto que esos millones no quieran que gane: en su complacencia, en su indiferencia, en su tontería colosal, pero sobre todo en su connivencia con la ignominia sostenida que representa la mera existencia de Trump, incluso esos objetores han estado colaborando en su triunfo. Va a ganar y se lo merecen.

      ¿Que Kamala Harris es preferible? Pues sí, pongamos, pero qué tan idónea puede ser si, en su discurso y en los hechos, ella y sus partidarios no han sabido reducir a la nada a ese endriago incontenible que ha hecho de la mentira y la bajeza sus armas infalibles para hacer que prevalezca su odio —y el de los suyos—. ¿Por qué se merecen los demócratas ganar, si en los hechos, a lo largo de más de ocho años, nada se han propuesto en serio para detener al enemigo? Como en México sabemos bien, pues acabamos de repasar la lección en la votación pasada, la oposición inservible termina por no importar y, más aún, por coadyuvar (verbo horrible, pero es que todo esto es horrible) a la afirmación en el poder de los peores. Son lo mismo, a fin de cuentas, y para sostener esta aseveración me remito al enorme George Carlin, quizás el comediante estadounidense más corrosivo e insobornable que ha habido, y que una vez explicó que él no votaba jamás porque eso lo hacía cómplice con un sistema podrido en el que sólo cabía elegir entre las peores opciones: un sistema que arropa y ensalza y bendice a los más viles, rastreros, hipócritas, inescrupulosos y mezquinos. «Y luego vienen a decirte», concluía, «”Si no votas no te quejes”. Y es al contrario: si votas, no tienes justificación para quejarte, porque eres parte de todo eso».         

      Guillermo Sheridan ha observado que todo político mexicano lleva su caricatura incluida. En el caso de los gringos, en especial Trump, es fascinante cómo no hay caricatura que le dé alcance. Lo cual ha traído consigo un efecto llamativo: por más ridículo que sea, por más ignorancia que exhiba, por más incoherencias que diga, por más feroces que sean sus invectivas, por más inexplicable que sea su conducta (en un mitin reciente se pasó cuarenta minutos pidiendo canciones y meciéndose en el escenario), por más absurdo que sea, en suma, se vuelve cada vez menos inverosímil. No es sólo que ya desde hace tiempo haya dejado de dar risa, sino que es tan auténtico en toda su monstruosidad que ya pocas cosas parecen anormales en él.

      Pero no es lo más sobrecogedor. Sigo en Instagram a Mark Peterson (@markpetersonpix), un fotógrafo que trabaja para prestigiados medios y, desde un tiempo, se ha concentrado en retratar a los asistentes a mítines y a los políticos en el despliegue pleno de todo lo que son. La gente real, vamos, antes o más allá de los discursos, las palabras: en sus miradas alucinadas, sus bocas abiertas en un grito o una carcajada, sus manos alzadas o entrelazadas y sus ropas y sus cabellos y sus uñas y su sudor y su grasa y sus huesos y sus arrugas y sus poros. Ver esas fotos sirve mucho, creo yo, para hacerse una idea de lo que está pasando, aparte de cualquier explicación que la historia pueda dar.