«Fuimos a México». Esta declaración se entiende si quien la pronuncia está en cualquier lugar de la República Mexicana que no sea la capital: esa vasta geografía que todavía algunos, en la capital, se obstinan en llamar «provincia», quizá es una tara heredada por aquel locutor del programa de Chabelo a cargo de las llamadas de «los cuates de provincia». (No hace mucho, en una junta por Zoom, me tocó encontrarme con una capitalina obstinada que descalificó el trabajo artístico de alguien porque le parecía muy «de provincia», y comprobé no sólo que el centralismo está lejos de erradicarse —más adelante volveré sobre eso—, sino también que, en mi calidad de «provinciano», cada que me sale al paso siento como si me dieran un jalón de greñas).
(Dudo, en este momento, si decir «fuimos a México», o «vamos a México», sigue entendiéndose en general como en otros tiempos, cuando la capital todavía se llamaba así —lo de «Ciudad de México» es reciente, antes sólo era la ciudad de México, el sustantivo «ciudad», con minúscula, no formaba parte del nombre— y llevaba el siempre horrendo apodo de Distrito Federal. ¿Qué dice el letrero de los camiones foráneos que van para allá? En los tableros de los aeropuertos, casi estoy seguro, sólo dice «México», y en los señalamientos de carreteras y autopistas. Con todo, no sé: tal vez porque siempre suena un poco raro decir que uno va a México cuando ya está en México, y tal vez en el fondo ese uso sea vestigio, justamente, del centralismo maldito, o un reconocimiento tácito de su inevitabilidad).
El caso es que fuimos. Hay mucho que ver y mucho que hacer: sobran siempre pretextos o razones, y a veces las apoya alguna creencia infundada, por ejemplo la de que en temporadas de vacaciones la ciudad se vacía. Qué se va a vaciar: al contrario, como pudimos comprobar la tarde/noche del 23, cuando sin querer queriendo llegamos al Zócalo y nos vimos inmersos en una multitud incalculable e incesante, una especie de mitin gigantesco y frenético presidido por Santa. Es una lección que habrá que repasar siempre antes de emprender cualquier viaje o paseo: esa idea tuya que te parece tan original seguramente se les ocurrió a varias decenas de miles al mismo tiempo que a ti: ¿pensabas que, por ser 25 de diciembre, todo mundo iba a quedarse en casita y a nadie iba a antojársele salir al frío de la mañana para ir a La Villa?
Tiene poco sentido lamentarse e incluso asombrarse por las cantidades de caos que uno sin falla va a hallar al llegar a una zona metropolitana poblada por casi 22 millones de almas. Sin embargo, me temo que también va siendo cada vez más difícil de justificar la decisión de afrontar ese caos con tal de hacer y ver lo que sólo allá se puede. Los museos, por ejemplo, tanto los que apenas uno va a descubrir como los que va a revisitar —y aquí tengo que hacer una especial mención de la desgracia en que se ha convertido el Museo Nacional de Antropología: ya desde que está uno haciendo la fila para entrar puede leer las mantas en las que los trabajadores del INAH denuncian la mala administración que priva al recinto de recursos para su mantenimiento básico, y una vez dentro son evidentes los estragos, además del retraso vergonzoso en cuestiones museográficas: en varias salas se proyectan videos casi inaudibles y borrosos producidos ¡en el sexenio de Fox!—. O las librerías, y aquí tengo que manifestar mi perplejidad, o más bien es frustración y coraje, al corroborar cómo en una sucursal de una cadena, allá, encontré muchos libros que jamás he visto ni veré aquí —es lo que iba a decir sobre el centralismo: tanto que se jacta Guadalajara de ser una ciudad de libros, lo mismo por la existencia de la FIL que por esa patraña colosal que fue lo de la Capital Mundial, y sencillamente no parece haber forma de que lleguen aquí títulos que únicamente allá puede uno conseguir (y más baratos que en la FIL, cuando los traen)—.
Pero digo que es cada vez más difícil justificar un viaje de paseo a México porque, dejando a un lado el caos consabido, esta vez, como nunca, pudimos corroborar una progresión imparable de la ruina, del abandono, de la mugre y el asco (los efluvios del drenaje se espesan con la fetidez de las mierdas animales y humanas en cualquier rincón o directamente sobre las banquetas, no hay zona libre de peste): el mobiliario urbano destrozado, la inmundicia apoderándose de todo ante la evidente ceguera de los nativos, quién sabe si felizmente para ellos inmunes ya o mutantes incapaces de percibir el desastre, la inoperancia de los servicios… Y lo más deprimente: el imperio de la miseria más imperdonable, la que los gobiernos sucesivos, de la ciudad y del país, han dejado prosperar a tal grado: por todos los rumbos, una población enorme de personas que deambulan sobre sus alucinaciones o dormitan entre sus bultos donde se puede (y se puede en todos lados) o rebuscan en la basura qué comer, entreverándose o debajo de las multitudes infinitas de todos los demás que somos todos…
En toda la vida que llevo de ir a México, jamás había visto ese nivel de destrucción y desesperanza. Y nunca había sido tan insospechablemente tranquilizador volver a Guadalajara —aunque esa tranquilidad se congela al preguntarse cuánto le faltará a esta ciudad para acabar así—. Qué bonita la provincia, caray.
J. I. Carranza
Mural, 31 de diciembre de 2023.