Leo el artículo que escribió el novelista Antonio Muñoz Molina a raíz de su visita a Guadalajara para participar en la Feria Internacional del Libro. No ha sido su primera vez, sabe de qué se trata, a dónde llega. Como otras muchas «personalidades» agasajadas por la Feria, por sus editoriales, por la Universidad de Guadalajara, las condiciones de su estancia fueron de privilegio: habitación en las alturas del hotel vecino a la Expo, restaurantes lujosos —cuyo fulgor lo deslumbra tanto como el de las gasolineras—, traslados en «todoterrenos que parecen hechos a la escala de las autopistas de Texas». Y lo impresionan en especial los contrastes que advierte y los que tiene que conformarse con imaginar: «no podré comprender bien el enigma de la ciudad porque me dicen que no es seguro para un forastero pasear por ella». Es un testimonio que importa, creo, porque Muñoz Molina es un escritor muy atendible (uno de esos que sí vale la pena que inviten a la FIL, vaya), pero también por su honestidad —y a ver si vuelven a invitarlo—: el autor sabe que, fuera de esa circunstancia privilegiada, la realidad de Guadalajara está hecha en gran medida de desigualdad, injusticia, violencia, desesperanza.
Y de jóvenes, que es el otro asombro que experimenta al ver «la juventud de la mayor parte del público» en la FIL. Es cierto. Aunque, luego de pensarlo un poco, concluyo que no tiene por qué ser asombroso: el mundo siempre ha sido y seguirá siendo de los jóvenes, y otra cosa es que uno se sorprenda al constatarlo, cosa que ocurre cuando terminó de extinguirse la última brasa de la propia juventud y no queda sino empezar a remover las cenizas y salir de escena.
Me pasó el viernes, para no ir tan lejos. Insensato de mí, quise destinar esa mañana a ver libros, sin caer en cuenta de que aquello estaría atestado por miles de escolares frenéticos, una espesa atmósfera de olores enchilosos y gritería ensordecedora, como no había vuelto a verse desde antes de la pandemia (quiero creer que ahí quedé inmunizado contra todos los virus conocidos y por conocer). Y en una pausa para tomarme un cafecito, en lo alto de las gradas del pabellón de la Unión Europea, me dio por recordar la primera vez que fui a la FIL.
Fue en la primera edición, en 1987, y llegué en uno de los camiones que para tal efecto habían bajadolos del Comité —es decir, un secuestro a manos de los facinerosos que detentaban la representación estudiantil de la Escuela Vocacional—. La práctica del baje poco después caería en desuso, con las últimas boqueadas de la Federación de Estudiantes de Guadalajara, pero entonces todavía no resultaba demasiado extraña: se detenía a los camiones, se bajaba a la gente, subíamos los que íbamos para la FIL, y si en el camino se cruzaba un repartidor de papitas o de refrescos, pues baje también. En cierta ocasión en que los camioneros se opusieron a seguir siendo despojados, vi al director de la Voca salir con una pistola en alto a ponerlos en paz.
Algo debe de haber mejorado el mundo si hoy los preparatorianos y los secundarianos llegan a la FIL de otras formas, por más que vayan acarreados y los autobuses que los llevan hagan enloquecer esa zona de la ciudad sin que nada ni nadie parezca poder impedirlo. Formaditos, echando relajo pero no demasiado, hasta uniformes llevan, y mal que bien les hacen caso a sus maestros. Y justo en esa diferencia pensaba el viernes, recordando cómo aquella primera visita mía fue posible gracias a un puñado de delincuentes, que seguramente obedecían la orden de llenar la Expo a como diera lugar… cosa que me llevó a reparar en cómo los orígenes porriles y gangsteriles del llorado fundador de la Feria ya van siendo borrados de la memoria histórica, como imagino que es inevitable. Qué significativo, por ejemplo, ha sido el cierre del duelo, si es que habría que tomar por tal el homenaje polifónico al Licenciado: por todo lo que se dijo, pero también por todo lo que ya nunca se va a decir —y eso que se tuvo la participación del indiscreto y poco pudoroso Juan José Frangie, que nomás faltó que contara lo que se decían el Licenciado y él en el vapor.
Todas estas revolturas pensaba yo el viernes, delante de aquella juventud masiva que asombró a Muñoz Molina, un componente fundamental del misterio que representa la realidad mexicana: una fuerza que coexiste con las numerosas caras de la desgracia nacional. Las muchachas y los muchachos que fueron a la FIL este año, ¿con qué salieron, con qué recuerdo se quedaron? ¿Van a volver el año entrante? ¿Hacia dónde van, qué sueñan, qué los mueve, que hay que quitar de su camino cuanto antes para que no les estorbe? (Seguramente es uno quien primero tendría que hacerse a un lado). ¿Leen? ¿Qué? ¿Qué llegaron contando ese día a sus casas? ¿Hubo quién los escuchara? ¿O no tenían nada que contar? Ojalá haya sido un día divertido, de mucho desmadre y muchas risas (¡y sin clases, que es lo mejor!). Pero ¿qué forma va a adquirir en su memoria, aparte de las risas y el desmadre? ¿De qué va a acordarse, cuando vuelva a la FIL dentro de treinta y siete años, una de esas estudiantes de prepa que fue antier con sus amigas y se tomó algunas fotos y compró un libro y consiguió que se lo firmara su autor y luego regresó a su escuela y a su casa y a empezar a vivir esos treinta y siete años?
J. I. Carranza
Mural, 3 de diciembre de 2023.